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La denuncia de la dictadura El señor presidente


La primera novela de Asturias, El Señor Presidente, aparece mucho tiempo después de las Leyendas de Guatemala, en 1946. El libro, sin embargo, estaba ya terminado desde 1932, como indican las fechas puestas por el autor al final de la novela, que atestiguan una larga elaboración: «Guatemala, diciembre de 1922, París noviembre y 8 de diciembre de 1932». En el mes de julio de 1933 el escritor volvía a su patria y no estimaba prudente llevar consigo su libro en cuanto en Guatemala dominaba entonces otro dictador, el general Jorge Ubico. Al momento de dejar Francia Asturias entregaba a su amigo Georges Pillement una copia del manuscrito y otra la enviaba a México donde, más tarde, la Editorial Costa Amic publicaría la novela35.

Aparece evidente cuáles fueron los motivos que retrasaron la publicación de El Señor Presidente, si consideramos la situación guatemalteca, donde la dictadura de Ubico, una de las más duras que vio Guatemala, duró hasta 1944, y la actividad que Asturias desarrolló en esos años en su país, especialmente en el período 1937-1943, con el programa radiofónico del «Diario del Aire», donde, aprovechando los anuncios publicitarios, que intercalaba en las noticias de crónica y de política, realizaba una obra sutil de erosión de la dictadura.

Esta es al menos la versión del escritor36, aunque sabemos que no todos están conformes con la misma y hasta hay quienes han insinuado una actuación menos responsable37. Sea como sea, hubiera sido sin duda muy peligroso por ese entonces, para un residente en Guatemala, haber publicado una novela como El Señor Presidente.

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Con su nuevo libro Miguel Ángel Asturias se presenta en el ámbito literario, en 1946, con una obra de grandes calidades artísticas, centrada en un argumento vital para América Latina y destinada a llamar más tarde, y durante muchos años, la preeminente atención de la crítica. Desde la publicación de las Leyendas de Guatemala, en efecto, parecía que todos se habían olvidado del escritor guatemalteco que tanto había llamado la atención en 1930. Un silencio destinado a durar mucho tiempo, si consideramos la escasa presencia, en los años cuarenta y cincuenta, del nombre de Asturias en las contadas publicaciones que en España fueron dedicadas a la narrativa hispanoamericana38.

Hay que decir que los críticos no tenían toda la culpa, puesto que Asturias, después de las Leyendas y antes de la novela El Señor Presidente, poco había publicado. Con toda probabilidad era la poesía la que en ese período lo atraía, si en 1949 publica el poemario Sien de Alondra, elogiado por Alfonso Reyes, el cual le escribe un prólogo, y a pocos años de distancia, en 1951, los Ejercicios poéticos en forma de soneto sobre temas de Horacio39 . La poesía seguirá siendo, hasta los últimos años del artista, una actividad más bien recatada, reservada a una zona íntima, aunque dará textos, en ocasiones, de extraordinaria relevancia: es el caso del poema Clarivigilia Primaveral, que Asturias publica en 196540.

La fama del escritor guatemalteco empieza realmente a partir de 1948, cuando la Editorial Losada incluye El Señor Presidente en su «Biblioteca Contemporánea», procurándole gran difusión, y se afirma internacionalmente a partir de 1952, año en que la traducción al francés de El Señor Presidente obtiene el Premio   —27→   Internacional del Club del Libro en Francia. Desde entonces numerosas fueron las traducciones de la novela a los principales idiomas europeos y la notoriedad del novelista fue progresivamente creciendo, mientras quedaban postergadas a pura referencia las Leyendas de Guatemala.

La afirmación internacional de Asturias será útil también para una mayor difusión de la narrativa latinoamericana. El escritor guatemalteco será durante toda su vida un generoso propagandista de la obra de sus colegas y seguirá contribuyendo enormemente, desde Europa, durante su exilio, en los años anteriores al famoso «boom», a fomentar la atención de críticos, universidades y editores hacia la narrativa de América Latina.

En cuanto a El Señor Presidente, el tema no era ciertamente nuevo ni en la narrativa hispanoamericana ni en la europea. Conrad había publicado en 1904 su novela Nostromo, Francis de Miomandre en 1926 Le dictateur, y en el mismo año Ramón María del Valle-Inclán editaba su célebre Tirano Banderas. Cada uno de estos narradores intentaba una síntesis convincente de la América de matriz hispánica sometida al régimen dictatorial, procurando representar esa «república comprensiva de Hispanoamérica» de la que habló Seymour Mentón41.

En la narrativa hispanoamericana existía ya sobre el tema una afirmada tradición, que remontaba a la generación de los proscritos argentinos, opositores de Rosas: El matadero (1838) de Esteban Echevarría, Amalia (1851-1854) de José Mármol. En 1845 Domingo Faustino Sarmiento había publicado su biografía del caudillo Juan Facundo Quiroga, Facundo o Civilización y barbarie, texto que influyó grandemente sobre el desarrollo de toda la literatura adversa a la dictadura. Tampoco hay que olvidar la obra demoledora del ecuatoriano Juan Montalvo, en El dictador y La dictadura perpetua, contra el presidente Gabriel García Moreno, y en las Catilinarias (1880-1882), contra el sucesivo dictador, Ignacio Veintemilla.

En los albores del siglo XX Hispanoamérica manifiesta su adversión a los tiranos en la prosa encendida del venezolano Rufino Blanco Fombona; la protesta no se expresa solamente en la prosa política sino en gran parte de su narrativa. En México, la «novela de la Revolución» trata el tema del poder despótico en La sombra del caudillo (1929), de Martín Luis Guzmán; en Ecuador, Demetrio Aguilera Malta denuncia la dictadura en su novela Canal Zone (1935); lo mismo hace en el Perú Ciro Alegría, quien insiste, en Los perros hambrientos (1939), sobre el servilismo que rodea al dictador, y en El mundo es ancho y ajeno (1941) denuncia la prepotencia de las clases que prosperan a la sombra del poder, como por otra parte ya lo había hecho el ecuatoriano Jorge Icaza, especialmente en Huasipungo (1934).

Larga sería la lista de los narradores hispanomericanos que denuncian en sus libros el doloroso fenómeno de la dictadura o del personalismo recurrentes en sus   —28→   países42. Miguel Ángel Asturias viene a dar, en este ámbito, con El Señor Presidente, una obra destinada a ser punto de referencia constante en los decenios sucesivos, hasta en el momento en que, en los años 1972-1975, improvisamente el tema de la dictadura vuelve a ser tratado por escritores como Demetrio Aguilera Malta, en El secuestro del General (1973), Alejo Carpentier, en El recurso del método (1974), Augusto Roa Bastos, en Yo el Supremo (1974) y Gabriel García Márquez, en El otoño del Patriarca (1975), dando dimensión inédita y resonancia internacional a la «nueva novela»43.

