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ArribaAbajoCapítulo VII

El jefe de ronda


Dos días después de aquel en que Pílades había pasado por tanta agitación de espíritu y de cuerpo, en las calles, y en la casa de su amigo Oreste, es decir, el 5 de setiembre, Buenos Aires era toda confusión y anarquía en las ideas, en los temores, y en las esperanzas; todo silencio y reconcentración en los enemigos de la dictadura, mientras los federales se hallaban en una agitación nerviosa que los ponía en continuo movimiento: era que desde las once se sabía que el Ejército Libertador estaba a una legua de la Capilla de Merlo; y por consiguiente, que al otro día podía estar sobre Santos Lugares o en la ciudad misma.

No se puede decir que la aproximación de los enemigos de Dios y de los hombres aumentó el personal de las fuerzas amontonadas en la fortaleza, en el cuartel de serenos, en el de Ravelo, etc. Pero sí puede decirse que los religiosos y humanitarios partidarios de Rosas se movían cada uno como cuatro, corriendo a galope de un lado al otro de la ciudad anunciándose recíprocamente la aproximación de Lavalle, y haciendo espléndidos juramentos federales. Y aun cuando la crónica contemporánea no alcanzó a averiguar hasta qué punto tomaba parte el valor en aquella estrepitosa y movediza decisión, y hasta qué punto el miedo, porque todos los extremos se tocan en la naturaleza, y suelen aparecer aparentemente de causas contrarias los mismos resultados, lo que hay de cierto es que muchos se movían y que gritaban mucho, siendo su punto de reunión general, después de fatigar sus caballos y sus pulmones, la casa del héroe vivo y la heroína muerta; donde a falta del uno, que se hallaba en Santos Lugares, y de la otra, cuyo paradero Dios lo sabe, estaba la que debía pagar por todos: esa pobre hija de Rosas, destinada a presenciar todo lo más repugnante de un sistema perfecto de relajación y de sangre, y a rozarse con cuanto había de repulsivo, de inmoral y de cínico en un sistema de cosas que había subvertido el orden natural de la sociedad, y alzado el barro de su fondo a la superficie, donde se sostenía en nata el crimen y la degradación de la especie humana.

Toda la cuadra de la casa de Rosas estaba obstruida por los caballos federales. Y como a ningún federal de esa especie podía faltarle cola, y como un recio viento del S. E. enfilaba la calle, sucedía que las cintas de las colas federales, y las plumas que coronaban sus frentes, agitadas por el viento, y alumbradas por el sol clarísimo de septiembre, parecían de lejos espirales de llamas enrojecidas, saliendo de las puertas del infierno.

El gran corralón, los patios, la oficina, toda la casa, a excepción de las habitaciones del dictador, representaban un verdadero hormiguero.

Todo el mundo federal entraba y salía en aquella casa. ¿A qué? A cualquier cosa. Allí se había de saber, primero que en ninguna otra casa, el triunfo o la derrota de Lavalle.

Había, sin embargo, una clase de vivientes, que entraba a casa de Rosas, y buscaba la presencia de Manuela con un objeto exprofeso, sincero y real: las negras.

Uno de los fenómenos sociales más dignos de estudiarse en la época del terror, es el que ofreció la raza africana, conservada apenas en su sangre originaria, y modificada notablemente por el idioma, el clima y los hábitos americanos. Raza africana por el color. Plebe de Buenos Aires por todo lo demás.

Desde los primeros días de nuestra revolución, la magnífica ley de libertad de vientres vino en amparo de aquella parte desgraciada de la humanidad, que había sido arrastrada también al virreinato de Buenos Aires por la codicia y crueldad del hombre europeo.

Fue Buenos Aires la primera que en el continente de Colón cubrió con la mano de la libertad la frente del africano, pues donde estaba el agua del bautismo no quería ver la degradación de la especie humana. Y la libertad que así la regeneró y rompió de sus brazos la cadena de siervo, no tuvo en la época del terror ni más acérrimo, ni más ingenuo enemigo que esa raza africana.

Nada sería que hubiese sido partidaria de Rosas; hasta natural sería que hubiese soportado por él todo género de privaciones y sacrificios; desde que ninguno como él lisonjeó sus instintos, estimuló sentimientos de vanidad hasta entonces desconocidos para esa clase, que ocupaba por su condición y por su misma naturaleza el último escalón de la gradería social.

A las promesas, a las consideraciones, Rosas agregaba los hechos; y las personas de su familia, los principales de su partido, su hija misma, por decirlo todo, se rozaban federalmente y hasta bailaban con los negros.

Nada sería, pues, en el estudio de esta época curiosa, ver esa parte de la plebe porteña entusiasta y fanática por aquel gobierno, que así la protegía y consideraba.

Pero lo que llama, sí, la atención y concentración del espíritu, y que deberá preocupar más tarde a los regeneradores de esa tierra infeliz, son los instintos perversos que se revelaron en aquella clase de la sociedad, con una rapidez y una franqueza inauditas.

Los negros, pero con especialidad las mujeres de ese color, fueron los principales órganos de delación que tuvo Rosas.

El sentimiento de la gratitud apareció seco, sin raíces en su corazón.

Allí donde se daba el pan a sus hijos, donde ellas mismas habían recibido su salario, y las prodigalidades de una sociedad cuyas familias pecan por la generosidad, por la indulgencia, y por la comunidad, puede decirse, con el doméstico, allí llevaban la calumnia, la desgracia y la muerte.

Una carta insignificante, un vestido, una cinta con un estambre azul o celeste, era ya un arma; y una mala mirada, una pasajera reconvención de los dueños de casa o de sus hijos, era lo suficiente para emplear esa arma. La policía, Doña María Josefa, cualquier juez de paz, o comisario, o corifeo de la Mashorca, recibía una delación, en que figuraban comunicaciones con Lavalle, o cosas semejantes, que importaban la ruina y el luto de una familia; porque el ser clasificado de unitario en Buenos Aires importaba estar puesto fuera de toda ley, y bajo el imperio de todo insulto, de toda desgracia, de todo crimen.

El odio a las clases honestas y acomodadas de la sociedad era sincero y profundo en esa clase de color; sus propensiones a ejecutar el mal eran a la vez francas e ingenuas; y su adhesión a Rosas leal y robusta.

Desde que el dictador marchó a Santos Lugares, y con él los batallones de negros que había en la plaza, las negras empezaron también, por su cuenta, a marchar al campamento, abandonando el servicio de las familias que quedaron entregadas a su propia asistencia.

Pero antes de salir de la ciudad se presentaban en bandas en casa de Manuela o en la de Doña María Josefa Ezcurra, anunciando que iban a pelear también por el Restaurador de las Leyes. Y en el día que describimos, no era pequeño el número de ellas que cuajaba los patios y zaguanes de la casa de Rosas, haciendo estrepitosa algazara al despedirse de Manuela y de cuantos allí había.

Era un día de jubileo en aquella casa, tan célebre en los fastos de la tiranía.

Doña María Josefa se había trasportado a ella desde las once; y a las ocho de la noche todavía estaban allí esperando algún otro chasque de Santos Lugares que hiciese saber si Lavalle había pasado más acá de la Capilla de Merlo o si el ejército federal había salídole al encuentro y pulverizádolo bajo sus tremendas armas, y a los rayos del genio.

Ya era de noche.

De repente, el eco de un cañonazo lejano vino a herir el espíritu de todos.

Manuela se inmutó visiblemente. No era la causa política, era la vida de su padre lo que inspiró un cúmulo de sentimientos penosos en su corazón.

Por un largo rato, la atención de todos se concentró en el oído; pero en vano.

Manuela buscaba con sus miradas alguien que pudiera decirla la verdad. Pero la joven conocía tanto a los que la rodeaban, que no se atrevió a interrogar a ninguno.

De improviso, un movimiento, cuya impulsión venía del patio, se comunica hasta la sala, y todos vuelven sus miradas hacia la puerta en donde, a través de las nubes densas de humo de cigarro, se pudo distinguir la figura del jefe de policía, y pudo percibirse su voz, que decía a cuantos le preguntaban:

-No es nada, no es nada, es el cañonazo de las ocho que tiran los franceses.

Manuela alivió con un suspiro a su oprimido corazón, y preguntó impaciente a Victorica, que se acercaba a saludarla:

-¿Nadie ha venido?

-Nadie, señorita.

-Por Dios; ¡desde las once no sé una palabra!

-Pero es probable que antes de una hora sepamos algo.

-¿Antes de una hora?

-Sí.

-¿Y por qué, Victorica?

-Porque a las seis mandé un comisario de policía con el parte del día al Señor Gobernador.

-Bien, gracias.

-Estará aquí a las nueve, cuando más.

-¡Ojalá! ¿Y cree usted que estén muy cerca ya de Santos Lugares?

-No es probable. Anoche acampó Lavalle en la estancia de Bravo. A las diez y media de la mañana de hoy estaban a tres leguas de Merlo; y a estas horas se hallaran, cuando más, a una legua de ese punto; es decir, a dos leguas de nuestro acampamento.

-¿Y esta noche?

-¿Cómo?

-¿Si no marcharán esta noche? -repuso Manuela pendiente de las palabras de Victorica.

-¡Oh, no! -contestó éste, esta noche no marcharán, ni tal vez mañana. Lavalle trae poca gente, señorita, y tendrá que prepararla muy bien.

-¿Y a qué número ascienden las fuerzas de Lavalle? Dígame usted la verdad, yo se lo ruego -prosiguió Manuela, que hablaba casi al oído del jefe de policía.

-¿La verdad?

-Sí, sí, la verdad.

-Es que no se puede preguntar así no más por esa señora; porque hoy es muy difícil encontrarla. Pero según los datos que me parecen más seguros, Lavalle trae tres mil hombres.

-¡Tres mil hombres, y me dicen que apenas tiene mil! -exclamó la joven.

-¿No dije a usted que no se encuentra a la verdad?

-¡Oh, es terrible!

-La engañan a usted en muchas cosas.

-Ya lo sé. En todo, y todos me engañan.

-¿Todos?

-Menos usted, Victorica.

-¿Y para qué engañar ahora? -repuso el jefe de policía con un brusco movimiento de hombros, que parecía decir: «Estamos jugando el todo, la hora ha llegado, y no tenemos a quien engañar, si no es a nosotros mismos».

-Y tatita, ¿qué fuerza tiene? La verdad también.

-¡Oh, eso es fácil! El Señor Gobernador tiene en Santos Lugares de siete a ocho mil hombres.

-¿Y aquí?

-¿Aquí?

-¿Sí, en la ciudad, pues?

-Todos y ninguno.

-¿Cómo?

-Que según las noticias que nos lleguen del campamento mañana, o pasado mañana, hemos de tener un mundo de soldados, o hallaremos que no tenemos ninguno.

-¡Ah! Sí; sí, ya lo sé -repuso Manuela con viveza, al comprender lo que pareció al principio una paradoja de Victorica. Ella sabía mejor que nadie el crédito que debía dar a las palabras de los seres envilecidos que la rodeaban; que sólo eran bravos con el puñal, sobre la víctima inerme.

-¿Y me dará usted las noticias -prosiguió-, en cuanto las reciba esta noche, si tatita no me escribe?

-No lo sé, señorita, porque ahora mismo parto para la Boca, y he dado orden para que el comisario vaya en mi busca por ese lado.

-¡A la Boca! ¿Y no hace usted más falta en la ciudad?

-Yo creo, señorita, que no hago falta en ninguna parte -contestó Victorica con cierta expresión en el rostro, que hubiera parecido una sonrisa y que sin duda quiso serlo, si lo hubieran permitido aquellos músculos duros y rígidos que no se prestaban a otro movimiento que al de la expresión de las pasiones recias y profundas.

-¿Qué quiere usted decir, señor Don Bernardo? -preguntóle Manuela algo seria; porque el carácter de aquella joven ya empezaba, naturalmente, a resentirse un poco de la regia autoridad de su padre, y a disgustarse al notar síntomas de desagrado en sus servidores.

-Quiero decir -contestó Victorica-, y lo mejor es decirlo con franqueza, que antes recibía las órdenes directamente del Señor Gobernador; y después de algún tiempo las estoy recibiendo de otros, a nombre de Su Excelencia.

-¿Y cree usted que alguien se atrevería a tomar el nombre de mi padre?

-Lo que creo, señorita, es que no se puede ir a Santos Lugares y volver, en media hora.

-¿Y bien?

-Y esta tarde, por ejemplo, recibí, a nombre de Su Excelencia, la orden de vigilar esta noche la costa hasta San Isidro; y un cuarto de hora, o media hora después, recibí contraorden, a nombre también del Restaurador, de hacer la ronda por la Boca.

-¡Ah!

-Y ya usted ve, Manuelita, que alguna de las dos órdenes no es del Señor Gobernador.

-Cierto. ¡Es bien singular!

-Para mí no ha habido épocas buenas ni malas en servicio del general Rosas, ni las habrá nunca. Pero no siento la misma voluntad en servir a otras personas, que obren por intereses particulares, y no de la causa.

-Créame usted, Victorica, que he de hablar a tatita sobre esto la primera vez que me sea posible.

-Esta señora me da más que hacer que el Señor Gobernador.

-¡Esta señora! ¿Qué señora?

-¿No ha comprendido usted que me estoy refiriendo a Doña María Josefa?

-Ah, sí -y, sin embargo, Manuela no había comprendido tal cosa, porque poca atención prestaba, en efecto, a todo cuanto no fuera relativo a la situación que rodeaba a su padre en esos momentos.

-Esa señora -prosiguió Victorica- tiene un especial interés en que se vigilen las costas para que no se vayan los unitarios; y si por mí fuera, los dejaría ir a todos.

-Y yo también -agregó Manuela con prontitud.

-Hoy me mandó orden de hacer espiar de nuevo una casa, donde yo sé muy bien que hasta las paredes son unitarias. ¿Pero qué sacamos con espiarla? Ni se me dice lo que se debe vigilar, ni qué haré si encuentro tal o tal cosa.

-Ya.

-En seguida, orden, a nombre de Su Excelencia, de andar tras los pasos de un muchacho alocado.

-¡Es ocurrencia!

-Un muchacho que anda de aquí para allí como un saltimbanqui, y que, en realidad, no se le conocen más relaciones que federales.

-¿Y quién es, señor Victorica?

-Una visita de aquí mismo.

-¿De aquí? ¿Y orden de perseguirlo?

-Sí, señorita.

-¿Pero, quién es?

-Bello.

-¡Bello! -exclamó Manuela, que sentía una sincera amistad por el joven.

-Sí; a nombre del Señor Gobernador -prosiguió Victorica.

-Oh, no puede ser.

-Sin embargo, así me lo ha dicho personalmente Doña María Josefa.

-¿Prender a Bello? -repuso Manuela-. Vamos, repito que es imposible. Tatita no puede haber dado semejante orden. Bello es un excelente joven; es un buen federal, y su padre es uno de los amigos más antiguos del mío.

-No se me ha dicho que lo prenda, sino que lo vigile.

-Es quizá uno de los pocos hombres sinceros que nos rodean -agregó Manuela.

-A mí no me parece malo. Pero debo decir que tiene muchos enemigos, o enemigos muy poderosos.

-Señor Victorica, no dé usted paso alguno contra ese señor, si no recibe orden expresa de tatita.

-Si usted lo dispone así...

-Así lo dispongo, no siendo dada la orden por Corvalán.

-Muy bien.

-Yo sé algo de esto, poco más o menos. No hagamos que tatita sirva de pantalla.

-Bien, bien -repuso Victorica contentísimo de haberse vengado de Doña María Josefa; y cual si quisiese recompensar a Manuela del buen rato que acababa de darle, la ofreció mandarle al comisario en el acto que llegase con las noticias del campamento.

-Pero pido a usted -agregó- que, buenas o malas las noticias que traiga, no pasen de usted, hasta que yo se las repita como es mi obligación.

-Se lo prometo a usted.

-Entonces, buenas noches, Manuelita.

Y el jefe de policía volvió a pasar por entre los grupos que poblaban la sala y el patio, sin que nadie se atreviese a detenerlo para pedir noticias, como se hacían todos recíprocamente.

El asiento que dejó no quedó vacío ni un minuto, pues un nuevo personaje de la época vino a dar a la joven anticipadas felicitaciones por el próximo triunfo federal.

Y mientras Manuela suplicaba a su nuevo interlocutor que saliese a pedir a las negras que no gritasen tanto en el patio, y las dijese que su padre las recibiría con mucho gusto en el campamento; Doña María Josefa daba la mano, despidiendo a un personaje de gallarda estatura, como de treinta y ocho o cuarenta años, de hermosos ojos, moreno, de espeso y negro bigote, y vestido con chaqueta de paño grana, pantalón negro con franja punzó, chaleco y corbata de este último color, y que ostentaba una enorme divisa, y un no menos grande puñal a la cintura.

-Conque temprano -le decía la cuñada de Rosas.

-Sí, señora, antes de las siete estoy en casa de usted a darle cuenta.

-¿Pero si antes hay novedad, me manda avisar en el momento?

-Sí, señora.

-Yo he de estar aquí toda la noche, o hasta que sepamos de Juan Manuel. Pero, mire, no le de cuartel a ninguno. Ya sabe que todos los que se fugan se van a Lavalle.

-No hay cuidado -contestó aquél con una sonrisita que parecía decir: «No necesito de esa recomendación».

-Victorica va a correr la costa desde el fuerte hasta la Boca -prosiguió Doña María Josefa.

-Ya lo sé, señora; y yo voy a relevar a Cuitiño, que está haciendo la ronda desde la Batería hasta San Isidro.

-Eso es. Hay un ratón que ya una vez se escapó de la jaula, pero se me ha puesto que lo hemos de hacer caer tarde o temprano. Váyase de una vez. Ya sabe que para estas cosas yo hago las veces de Juan Manuel. Vaya, despídase de Manuelita, y hasta mañana.

Y el personaje que iba a relevar a Cuitiño se separó de la hermana política del dictador: ese individuo era Martín Santa Coloma, uno de los principales corifeos de la Mashorca, cuyas manos quedaron, en 1840, bañadas en la sangre de sus indefensos compatriotas.




ArribaAbajoCapítulo VIII

La ballenera


La noche estaba nebulosa pero suave; el río tranquilo; una brisa fresca, pero suave, picaba ligerísimamente las aguas que, en alta marca, cubrían las peñas de las costas y se derramaban sin rumor en las pequeñas ensenadas de sus orillas. Apenas, de vez en cuando, se dejaba ver una que otra estrella en el firmamento al través de los pardos celajes, como aparece una que otra esperanza en el cristal empañado de una alma desgraciada.

A las nueve de esa noche, una embarcación había desprendídose del costado de una de las corbetas bloqueadoras con un joven oficial francés, el patrón y ocho marineros.

En la primera hora, la ballenera corrió al largo con su proa al oeste cuarta al norte, con su vela englobada, ligera y graciosa como una creación de la noche posada en el ala de la brisa, mientras que el joven oficial, envuelto en su capa, y tendido sobre el banco de popa, con esa indolencia característica del marino, sólo bajaba su vista de rato en rato, a ver una pequeña carta abierta a sus pies, y alumbrado por una linterna a cuya luz echaba una mirada de vez en cuando a una rosa náutica que sujetaba el pequeño plano, mostrando luego con la mano, y sin hablar una palabra, la dirección que debía dar a la ballenera el patrón que dirigía el timón. Y a la luz también de esa linterna colocada en el fondo de la ballenera, se distinguían los fusiles de los marineros, colocados de babor a estribor.

Como al cabo de una hora, el oficial vio su reloj, e hizo en seguida un examen más detenido de la aguja, del plano, y de la dirección de la ballenera; y mandó luego arriar la vela, y seguir a remo en la dirección que indicó, después de colocar bajo un banco de popa la linterna. La parte superior de los remos estaba envuelta en lona; y apenas se percibía el débil rumor de la pala en el agua.

Las luces de la ciudad se habían perdido completamente a la vista; y apenas, hacia la izquierda, se percibía la forma de la costa indefinible y negra, y que aparecía más y más elevada a medida que la ballenera avanzaba con más rapidez al impulso de los remos, que antes a la fuerza del paño.

Al cabo, el oficial dijo una palabra al timonero, y la ballenera viró un tercio más hacia la costa; y, a otra palabra del patrón, los marineros empezaron a tocar apenas con la punta del remo la superficie del agua, y la embarcación perdió más de la mitad de su marcha.

Entonces, el joven oficial se sentó en el piso de popa, tomó la linterna, observó con mucha atención la aguja y las indicaciones del plano, y después de un rato levantó su brazo, sin quitar los ojos de la aguja y la carta.

A esta acción los marineros dieron, por una sola vez, una impulsión inversa a los remos, y la ballenera quedó como clavada sobre las aguas en medio del silencio y de las sombras.

Estaban a una cuadra de la costa.

Entonces, el oficial pidió dos sombreros a los marineros. Colocó la linterna entre los dos sombreros de hule, uno de cada lado, de manera a que la luz se proyectase en línea recta, sin esparcir claridad en redor suyo; y tomándola de este modo entre sus manos, se paró y la levantó a la altura de su cabeza, con la luz en dirección a la costa.

Permaneció de este modo algunos minutos, mientras que la mirada de todos buscaba en tierra la correspondencia de aquel telégrafo misterioso. Pero inútilmente.

El joven meneó la cabeza y, colocando la linterna en su lugar anterior, dio orden de seguir.

Cinco minutos después volvió a repetirse la misma operación con las mismas precauciones. Pero inútilmente también.

El oficial, ya con un poco de mal humor, volvió de nuevo a examinar la dirección que se había dado, y confirmado de que estaba en ella, de que estaba en el mismo paraje, al mismo rumbo que se marcaba en el plano, dio orden de marchar un poco más a tierra para salir de la sombra que formaba la barranca inmediata.

En efecto, a pocos minutos de marcha, la ballenera pasó por frente a un pequeño cabo, y como a dos cuadras de su anterior estación, volvió a funcionar el telégrafo entre las manos del oficial.

No habría pasado un minuto que aquella luz flotante despedía su rayo sigiloso en dirección a la tierra únicamente, cuando sobre la barranca inmediata brilló una luz, algo más viva que la que parecía requerirse por la luz marítima, que se rodeaba de tantas precauciones.

-Allí está -exclamaron todos los de la ballenera, pero con una voz apenas perceptible de ellos mismos.

La linterna subió y bajó entonces, por dos veces, en las manos del oficial, y la luz de tierra extinguióse en el acto.

Eran las once de la noche.




- II -

Como a las siete de esa misma noche, un carruaje, conducido por Fermín, había parado a la puerta de la casa de Madama Dupasquier; y poco después subía a él aquella noble señora, pero subía pálida, macilenta, con la expresión de esas enfermedades, de esas tisis del alma que hacen mayores estragos, y más pronto, que las más crueles dolencias de los órganos; y a su lado subía su hija, linda como una promesa de amor, y pura y delicada como un jazmín del aire: eran dos mujeres del tipo perfecto de 1820, que podemos hacer llegar, si se quiere, hasta 1830. Porque la generación que desenvolvióse durante la revolución, tanto en hombres como en mujeres, en lo moral como en lo físico, ha tenido un sello especial que ha desaparecido con la época. Es curiosa, pero sería muy larga esa demostración. Y sólo diremos que de aquellas mujeres, que hoy se perpetúan en los retratos, o en las tradiciones, no quedan sino los retratos y las tradiciones.

Inmediatamente, el coche había tomado hacia la plaza, doblando por bajo el arco de la Recova, atravesando la plaza del 25 de Mayo, descendido al Bajo, y tomado a gran trote con dirección al norte.

Al pasar por el bajo de la Recoleta, ya muy de noche, dos jinetes habían salido al encuentro del carruaje, y luego de reconocerlo siguieron su marcha a pocos pasos de él.

Más allá de Palermo de San Benito, lugar casi desierto en esa época, y que muy pronto debía convertirse en la espléndida y bulliciosa morada del tirano, se vieron cuatro hombres venir en dirección opuesta.

En el acto, los dos jinetes que lo escoltaban prepararon las armas que traían bajo sus ponchos, y se dispusieron a lo que puchera ocurrir. Pero felizmente no era gente de la Mashorca, y lejos de detener el carruaje, aquellos cuatro hombres pasaron haciendo grandes cortesías a los que iban dentro y a los que cabalgaban a su lado. Porque uno de los rasgos característicos de la época de Rosas era el afán de los hombres por saludarse unos a otros, aun cuando en su vida se hubieran visto la cara: originalidad que no puede explicarse de otro modo que por el miedo que recíprocamente se tenían todos.

De cuando en cuando, y a pesar del aire de la noche, la misma Madama Dupasquier mandaba a su hija que abriese uno de los postigos del coche para ver si venían sus amigos. Y cada vez que la joven cumplía esta orden, bien poco pesada para ella, como se comprende, unos ojos llenos de amor y vigilancia divisaban su preciosa cabeza, y en el rápido vuelo de un segundo, uno de los jinetes estaba al lado del estribo, y un brevísimo diálogo de las más tiernas interrogaciones tenía lugar entre la niña y el joven, entre la madre y su hijo, porque el joven, bien se entiende, no era otro que Daniel, el prometido esposo de Florencia.

En una de estas idas y venidas, Daniel, al llegar a su amigo, acercando mucho su caballo, y poniéndole la mano en el hombro, le dijo:

-¿Quieres que te haga una revelación que a cualquiera otro le daría rubor el hacerla?

-¿Acaso vas a decirme que estás enamorado? ¡Qué diablos! Yo también lo estoy y no me avergonzaría de contarlo.

-No, no es eso.

-Veamos, pues.

-Que tengo miedo.

-¡Miedo!

-Sí, Eduardo, miedo. Pero es en este momento. En esta solitaria travesía. En el paso arriesgado que vamos a dar. Yo que juego mi vida a todas horas; que desde niño, puedo decirlo, he buscado la noche, las aventuras peligrosas, los pasos arriesgados; que he aprendido a domar el potro por el placer de correr un peligro; que he surcado las olas de nuestro río, más bravas y poderosas que el Océano, en un débil bote, sin motivo, sin interés, por sólo la satisfacción de verme frente a frente con la Naturaleza, en los momentos de su salvaje jactancia; yo que tengo fuerte el corazón y diestro el brazo, temblaría como una criatura si tuviésemos en este momento un accidente cualquiera que nos pusiese en peligro.

-¡Pues es un lindo modo de ser valiente! ¿Para cuándo quieres el valor sino para los peligros?

-Sí; pero peligros para mí; pero no para Florencia, no para su madre. No es el miedo de perder mi vida. Es miedo de hacerla derramar una lágrima, de hacerla sufrir los tormentos horribles porque pasaría su corazón, si nos rodease de repente un conflicto. Es miedo de que quedase sola, con su padre ausente, con su madre casi expirando, y sin mi apoyo en esta tormenta de crímenes que se cierne sobre nuestras cabezas. Es ese miedo por la desgracia del ser amado, que sólo sienten ciertos corazones, ciertos caracteres en la vida. ¿Me comprendes ahora?

-Sí, y lo peor es que me has inoculado ese miedo en que no había pensado, a fe mía: miedo de morir, no por morir, sino por los que quedan vivos. ¿No es eso?

-Sí, Eduardo; cuando uno tiene la conciencia de que es amado, cuando uno ama de veras, la vida se reparte, se encarna con otra vida, y al morir queda un pedazo de uno mismo en la tierra, y esto es lo que se siente.

-Pero en fin, ya estamos cerca, Daniel, dentro de diez minutos estaremos allí. ¡Pobrecita! Tu Florencia siquiera viene con nosotros; pero ella, ella está sola desde ayer. ¡Ah, pensar que pasado mañana, que mañana tal vez puede cesar esta horrible vida que llevamos! ¡Prófugos, parias en nuestro propio país, en nuestra misma casa!. Mira, Daniel, creo que cuando respire el olor a la pólvora, cuando sienta el primer escuadrón de Lavalle, y salgamos los veinte que ya somos, con nuestros fusiles, creo, te digo, que voy a empezar a tirar tiros al aire, por respirar pólvora, si ese canalla de Rosas no quiere que se los tiremos al pecho. ¿Crees que estén aquí pasado mañana?