Expresión valiosa de la renovación de la narrativa hispanoamericana, los escritores mencionados se proponían con toda probabilidad acabar con la sombra molesta de El Señor Presidente. El período parecía propicio, puesto que Asturias había caído en desgracia ante la intelectualidad latinoamericana de izquierdas. Aludiendo a un proyecto colectivo de libro sobre los que irónicamente llamaba «Los Padres de la Patria», promovido por Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, al publicar su novela El otoño del Patriarca, recordaba entre los antecedentes de la narrativa de la dictadura Tirano Banderas de Valle-Inclán, olvidando por completo, y de propósito, El Señor Presidente44.

A pesar de una vasta campaña denigratoria, conjurada para destruir a Asturias ya Premio Nobel, los méritos de su obra, y en el caso que aquí interesa, de El Señor Presidente, han permanecido intactos. No solamente, sino que hay que reconocer que en esta novela de 1932 el narrador guatemalteco inauguraba ya un tipo nuevo de novela, por estructura y lenguaje, uso del tiempo y del diálogo, adelantándose, aunque nadie se diera cuenta al momento de su publicación, a los futuros escritores del «boom», que en años muy posteriores, ricos de nuevas experiencias de lecturas, se considerarían exclusivos y legítimos renovadores de la novela hispanoamericana.

Un escritor de la categoría de Mario Vargas Llosa hasta se empeñaría en sepultar todo un ingentísimo caudal de narrativa de Hispanoamérica, la anterior a él, a partir del siglo XIX, acusándola de representar la confusión entre creación e   —29→   información, entre arte y artesanía, de tener una visión decorativa y superficial de la realidad45. Nunca en sus conferencias o escritos sobre la novela latinoamericana mencionaría a Miguel Ángel Asturias. A la mayoría de los «nuevos» narradores la sombra del gran escritor les resultaba molesta. Todo lo contrario de Asturias, el cual siempre reconoció el legado de sus antecesores y el significado de sus contemporáneos, considerando la literatura un gran río «que cada vez se ensancha más», se enriquece y continúa46.

Hay que dejar constancia, y lo hice varias veces, de que en El Señor Presidente la lección aprendida por su autor en Tirano Banderas, durante los años de París, es relevante, aunque siempre se trata de un punto de partida para que se manifieste la plena originalidad del narrador guatemalteco. De Valle-Inclán Asturias aprende la técnica del esperpento, que aplica en su novela con plena autonomía, pero es fundamental la distinta posición de los dos autores con relación a la dictadura: Valle-Inclán en su novela observa el drama desde afuera, sin sentirse mínimamente implicado, mientras que Asturias participa en carne propia. En el novelista español la dictadura aparece representada esquemáticamente y en el clima de violencia que la caracteriza hay algo folletinesco, como el «gran final», donde Tirano Banderas, acorralado por sus adversarios, mata a su hija, para matarse luego a sí mismo, como lo hizo, según las crónicas, su inmediato modelo, el tirano Lope de Aguirre, nuevo «azote de Dios», en los lejanos tiempos de la conquista. Además, entre los adversarios de su dictador no existe ideal, sino solamente sed de poder. Magistralmente representada es, al contrario, la figura indescifrable del tirano, cuya lóbrega silueta, como el «garabato de un lechuzo»47, o un «pájaro nocharniego», domina la campiña desde su casa-fortaleza: «Tirano Banderas, agaritado en la ventana, inmóvil y distante, acrecentaba su prestigio de pájaro sagrado»48. Interpretación «mítica», que Asturias compartirá relativamente a su Señor Presidente.

Otra diferencia fundamental entre las dos novelas reside en la diversa concepción del lenguaje: construido con una mezcla híbrida de vocablos y expresiones pertenecientes a varias áreas de Hispanoamérica, el de Valle-Inclán, para legitimar el «americanismo» de la novela49; arraigado en la expresión guatemalteca el de Asturias,   —30→   que el gran artista maneja, moldea, remoldea, renueva y hasta inventa con la maestría que desde las Leyendas de Guatemala había empezado a demostrar.

La redacción de El Señor Presidente fue larga. En su ensayo «El Señor Presidente como mito»50, Asturias nos informa de que el libro «no fue escrito en siete días, sino en siete años», y añade:

Al final de 1923, felices años, había preparado un cuento para un concurso literario de uno de los periódicos de Guatemala. Este cuento se llamaba Los mendigos políticos. El cuento se quedó en cartera y fue parte de mi equipaje cuando me trasladé a Europa.

Ese año, 1923, coincidimos en París varios escritores latinoamericanos, con quienes nos reuníamos casi todas las noches a charlar en el café de La Rotonda. Cada cual, en estas charlas, contaba anécdotas pintorescas, picantes o trágicas de su país. Insensiblemente, como una reacción a esa América pintoresca que tanto gusta a los europeos, acentuábanse los tonos sombríos en tales relatos, llegándose a rivalizar en historias escalofriantes de cárceles, persecuciones, barbarie y vandalismo de lo sistemas dictatoriales latinoamericanos.

En este ejercicio macabro, a tiranos tan espectaculares como Juan Vicente Gómez yo tenía que oponer el mío y, como una pizarra limpia sobre la negrura, fueron apareciendo, escritas con tiza de memoria blanca, historias que desde niño había vivido, en ese vivir que va dejando memoria de las cosas, relatos contados en voz baja, después de cerrar todas las puertas. Mis Mendigos políticos, que vinieron a ser el primer capítulo de mi novela, la primera novela que yo escribía, El Señor Presidente, ya no estaban solos, el destino de las cosas, dejaban de ser un cuento y se completaban con los relatos que yo refería en las mesas de los cafés parisienses. En la producción literaria, parece mentira, pero el azar juega un papel importante. Es así como nace El Señor Presidente, hablado, no escrito [...]51.



La novela tiene pues su origen primero en una dimensión interior profunda, la de la infancia. Lo mismo ocurría con Oficio de difuntos, de Arturo Uslar Pietri, compañero de Asturias en París; probablemente también esta novela, publicada   —31→   en 1976, tiene su origen en las charlas recordadas por el narrador guatemalteco.

La realidad de Guatemala había ofrecido, y todavía ofrecía, abundante material a la ficción asturiana para una radiografía sin piedad de la dictadura. El período de gobierno de Manuel Estrada Cabrera se había ido calificando como una especie de reino del terror. Más de una vez Asturias afirmó que en Centroamérica la realidad era cada vez más poderosa que la ficción.

Las «gestas» y la fascinación del dictador ya habían sido argumento en la narrativa guatemalteca de un significativo cuento de Rafael Arévalo Martínez, «Las fieras del Trópico», que fue a formar parte del libro El hombre que parecía un caballo52; su autor lo había terminado en 1915 y en él ponía de relieve la fascinación en el horror, la belleza en la crueldad, representando a un gobernador-dictador de provincia, aparejado a un tigre, que reinaba de manera despótica sobre un mundo animal, «revuelto rebaño de gacelas y tigres confiados a su custodia»53. Y en el mismo año en que aparece la novela de Asturias, Arévalo Martínez publicaba un libro escalofriante, ¡Ecce Pericles!, historia de la tiranía de Estrada Cabrera, relación sombría, espeluznante denuncia de una realidad reconstruida fielmente y documentada que confirmaba con creces lo que de negativo se encuentra en la ficción de El Señor Presidente.