-Sí -repuso Daniel-, ese es el orden de las marchas. Puede emprenderse el ataque pasado mañana; y es esa la razón por que he instado tanto por el viaje que se va a efectuar esta noche. Me conozco. No valdría, con Florencia en Buenos Aires, ni la mitad de lo que valdré solo en aquel trance.

-¡Y esta Amalia, esta Amalia no querer seguirlas! -exclamó Eduardo.

-Amalia tiene más valor que Florencia, y otro carácter también. No habría poder humano que la separase de tu destino. Aquí estás tú, y aquí está ella; es tu sombra.

-No, es la luz, es la estrella de mi vida -repuso Eduardo con un acento de vanidad que parecía decir: «Así es el carácter que quiero en la mujer amada de mi corazón».

-Ahí está la casa -dijo Daniel y se adelantó a dar orden a Fermín de poner el carruaje en la parte opuesta del edificio, luego que bajasen las señoras.

Un minuto después estaba aquél en la puerta de la Casa Sola. Pero ni una luz, ni una voz, y sólo el rumor de los árboles cercanos.

Sin embargo, no bien el carruaje y los caballeros pararon a la puerta, cuando ésta abrióse, y los ojos de los viajeros, habituados a la oscuridad después de dos horas, pudieron distinguir las figuras de Amalia y de Luisa paradas en la puerta; mientras que por el postigo de una ventana asomaba la cabeza de Pedro, el viejo veterano, que custodiaba a la hija de su coronel, con la misma vigilancia con que veinte años antes guardaba su puesto y su consigna, en las centinelas avanzadas de los viejos ejércitos de la patria.

Madama Dupasquier bajó casi exánime, pues el viaje la había molestado terriblemente. Pero todo estaba preparado por la prolija y delicada Amalia; y después de tomar algunos confortativos y reposar un rato, la enferma volvió a hallarse mejor. Además, la idea de que pronto iba a dejar de respirar aquel aire que la asfixiaba, y salvar a su hija, era el mejor tónico para su debilidad presente.

Según las instrucciones de Daniel, sólo había luz en el aposento de Amalia, cuya única ventana daba al pequeño patio de la casa. La sala, que servía de aposento a Luisa, y el comedor, cuyas ventanas daban hacia el río, y sus puertas hacia el camino, estaban completamente oscuras.

Florencia estaba más pálida que de costumbre; y su corazón latía con esa irregularidad que acompaña a las situaciones inmediatamente precursoras de un desenlace que se anhela y se teme. Un peligro inminente iba a correrse. Pero en el blando espíritu de la mujer no cabe el recuerdo de sí misma cuando peligra también la vida de su madre, la vida de su amante.

La joven sonreía a aquélla. Miraba tierna y amorosamente a su Daniel; y en el cristal bellísimo de sus ojos, una humedad celestial se esparramaba.

Daniel salió; habló un buen rato con Fermín, y volvió luego diciendo:

-Van a dar las diez de la noche. Es necesario que vayamos a las ventanas del comedor, a esperar la señal de la ballenera, que no debe tardar. Pero es preciso que Luisa se quede aquí y que lleve la luz a la sala en el momento en que yo se la pida. ¿Entiendes, Luisa, lo que tienes que hacer?

-Sí, sí, señor -contestó la vivísima criatura.

-Vamos, pues, mamá -dijo Daniel tomando la mano de Madama Dupasquier-. Usted también nos ayudará a observar el río.

-Sí, vamos -contestó la aristocrática porteña con una sonrisa que mal pegaba con su cadavérico semblante-, y he aquí lo que no se me había ocurrido jamás.

-¿Qué cosa, mamá? -la preguntó con prontitud Florencia.

-Que yo tuviera que hacerme federal por un momento, empleando mis ojos en espiar entre las sombras. Y sobre todo, no se me había ocurrido que tuviese alguna vez que embarcarme por estos parajes y a estas horas.

-Pero se desembarcará usted en su coche dentro de ocho días, señora.

-¿Ocho?¡Y qué! ¿Costará tanto echar a esta canalla de Buenos Aires?

-No, señora -repuso Eduardo-, pero usted no vendrá de Montevideo hasta que vayamos todos a buscarla.

-Y será el mismo día que no haya Rosas -agregó Daniel, que fue compensado por una leve presión de la mano de su Florencia, que no se había desprendido de la suya desde que salieron del aposento de Amalia, pues que ya estaban en el comedor, sin más luz que la escasísima de la noche que entraba por los vidrios que daban hacia el río, en cuya dirección estaba fija la mirada de todos.

A medida que pasaban los minutos por la rueda del tiempo, la conversación se cortaba y se anudaba con dificultad, porque una misma idea absorbía la atención de todos: era ya la hora, y la ballenera no venía. Madama Dupasquier no podía permanecer allí. El conflicto de armas podía tener lugar al otro día. Y se necesitaban tres por lo menos para combinarse de nuevo con la estación francesa.

-Tardan -dijo Amalia, que era quien conservaba más sereno su espíritu, porque no había nada que agitase, ni la felicidad, ni el peligro, ni la muerte, aquella naturaleza dulce, tierna y melancólica.

-El viento quizá -repuso Daniel buscando un pretexto que algo calmase la inquietud general, y en la que tomaba él la mayor parte.

De repente, Amalia, que estaba parada con Eduardo, exclamó:

-Allí está -extendiendo su mano en dirección al río.

-¿Es? -preguntó Florencia levantándose y dirigiéndose a Daniel.

El joven abrió entonces la ventana, calculó la distancia de la casa a la orilla del agua, que se dejaba conocer por el rumor de la ola, y conociendo que la luz estaba en el agua cerró la ventana y gritó:

-¿Luisa?

El corazón de todos latía con violencia.

Luisa, que había estado con su manecita en el candelero desde que recibió la orden, llegó con la luz antes que el eco de su nombre se extinguiese en el aposento.

Daniel puso la luz contra el vidrio, y después de haber percibido el movimiento convenido en la luz marítima, cerró los postigos y dijo:

-Vamos.

Florencia estaba trémula, y pálida como el marfil.

Madama Dupasquier, tranquila y serena.

Al salir fuera de la casa, Daniel las hizo parar un momento.

-¿Qué se espera? -preguntó Eduardo que daba el brazo a Florencia, mientras Madama Dupasquier se apoyaba en el de Daniel.

-Esto -dijo Daniel señalando un bulto que se veía subir por la barranca.

Daniel dejó el brazo de Madama Dupasquier y se adelantó.

-¿Hay alguien, Fermín?

-Nadie, señor.

-¿En qué distancia?

-Como a cuatro cuadras de un lado a otro.

-¿Se ve de tierra la ballenera?

-Ahora, señor, porque acaba de atracar a las toscas; el río está muy crecido, y se puede subir sin mojarse.

-Bien, pues. ¿Recuerdas todo?

-Sí, señor.

-Mi caballo desde ahora mismo, en la peña blanca, como a tres cuartos de legua de aquí. Bastante adentro del agua, para quedar cubiertos por la peña grande. Allí he de desembarcar dentro de dos horas. Pero por toda precaución monta a caballo ya y vete a esperarme.

-Bien, señor.

La comitiva ya estaba impaciente e intrigada por la demora de Daniel. Pero éste los tranquilizó luego y descendieron la barranca.

El aire de la noche parecía vigorizar a la enferma, pues que caminaba con una notable serenidad, apoyada en el brazo de su futuro hijo.

Adelante de ellos iba Florencia con Eduardo.

Y abriendo la marcha de la comitiva iba Amalia con la pequeña Luisa de la mano.

Por dos veces la había rogado Eduardo que tomase su otro brazo. Pero ella, queriendo dar valor a todos, contestaba que no; que era la señora feudal de aquellos parajes, y debía siempre marchar delante de todos.

Cubierta su espléndida cabeza con un pequeño pañuelo de seda negro cuyas puntas estaban prendidas bajo la barba, sólo se distinguía el perfil de su hechicero rostro, y sus ojos, en los que no faltaba una luz ni entre las densas sombras de la noche.

En pocos minutos llegaron a la orilla del río donde la ballenera estaba atracada y contenida por dos robustos marineros que habían saltado a tierra con ese objeto.

La embarcación había dado por casualidad con una pequeña abra del río.

Al acercarse las señoras, el oficial francés saltó a tierra con toda la galantería de su nación, para ayudarlas a embarcarse.

Había un no sé qué de solemnidad religiosa en ese momento, en medio de las sombras de la noche, y en esas costas desiertas y solitarias.

Madama Dupasquier se despidió con estas solas palabras:

-Hasta muy pronto, Amalia.

Un unitario jamás se atrevía a decir, ni aun a creer, que Rosas se conservase ocho días más.

Pero Florencia, organización en que pocas veces había el consuelo de las lágrimas, sintió rotas al fin las fuentes de su corazón, y bañó con ellas los hombros y el semblante de su amiga.

Amalia lloraba dentro su alma mientras que las imágenes más tristes y fatídicas cruzaban por su rica y desgraciada imaginación.

-Vamos -dijo al fin Daniel, y tomando a su Florencia de la mano la separó de Luisa que lloraba también, y alzándola por su cintura de sílfide, la puso de un salto en la ballenera, donde ya estaba Madama Dupasquier al lado del oficial.

Todavía un ¡adiós! se cambió Florencia con Amalia y Eduardo; y a una voz del oficial, la ballenera se desprendió de tierra, viró luego hacia el sud, y enfiló la costa, con su vela tiriana desplegada, y sin las precauciones con que se había acercado un cuarto de hora antes. Seguía la costa con la intención de tomar más abajo un cuarto más de viento en su bordada al este.

Amalia, Eduardo y Luisa la siguieron con sus ojos hasta que se perdió entre las sombras.

Entonces posó Amalia su brazo en el hombro del bien querido de su alma, y alzó sus lindos y tranquilos ojos a contemplar los fragmentos de nubes que volaban entre las alas de la brisa, y que dejaban de vez en vez aparecer los astros, mientras que Eduardo la contemplaba embelesado, rodeando con su brazo derecho su cintura.

Ocho minutos habrían pasado apenas, cuando una súbita claridad y la detonación de una descarga de mosquetería, en la costa, y hacia el lado en que navegaba la ballenera, vino a herir de súbito, y como un golpe eléctrico, el corazón de Amalia, de Eduardo y de la tierna Luisa.






ArribaAbajoCapítulo IX

La ronda federal


Todavía Eduardo tenía vuelta su gallarda cabeza hacia la dirección de la descarga, y las manos llevadas instintivamente a los bolsillos donde tenía sus pistolas, cuando la voz de Amalia interrumpió el silencio de aquel lúgubre recinto, exclamando:

-¡Sube, sube, por Dios! -oprimiendo el brazo de su amado y queriendo arrastrarlo con sus débiles manos.

Eduardo, comprendiéndolo todo, y el peligro de que permaneciese Amalia un minuto más en aquel lugar, la tomó por la cintura con su robusto brazo, diciéndola:

-Sí, pronto, no hay que perder un momento -mientras que Luisa, prendida del vestido de su señora, quería darla apoyo también para subir ligero.

Apenas habrían caminado dos minutos cuando una segunda descarga los paró maquinalmente a todos, haciéndoles volver la vista a la dirección que traía el sonido, y entonces percibieron claro, aunque a larga distancia, una súbita claridad en el río, y el sonido de otra descarga.

-¡Dios mío! -exclamó Amalia.

-No, esa última es de la ballenera, que les contesta -repuso Eduardo, dejando ver sus dientes de alabastro en una sonrisa, mezcla de contentamiento y de rabia.

-¿Pero las habrán herido, Eduardo?

-No, no; es muy difícil; sube, hay otro peligro que evitar.

-¿Otro?

-Sube, sube.

A pocos pasos estaban ya en la casa cuando se encontraron con Pedro, que venía atacando otra bala en su tercerola, y con su sable debajo del brazo.

-Ah, ya están aquí -dijo al verlos.

-Pedro.

-Señora, yo soy. Pero éstas no son horas para que ande usted por estos lugares.

Es ésta la primera vez quizá que el buen viejo dirigía una reconvención a la hija de su coronel.

-Pedro, ¿ha oído usted? -le preguntó Eduardo.

-Sí, señor, todo lo he oído. Pero éstas no son horas de que la señora...

-Bien, bien, ya no lo haré más, Pedro -dijo Amalia, que comprendía todo el interés que sentía por ella aquel fiel servidor de su familia.

-Quería preguntar a usted, Pedro -prosiguió Eduardo, entrando ya en la casa-, si ha podido distinguir, ¿de qué armas son los primeros y los segundos tiros?

-¡Bah! -exclamó el veterano, cerrando la puerta y sonriéndose.

-¿Veamos, pues?

-La primera y la segunda descarga han sido de tercerola; y la última de fusil.

-Esa es mi misma idea.

-A cualquiera que tenga oídos se le ocurre lo mismo -repuso Pedro, que parecía estar de malísimo humor con todos por el peligro que acababa de correr su señora, y, como para evitar más preguntas, se fue a encender luz en el aposento en que dormían Eduardo y Daniel cuando se quedaban en la Casa Sola, y que se hallaba en el otro extremo de las tres habitaciones de Amalia.

Cuando ésta entró a la sala, y se quitó de la cabeza el pañuelo de seda que la cubría, Eduardo no pudo menos que sorprenderse al mirar la excesiva palidez de su semblante.

La joven se sentó en una silla, afirmó el codo en una mesa y posó su frente sobre su blanca y delicada mano, mientras Eduardo había pasado al comedor, a oscuras, y abriendo la ventana, ponía toda su alma en el oído, porque la densidad de las sombras era cada vez mayor y no se podía distinguir cosa alguna.

Nada se oía.

No parecía que la vida acabase de enviar tanta muerte un momento antes.

Cuando volvió a la sala todavía permanecía Amalia en la misma actitud.

-Basta, mi Amalia, basta; ya ha pasado todo, y Daniel irá riéndose en este momento -la dijo sentándose a su lado y arreglando unas hebras de los lacios cabellos de su amada, que se habían descompuesto con la presión de la mano.

-¡Pero tanta bala! Es imposible que no hayan herido a alguno.

-Por el contrario; lo que es imposible es que haya llegado una bala de tercerola, ni a cincuenta varas de la ballenera. Han visto su sombra en el agua y han tirado al acaso.

-¿Pero toda la costa está vigilada? ¿Y Daniel? ¡Cómo desembarca Daniel, Dios mío!

-Bajará a la madrugada, en que se retiran las patrullas.

-¿Y Fermín le ha llevado el caballo?

-Sí, señora -respondió Luisa que entraba con una taza de té para Amalia.

En ese momento Eduardo volvió a levantarse y pasar al comedor para escuchar de nuevo por la ventana. Una idea hacía rato que estaba cruzando por su cabeza, y que era lo único que lo inquietaba.

Apenas haría tres minutos que estaba recostado contra la reja, cuando creyó percibir cierto ruido por el Bajo.

Un momento después ese ruido era bien perceptible, y no podía dudarse que lo originaba la marcha de muchos caballos.

De repente, el rumor de la marcha de la cabalgata cesó, pero pudo distinguirse el eco confuso de algunas voces al pie de la barranca. En seguida volvió a sentirse la marcha de los caballos.

-No hay duda -se dijo Eduardo-, ésta es la patrulla que ha hecho fuego. Se ha parado al pie de la barranca, y probablemente han hablado de esta casa. No hay duda; van a dar la vuelta para venir por el camino de arriba. ¡Fatalidad, fatalidad! -y el joven se mordió los labios hasta sacarse sangre.

Al entrar a la sala, Amalia, que leía tan bien en el semblante de su amado, comprendió que alguna emoción profunda lo agitaba, y ella misma le abrió el camino diciéndole, en el estilo que usaba con él, y el único que le consentía, cuando no estaban en ciertos momentos en que la poesía del amor les inspiraba un tratamiento más dulce y más íntimo:

-Hable usted, Eduardo: yo siempre tengo en mi alma la resignación, esperando a la desgracia.

-No; desgracia no -repuso aquél como avergonzado de que su amada hubiera apercibido en su semblante alguna expresión pasajera de temor.

-¿Y qué es, pues?

-Quizá... Quizá nada... Una tontería mía -dijo el joven, sonriendo, sacudiendo su cabeza y tomando el té que había dejado Amalia en su taza.

-No, no, algo hay, y yo quiero saberlo.

-Pues bien; lo que hay es, que acaba de pasar una patrulla por bajo la barranca, y que será probablemente la misma que ha hecho fuego sobre la ballenera. He ahí todo.

-¿Todo? Bien; ya verá usted si he comprendido lo que usted ha callado. Luisa, llama a Pedro.

-¿Y para qué? -preguntó Eduardo.

-Va usted a oírlo.

El veterano apareció.

-Pedro -le dijo Amalia-, es posible que intenten asaltarnos esta noche, querer registrar la casa, o alguna cosa así; cierre usted bien las puertas y prepare sus armas.

Eduardo quedó atónito de aquel valor y serenidad de su amada, admirándola en el santuario de su alma, conociendo que no era el valor de la organización, sino el valor del amor, elevado al grado de sacrificio. Porque en aquellos momentos una resistencia armada, una resistencia cualquiera a la voz de los agentes de Rosas era una sentencia infalible de muerte, o de desgracias de todo género, y Amalia se lanzaba a afrontarlas, intentando salvar al bien amado de su corazón.

-Ya está todo hecho, señora; tengo veinte tiros y mi sable -respondió Pedro.

-Y yo cuatro y el mío -dijo Eduardo parándose súbitamente; pero más súbito todavía y como si hubiesen cambiado un hombre por otro, volvió a sentarse y dijo:

-No, aquí no correrá sangre.

-¿Cómo?

-Digo, Amalia, que en último caso no merece mi vida el que usted presencia una escena como la que hemos querido preparar imprudentemente, y que no daría, por último, sino la pérdida de todos.

-Pedro, haga usted lo que se le ha mandado -repuso Amalia.

-¡Amalia! -exclamó Eduardo, tomándole la mano.

-Eduardo -replicó la joven-, yo no tengo nada en mi vida que no esté en la vida del ser que amo y cuando el destino de él fuese de prisa a la desgracia, yo precipitaría el mío para que fuésemos juntos.

La joven no había acabado estas palabras melancólicas, expresión de su triste y enamorado corazón, cuando el golpe de muchos caballos se sintió por el camino de arriba.

Eduardo se levantó sereno, pasó al patio donde se paseaba Pedro, y entró a su aposento. Se quitó tranquilamente el pequeño poncho que lo cubría aún, sacó sus pistolas de dos tiros que tenía en los bolsillos de sus pantalones, examinó los cebos, y tomando luego su espada dio al patio y colocóla desnuda en un rincón.

En ese momento Amalia llegaba también al patio con la inocente Luisa pegada a su vestido, que por segunda vez la repetía:

-Señora, ¿quiere usted que rece?

-Sí, hija mía, anda a la sala y reza.

La noche había cubiértose con todo su ropaje de sombras y la tormenta se cernía sobre la tierra.

No bien había cambiado Amalia algunas palabras con Eduardo y Pedro, cuando sintióse el rumor de voces cerca de la puerta, y luego los sables y las espuelas de algunos que se desmontaban; y entonces pasaron a la sala, cuya puerta daba al pequeño zaguán.

Al entrar, un espectáculo tierno y sublime los detuvo a la puerta: la vista de Luisa, hincada, con sus manecitas juntas en actitud de súplica, rezando delante al crucifijo de Amalia.

Parecía que se esperaba la última palabra de esa oración de la inocencia elevada a Dios, en medio de la noche y los peligros, para comenzar la primera escena de aquel drama que presagiaba un terrible desenlace; pues que en el acto de levantarse la niña, y de entrar los que la observaban, una docena de recios golpes fueron dados en la puerta de la calle.

-Nuestro plan está ya concebido con Pedro -dijo Eduardo dirigiéndose a Amalia-, no abriremos, ni responderemos. Si se cansan y se van, tanto mejor. Si intentan echar la puerta abajo, tendrán que trabajar mucho, pues es gruesa y bien sostenida; y si lo logran, cuando los recibamos estarán fatigados.

Los golpes se repitieron en la puerta, y en seguida empezaron a darlos en las ventanas de la sala y del comedor.

-Échenla abajo -dijo una voz ronca y fuerte que había sobresalido varias veces entre aquellas que acompañaban con un coro de palabras obscenas los golpes que daban en vano sobre la puerta y las ventanas.

Pedro se sonrió, recostándose tranquilamente en la puerta de la sala.

-No se puede -dijeron muchas voces a la vez, después de haberse hecho grandes esfuerzos, que se conocía por el crujimiento de los tablones que descansaban sobre dos gruesas trancas.

-Tiren sobre la cerradura -dijo la misma voz que se hacía notable entre todas.

Pedro se sonrió, dio vuelta la cabeza y miró a Eduardo parado con Amalia de la mano en el medio de la sala.

En aquel momento, cuatro tiros de tercerola se dispararon en la parte exterior, y la cerradura vino a caer a los pies de Pedro, que con una serenidad admirable diose vuelta, acercóse a Amalia y la dijo:

-Estos pícaros pueden tirar por las ventanas, y usted no está bien aquí.

-Es cierto -repuso Eduardo-, al aposento de Luisa.

-No; yo estaré donde estén ustedes.

-Niña, si usted no entra, yo la cargo y la encierro -replicó Pedro con una voz tan tranquila pero tan resuelta, que Amalia, aunque sorprendida, no se atrevió a replicarle y entró con Luisa al aposento. Mientras Pedro y Eduardo fueron a colocarse entre las dos ventanas, quedando cubiertos por la pared.

Estas precauciones no fueron inútiles, pues apenas habían ocupado aquel lugar, cuando los vidrios saltaron en mil pedazos y algunas balas atravesaron la sala.

Pero afuera también tomaban sus medidas. Conocían bien que había gente en la casa, pues que la puerta estaba cerrada por dentro, y se veía luz por los agujeros que habían hecho las balas. Y esta resistencia a abrir los exasperaba más, a ellos que traían sable y tercerola, y que por consiguiente eran agentes de la autoridad todopoderosa del Restaurador.

De repente, un golpe tremendo, un empuje casi irresistible hizo rechinar los goznes y crujir los marcos de la puerta que parecía pronta a saltar toda entera, pues hasta las paredes se conmovieron cual si las sacudiese un terremoto.

-¡Ah, ya sé; y para esto no hay remedio! -dijo Pedro saliendo del lugar en que estaba, amartillando su tercerola y dirigiéndose al zaguán; mientras que Eduardo, preparando también sus pistolas, iba a su lado con los ojos chispeantes, la boca entreabierta, y apretando convulsivamente sus armas.

Amalia, que sintió y vio todo esto, ocurrido en menos de un segundo, iba a precipitarse del aposento, cuando Luisa se echó a sus pies y le abrazó las rodillas.

Un segundo golpe sin vibración, pero pujante, a plomo, hizo estremecer de nuevo toda la casa, y multitud de cascotes saltaron de los marcos de la puerta.

-No resiste otro -dijo Pedro.

-¿Y con qué demonios dan? -preguntó Eduardo trémulo de rabia y deseando que cayese la puerta de una vez.

-Con el anca de dos o tres caballos a un mismo tiempo -contestó Pedro-; así echamos abajo la puerta de un cuartel en el Perú.

En ese momento, porque toda esta escena era rápida como el pensamiento, Luisa, abrazada de las rodillas de Amalia, sin dejarla salir, la decía llorando:

-Señora, la Virgen me ha hecho recordar una cosa; la carta, yo sé donde está, con ella nos salvamos, señora.

-¿Qué carta, Luisa?

-Aquella que...

-Ah, sí. ¡Providencia divina! Es el único mecho de salvarlo. Tráela, tráela.

Y Luisa voló, sacó de una cajita una carta y se la dio.

Amalia entonces pasó corriendo a la puerta de la sala y dijo a Eduardo y Pedro, que estaban en el zaguán esperando por momentos ver caer la de la calle:

-No se muevan, por Dios; oigan todo pero no hablen ni entren a la sala -y sin esperar' respuesta, corrió las hojas de la puerta, y volando a una de las ventanas, tiró los pasadores y abrió.

A este ruido, dejaron la puerta y se precipitaron a la ventana diez o doce de los que estaban desmontados; y por instinto, por instinto federal, abocaron sus tercerolas a las rejas.

Amalia no retrocedió, no se inmutó siquiera, y con una voz entera y digna se dirigió a ellos:

-¿Por qué se asalta de este modo la casa de una mujer, señores? Aquí no hay hombres, ni riquezas.

-¡Eh, que no somos ladrones! -contestó uno que se abrió camino por medio de los demás hasta llegar a la ventana.

-Pues si es ésta una patrulla militar, no debía tratar de echar abajo las puertas de esta casa.

-¿Y de quién es esta casa? -preguntó aquel que se había acercado, parodiando la acentuación con que había marcado Amalia aquellas dos palabras.

-Lea usted y lo sabrá. Luisa, alcanza la luz.

El tono de Amalia, su juventud, su belleza, y el misterio de esa especie de seguridad y de amenaza que envolvía en sus últimas palabras, acompañada del papel que entregaba, en aquella época en que todos temían caer, por equivocación, o por cualquier cosa, en el enojo de Rosas, llevó sin esfuerzo la perplejidad a toda aquella gente, en cuyas cabezas no había entrado la sospecha de que en esa casa, por tantos años desierta, hubiese una mujer como la que veían.

-Pero, señora, abra usted -le dijo entrecortado el personaje que recibió la carta, y que no era otro en cuerpo y alma que Martín Santa Coloma al frente de su partida.

-Lea usted primero y después abriré si todavía lo quiere -repuso Amalia dando mayor firmeza y aire de reproche a la entonación de su voz; al mismo tiempo que Luisa, fingiendo valor como su señora, acercaba la luz a la reja, entre una bomba de cristal.

Santa Coloma desdobló la carta sin quitar sus ojos de aquella mujer que a la luz del fanal le hería la imaginación, como algo de encantamiento en aquel lúgubre y solitario lugar. Miró luego la firma de la carta, y la sorpresa se pintó en su rostro, que no dejaba de ser varonil e interesante.

-Tenga usted la bondad de leer fuerte para que todos oigan -dijo Amalia.

-Señora, yo soy el jefe de esta partida, y con que yo lea es bastante -contestó aquél, y se impuso del contenido de esta carta, que el lector debe conocer también y que decía:

Señora Doña Amalia Sáenz de Olavarrieta

Mi distinguida compatriota: He sabido con mucho disgusto que se han atrevido a incomodar a usted en su soledad, sin motivos, y sin orden de tatita, lo que es un grande abuso que él reprendería si lo supiese. La vida que usted lleva no puede inspirar sospechas a nadie, sino a los que toman el nombre del gobierno para sus fines particulares: usted está en el número de las personas que más distingo, y le ruego, como una amiga, que me comunique al momento, si otra vez fuese usted molestada; porque si es sin orden de tatita, como no lo dudo, yo se lo avisaré a él en el acto, para que no se abuse de su nombre otra vez.

Crea usted que será un momento muy feliz para mí aquel en que pueda serle útil su obsecuente servidora y amiga.

Manuela Rosas.

Agosto 23 de 1840.



-Señora -dijo Santa Coloma quitándose su sombrero-, yo no he tenido la intención de hacer a usted ningún mal, ni sabía quién vivía aquí. He creído que podrían haber salido de esta casa algunos de los que se han embarcado hace poco por esta costa, pues acabo de batirme con una ballenera enemiga muy cerca de aquí, y como no hay más casa que ésta...

-Vino usted a echarme las puertas abajo, ¿no es eso? -le interrumpió Amalia para acabar de dominar el espíritu de Santa Coloma.

-Señora, como no me abrían, y veía luz... pero, dispénseme usted. Yo ignoraba que aquí viviera una amiga de Doña Manuelita.

-Está bien, ¿quiere usted entrar ahora y registrar la casa? -y Amalia hizo un movimiento como para salir a abrir.