Naturalmente no hay relación alguna entre el libro de Arévalo Martínez y la novela de Asturias, considerada la fecha de conclusión de ésta, y tampoco es relevante que haya o menos conocido el cuento citado. ¡Ecce Pericles! es útil, sin embargo, porque permite seguir la trayectoria política de Estrada Cabrera, hombre de orígenes humildes: no se le conocía padre, y su madre lo abandonó en el umbral de la casa de cierto Pedro Estrada Monzón, a quien atribuía la paternidad de su hijo. Dotado de voluntad e inteligencia, se doctoró en derecho, alcanzó riqueza y poder, anhelando siempre rescatar su mancha, de la que era inocente, la injusticia de una postergación que lo había profundamente herido. Una rápida carrera llevó a don Manuel a ministro y luego a presidente de la república, desde cuya posición de poder sometió al país a un verdadero régimen de terror que llenó las cárceles de presos políticos, mantenidos en las más duras condiciones.

Arévalo Martínez en su libro denuncia que las celdas eran oscuras, húmedas, capaces apenas de contener un hombre, «hediondas, llenas de parásitos»54; la única ventanilla estaba cegada, para que ni un rayo de luz pudiera entrar y las torturas   —32→   eran cosa normal55. El resultado de la permanencia en el poder de don Manuel fue el difundirse de la corrupción, el caos, la violencia:

Los jueces eran venales; tenían tarifa para absolver a los reos de delitos de sangre: seiscientos pesos guatemaltecos un homicidio; ochocientos un asesinato. El ejército no servía para asegurar la independencia nacional sino la tiranía de Cabrera. La educación era una farsa. El mandatario no permitía que los vecinos compusieran las vías de comunicación para que no pudieran caminar por ellas los automóviles porque podían servir para derrocarlo. [...] La vida y la hacienda estaban menos garantizadas que en los pueblos africanos. Los subalternos de don Manuel en la metrópoli y sobre todo en las provincias, robaban, atentaban al pudor de las mujeres y mataban impunemente. El robo estaba organizado. Los empleados públicos, los maestros y los militares tenían sueldos que no llegaban a una decena de dólares, y mendigaban o robaban. Sí: robaba todo el mundo; el primero, don Manuel; mataban muchos impunemente; el primero, don Manuel. Y a sus órdenes estaba toda la formidable máquina militar del Estado [...]56.



A pesar de la ficción sobre la que se funda El Señor Presidente para ser novela, la nota negativa y lóbrega del régimen de Manuel Estrada Cabrera queda intacta. Se podría hablar de un mundo infernal, sobre el cual domina, nuevo Lucifer, el dictador, compararlo así con el Infierno dantesco, como lo hizo Seymour Mentón57, insistiendo en un simbolismo que fue juzgado excesivo58, y con más convincente documentación Claire Pailler59. Personalmente sigo pensando, sin descartar la Divina Commedia, más bien en los Sueños de Quevedo, lectura cierta de Asturias, como lo comprueban muchos de sus libros, hasta los borradores de sus últimos días60. Lo que más llama la atención es el clima de la novela, la representación lograda de un mundo en el que, con palabras del escritor, no hay «ni   —33→   verdadera vida ni verdadera muerte, ni verdadera honra ni verdadera deshonra, ni verdadera amistad ni enemistad verdadera»61.

Asturias ha dado una explicación del constante sucederse y perdurar de los regímenes dictatoriales en Latinoamérica. En su ensayo «El Señor Presidente como mito» nos da una interesante explicación del fenómeno:

En general, los que se han ocupado de las relaciones con el mito y la literatura actual convienen en que la novela ha tomado en las sociedades modernas el lugar que ocupaba la recitación de los mitos en las sociedades primitivas. En este sentido y apartándonos de todo juicio crítico, no es aventurado decir que El Señor Presidente debe ser considerado en las que podrían llamarse narraciones mitológicas. Hay la novela, literariamente hablando, hay la denuncia política, pero en el fondo de todo existe, vive, en la forma de un Presidente de República latinoamericana, una concepción de la fuerza ancestral, fabulosa y sólo aparentemente de nuestro tiempo. Es el hombre-mito, el ser-superior (porque es eso, aunque no queramos), el que llena las funciones de jefe tribal en las sociedades primitivas, ungido por poderes sacros, invisible como Dios, pues entre menos corporal aparezca, más mitológico se le considerará62.



Así se explica, según el novelista, la fascinación que el dictador ejerce en todos, hasta en sus enemigos: «todo concurre a la reactualización de lo fabuloso, fuera de un tiempo cronológico»63. Asturias llega a preguntarse si en torno de estos personajes, que en cierta manera alcanzan casi la «altura de seres sobrenaturales», no se va creando «una especie de rito, que implica el culto de la personalidad», que no es un culto a la personalidad «presente», sino más bien «a lo que ella, como fuerza ancestral, representa»64.

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A propósito de su novela, el escritor subraya la veracidad sustancial de su narración, donde el mito del presidente-brujo tiene parte determinante:

El Señor Presidente no es una historia inventada, no es fantasía de novelista; [Estrada Cabrera] se rodeó, en los últimos tiempos de su gobierno, de brujos indígenas traídos de los lugares de más fama en el campo de la magia. En uno de los últimos capítulos, el XXXVII, asistimos al baile de Tohil. Tohil, la divinidad indígena maya-quiché que exigía sacrificios humanos. ¿Qué otra cosa exigía el Señor Presidente? Sacrificios humanos. No eran ejecuciones, sino sacrificios, y no queráis llevar esto a la inmensa pantalla mundial de la dictadura hitleriana. [...] hay que decir que el mito se defiende de tal manera, que cuando cayó el Señor Presidente y fue puesto prisionero, la gente creía que no era el mismo. Al verdadero el mito lo seguía amparando. A éste que estaba preso, no, y la más simple explicación era que el mitológico había dejado de existir, y éste era uno cualquiera65.



Se explica, partiendo de estas consideraciones, cómo en su novela Asturias representa a su personaje críticamente, con las características míticas del brujo. Su posición es la de quien es inmune al contagio, la de quien conoce el mito y la sugestión que ejerce, pero que sabe muy bien cual es la realidad miserable que encubre.

El escritor siempre contaba que cuando cayó Estrada Cabrera él, entonces joven estudiante universitario, había formado parte del comité que había ido a palacio para exigir la renuncia del mandatario y así había tenido la oportunidad de verlo de cerca: el hombre le había parecido fúnebre, frío, dueño de sí hasta en la derrota, con un aspecto enigmático y glacial que todavía infundía temor y respeto a los mismos que lo habían vencido. En la novela, Asturias refleja cumplidamente este aspecto, subraya el ascendente inexplicable del tirano, acrecentado por el aislamiento en el cual conduce su vida -como Tirano Banderas-, el halo de poder demoníaco que lo rodea y del cual se manifiestan los efectos negativos por interpuesta persona: ministros crueles y corruptos, verdaderas «sabandijas» quevedescas, favoritos luciferinos como «Cara de Ángel».