-No, señora, no. Sólo le pido a usted el favor de permitirme que vengan mañana a componer la puerta, que quizá se ha estropeado.

-Mil gracias, señor. Mañana pienso irme a mi casa del pueblo, y esto no es nada.

-Yo mismo -prosiguió Santa Coloma-, voy a pedirle disculpas a Doña Manuelita. Créame usted que ha sido sin intención.

-Todo lo creo a usted, y no hay necesidad de disculpas; porque por mi boca nadie sabrá lo que ha ocurrido, usted se ha equivocado y eso es todo lo que hay -repuso Amalia endulzando su voz todo cuanto le era posible en su situación.

-Señores, a caballo; ésta es una casa federal -gritó Santa Coloma a los suyos-. Vuelvo a pedir a usted perdón -continuó volviéndose a Amalia-. Buenas noches, señora.

-¿No quiere usted descansar ni un momento?

-No, señora, mil gracias; usted es la que debe descansar del mal rato que la he dado.

Y retirándose Santa Coloma, todavía no se ponía el sombrero.

-Buenas noches -dijo Amalia y cerró su ventana.

Un minuto después estaba desmayada sobre el sofá.




ArribaAbajoCapítulo X

Primavera de sangre


Ya los pájaros cantaban al asomar el día el himno misterioso de la Naturaleza a su creador.

La golondrina volvía de sus calientes climas, y cruzaba rápida y sin destino, como las imágenes del delirio.

El duraznero ostentaba todo el lujo de sus estrellas color de rosas y violetas; y entre los glóbulos dorados de su flor se cuajaba el germen de su exquisito fruto.

El nardo se levantaba altivo, como la palmera del desierto; y a su pie la tímida violeta se escondía entre sus pabellones de esmeralda, lastimada de su punzante aroma.

El jacinto asomaba gracioso a respirar el aire primaveral que lo rizaba. Y la espléndida reina de las flores abría su globo de púrpura para beber el llanto de la aurora, dejando herir su seno por el rayo del matutino sol, a cuyo influjo fermentaba el ámbar que encerraba; como la virgen que deja penetrar por su pupila la mirada ardiente que va hasta el corazón, y roba y bebe el primer soplo de amor, que un suspiro de la divinidad puso en su seno.

Y sobre las hojas punzoes de la rosa, o sobre la frente pálida de la azucena, la mariposa esparcía el polvo de oro de sus alas, y remontaba luego a embriagarse de luz y de colores: imagen delicada y tierna de la mujer, cuando se abre la flor de su inocente vida, y vuela en el jardín de las ilusiones, derramando el oro de su imaginación sobre las flores fragantes de sus deseos.

Las olas comenzaban a descansar ya de su agitación en el rígido invierno que acababa, y se dormían sobre sí mismas, como reposan las pasiones sobre el mismo corazón que les dio vida. Los vientos de la Pampa plegaban su ala poderosa; y las templadas brisas de los trópicos se escurrían a la región del Plata, a conquistar el desierto palacio del invierno.

Toda la Naturaleza se regeneraba, se cubría de galas, respiraba esperanza, y reflejaba poesía como la amante abandonada vuelve a la radiantez de su belleza rebosando promesas y alegría, cuando el aliento del amante ausente viene de improviso a entibiar la frente marchita por el frío glacial del abandono.

Al invierno yermador, árido y triste, sucedía la creadora y alegre primavera. Y para toda la Naturaleza había una caricia, una sonrisa, una promesa... menos para el hombre.

La flor, el campo, el agua, las nubes y los astros que tachonan el manto celestino de Dios, todos recibían una mirada vivificadora, al abrirse el reinado de la opulenta primavera en las regiones del Plata... menos el hombre.

Su destino, frío como una cifra, adherido a su vida como el mármol al sepulcro, e incontrastable como el paso del tiempo, lo empujaba de desgracia en desgracia, y sin otra esperanza que en Dios, cuya mirada aparecía envuelta entre las nubes, sin llegar al alma, y alumbrarla, en la terrible noche de su infortunio.

La primavera comenzaba para la Naturaleza. Pero, ¡ay!, el ámbar de la flor iba a extinguirse entre el olor de la sangre.

El campo iba a perder su manto de esmeralda con las manchas de sangre, que ni el pie de los años borraría.

El arroyo iba a llevar sangre en su corriente. La luz del día a encapotarse entre vapor de sangre. Y los astros que tachonan el manto celestino de Dios iban a quebrar su tenue rayo sobre charcas de sangre.

Jugado estaba ya el destino de los pueblos del Plata. Su vida amarrada al potro de la tiranía, nuevo Mazeppa, iba a desangrarse por largos años, rotas las carnes de la libertad, en las espinas de un bosque de delitos y desgracias. Las tradiciones de la revolución, el destino de 1810, las promesas risueñas de 1825, los progresos intelectivos de la sociedad, la moral de educación y de raza, el carácter de los pueblos, su índole y su imaginación misma, todo iba a acabar de subvertirse bajo el más disolvente de los gobiernos, bajo la más inmoral de las escuelas públicas: bajo el gobierno personal y tiránico, bajo el ejemplo de sus medios bárbaros. Un gobierno tanto más funesto, cuanto que debía dejar inoculados en la sangre de una generación que se levantaba a la vida los malos hábitos de los pueblos que nacen y se educan bajo el imperio de los déspotas, en que la dignidad humana es escarnecida; la obediencia irreflexiva y ciega, una condición de la existencia individual; y las ideas y los intereses sociales, plantas exóticas en el terreno de ese gobierno.

La ausencia de todo espíritu de comunidad y asociación había conservado hasta entonces el mal gobierno de Don Juan Manuel Rosas, como había servido en gran parte a la anarquía que lo produjo. Y la prolongación de aquel gobierno iba a acabar de ahondar ese mal generador, en la tierra virgen de una sociedad sin hábitos ni creencias todavía. De este modo se preparaban para el futuro funestos y terribles síntomas de resistencia a la reacción que apareciese contra ese orden de cosas, en que ya no habría que luchar contra el tirano, sino contra los resabios de la tiranía.

Rosas había triunfado sin vencer. Y desde entonces, todas las cuestiones lejanas que rodeaban el horizonte de su gobierno iban a ceder poco a poco, y por sí solas, en la pendiente de su fortuna, o más bien, en el terreno de la fatalidad histórica; porque los cuadros históricos que ofrece al estudio la vida de los pueblos, ni quedan, ni se presentan incompletos nunca.

La República Argentina, como pueblo nuevo, había completado ya, en quince años, su epopeya de combates y glorias; y puesto con su lanza el sello de su fuerza militar en la América, y de su destino en el mundo, como pueblo. Con su último cañonazo había dicho la última palabra de sus primeras aspiraciones de 1810, y completado con el fuego de su pólvora la última luz del gran cuadro de su primera vida.

Le faltaba el segundo período de su revolución. Y aquí se chocaron entonces los grandes extremos del pensamiento: la innovación que creaba, la reacción que destruía.

Triunfante la última en sus primeros pasos, la lógica de la historia no podía fallar, y era necesario que se completase el gran cuadro de esa otra faz de la nueva nación. Y el crimen, el vicio, la relajación de todas las nociones del cristianismo, la subversión de todos los principios conservadores de la sociedad, el atraso, la estagnación y la indolencia, la inacción y la impotencia del pensamiento, el olvido de la tradición, y una índole acomodaticia al nuevo orden de vida, todo debía contribuir a llenar el cuadro de la tiranía de Rosas, que no debía quedar incompleto, como no lo queda ninguna de las perspectivas históricas, que nacen sin esfuerzo de situaciones dadas y francas en la vida de las sociedades.

Y allá en los futuros tiempos, cuando el pensador argentino separe la yedra que cubre la tumba de los primeros años de la patria, para encontrar las inscripciones sangrientas de sucesos y generaciones que rodaron en la tormenta de su juventud, y busque frío y tranquilo la ingenua filosofía de nuestra historia, no se pasmará, por cierto, de nuestra larga y pesada tiranía, expresión franca y candorosa del estado social en que nos encontró la revolución. Pero sí bajará su frente, avergonzado de que la alta figura que haya que dibujarse en el gran cuadro de ese episodio lúgubre de nuestra vida, sea la figura de Don Juan Manuel Rosas. Porque lo más sensible para la historia argentina no será, por cierto, el tener que referir la existencia de un tirano, sino el que ese tirano fuese Rosas.

Rosas fue un tirano ignorante y vulgar. A ningún fin político iban sus pasos. Ninguna alta idea formaba el centro de sus acciones. Y tras su vida política no debía quedar sino un recuerdo repugnante de ella.

Sólo el crimen fue sistemático en ese hombre. Pues ese tan ponderado sistema de su americanismo para repeler toda injerencia europea entre nosotros, defendiendo constantemente la dignidad de la bandera azul y blanca, fue una larga mentira del dictador, inventada para despertar en favor suyo las susceptibilidades nacionales: a lo menos la historia de sus propios actos así lo proclama.

Mucho antes de su jactancioso patriotismo americano, y en la edad en que el hombre es más susceptible a la ebullición de los sentimientos patrióticos, exagerados con frecuencia por el calor de la sangre, y los arranques impetuosos del carácter personal, Rosas habíase puesto de parte de los extranjeros y aplaudido un acto de piratería ejercido contra el pabellón nacional.

Después de la revolución del 1.º de diciembre de 1828, un hecho escandaloso fue cometido por el comandante M. de Venancourt, al mando de las fuerzas francesas en estas aguas, contra nuestra pequeña escuadra, asaltada en medio de la noche por las tripulaciones francesas. Don Juan Manuel Rosas, en armas ya contra la revolución, se dirigió a M. de Venancourt aprobando su conducta, y pidiéndole que retuviese la escuadra9.

Sin altura ni dignidad personal, confiaba su pequeñez y su miseria a sus mismos subalternos; ordenando a los jefes militares, de oficio, que mintiesen en sus comunicaciones aumentando el número de sus fuerzas10.

Pero más que esto. El cinismo del dictador llegaba a tal punto, que él mismo, de su puño y letra, escribía las instrucciones para los correos que partían de Buenos Aires para las provincias y Bolivia; ordenándoles que por todo su camino fuesen diciendo que: «S. E. trabajaba día y noche en sostén de la causa americana; que hasta las potencias extranjeras le tributaban respeto y admiración por su valor y por su genio; que todo el mundo estaba pronto a sacrificarse por él; que en todos los paquetes recibía cartas y regalos de los reyes; y que dentro de poco se iba a saber todo lo que él valía, etc.»

Capitaneó una de las épocas de la vida social, que con él, o sin él, tenía por fuerza que desenvolverse en el naciente pueblo; y no se hizo célebre por haber organizado esa época, sino por haberla ultrapasado en sus impulsos reaccionarios; y no se hizo espectable, individualmente, sino por la ferocidad de su alma, y por las infinitas circunstancias que los sucesos fueron eslabonando en torno suyo, debidos en su mayor parte a causas que no recibieran creación, ni impulsión de la cabeza de Rosas: como sucedió con la contramarcha repentina del Ejército Libertador, que dejaba abierto el camino por donde la tiranía reaccionaria debía marchar hasta su última expresión en la república.

Sobre las tablas del tiempo fue septiembre de 1840 quien jugó el destino de los pueblos del Plata; y en perdida la libertad, la primavera de la Naturaleza no fue sino la primavera de sangre de los argentinos.

Los sucesos que se precipitan, anudándolos con los sucesos anteriores que se conocen ya, nos van a dar a comprender todo lo que tiene de terrible y de lúgubre esa verdad.




ArribaAbajoCapítulo XI

De cuarenta, sólo diez


En la noche siguiente a aquella en que la policía federal comenzó a hacer de las suyas en la Casa Sola, y en que Luisa recibió por premio de su oración una inspiración que salvó a todos, varios hombres se habían ido reuniendo desde las ocho de la noche en un largo almacén de efectos por mayor, contiguo a una hermosa casa de altos que dominaba casi toda la calle de la Universidad11.

Los que llegaban llamaban de un modo especial, y la puerta del almacén se abría para cerrarse en el acto.

Apenas allá en el fondo se distinguía la débil claridad de una luz, colocada tras una pila de cajones de vino y en redor de la cual iban juntándose los que llegaban. Y a pesar de la distancia que mediaba entre la calle y el fondo del almacén, en que se hallaban, la conversación, aunque animada, se sostenía, sin embargo, en voz baja. Pero esta precaución se explicaba por la circunstancia de que la casa de altos, a que pertenecía el almacén, y con la cual se comunicaba por una puerta al patio, era habitada en esa época por una familia federal. Pero lo que sí sorprendía, era ver que habían quitado de la parte interior de la puerta los efectos que había amontonados contra ella y desclavado una gruesa tabla que cruzaba las hojas, y, por último, llamaba la atención, más que todo cuanto se ha descrito, una hilera de fusiles, puesta cerca de la puerta del patio, entre unos barriles de vino y la pared.

Todo este aparato, en aquel lugar, bajo tal misterio, a semejantes horas y en aquellos tiempos, era más que suficiente para que la muerte se dejara de andar revolviendo los cabellos de cuantas cabezas allí había.

-Las diez -dijo uno, acercando su reloj a la vela de sebo que ardía sobre un candelero de metal, puesto en el suelo.

-Mejor -repuso otro, levantándose y dando algunos pasos.

-Sí, cierto -agregó un tercero-, si no hubiera nada, ya lo sabríamos a estas horas.

-Yo creo que la entrada no será hasta la madrugada -observó otro levantándose también, pues que todos estaban sentados sobre cajones de vino, en redor de la vela.

-Pero, ¿cómo es que no vienen los demás?

-Pero es que no sabemos cuántos somos.

-¿Te lo ha dicho Belgrano?

-No.

-Tampoco me ha dicho Bello el número de los que debíamos reunirnos.

-¿Y qué importa el número?

-¡Toma si importa! ¿Cree usted que con los que estamos aquí podemos hacer gran cosa? -repuso el que allí parecía el mayor de todos, no obstante que apenas representaba treinta y cinco años; teniendo en toda su figura un no sé qué de aire militar.

-Yo sé lo que ha de ser -dijo otro.

-¿Qué? -preguntaron varios.

-Que Bello y Belgrano han de haber señalado varios puntos de reunión en esta misma manzana, o en la misma cuadra, tal vez; y concertado la seña para el momento en que nos hagamos dueños de esta casa, y nos subamos a la azotea como a casa nuestra, a pesar de los gritos que quieran dar sus dueños, si es que los federales tienen fuerzas para gritar dentro de algunas horas.

-Eso parece una explicación -repuso el personaje de aire marcial-. Porque -continuó- no es que con diez o doce hombres no podamos apagar los fuegos de todas las azoteas de esta calle, desde el lugar en que nos vamos a colocar, en caso que haya quien quiera hacer fuego sobre Lavalle, sino que si tenemos que salir a operar fuera de aquí, por cualquier accidente, entonces no bastan los que somos.

-Yo, por ejemplo, haya o no combate, me voy, con cuatro más que ya estamos convenidos, en cuanto pase la fuerza por esta calle.

-¿Ve usted? Ya quedamos menos. ¿Y dónde diablos va usted?

-A casa de Rosas.

-¿Quiere usted prender a Manuela?

-No, por el contrario, trataría de defenderla si alguien quisiera insultarla.

-Y yo también.

-Y yo -dijeron algunos jóvenes.

-¿Pero entonces qué quiere usted hacer con la casa de Rosas? -repuso aquél, el más grave de todos-, ¿cree usted que los rosinos se irán a esconder allí?

-No, no creo tal zoncería.

-¿Y entonces?

-Los papeles.

-¡Ah!

-Los papeles; eso es lo que yo quiero.

-Muy buen provecho le hagan a usted, amiguito mío; pero me parece que ellos, y la carabina de Ambrosio, han de valer lo mismo.

-Para los militares, puede ser; para los escritores, no -contestó el joven de los papeles algo picado.

-¡Pues! Y como vamos a deber a los escritores la caída de Rosas, justo es que ellos continúen la obra -repuso con aire burlón el que lo tenía de militar.

-Puede ser que no se equivoque usted.

-¡Por supuesto, un cañonazo de gacetas haría un estrago terrible en el campamento de Rosas!

-Eso ya es personal, caballero.

-Pero, señores, por amor de Dios -dijo otro que no había hablado todavía-; ¿es posible que no podamos estar juntos cuatro argentinos, sin que nos pongamos en anarquía? ¿Todavía no hemos vencido a Rosas, y ya nos ponemos a disputar sobre si el elemento militar ha sido más poderoso, para derrocarlo, que la propaganda literaria?

-Es que...

Un golpe en la puerta interrumpió la respuesta, y llamó la atención de todos, mientras se fue a abrir, porque se había llamado del modo convenido.

Un instante después, Daniel y Eduardo estaban rodeados de los diez personajes que allí había.

Los dos jóvenes venían de poncho, y con grandes divisas federales en el sombrero. Pero ambos, y más especialmente Daniel, tenían en su rostro una expresión de dolor y de despecho, marcada por el pincel de la Naturaleza, con toda la verdad y la elocuencia de sus obras maestras. Se leía, puede decirse, en la cara de aquellos jóvenes todo cuanto pasaba en su alma en ese instante. Y tanto, que el presunto invasor a los papeles de Rosas no pudo contenerse y les dijo:

-La cara de cada uno de ustedes es un boletín de Rosas, en que nos da cuenta de la derrota de Lavalle.

-No -contestó Daniel-. No, Lavalle no ha sido derrotado. Es más que esto.

-¡Diablo! El más no se me había ocurrido hasta ahora -repuso otro.

-Y, sin embargo, así es -replicó Daniel.

-Pero explicaos, con mil santos -exclamó el defensor de los militares.

-Nada más fácil, amigo mío -contestó Daniel, y prosiguió- Lavalle ha emprendido su retirada a las seis de la tarde de hoy, desde Merlo. Y a mi juicio esto importa la derrota de nuestra causa por muchos años, cosa que es de más importancia, sin duda, que la derrota de un ejército.

Un largo silencio sucedió a aquella declaración. Un frío glacial heló la sangre en el corazón de todos. Esa noticia era precisamente la que menos se esperaba.

Eduardo rompió el silencio.

-Sin embargo -dijo-, Bello no ha dicho todo. Es cierto que Lavalle ha contramarchado. Pero entiendo, según las mismas noticias de Daniel, que va a dar un golpe a López, que le está incomodando su retaguardia, para volver después, libre de ese inconveniente, a operar sobre Rosas.

-Claro está -repuso otro-. Ahora ya entiendo. Quiere decir que todo el susto que nos ha dado Bello no tiene más fundamento que la demora del triunfo por algunos días.

-Indudable -dijeron todos.

-Cierto.

-Pensad como gustéis, señores -replicó Daniel-. Para mí esto es concluido. La empresa del general Lavalle, para tener éxito, debía obrar, más sobre la moral, que sobre la fuerza material de Rosas. El momento se ha perdido. La reacción del espíritu vendrá en el numeroso Partido federal, y repuesto de su primera impresión, será diez veces más fuerte que nosotros. Dentro de dos horas, en este momento mismo, el general Lavalle podía tomar a Buenos Aires. Mañana ya será impotente. López lo sacará de la provincia. Y entretanto, Rosas levantará otro ejército sobre su retaguardia.

-¿Pero cómo se sabe su retirada? -preguntó uno.

-¿Me creéis, o no? Si me creéis, evitad preguntas cuya respuesta a nada conducirá -contestó Daniel con sequedad-; básteos saber que hoy, 6 de setiembre, ha emprendido su retirada, después de haber llegado hasta Merlo; y que la retirada la he recibido hace media hora.

-Bien, es preciso comunicársela a los otros.

-¿A cuáles otros? -preguntó Eduardo.

-¡Pues qué! ¿No hay en el barrio alguna otra reunión de nuestros amigos?

Daniel se sonrió de un modo cruel, puede decirse, pues que la ironía y el desprecio se dibujaron en su expresivo rostro.

-No, señores -contestó-, no hay más reunión que la presente. Hace quince días que tuve la palabra de cuarenta hombres para este caso. Después se me redujo a treinta. Ayer a veinte. Ahora os cuento y no hallo sino diez. ¿Y sabéis lo que es esto? La filosofía de la dictadura de Rosas. Nuestros hábitos de desunión, en la parte más culta de la sociedad; nuestra falta de asociación en todo y para todo; nuestra vida de individualismo; nuestra apatía; nuestro abandono; nuestro egoísmo; nuestra ignorancia sobre lo que importa la fuerza colectiva de los hombres, nos conserva a Rosas en el poder, y hará que mañana corte en de tal la cabeza de todos nosotros, sin que haya cuatro hombres que se den la mano para protegerse recíprocamente. Será siempre mentira la libertad; mentira la justicia; mentira la dignidad humana; y el progreso y la civilización, mentiras también, allí donde los hombres no liguen su pensamiento y su voluntad para hacerse todos solidarios del mal de cada uno, para congratularse todos del bien de cada uno, para vivir todos, en fin, en la libertad y en los derechos de cada uno. Pero donde no hay veinte hombres que unan su vida y su destino el día en que se juega la libertad y la suerte de su patria, la libertad y la suerte de ellos mismos, allí debe haber por fuerza un gobierno como el de Rosas, y allí está bien y en su lugar ese gobierno... Gracias, amigos míos, honrosas excepciones de nuestra raquítica generación, que tiene de sus padres todos los defectos sin ninguna de las virtudes. Gracias otra vez. Ahora ya no hay patria para mañana, como la esperábamos. Pero es preciso que la haya para dentro de un año, de dos, de diez, ¡quién sabe! Es preciso que haya patria para nuestros hijos siquiera. Y para esto, tenemos desde hoy que comenzar bajo otro programa de trabajo incesante, fatigoso, de resultados lentos, pero que darán su fruto con el tiempo. El trabajo de la emigración. El trabajo de la propaganda en todas partes, a todas horas, sin descanso. El trabajo del sable en los movimientos militantes. El trabajo de la palabra y de la pluma donde haya cuatro hombres que nos escuchen en el exterior, porque alguna de esas palabras ha de venir a la patria en el aire, en la luz, en la ola. Mi presencia todavía es necesaria en Buenos Aires por algunas semanas; pero la vuestra, no. Hasta ahora he tratado de ser el dique de la emigración. Ahora la escena ha cambiado, y seré su puente. Al extranjero, pues. Pero siempre rondando las puertas de la patria. Siempre golpeando en ellas. Siempre haciendo sentir al bárbaro que la libertad aún tiene un eco; teniéndolo siempre en lucha para gastarle su fuerza, sus medios, su terror mismo. He ahí nuestro programa por muchos años. Es un combate de sangre, de espíritu, de vida, al que vamos a entrar. Aquel que sobreviva de nosotros, cuando la libertad sea conquistada, enseñe a nuestros hijos que esa libertad durará poco, si la sociedad no es un solo hombre para defenderla, ni tendrán patria, libertad, ni leyes, ni religión, ni virtud pública, mientras el espíritu de asociación no mate al. cáncer del individualismo, que ha hecho y hace la desgracia de nuestra generación. Abracémonos y despidámonos hasta el extranjero.

Las lágrimas corrían por el semblante de todos, pocos momentos antes tan llenos de esperanzas y sueños de libertad y triunfo, y un momento después sólo quedaba en aquel lugar de tan tristísimo desengaño el encargado de cerrar las puertas y guardar las armas.

Al cerrar este capítulo, en que la novela ha sido una verdadera historia; pues que tal reunión tuvo lugar en efecto en la noche del 6 de setiembre de 1840, con algunos de los incidentes que se han referido, queremos apoyar las palabras del héroe del romance sobre su gran tema de asociación, con lo que existe en Inglaterra en un solo ramo de las asociaciones inglesas; en ese imperio cuyo poder y grandeza no tiene otra base que la asociación en todo y para todo.

Sólo con espíritu y tendencias religiosas y humanitarias, existen en Inglaterra las siguientes sociedades:

Sociedad para preservar la vida de los hombres contra toda clase de accidentes, el agua, el fuego, etc. Sociedad para garantir del incendio las vidas de las personas sorprendidas por esta calamidad. Sociedad para recoger los náufragos. Sociedad para prevenir los malos tratamientos a los animales, brutalidades que hacen feroces a los hombres, y que hacen a los animales, nuestros auxiliares en la vida, un suplicio de los servicios que nos prestan. Sociedad de mejora de la suerte de los labradores. Sociedad para propagar la instrucción en las clases industriosas. Sociedad para mejorar el estado sanitario del pueblo en la capital. Sociedad para inspirar el gusto del aseo al pueblo, abriéndole en los cuarteles populosos y pobres, casas de baños gratuitos, o casi gratuitos, con lavanderías, secadores calientes, en donde la mujer indiferente, y el hombre sin ropa blanca de remuda, pueden por dos sueldos bañarse en agua tibia, lavar, secar su ropa o la de su familia. Sociedad para facilitar a los obreros y a los mercaderes de menudeo los medios de cerrar temprano sus talleres o sus bodegones, y pasar la prima noche entretenidos en lecturas sanas, y entretenimientos domésticos útiles a sus costumbres y a su salud. Sociedad de templanza para prevenir en el pueblo el abuso de los licores embriagantes, y suprimir así la miseria y el embrutecimiento, consecuencia de la borrachera. Los miembros de esta sociedad, para dar el ejemplo al pueblo, se abstienen ellos mismos de vino y de cerveza, sujetándose a privaciones que sólo el sentimiento religioso puede explicar. Sociedad para la extinción del vicio, fundada por Wilberforce, el emancipador de los negros. Gasta sumas considerables para la propagación por la prensa de la moral y del sentimiento religioso en las clases pobres o ricas de la Gran Bretaña. Sociedad para la tutela moral y religiosa de los hijos de los sentenciados y de las mujeres perdidas. Sociedad con un inmenso capital para la educación, mantenimiento y colocación de los hijos legítimos. Sociedad para recoger las mujeres enfermas o desechadas de las casas sospechosas. Sociedad para la conversión de las prostitutas. Sociedad para el asilo de mujeres que, habiendo cometido faltas, quieren volver a la mejor vida y a prácticas religiosas. Sociedad para ofrecer refugio a mujeres o niñas expuestas, por su edad y su escasez, a las tentaciones del vicio. Sociedad para la supresión de las casas infames. Sociedad para suministrar un hogar y trabajo a las mujeres virtuosas, y a los sirvientes sin colocación. Sociedad para enseñar su religión y un oficio a las mujeres arrepentidas. Sociedad para la protección gratuita por las leyes de las mujeres perseguidas o maltratadas por los que tienen autoridad sobre ellas, y que abusan. Sociedad de aprendizaje gratuito para los presos jóvenes castigados por delitos correccionales. Sociedad para la extinción del crimen por medio de la instrucción y de la propiedad, propagadas en las clases más habitualmente criminales. Sociedad para la reforma de las prisiones, y la construcción por suscripción de prisiones correctivas y casas de trabajo. Cinco o seis sociedades para la reforma de las costumbres de las mujeres presas. Sociedad para apoderarse, a la expiración de la condena, de las personas castigadas por una primera falta, a fin de impedir las reincidencias, y ponerlas en el camino de las buenas costumbres y del trabajo. Sociedad para prevenir la mendicidad por medio de socorros inmediatos y continuos a domicilio. Sociedad para visitar regularmente las familias menesterosas de cada parroquia o de cada barrio. Sociedad de informe para ilustrar la caridad privada sobre las personas que por medio de cartas solicitan limosnas. Sociedad para abrir asilo de noche a los individuos que se encuentran desprovistos de alojamiento y de fuego durante el invierno. Sociedad para establecer dormitorios y cocinas económicas, para los obreros que momentáneamente se hallan sin hogar. Sociedad para suministrar a las familias pobres de obreros el pan y el carbón a precio más bajo y sin ganancia para el vendedor al menudeo, en todos los barrios de Londres. Sociedad de servicio de sopa sustanciosa para los que mueren de hambre. Sociedad para buscar y visitar a todos los extranjeros de cualquiera religión que sean, y a cualquier país que pertenezcan, para socorrerlos en su abandono. Sociedad para leer al pueblo la santa escritura. Para las viudas sin apoyo y sin recursos. Para los presos por deudas. Para los marineros estropeados o inválidos, etc., como cien sociedades más.