La trama de la novela, aunque complicada por múltiples escenas, es bastante sencilla en sus líneas generales: el asesinato de un militar, el coronel José Parrales Sonriente, protegido del Presidente, pone en movimiento todo un mecanismo que mira a culpar de ello a dos personajes caídos en desgracia con el dictador, el general Canales y el licenciado Carvajal. Sobre estos sucesos se introduce una historia sentimental, novela dentro de la novela: el amor de Cara de Ángel, favorito del déspota, por Camila, hija del general en desgracia. Es un toque de equilibrado romanticismo, que por un lado introduce algo de poesía en la negrura del libro y por el otro, debido a su desdichado fin, acentúa la nota trágica.

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En la novela, Asturias mira sobre todo a representar el poder deformante de la dictadura, que se manifiesta en la subversión de todo valor moral y en la violencia. Para alcanzar este resultado el narrador recurre a una serie de escenas en las cuales esta realidad se presenta como reflejada por espejos deformantes, caracterizándose en lo lóbrego y lo híbrido, en lo irrespirable. Un mundo que parece deshacerse en lo pútrido y que se manifiesta en una sucesión de actos indignos, de vejaciones, de hipocresía, de bajas formas de prostitución moral, hasta en una sexualidad de tal manera híbrida, que realmente hace pensar en ciertos pasajes del infierno quevedesco.

Sobre todo esto, nota dominante, reina el terror, la violencia, la inseguridad extrema de la vida, cuando todo vínculo humano ha sido destruido, todo lazo familiar eliminado. La única manera para salvarse es ponerse en sintonía con el pensamiento del dictador, atmósfera que Asturias representa de manera convincente a través de la experiencia personal de Cara de Ángel, quien de repente se da cuenta de haber caído en desgracia y empieza a temer por su propia vida y la de la mujer que ama. El valor de la existencia se anula, porque se funda únicamente sobre un silogismo: «vivir, lo que se llama vivir, que no es este estarse repitiendo a toda hora: pienso con la cabeza del Señor Presidente, luego existo, pienso con la cabeza del Señor Presidente, luego existo...».

Es significativo que Asturias haga pronunciar al ex-favorito estas palabras; él ha tenido parte importante en la construcción del sistema del que ahora se siente víctima. Hay en ello una especie de ley de compensación, aún más evidente en el trágico fin de Cara de Ángel.

Para realizar su radiografía de la dictadura Asturias se vale de una multiplicidad de figuras y pormenores. La corrupción moral no se manifiesta sólo en la subversión de la justicia, sino en el relajamiento de las costumbres, en la promiscuidad con que los hombres del régimen viven con la prostitución. Hasta el dictador -como ya en Tirano Banderas- mantiene una relación íntima con un prostíbulo, el de doña Chon, a la cual el Auditor provee la materia prima vendiéndole las prisioneras, culpables o inocentes, que caen en sus manos.

Algunos episodios patéticos acentúan todavía más este clima inquietante, como el pasaje donde una pobre mujer, Fedina, vendida a la casa de doña Chon, estrecha contra su seno a su hijito, que ha muerto por no haberlo podido amamantar después de los malos tratos sufridos en la prisión. El hecho de que las prostitutas sean las únicas que demuestran participación y solidaridad ante su desventura, hace resaltar aún más la falta de sentimientos humanos que Asturias atribuye a la clase dominante, cerrada a la piedad, ávida solamente de riqueza, dedicada sólo al atropello y la violencia.

Todo lo que debería constituir garantía para el Estado, los órganos de la justicia, el ejército, aparece corrupto y vendido. Asturias denuncia duramente la falta de independencia de la justicia, sometida al poder político. Una atmósfera infernal cobra consistencia desde el comienzo de la novela en la escena de los mendigos sometidos a tormento; tinieblas inquietantes descienden sobre la tragedia de   —36→   un mundo, hechas más impresionantes por insistentes onomatopeyas, a las que el escritor acude con acierto:

¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre! Como zumbido de oídos persistía el rumor de las campanas a la oración, maldoblestar de la luz en la sombra, de la sombra en la luz. ¡Alumbra, lumbre de alumbre, sobre la podredumbre, Luzbel de piedralumbre! Alumbra, alumbra, lumbre de alumbre... alumbra... alumbra... alumbra, lumbre de alumbre... alumbra... alumbre...66



La omnipresencia del Señor Presidente, príncipe de las tinieblas, es ya evidente en aquel Luzbel que domina desde el comienzo la novela. Cuadros horripilantes, esperpénticos, cubistas, surreales, intervienen para recargar el clima: los pordioseros sometidos a tormento; el «Pelele» que desvaría cuando oye la palabra «madre» y que por eso mata al coronel Parrales Sonriente; el «Mosco», ciego y sin piernas, colgado de los pulgares y matado entre infinitos tormentos; en fin, el Auditor de Guerra, verdadera figura demoníaca, dominando la escena del interrogatorio y que luego corre a dar noticia de su actuación al Presidente, «en un carricoche tirado por dos caballos flacos que llevaba en los faroles los ojos de la muerte»67.

Asturias insiste en este personaje, recurriendo a un proceso de progresiva destrucción, elaborando sapientemente en lo negativo su imagen, detalle por detalle. Después de haber denunciado su actuación criminal, lo presenta en la miseria real de su persona y de su casa, sucia y llena de cartapacios, donde deambula arrastrando sus zapatos una sirvienta, vieja y desvanecida, que le tutea; de todo ello resulta un individuo repugnante, goloso, asqueroso, incierto sexualmente, árbol extraño de hojas de papel sellado, ocupado, en la escena, en beber golosamente su chocolate:

El Auditor de Guerra acabó su chocolate de arroz con una doble empinada de pocillo, para beberse hasta el asiento; luego se limpió el bigote color de ala de mosca con la manga de la camisa y, acercándose a la luz de la lámpara, metió los ojos en el traste para ver si se lo había bebido todo. Entre sus papelotes y sus códigos mugrientos, silencioso y feo, miope y glotón, no se podía decir, cuando se quitaba el cuello, si era hombre o mujer aquel Licenciado en Derecho, aquel árbol de hojas de papel sellado, cuyas raíces nutríanse en todas las clases sociales, hasta en las más humildes y miserables. Nunca, sin duda, vieran las generaciones un árbol tal de papel sellado. Al sacar los ojos del pocillo, que examinó con el dedo para ver si no había nada, vio asomar por la única puerta del escritorio a la sirvienta, espectro   —37→   que arrastraba los pies, como si los zapatos le quedaran grandes, poco a poco, uno tras otro, uno tras otro68.



El Auditor de Guerra no es el único personaje negativo, en El Señor Presidente, entre los personajes producto y protagonistas del clima de la dictadura; lo demuestra la serie de tipos que rodean al horripilante juez, figuras siniestras que circulan por todas las páginas de la novela, saturándola con sus vicios y sus personas sucias e híbridas, detalles sobre los que insiste Asturias al fin de llegar a la destrucción de los individuos despreciables sobre los que se funda el poder dictatorial.