ArribaAbajoCapítulo XII

La ley de hambre


Imposible es dar a conocer en los rasgos fugitivos del romance la situación pública de Buenos Aires, después de la retirada del Ejército Libertador.

El espíritu no volvía en sí del pasmo que le había causado tal noticia; y una lucha febriciente de la esperanza y el desengaño lo agitaba terriblemente. Todavía se esperaba, en cada semana, en cada día que pasaba, la vuelta del general Lavalle sobre Buenos Aires, después de haber triunfado sobre López. Y esta esperanza era sostenida por los periódicos y las cartas de Montevideo, que llegaban de contrabando dos o tres veces por semana.

Esos periódicos escritos con una pasión y un entusiasmo, con una perseverancia y una imaginación que sólo se hallan en rarísimas épocas de la vida de un pueblo, caían como fierro candente en el espíritu que se enfriaba. Y sobre hechos falsos, sobre detalles inventados, sobre conjeturas irracionales, se formaba, sin embargo, en muchos una fe positiva, una esperanza robusta.

Pero todo caía vencido por el terrorismo.

Rosas, poseedor del secreto de su triunfo real, ya no pensaba sino en vengarse de sus enemigos, y en acabar de enfermar y postrar el espíritu público a golpes de terror. El dique había sido roto por su mano, y la Mashorca se desbordaba como un río de sangre.

La sociedad estaba atónita; y en su pánico, buscaba en las más pueriles exterioridades un refugio, una salvación cualquiera.

En menos de ocho días, la ciudad entera de Buenos Aires quedó pintada de colorado. Hombres, mujeres, niños, todo el mundo estaba con el pincel en la mano pintando las puertas, las ventanas, las rejas, los frisos exteriores, de día y muchas veces hasta en alta noche. Y mientras parte de una familia se ocupaba de aquello, la otra envolvía, ocultaba, borraba o rompía cuanto en el interior de la casa tenía una lista azul o verde. Era un trabajo del alma y del cuerpo, sostenido de sol a sol, y que no daba a nadie, sin embargo, la seguridad salvadora que buscaba.

La mayor parte de las casas había quedado sin sirvientes.

La ciudad se había convertido en una especie de cementerio de vivos. Y por encima de las azoteas, o por salidas de carrera, los vecinos se comunicaban las noticias que sabían de la Mashorca.

Este famoso club de asesinos corría las calles día y noche, aterrando, asesinando y robando, a la vez que en Santos Lugares, en la cárcel y en los cuarteles de Mariño y de Cuitiño, se le hacía coro con la agonía de las víctimas.

La entrada de la Mashorca a una casa representaba una combinación infernal de ruido, de brutalidad, de crimen, que no tiene ejemplo en la historia de los más bárbaros tiranos.

Entraba en partidas de ocho, diez, doce o más forajidos.

Unos empezaban a romper todos los vidrios, dando gritos.

Otros se ocupaban en tirar a los patios la loza y los cristales, dando gritos también.

Unos descerrajaban a golpes las cómodas y los estantes.

Otros corrían de cuarto en cuarto, de patio en patio, a las indefensas mujeres, dándoles con sus grandes rebenques, postrándolas y cortándoles con sus cuchillos el cabello; mientras otros buscaban, como perros furiosos, por bajo las camas y cuanto rincón había, el hombre o los hombres dueños de aquella casa, y si allí se estaban, allí se les mataba, o de allí eran arrastrados a ser asesinados en las calles; y todo esto en medio de un ruido y una grita infernal, confundida con el llanto de los niños, los ayes de la mujer, y la agonía de la víctima.

En la vecindad el pánico cundía; ¡y sólo Dios sabe las oraciones que se elevaban hasta su trono por madres abrazadas de sus pequeños hijos, por vírgenes de rodillas pidiéndole amparo para su pudor, misericordia para sus padres, misericordia para las víctimas!

El terror ya no tenía límites. El espíritu estaba postrado, enfermo, muerto. La Naturaleza se había divorciado de la Naturaleza. La humanidad, la sociedad, la familia, todo se había desolado y roto.

No había asilo para nadie.

Las puertas se cerraban al prójimo, al pariente, al amigo. Y la víctima corría las calles; golpeaba las casas, los conventos, las legaciones extranjeras, y una mano convulsiva y pálida se le ponía en el pecho, y una voz trémula le decía:

-No, no; por Dios; vendrán aquí y moriremos todos. No. ¡Atrás!, ¡atrás! -y el infeliz salía, corría, imploraba, y ni la tierra le abría sus entrañas para guardarlo.

Los más leales y antiguos federales, ministros unos, diputados otros, generales, magistrados, todos temblaban. Nadie sabía si las cabezas estaban botadas al azar, o si era un martirologio escrito, pasado a las manos de la Mashorca. El golpe no era súbito e instantáneo como las vísperas en Sicilia, como la San Bartolomé en París. No; duraba, se reproducía a sí mismo con una exuberancia de ferocidad espantosa, y el espíritu se aterraba y postrábase más, pendiente la vida en el martillo de cada hora, en el sol de cada día.

Pero el cuchillo no podía herir a toda la familia. La madre, el niño, la virgen, no morían. Centenares de hombres escapaban a la muerte, y todo esto dejaba incompleta la venganza de Rosas, y no podía ser así. Era necesario un golpe que diese sobre todas las vidas, sobre todos los destinos, y que hiriese el presente y el porvenir de todos.

Y en medio al llanto, al susto y a la muerte, a los reflejos del puñal de la Mashorca, leyó el pueblo de Buenos Aires el bárbaro decreto de 16 de setiembre de 1840, que arrojaba a la miseria, al hambre, a cuantos eran, o quería Rosas que fuesen unitarios.

De un momento a otro, millares de familias pasaron de la opulencia a la miseria, quedando a mendigar un albergue, y un pedazo de pan, arrojadas de sus casas, y robadas hasta de sus muebles y los objetos más necesarios a la vida. Pues todos «los bienes muebles e inmuebles, derechos y acciones de cualquiera clase, en la ciudad y campaña», pertenecientes, no digamos a los unitarios, a los que no eran sostenedores ardientes del tirano, cayeron bajo el imperio de la confiscación12.

Ese solo decreto estaba destinado a envolver más desgracia y más lágrimas, que toda la serie de los delitos de Rosas.

En presencia de la muerte, la sociedad no pudo darse cuenta inmediatamente de toda la importancia de aquel estudiado acto de venganza.

Y mientras así temblaba y se sacudía convulsiva entre el puñal, el hambre, la desesperación y el terror, el Ejército Libertador, persiguiendo a López, se alejaba, y se alejaba para siempre; y el pueblo emigrado en la orilla oriental del Plata se echaba en los brazos de una nueva esperanza, con la llegada a Montevideo del vicealmirante Mackau, el 25 de setiembre, y que bien pronto debía disiparse.

Al llegar el señor Mackau a Montevideo, manifestó deseos de instruirse a fondo de la cuestión y de su estado; recibió prolijos informes, apoyados en documentos verídicos, del señor Bouchet Martigny; oyó los de multitud de personas particulares, que aparentaba escuchar con interés y atención; recibió en un documento, revestido de multitud de firmas, la expresión de los deseos e ideas de la población francesa de estos países; pero con el pretexto de una prudente reserva, exigida por su posición, jamás manifestó abiertamente la menor de sus ideas, ni al ministro de Estado del gobierno oriental. Las palabras del almirante se redujeron siempre a éstas, o parecidas: «Mi posición es muy delicada: mis simpatías por la causa oriental y argentina son muy vivas: sería preciso no tener corazón para no sentirlas: haré por esa causa cuanto sea compatible con mis deberes». A estas frases solía con frecuencia agregarse un medio no común en la diplomacia, la emoción y las lágrimas del almirante13.

Sin embargo, de esta sensibilidad el plenipotenciario francés dejaba entrever que, según sus instrucciones, ni a la República Oriental, ni a las tropas que estaban a las órdenes del general Lavalle, había reconocido la Francia por aliados, sino como auxiliares que la casualidad le había proporcionado.

Pero la emigración decía bien alto que los orientales y argentinos tenían derecho a ser ayudados por la Francia hasta terminar su cuestión con Rosas, invocando la justicia, el honor y la conveniencia.

Antes de adoptar la Francia, decían, el medio de las alianzas locales contra Rosas, antes que su gobierno y sus Cámaras aprobasen, tan solemnemente como lo han hecho, el sistema adoptado por sus agentes, debió ella misma prever las consecuencias del compromiso en que entraba. Pero, después de formadas las alianzas, después de comprometidos los pueblos del Plata, sobre la fe de la Francia, el tiempo de retroceder había pasado irrevocablemente; alta barrera de bronce quedaba levantada entre la Francia y Rosas.

En esta alianza, como en muchas otras, los poderes que la contrajeron iban a un fin común, aunque por diversos motivos e intereses. Buscaba la Francia un tratamiento justo para sus nacionales, e indemnizaciones por daños a ellos causados; querían los orientales la destrucción de un poder que había atacado sus libertades y derechos, que los amenazaba constantemente, y que, desde muy atrás, hizo causa común con los enemigos de su tranquilidad interna; los argentinos, por último, buscaban el aniquilamiento, en su patria, de un sistema de expoliación y de sangre; la destrucción perdurable del sistema dictatorial, o de facultades extraordinarias: reacción vergonzosa y mortal contra la revolución americana; querían, por fin, asentar el imperio de la civilización y de las leyes sobre el sitial que manchan hoy la barbarie y la voluntad sangrienta de un solo hombre. En esto último tenían también interés, aunque indirecto, la Francia y el Estado Oriental; porque le tienen la humanidad y la razón.

Pero el tiempo de las apreciaciones históricas que debieran medir los procedimientos de la Francia en su política con estas regiones del nuevo mundo no era aquél, por cierto. Y si las instrucciones del gabinete francés venían calcadas sobre aquello que entendía por su conveniencia en el Plata, todas las demostraciones y los llamamientos al honor y al deber eran fuerzas impotentes para estorbarlo. Aquel tiempo era de hechos únicamente; y los hechos empezaban a encaminarse favorablemente a Rosas de parte de la Francia.

El almirante debía partir para Buenos Aires en los primeros días de octubre. Y allí se iba a jugar la última esperanza de la época contra un nuevo triunfo para Rosas.

Pero aun cuando la última expresión de esa negociación fuese desfavorable al tirano, ella era impotente a su vez para estancar la sangre en las venas abiertas de ese pueblo infeliz.

Los negocios franceses ya eran sólo esperanzas de los emigrados. Para el pueblo de Buenos Aires no había esperanza sino en Dios.

Las cárceles se llenaban de ciudadanos.

Las calles se teñían de sangre.

El hogar doméstico era invadido.

Las madres querían volver a sus entrañas a sus hijos.

Cada mirada del padre sobre ellos era un adiós del alma, era una bendición que les echaba, esperando a cada instante el ser asesinado en medio de ellos.

Y el aire y la luz llevaban hasta Dios la oración íntima de todo un pueblo, que no tenía sino la muerte sobre su cabeza.




ArribaAbajoCapítulo XIII

El traje de boda


Era el 5 de octubre.

La ciudad, pintada toda de colorado, estaba vestida de banderas: invención del dictador para cada festejo federal. Ese día era el aniversario de un dolor de muelas que le privó, el año de 1820, entrar a la plaza con el cuerpo de milicia que mandaba en el ejército del general Rodríguez; y que Rosas festejaba, sin embargo, como un gran hecho militar el que su cuerpo se hubiese batido sin él.

Pero dejemos la ciudad un momento; y desde la barranca de Balcarce, antes de descender contemplemos la naturaleza un momento también.

La luz es un océano de oro en el espacio.

El firmamento está trasparente como la inocencia.

El aire es suave y acariciador como el aliento de una madre.

Los prados están risueños y matizados con todos los colores, bajo la luz clarísima que los baña: es el manto de la esperanza extendido sobre la tierra, con toda su riqueza, con todos sus caprichos, como el cendal de las ilusiones, sobre el alma enamorada de la mujer en su primera vida.

Todo allí es bello, suave y amoroso; es el contraste vivo de la naturaleza moral de la ciudad vecina.

Pero bajemos.

Hay una cosa más bella y amorosa todavía. Hay un contraste más vivo y más latente; una mistificación de la fortuna o de la desgracia; o mas bien, una bellísima ironía de cuanto está sucediendo en esos momentos: Amalia.

Amalia mintiendo felicidad, sin creerla ella misma.

Amalia bella como nunca. Apasionada como el alma del poeta. Tierna como la tórtola en su nido. Derramando una lágrima del corazón sobre su propia felicidad, y feliz con su llanto. Misterio de Dios y del destino. Presa disputada por la desgracia y por la dicha, por la vida y la muerte.

Entremos.

El salón de la encantada quinta ha recobrado su elegancia y su brillo. La luz del sol, bañando, amortiguada por las celosías y cortinas, el lujo de los tapices y los muebles; las nubes de ámbar que exhalaban las rosas y violetas entre canastas de filigrana, jacintos y alelíes entre pequeñas copas de porcelana dorada, y el silencio interrumpido apenas por el murmullo cercano del viento entre los árboles, todo hacía el salón de Amalia una mansión, al parecer destinada a las citas del amor, de la poesía y la elegancia.

Allí no estaba la diosa de aquella gruta. Con su cabello destrenzado pero rodeando en desorden su espléndida cabeza, vestida con un batón de merino azul oscuro con guarniciones de terciopelo negro, sujeto a su cintura por un cordón de seda, que hacía traición al seno de alabastro, y al pequeño pie, oculto entre unas chinelas colchadas de raso negro, la joven estaba en su tocador, con su pequeña Luisa. Y estaba allí entre un mundo de encajes, de riquísimas telas y de trajes extendidos, unos sobre los sofás, otros sobra las sillas, y otros colgados en los espejos de los roperos.

Bella siempre, bella de todos modos, su fisonomía estaba más animada que de costumbre. El cabello de sus sienes levantado, la naturaleza parecía hacer alarde de las perfecciones de aquella cabeza, de quien la imaginación no halla modelo sino en las imágenes bíblicas. Sus ojos, que parecían siempre alumbrados por una luz celestial, que se escurría por la sombra aterciopelada de sus pestañas, como el primer rayo del alba por las sombras que aún bordan el oriente, participaban también de la animación de su rostro.

Todo era extraño en ella.

En el momento en que nos acercamos estaba parada delante a uno de sus guardarropas, en cuya puerta de espejo había colgado un magnífico vestido de blondas, con lazos de ancha cinta, blanca también, a la cintura y a las mangas.

Lo miraba. Tomaba la halda con sus dedos de rosa, y la alzaba un poco, como examinando mejor aquella nube, aquel vapor de un precio y de un gusto inestimables; mientras que la niña seguía todos sus movimientos tocando y examinando también cuanto miraba y tocaba su señora.

-Este, Luisa. Este es el más elegante -dijo al fin Amalia mirando por todos lados el precioso vestido.

-Sí, yo creo que sí, señora. ¿Quiere usted probárselo?

-Sí, pues. Dame un viso -y al pedir esto, desató el cordón de seda de su cintura y se quitó el batón, descubriendo sus hombros y sus brazos, como tentaciones del amor, como prodigios de un artífice que debió enamorarse de su propia obra.

En dos minutos un crujiente viso de raso blanco cubría aquellas formas encantadoras, y era prendido sin dificultad a su leve cintura por las manos de la graciosa Luisa.

-El vestido ahora -dijo Amalia pasando ligera como una fantasía a pararse enfrente de un espejo de siete pies de altura, colocado en el suelo; y el vestido pasó luego por su cabeza como una blanca nube abrillantada por el sol. Y era una verdadera diosa entre una nube, cuando los encajes cayeron sobre sus brazos y su seno, y el transparente traje se dilató sobre el viso de joyante seda.

Una vez prendido a su cintura, Amalia ya no era Amalia, era una joven enamorada de las puerilidades del lujo y del buen gusto. Se miraba, se oprimía la cintura con sus manos, daba vueltas su preciosa cabeza para mirar su espalda en el grande espejo, o se colocaba entre los dos de sus roperos.

Luisa, entretanto, tocaba el vestido, lo englobaba, y sus ojos estaban en un movimiento continuo, de la cintura al pie de su señora, de la cintura a los hombros, de los hombros al rostro.

-¡Magnífico, señora, magnífico! exclamó al fin la niña, separándose algunos pasos como para verla de más lejos.

Pero, de repente, Amalia meneó su cabeza, hizo un gesto con sus labios, y dijo:

-No; no me gusta.

-Pero, señora...

-No; no me gusta, Luisa. Este es más bien un vestido de baile. Además, está corto de talle.

-No, señora, al contrario, está largo.

-Y grande de cintura.

-Le mudaré los broches en un momento.

-No; no me gusta. Despréndelo.

-Pues, señora, no hay otro más lindo -dijo Luisa desprendiendo el vestido.

-No importa, pero habrá otro más a mi gusto.

-Va usted a elegir el peor.

-No importa; déjame. Esto es un delirio como otro cualquiera, y hoy quiero tenerlo por la primera vez de mi vida, y sin duda, por la última.

-¡Válgame Dios, señora, siempre pensando cosas tristes! Verá usted como en Montevideo va a todos los bailes, al teatro, a todas partes, y hemos de tener todos los días que hacer lo mismo que hoy -repuso Luisa, colocando el vestido sobre una silla.

-No, Luisa, me basta con hoy. Hoy por todos los días de mi vida. Dame aquel otro vestido.

Y Luisa tomó de sobre un sofá un traje de moaré blanco, con tres guarniciones de fleco, formado del mismo género, con anchos encajes de Inglaterra en el pecho y las mangas; tela de los más ricos tejidos de Francia, y de un valor mayor aún que el vestido de blondas.

Este traje, más regio, y más ajustado al seno y a los hombros, dibujaba con más coquetería las formas encantadoras de Amalia, y mereció los honores de la contemplación por más largo rato que el primero.

Pero después, el mismo movimiento de cabeza y el mismo gestito le dieron su pase, con satisfacción de Luisa, que no pudo menos de decir:

-Ve usted, señora; si no hay otro como el de encajes.

-No, Luisa; ninguno de los dos.

-Mire usted, señora, yo estoy segura que él querría ver a usted con el primero.

-Me verá alguna vez, pero no hoy.

-Hoy, hoy.

-¿Y por qué?

-Porque es el más rico.

-¡Bah!

-Y porque es el que mejor le sienta.

-Eso es lo que no creo; y si lo creyese...

-¿Qué, señora?

-Me lo pondría.

-Pues ése es.

-Me lo pondría, porque hoy es la primera vez de mi vida que tengo la vanidad de querer estar bien, muy bien, Luisa.

-¿Nada más que muy bien?

-Y...

-¿Y?

-Y muy linda -dijo Amalia poniendo sus manos sobre la cabeza de Luisa, cubriéndose de carmín sus mejilllas, pasando relámpagos de sonrisa por sus labios, radiante de felicidad, y abochornada de su confesión.

-¿Y cuándo no lo está usted, señora? -dijo la niña tomándola las manos.

-Nunca.

-Siempre.

-Pero hoy quiero estarlo, Luisa, para él, para él solo. Es el día de su destino y del mío. ¡El día de nuestra felicidad y de nuestra separación! ¡De nuestra separación, Dios mío! -exclamó Amalia, cubriéndose los ojos con sus manos.

-Pero separación de ocho o quince días, señora. Vamos, si usted va a llorar como esta mañana cuando se despertó, va usted a estar muy mal para la noche.

-No, no, Luisa, no es nada -exclamó Amalia abriendo sus magníficos ojos y sacudiendo su cabeza, como para despejarla de las ideas que acababan de cruzar por ella-, no es nada; dame otro vestido.

-¿Cuál?

-Aquél.

-¿El del sofá?

-Sí.

-¡Ah! También es muy lindo; pero como el de encajes, no.

-¿Volvemos?

-Hasta la noche le he de estar a usted diciendo que es el mejor.

-Eres porfiada, Luisa.

-Ya se ve que lo soy, pero es cuando yo sé que hago bien. Y verá usted, yo se lo he de contar mañana al señor Don Eduardo, y...

-¿Mañana?

-¡Ah, sí, es verdad!

-Mañana cuando salga el sol ya estaremos separados.

-Pero, señora, ¿y no sería mejor que esperase unos días a ver si esto pasa?

-No, Luisa, ni un minuto más. Por su viaje he anticipado todo, he preparado todo en mi alma, en mis aprensiones, y afronto hasta la profanación que se hace hablando de felicidad, en estos momentos de duelo y sangre para tantos. Que parta hoy mismo. Es a esa condición que me caso. Yo iré después, cuando sea posible salir de este sepulcro de vivos.

-¡Ah, qué día, aquel que estemos todos juntos en Montevideo!

-Sí, en Montevideo -dijo Amalia doblando su cintura para que Luisa le prendiese el nuevo traje.

-Vea usted -prosiguió Luisa- cómo se ha puesto buena la madre de Doña Florencia, en tan pocos días.

-¡Oh, cuán contentas estarán pasado mañana!

-Pero aquí... vea usted, señora, ni los pajaritos cantan -y Luisa señalaba con su manecita las jaulas doradas de los jilgueros de Amalia, que habían vuelto a su primera colocación después que se dejó la Casa Sola y se volvió a Barracas.

-¡Sí! ¿Has notado, Luisa? ¡Los pájaros no han cantado hoy! -exclamó Amalia volviendo súbitamente sus ojos a las jaulas, y como fijándose en una circunstancia que no había recordado.

-¡Válgame Dios! ¡Para qué le diría a usted tal cosa!

-Sí, bien... hablemos del traje... Hoy no quiero creer otra cosa sino que soy feliz... ¿Te parece bien, Luisa?

-Espléndido, señora; pero no como el de encajes.

-¿Ves? Éste, éste es el que elijo.

-Y tiene usted razón. Después del de encajes no hay otro como éste -y Luisa se iba hasta el fin del tocador para ver de lejos a Amalia que se miraba, ora en el grande espejo, ora entre los dos de sus roperos, no mintiendo en su rostro la satisfacción que sentía al haber hallado el traje que buscaba, y con el cual se presentará al lector algunas horas más tarde.

-Este, sin duda. Despréndelo, Luisa, pero con cuidado.

-Está ya, señora.

-Ahora otra cosa, Luisa -prosiguió Amalia volviendo a ponerse su batón de merino.

-Ahora veremos las alhajas, ¿no, señora?

-No, Luisa, alhajas, no.

-¿Pero un collar, siquiera?

-No, en este acto no se ponen alhajas, Luisa.

-Pues, señora; yo si me caso alguna vez, y tengo tan lindas cosas como usted...

-No te las pondrás. Anda a la sala y tráeme todas las rosas.

Un minuto después volvía Luisa con la canasta de rosas que vimos al entrar a la sala.

Las flores eran el encanto, el tesoro de Amalia. Y cuando tomó en sus manos la canasta y aspiró una rosa que recién se abría, sus ojos se entrecerraron, empalideció su semblante, y palpitó su seno: era que el aroma de la flor estimulaba al aroma poético de su alma, y aquella organización sensible y armoniosa languidecía de placer y de amor al aspirar la fresca y purísima esencia de la rosa.

Puso luego el canastillo de filigrana sobre sus faldas y a medida que tomaba y aspiraba y examinaba las rosas, una mezcla de porvenir y de pasado, de felicidad y de melancolía, conmovía su corazón, sin duda, pues que su rostro, antes radiante, había vuelto súbitamente a su habitual expresión de dulcísima tristeza.

Las flores, como el campo, el mar y la luz en las horas crepusculares, ejercen sobre las almas poéticas y sensibles una influencia que se escapa al mecanismo de los sentidos, que el alma misma no se la puede definir, pero que la siente y se avasalla ante ella. Es la religión verdadera de Dios, ejercida en el templo de la Naturaleza, por el sacerdocio del corazón humano.

Al fin Amalia pareció contenta de una de las rosas en que escogía, y la colocó en una copa de cristal dorado, sobre el mármol de su elegante tocador.

-Ahí están mis diamantes, Luisa -dijo al colocar la rosa.

Pero en este instante, fuese por el demasiado diámetro del vaso, o por la demasiada inclinación de la flor, ésta cayó sobre el mármol, y del mármol rodó al suelo.

Amalia se inclinó con rapidez para alzarla; pero más rápida todavía cruzó una sombra por su imaginación.

-¡Es singular! -dijo volviendo a colocar la rosa-, dos veces me ha sucedido esto, y las dos con una rosa blanca: el día en que le di mi corazón, y el día en que voy a darle mi mano... Pero... veamos otra cosa, Luisa -dijo aquella mujer que sostenía visiblemente una lucha tenaz en ese día con sus preocupaciones y su espíritu; y ella misma tomó un cartón de sus roperos; se acercó a un sofá, y vació sobre él varios juegos de botines y zapatos que hacía traer expresamente de París, todos de una delicadeza dignos de la preciosa obra de la Naturaleza a que estaban destinados. Escogió unos botines delicadísimos que parecían cortados para una niña de doce años; y luego de separar algunos otros objetos destinados a su traje de boda, se acercó a sus pájaros, como arrepentida de haber estado tanto tiempo cerca de ellos sin tributarles una caricia.

Al acercarse y mover sus dedos entre los alambres dorados, uno de los jilgueros hizo vibrar una nota en su poderosa garganta, con un acento extraño, parecido más bien a un gemido que a las modulaciones naturales de esos coristas de la Naturaleza.

Amalia se impresionó visiblemente, y en vano agitaba sus manos y movía las jaulas, acción a que sus pájaros correspondían siempre con su canto; en vano. Los jilgueros saltaban por todos los círculos de alambre, pero sin cantar, y perezosos.

-¿Qué tienen los pajaritos, señora? -preguntó Luisa sorprendida de lo que veía por primera vez.

-¡Están tristes! -contestó Amalia dando vuelta su cabeza hacia Luisa y empañado el cristal purísimo de sus ojos con una lágrima levantada por la imaginación de la fuente misteriosa de la sensibilidad de aquella alma, tan tierna y combatida por la suerte, y por ella misma-; ¡están tristes! -prosiguió, y repentinamente más triste que el acento con que acababa de pronunciar sus últimas palabras, se acercó a la ventana que daba al patio, descorrió las cortinas y alzó sus ojos al firmamento azul, siguiendo por largo rato una nube blanquecina que, como una pluma de las alas del céfiro, se deslizaba graciosa entre la luz del espacio.

-¡No puede darse un día más bello! -exclamó Amalia-, todo está tranquilo, menos mi alma. ¿Qué horas son?

-Las tres de la tarde acaban de dar, señora.

-¡Faltan cinco horas todavía!... Arregla todo eso, Luisa.

Y al pronunciar esas palabras, Amalia dejó caer las cortinas, sacudió su cabeza, como era su costumbre cuando quería desechar ciertas ideas, y pasó de su tocador a su aposento, cerrando la puerta en pos de sí.

Con el movimiento de su cabeza, su cabello, destrenzado y apenas sujeto por una pequeña peineta, resbaló, y sus hebras se extendieron como un espléndido manto sobre su espalda. La alcoba estaba apenas alumbrada por la escasa luz que venía de la antesala, pues las ventanas al patio estaban cerradas. Y así, bajo esa débil claridad, y entre el ambiente perfumado que se respiraba en aquellas solitarias habitaciones, Amalia se acercó a la pequeña mesa colocada junto a su lecho, y se arrodilló delante del crucifijo de oro incrustado en ébano, que otra vez hemos visto en ese mismo lugar.

De rodillas, suelto el cabello, descansando sus brazos sobre el borde de la mesa, y sus manos oprimiendo la cruz, bella como una Magdalena, sólo el hijo de Dios que la escuchaba, sólo la mirada de Dios derramada en el aire y la luz del universo pudieron oír las palabras sentidas de aquella alma, y leer la verdad del sentimiento, de la fe y la esperanza en aquella purísima conciencia.