En el interrogatorio de la infeliz Fedina, el Auditor de Guerra ya presentaba características bestiales, tenía «los ojos de sapo crecidos en las órbitas»69; el amanuense que recogía las declaraciones de los interrogados observaba a la mujer «con su cara pálida, pecosa, de secante blanco que se ha bebido muchos puntos suspensivos»70, y en las pausas «se chupaba las muelas»71.

La falta de virilidad es uno de los elementos fundamentales que Asturias emplea para destruir al personaje y lo utiliza con abundancia, se puede decir con regocijo, aplicado a los policías. En El Señor Presidente los «polizontes» manifiestan todos la tendencia hacia una sexualidad dudosa. El esbirro que azota al «Mosco», al comienzo de la novela, se expresa «con voz de mujer»72; otro policía, Lucio Vázquez, tiene igualmente una voz desagradable: «hablaba como mujer, con una vocecita tierna, atiplada, falsa»73, y tanto es así que su enamorada, cuando en la fonda cambia por las de un hombre las voces de la Chabelona, le toma el pelo y se le dirige con «retintín»: «¡Señor! [...] ¿no oís que es mujer? ¡Para vos que todos los hombres tienen acento cenzontle señorita!»74. También la mujer de Genaro Rodas le reprocha a su marido que tenga amistad con semejante sujeto, del cual la inquieta la virilidad dudosa: «¡Cada vez más amigo de ese policía que habla como mujer!», y añade, «¡Ah! yo sé lo que digo, nada buenos son esos hombres que hablan como tu amigote con vocecita de gallo-gallina»75. El mismo informador del Señor Presidente tiene sexualidad sospechosa: es «Un hombre menudito, de cara argeñada y cuerpo de bailarín»76.

En cuanto al ejército, Asturias lo presenta poniendo en escena oficiales sorprendidos en actitudes desconcertantes, que revelan su indolencia, corrupción y soberbia, una disposición natural a la traición y la violencia. El escritor logra una eficaz representación negativa del elemento militar, insistiendo en la descontada   —38→   familiaridad con el prostíbulo, el «calor de las rameras», la «alegría de burdel»77, la falta de cualquier limpieza: en el cuartel el oficial de guardia está sentado en una silla de hierro «en medio de un círculo de salivazos», y antes de contestar a quien le hace una pregunta lanza «un chorro de saliva hedionda a tabaco y dientes podridos»78. El mismo general Canales, a pesar de ser víctima del dictador con quien ha caído en desgracia, no escapa a la antipatía de Asturias y a la consiguiente destrucción: presentado mientras se dirige, con «porte marcial, como si fuera a ponerse al frente de un ejército» hacia la puerta de su casa para luego darse a la fuga, destruye su figura la humana miseria de un miedo que le quita todo aspecto viril: «al cerrar la puerta y quedar solo en la calle, su paso de parada militar se licuó en carrerita de indio que va al mercado a vender una gallina»79.

El que después el narrador haga del general el promotor, una vez en el exilio, de un movimiento de rebelión que no llega a concretarse por su muerte improvisa, no significa que su actividad responda a una iniciativa desinteresada y patriótica. Asturias no cree en absoluto en la buena fe de los militares. Justificadamente Seymour Mentón ha visto en la muerte del general, que acaece por colapso cardíaco al enterarse del matrimonio de su hija con el favorito del déspota, un signo concreto de la falta de confianza del novelista en los movimientos de liberación capitaneados por militares80. El escritor está profundamente convencido de que la primera condición de todo movimiento revolucionario, para que sea legítima y tenga éxito, es la conexión directa con el pueblo y esto no sucede casi nunca en Latinoamérica cuando son los militares los que lo inspiran, puesto que la mayoría de las veces se resuelve en la sustitución de un déspota con otro.

Los temas y las figuras ilustrados constituyen el trasfondo sobre el cual se mueven, en la novela, dos personajes principales en los que se resume concretamente el clima de un país dominado por el poder absoluto: el Señor Presidente y su favorito, Cara de Ángel, un títere, al fin y al cabo éste, indefenso en las manos de un titiritero que lo maneja diabólicamente hasta destruirlo.

La figura del dictador adquiere un relieve especial debido a que incumbe en la novela por páginas y páginas, como desde un misterioso escondite, antes de revelarse concretamente. La atmósfera se impregna de su presencia hasta saturarse, a tal punto que cuando el lector lo ve finalmente aparecer, en el capítulo V de la primera parte, tiene la impresión de encontrarse frente a un personaje que ya conoce muy bien. Asturias, en el único pasaje en que lo representa, no se demora en la descripción del tirano; se sirve de trazos someros, de impresiones elementales, de dos únicos colores, el negro y el gris:

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El Presidente vestía como siempre de luto riguroso: negros los zapatos, negro el traje, negra la corbata, negro el sombrero que nunca se quitaba; en los bigotes canos, peinados sobre las comisuras de los labios, disimulaba las encías sin dientes, tenía los carrillos pellejudos y los párpados como pellizcados81.



En la concisión de esta representación Asturias da vida a un fantoche cruel de quien hace resaltar, sin comentarios, la falta absoluta de dimensión humana. Más que la descripción vale la impresión; el escritor mantiene de propósito en la vaguedad a su personaje del cual, al final, queda grabado en el lector sólo su aspecto fúnebre, frío. Sin embargo, para mejor definir los contornos, Asturias recurre a nuevas escenas: la del viejo secretario, por ejemplo, que inadvertidamente vuelca la tinta sobre los papeles del Presidente y es condenado a doscientos azotes. El absoluto desprecio por el hombre está expresado por las palabras con que el tirano se refiere a «ese animal» cuando le informan que ha muerto; su naturaleza cruel se manifiesta en la indiferencia con que continúa con su comida miserable, una «papa frita», elemento aparentemente insignificante, éste, y que al contrario hace patente la miserable sustancia del hombre omnipotente a quien, como pena por todas sus culpas, le son negados los placeres de la mesa.

Si la naturaleza gris del déspota la construye el narrador llamando la atención sobre su comida miserable, su crueldad la representa en el temblor de la vieja que lo está sirviendo, incapaz de dominar el temor y la pena ante la noticia de que «ese criminal no aguantó». La ruina moral del mundo sobre el que domina el dictador se documenta en la indiferencia del oficial ciego ejecutor de órdenes, y aún más en la conciencia totalmente anulada del viejo empleado que termina por sentirse culpable y justamente castigado. La crueldad del Señor Presidente adquiere dimensiones atroces ante el sentido patético de humanidad indefensa con que Asturias presenta a «ese animal», en el lucubrar desesperado de su cerebro trastornado por el miedo, vuelto una máscara trágica, un pobre hombre ya muerto antes de morir:

De entre los labios cerrados le salían los dientes en forma de peineta contribuyendo con sus carrillos flaccidos y su angustia a darle aspecto de condenado a muerte. El sudor de la espalda le pegaba la camisa, acongojándole de un modo extraño. ¡Nunca había sudado tanto!... Y no poder gritar para aliviarse. Y la basca del miedo le, le, le hacía tiritar...82



El drama lo expresa este desvariar aterrorizado: de un lado violencia, crueldad, indiferencia; del otro resignación, miseria, un complejo de culpa fruto de toda una vida de sumisión y silencio.

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El miedo se ha vuelto hábito de cada día en el mundo dominado por el dictador y Asturias lo representa eficazmente en la condición desesperada del viejo, sin comentarios, acudiendo sólo al tartamudeo que le provoca su terror y profundizando así en su pena.

Después de estas presencias negativas del dictador, el Señor Presidente desaparece nuevamente de la novela, para dominarla mejor desde la sombra, como sucede en la realidad de su mundo. Sin embargo, de cuando en cuando algunos detalles nuevos introducen en ulteriores rendijas de su alma retorcida, pero sin revelárnosla nunca totalmente, siempre dejando una ancha zona de sombra que permite al lector ejercitar libremente su fantasía. Se profundiza así, cada vez más, en una índole mezquina y vengativa, acomplejada y corrupta, exacerbada por una infancia gris de miseria y humillaciones, que la vileza de un ser sin dimensiones espirituales, ahora encumbrado en el poder, rescata acudiendo únicamente a la venganza.

Cuando Asturias lleva nuevamente a la escena su personaje, en el capítulo XXXII de la tercera y última parte de la novela, recurre a lo grotesco y hasta a lo nauseabundo para destruirlo. El mandatario aparece, en efecto, en medio de una orgía y el escritor le despoja de toda apariencia de dignidad y control, lo presenta borracho: «Del fondo de la habitación avanzó el Señor Presidente, con la tierra que le andaba bajo los pies y la casa sobre el sombrero»83. El efecto de la bebida lo lleva, con una mezcla de tristeza llorona y odio feroz, al recuerdo de su infancia triste, lo cual le induce a formas histéricas de capricho, a manifestaciones gratuitas de potencia y de machismo superficial.

Es significativo que el Señor Presidente vaya revelando su plena inconsistencia en un proceso inverso a su materialización en la novela: en la sombra el hombre podía parecer terrible, mientras que a la luz de la realidad puede sólo provocar un sentido de disgusto. Por eso el escritor insiste en presentarlo en su naturaleza vulgar, la misma que bajo el efecto de las abundantes libaciones se manifiesta en la vomitadera que inunda al favorito y en parte cae, significativamente, sobre el escudo de la patria, que campea sobre el fondo de una palangana que el subsecretario le acerca apresuradamente:

Las palabras tonteaban en sus labios como vehículos en piso resbaloso. Se recostó en el hombro del favorito con la mano apretada en el estómago, las sienes tumultuosas, los ojos sucios, el aliento frío, y no tardó en soltar un chorro de caldo anaranjado. El Subsecretario vino corriendo con una palangana, que en el fondo tenía esmaltado el escudo de la República, y entre ambos, concluida la ducha que el favorito recibió casi por entero, le llevaron arrastrando a una cama84.



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De este episodio la figura del dictador sale totalmente destruida. Se comprende ahora su desprecio por el hombre y por el Estado como fruto de una naturaleza animalesca sobre cuyo modelo se ha ido plasmando un mundo horripilante, el que rodea al déspota. Todo naufraga en lo informe; los hombres pierden el sentido de su dignidad. Como el subsecretario, el cual se congratula con Cara de Ángel, que ha recibido el chorro inmundo, por la suerte que ha tenido, señal inequivocable de la gracia reconquistada ante el Presidente.

Asturias añade seguidamente otros detalles, que sirven para vaciar cada vez más de humanidad y consistencia al dictador; hasta lo presenta dispuesto a la fuga, aterrorizado ante el menor ruido sospechoso. Es suficiente que un bombo caiga por las escaleras de palacio durante la fiesta en que la «Lengua de Vaca», apodo que lo expresa todo, se hace intérprete de la supuesta alegría del pueblo, en ocasión del aniversario de un frustrado atentado contra el déspota, para que el pánico se difunda en la residencia presidencial y todos huyan, entre los primeros el dictador: «Lo que ninguno pudo decir fue por dónde y a qué horas desapareció el Presidente»85.

Alberto Zum Felde ha subrayado la seriedad con que Miguel Ángel Asturias trata una «materia humana dolorosa y de responsabilidad histórica» como la dictadura, demostrando una preocupación estética mayor que sus predecesores86. Faltan efectivamente en El Señor Presidente los desequilibrios retóricos o las invectivas violentas, los tonos panfletarios con que otros narradores hispanoamericanos han tratado el tema. El narrador guatemalteco llega a un resultado pleno y convincente de condena del personaje y del sistema que encarna acudiendo a los recursos más sutiles del arte.

En la figura siniestra del dictador Asturias logra una de las máximas realizaciones de la narrativa hispanoamericana; una vez leída la novela es imposible olvidar al fantoche cruel que la domina, expresión de un universo aberrante sobre el   —42→   cual reina como un brujo, misterioso y fabulosamente ubicuo, puesto que, para la fantasía popular, «habitaba muchas casas a la vez», no se sabía cómo dormía, «porque se contaba que al lado de un teléfono con un látigo en la mano», ni a qué hora, «porque sus amigos aseguraban que no dormía nunca»87. Dimensión fabulosa, mítica, magistralmente alcanzada también en la representación del distorsionado mundo sobre el cual el personaje ejerce su dominio, vigilado por una selva surreal de orejas conectadas con él a través de mil hilos. De esto se da cuenta Cara de Ángel cuando favorece, a pedido del Presidente, la fuga del general Canales, con la orden de no dejarse descubrir, empresa dificilísima:

Todo le pareció fácil antes de que le ladraran los perros en el bosque monstruoso que separaba al Señor Presidente de sus enemigos, bosque de árboles de orejas que al menor eco se revolvían agitadas por el huracán. Ni una brizna de ruido quedaba leguas a la redonda con el hambre de aquellos millones de cartílagos. Los perros seguían ladrando. Una red de hilos invisibles, más invisibles que los hilos del telégrafo, comunicaba con cada hoja con el Señor Presidente, atento a lo que pasaba en las vísceras más secretas de los ciudadanos88.



Bosque espantoso que, como ha señalado acertadamente Claire Pailler, «recuerda el bosque rumoroso de gemidos de los reprobos metamorfoseados en árboles achaparrados del séptimo Círculo», en el Canto XIII del Infierno dantesco89.

Frente a Luzbel, emperador de las tinieblas, un ángel caído, Cara de Ángel, el favorito, siervo del primero, ejecutor de sus órdenes, en realidad víctima él mismo del diabólico personaje. Una de las características más relevantes del Señor Presidente es, en efecto, la astucia, por cuyo medio domina a los hombres, disponiendo de ellos a su antojo. Su índole malvada le lleva a jugar con sus víctimas, como el gato con el ratón. Con Cara de Ángel el juego es refinadamente malvado: después de su casamiento, le hace vislumbrar la posibilidad de salir del infierno en que vive encargándole una misión en Washington, pero lo hace arrestar en el puerto, cuando ya piensa que ha conseguido la libertad, por el mayor Farfán, a quien el favorito tiempos atrás había salvado la vida. El militar, como es natural, según Asturias, en estos personajes, entiende ahora congraciarse con el jefe, y lo hace ensañándose con la persona del ex-favorito, celo sobre el cual el déspota, gran conocedor de hombres, contaba. La perfidia del dictador llega a tal punto que, una vez en la cárcel, se le procura a Cara de Ángel una muerte «natural», recurriendo a la calumnia: un falso prisionero le informa, desde una celda contigua, que su esposa es ya la amante del tirano y el hombre se desespera, languidece y muere.

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Con la muerte del ex-favorito Asturias da el toque final a la figura del dictador y afirma al mismo tiempo su moralidad: Cara de Ángel es parte responsable de la situación que se ha determinado en el país; su aventura sentimental, si le ha permitido percibir el contraste entre el mundo negativo al que pertenece y la pureza del ámbito inerme e inexplorado que representa Camila, no lo redime de su culpa. Si el hombre se arrepiente es sólo porque ahora él mismo y su mujer sufren la persecución del régimen; ninguna problemática más profunda existe en él. Personajes como éstos no tienen posibilidad de redención para Asturias; su triste fin puede dar pena, acentuar la indignación hacia el asesino, pero no los libera de su responsabilidad, porque la dictadura ha prosperado con su apoyo. Justicia y libertad trascienden, en la opinión de Asturias, a la persona.

El Señor Presidente no es solamente una sucesión de escenas espeluznantes y de figuras demoníacas. A las fuerzas del mal se oponen las fuerzas incontaminadas de la nación, que se fortalecen en el dolor. El mundo que el déspota quisiera formado únicamente por seres que le temen y le obedecen, o por disgustosos aduladores que le proclamen «hombre de la Providencia», «único», «altísimo», encarnación de una «Superdemocracia», «auriga-super-áulico» -o hasta «super-hiperferro-carri-lero», como con sorna se expresa el norteamericano Mister Gengis90-, mundo dominado por el terror y el símbolo lóbrego de la cárcel, no responde del todo al deseo del poderoso. Es cierto que el libro concluye acentuando la atmósfera sombría, más sombría aún que aquella con que había comenzado: el viaje de Cara de Ángel y el insistente sonido de la palabra «cadá-ver» repetida con ritmo obsesionante por las ruedas del tren que lo conduce al puerto91, su prisión, «Él y su cadáver»92, en la perspectiva espantosa de dos horas de luz y veintidós de oscuridad, el sentido agotador de una existencia muerta, monótona en la pena de un idéntico espectáculo que, igual a aquél con el que la novela empieza, tiempo inmóvil en el tiempo recurrente, precipita en una eternidad abismal:

Los presos seguían pasando... Ser ellos y no ser los que a su paso se alegraban en el fondo de no ser ellos... Al tren de carretillas de mano sucedía el grupo de los que cargaban al hombro la pesada cruz de las herramientas y atrás, en formación, los que arrastraban el ruido de la serpiente cascabel en las cadena»93.



Esto no significa, sin embargo, que El Señor Presidente se cierre sin dar paso a la esperanza. Como en el basurero donde acaba el Pelele de repente estallan flores espléndidas94, así en la novela no todo sucumbe a la opresión y ni siquiera la   —44→   cárcel basta para matar en el hombre el amor a la justicia y a la libertad. Asturias tiene fe sobre todo en el pueblo y en una intelectualidad sana que lo podrá conducir a su rescate. Es éste el significado de la figura del estudiante que aparece al comienzo y al final del libro y que a primera vista parece gratuita. En la cárcel, él se opone a la resignación de otro compañero de desventura que se refugia en la oración: «-¡Qué es eso de rezar! -le dice- ¡No debemos rezar, tratemos de romper esa puerta y de ir a la revolución!95» El mensaje de Miguel Ángel Asturias está aquí: la pasividad no modifica las situaciones; sólo por medio de la lucha se puede alcanzar la libertad.

El Señor Presidente se desarrolla en una significativa sucesión temporal: la primera parte en tres días: 21, 22 y 23 de abril; la segunda en cuatro: del 24 al 27 del mismo mes; la tercera lleva la indicación: «Semanas, meses, años...». El recurso a estas indicaciones temporales responde, en el autor, a la intención de definir un clima que, en una sucesión dinámica y superpuesta de hechos, da lugar a una atmósfera inmóvil.

En la novela los grandes protagonistas son sobre todo la prisión y el tiempo. Los hombres son comparsas que se agitan en la negrura de una cárcel proyectada en las dimensiones de un tiempo eterno. No sin razón ha afirmado Ricardo Navas Ruiz que, siendo la dictadura el tema de la novela, el verdadero protagonista es el tiempo, protagonista príncipe de toda dictadura, que abre o cierra el camino a la esperanza, virtud esencialmente temporal, dominante en todo régimen despótico: esperanza de libertad en unos, de permanencia en otros96.

La esperanza de libertad y de justicia conforma a todo el libro a pesar del color sombrío del clima que lo domina. La esperanza hasta parece surgir de la saturación del ambiente creado por la dictadura, que el escritor proyecta en la dimensión exasperante del tiempo inmóvil y eterno.

El concepto del tiempo tiene una importancia fundamental en El Señor Presidente, en este sentido, quizá tomado, como supone Mentón97, de la experiencia cubista, pero con mayor seguridad del mundo maya. Su eficacia en la definición del clima de la novela es evidente; Asturias recurre con frecuencia a ello también en obras sucesivas, que llena de referencias a horas y minutos, de presencias simbólicas del reloj, en este caso demostrando su temprana adhesión a Quevedo.

Mundo horrible el de la dictadura; Asturias lo denuncia sin piedad y a pesar de ello no falta en El Señor Presidente cierto humor, que nunca faltará en sus obras, señal de cómo la creación literaria es para el artista también fuente de diversión, juego del que disfruta. Valga en la novela el episodio de la pareja de los «Benjamines», que asisten curiosos tras la puerta entornada de su casa a lo que sucede en la   —45→   noche en el Portal del Señor: don Benjamín y su esposa, doña Venjamón, comicidad que se construye toda sobre los nombres y la diferencia de dimensiones entre los dos: pequeñín él, «no medía un metro», imponente ella, «dama de puerta mayor, dos asientos en el tranvía, uno para cada nalga, y ocho varas y tercia por vestido»98. Mujer decidida doña Venjamón se impone a la molesta invadencia de su marido levantándole en vilo y sacándole a la puerta «como un niño en brazos»99.

Asturias ha definido la novela del siglo XX como la suprema aventura de la palabra; en el lenguaje se expresa cabalmente la esencia de América, hombre y naturaleza. Lo afirma en un interesante ensayo dedicado a «La novela latinoamericana como testimonio de una época»:

Cada nuestra novela es, por sobre todo, una hazaña verbal. Hay una alquimia. Lo sabemos. Pero, ¿cuáles son sus ingredientes? No es fácil darse cuenta, en la obra hecha, de los materiales empleados. Palabras. Sí, esto es, palabras. Pero, ¿usarlas cómo? ¿De acuerdo con qué leyes? ¿Con qué reglas? Generalmente no obedecen a ninguna. Han sido puestas como la pulsación de mundos que se están formando. Palabras que suenan como piedras. Que no son palabras, sino piedras. Otras que se oyen como maderas. O metales. Es el sonido, es la onomatopeya. ¡Cuántos ecos compuestos o descompuestos de nuestro paisaje, de nuestra naturaleza, hay en nuestros vocablos, en nuestras frases!100



En El Señor Presidente el lenguaje es parte determinante de su atractivo, como lo será de toda la narrativa de Asturias. Su «hazaña verbal» se realiza en una alquimia de palabras que llevan ecos directos de su mundo, en una libertad creativa absoluta. Ha afirmado el escritor que las mejores novelas latinoamericanas de nuestro tiempo no parecen estar escritas, sino habladas; en ellas él ve confluir todos los lenguajes, especialmente el de las imágenes y a esto se debe el carácter cinematográfico que parecen tener tantas obras101.

En otra ocasión, Asturias ha vuelto al problema del lenguaje en la novela hispanoamericana, rechazando el pintoresquismo, reivindicando la directa conexión con las «antiguas lenguas», sobre todo por lo que respecta a las onomatopeyas, «que evocan en su sonoridad viejas equivalencias, sagradas magias»102. El escritor   —46→   declara que hay un «corte absoluto» entre la prosa castellana y el español que se escribe en América103; sin desconocer el prestigio de la «nobilísima lengua» de los «maestros españoles», afirma que ajustarse a ella sería destruir el idioma:

Lo que estamos haciendo es inventar, crear una lengua, un vehículo de expresión de lo nuestro, de nuestros sentimientos, de nuestros pensamientos, de nuestra carne, de nuestra naturaleza, de nuestros problemas, de todo lo que sería inexpresable si no llegáramos a poseer nuestro propio idioma, ése que se ha movilizado ya, como una avalancha, en nuestras novelas104.



Ahondando más en el concepto de las raíces indígenas del idioma americano, Asturias afirma que el rechazo de «la más sonora de las lenguas, la que hablaron Cervantes y Quevedo, Fray Luis y Santa Teresa, Lope y Garcilaso», no responde a capricho, ni al hecho de que se considere «indigno» ese vehículo expresivo, sino que eso ocurre porque están «impulsados por la sangre indígena»105. Viniendo al caso guatemalteco, aclara más su concepto y afirma que se les exige a los escritores, «como ya ocurría en nuestras mitologías, para develar el misterio, encontrar la palabra exacta, el término preciso, aquel que los dioses escondieron como parte del fuego sagrado y que las tribus fueron descubriendo en su peregrinar»106.

Es la recuperación de la función sagrada del lenguaje que proporciona a la narrativa de Asturias una dimensión inédita. Su taller de escritor abunda, además que en onomatopeyas, en metáforas, en imágenes, que explota según un sistema de acumulación ya propio de las literaturas indígenas del área maya. La palabra es concepto, sonido, «encantamiento», toma de conciencia, porque a través del lenguaje el escritor y sus personajes participan directamente del mundo que crean y lo proyectan en una dimensión universal, con todos sus problemas. Misión de poetas y narradores en América es, según Asturias, «ir desnudando la realidad, con la palabra precisa, con la palabra motor, con la palabra que hará llegar a lo universal nuestro particular anhelo, nuestra demanda de justicia, nuestra protesta y nuestra esperanza107

Refiriéndose específicamente a la elaboración de su novela, en el citado ensayo «El Señor Presidente como mito», el narrador informa que no solamente nació hablada, sino que el problema al momento de escribirla fue la elección del idioma: hablado era su idioma, pero escrito, ¿alcanzaría a expresar lo que él quería? Entre las varias formas hispanoamericanas, Asturias buscaba naturalmente la forma guatemalteca, sin caer en lo criollo, y anticipando su concepto del «realismo mágico» explica:

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Realizaba en ese entonces mis estudios de religiones precolombinas, y eso mantenía frescas mis posibilidades para manejar las dos realidades, la real y la del sueño, ya que el indio es realista en el detalle, pero ese realismo lo sumerge luego en una especie de sueño-imaginación que le da la posibilidad de los dos tiempos: el histórico y el mitológico, o sea un tiempo de distinto ritmo que el histórico, tiempo de sueño. Hubo, pues, una inserción de lo que llamaríamos un comportamiento mitológico en el texto [...]108.



No cabe duda, sin embargo, que de mucho le sirve a Asturias también su experiencia vanguardista en París. Allí aprende el uso de la onomatopeya, con la que logra resultados de gran relieve, no solamente al comienzo de la novela, sino en el episodio del Pelele, cuando enloquecido huye por la ciudad y acaba rodando en un basurero. Su delirio, las sensaciones confusas que se suceden en su cerebro, todo se expresa con vigor extraordinario a través de notaciones breves y sobre todo de sonidos y repeticiones insistidas109.

Toda la novela de El Señor Presidente es un sucederse de metáforas, de imágenes que tienden a la desrealización de la realidad. Particularmente relevante es el recurso a la imagen onírica, la imagen-presagio, como en el caso de Genaro Rodas, perseguido en el sueño por un ojo enorme que estalla, vierte líquido, se transforma en un ocho110. Presagio negativo, la ruina caerá sobre toda su familia: él acabará en la cárcel, su mujer será vendida al prostíbulo de doña Chon, donde su hijito morirá de hambre. La experiencia surrealista queda patente y provechosamente empleada por el narrador.

Asturias se muestra también maestro en captar la dimensión humana, por medio de la expresión, de los distintos tipos sociales que intervienen en su novela. Modismos, idiotismos, formas regresivas, cambios semánticos, neologismos, se suceden en El Señor Presidente, en un incansable dialogar, fundado esencialmente en el uso del voseo. No pocas veces Asturias recurre a invenciones de estilo para dar mayor resalte a determinadas situaciones y estados de ánimo; trunca las palabras, repite las sílabas, forja nuevos vocablos cuya esencia está en el sonido, en la imagen, acude, además de a la onomatopeya, al retruécano, a la muletilla, con el efecto de definir inmediatamente un personaje.

También abunda en la novela la adjetivación, a menudo en largas series originalmente elaboradas, como lo son los sustantivos, los diminutivos y aumentativos. De particular efecto es el juego que el escritor realiza con los nombres propios de personas, siempre con la finalidad de revelar la dimensión humana, o inhumana del sujeto, como por otra parte ocurre con el recurso a los seudónimos.

Característica es la acumulación de sonidos en el diálogo para reproducir el rumor confuso, la falta de un nexo lógico en la conversación, la interrupción debida   —48→   a la simultaneidad de intervenciones de varias voces, o la interrupción repentina de un diálogo que se queda así en pura tentativa.

Procedimientos todos que confirman la maestría del escritor y dan a la novela de El Señor Presidente una categoría única en la narrativa hispanoamericana, no solamente como representación lograda de un mundo negativo, sino sobre todo como forma que adhiere a la genuina realidad de la expresión guatemalteca, representada con originalidad y vigor.



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