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Capítulo III

Basílica de San Vicente, parroquias, ermitas

     En el ángulo que forman la línea del este y la del norte de la ciudad, a la salida de sus principales puertas, aparece un monumento tan imponente en grandeza, tan majestuoso de carácter, tan armonioso en líneas, tan rico de detalles, tan bello de colorido, que sorprende de pronto al artista como una visión ideal nunca realizada sobre la tierra. Aislado y libre, entre los árboles, en terreno desigual, dominando sobre el declive, que a su espalda y a un lado tiene, pintorescos arrabales con sus templos y más allá dilatadísimos horizontes, respira el aromático ambiente de los campos; al paso que su proximidad a los muros, de los cuales semeja un cuerpo avanzado y cuyas almenas realzan por algún punto su perspectiva, le preserva de la soledad y del abandono y permite saludarlo y contemplarlo a todas horas.

     Es la basílica erigida por Ávila al mártir san Vicente y a sus hermanas en el propio sitio que regaron con su sangre, y por mucho tiempo la ha reputado, no solamente el vulgo sino la gente entendida, por la mismísima que durante la paz de Constantino le construyó el judío libertado de la serpiente (514). Mucho nos pareciera que la primitiva, cualquiera fuese su origen, hubiese llegado a mediados del siglo XI resistiendo a tantas invasiones de godos y sarracenos, y que permaneciese todavía bien que ruinosa y desmantelada, cuando García abad de Arlanza movido por divina revelación, vino con lucido acompañamiento de prelados e infanzones y de innumerable muchedumbre a recoger los cuerpos de los mártires colocados allí con sobrada negligencia (515). Llevólos a su monasterio donde al parecer se dividieron, pasando el de Vicente a León y el de Sabina a Palencia y quedándose el de Cristeta en Arlanza, según afirma don Pelayo de Oviedo; pero es de suponer que con la restauración de la ciudad a fines de la misma centuria y con el incremento y lustre que fue tomando, naciera y se lograra la pretensión de recobrar siquiera en parte tan preciosas reliquias. Esta restitución, incompleta acaso, hecha acaso en secreto por no alarmar a los poseedores, no está por cierto averiguada; sin embargo, a sospecharla dan motivo la incertidumbre que se nota entre los escritores del siglo XIII acerca del lugar que verdaderamente contenía aquel tesoro (516), y la persuasión que manifiestan los reyes de ser Ávila su indudable y legítima depositaria. No sería para honrar un simple cenotafio que costeasen un templo de tan rara magnificencia; y al concederle para su reedificación Fernando III en 1252 las tercias de Santiago de Arañuelo y al confirmárselas Alfonso X en 1280 hasta la terminación de la obra, abrigaban de seguro la creencia expresada en 1302 por Fernando IV al otorgarle la franquicia de ocho mozos de coro, de que allí yacían soterrados los santos cuerpos por cuyo amor obraba Dios muchos milagros (517).

     Sin las indicaciones de estos documentos y sin un detenido estudio de la presente fábrica, acaso de pronto le atribuyéramos mayor antigüedad, tanto predomina en ella el carácter bizantino. Para el santo rey Fernando parecen reclamar las palabras de su privilegio la gloria de esa espléndida reconstrucción sobre el solar de otra iglesia preexistente que servía ya de parroquia; suspendida después de su fallecimiento, sufriría con la interrupción de los trabajos la parte comenzada, y así se explica en nuestro dictamen el estado en que la halló Alfonso el sabio al visitarla en 1273, mal parada y para se caer según dice, necesitando de un pronto esfuerzo para acabarla antes que se perdiese lo levantado (518). Tratábase de una obra nueva por concluir y no de un edificio viejo por reparar: el atento examen de su arquitectura va a confirmar nuestra interpretación.

     La fachada occidental, por donde probablemente terminó, presenta una grandiosa ojiva que cobija el atrio entre las dos torres que avanzan para formarlo, y el primer cuerpo de estas, otra ojiva figurada que comprende dos arcos de medio punto cuyas columnas bajan prolongadas como los machones de las esquinas. Ojivales son asimismo las dos ventanas del segundo cuerpo aunque sostenidas por columnitas románicas: abiertas las de la torre del sur en forma de gentiles ajimeces, como lo estuvieron un tiempo quizá las de la otra, publican la gloria del hábil arquitecto Hernández Callejo, que la restauró toda en nuestros días tan concienzudamente, que sólo aguarda el barniz de los años para confundirse con su venerable compañera. Fáltale, es verdad, el tercer cuerpo que sobre la línea del frontis levanta la del norte; pero también esta careció de él, o tuvo por lo menos distinto remate hasta mediados del siglo XV, en que con las limosnas de los fieles se costeó su reparación (519). La diferencia de épocas corresponde en este como en otros edificios de Ávila a la diferencia del colorido de los sillares, rojizos y dorados los del siglo XIII, oscuros y pardos los del XV: mas si de la segunda clase son los del coronamiento de dicha torre, a ningún género arquitectónico pueden reducirse las espadañas o crestas piramidales en que acaban sus cuatro frentes, truncadas por el vértice y festonadas de florones labrados a manera de hojas de parra. Descuella desde cualquier lado se contemple esta original diadema, destinada acaso a recibir en su centro una aguja polígona; tal como está, no recordamos otra que se le parezca. En cada frente campean tres ventanas de figura no menos caprichosa, describiendo todas ellas, así la mayor como las dos pequeñas laterales, en vez de arco un ángulo de líneas convexas a semejanza de conopio, lo cual y la doble hilera de bolas que guarnece la del centro y se extiende por la cornisa inferior descubren en esta anómala traza alguna analogía con las de la decadencia gótica (520).

     Estas cuadradas torres, correspondientes a las naves laterales cuyo empuje contrarrestan, encierran en su planta baja dos capillas de elevada bóveda que comunican con el atrio por medio de arcos iguales a los ya descritos en la fachada (521). En el plan moderno de restauración entra, al parecer, la idea de abrir paso por la de la derecha al pórtico que cine el costado meridional, reforma más acertada que la concebida en el siglo XVI, de continuar el mismo pórtico a la vuelta del oeste por fuera de las torres. Cubre el atrio una altísima bóveda o más bien cimborio, cruzado por ocho aristones de anchas molduras que se reúnen en la clave central y arrancan de los pilares salientes de los ángulos. Entre éstos figuran en los muros laterales, ventanas o arcos sobrepuestos, y enfrente por encima del pasadizo que corre sobre la profunda portada, asoman otros arcos pertenecientes a una tribuna que avanza en semicírculo por dentro de la iglesia; mas ahora pendientes de reparación y obstruidos por los andamios, apenas dan lugar a la vista cuanto menos al juicio de su efecto.

     Puerta más rica que la principal de San Vicente, no la produjo en sus mejores tiempos el arte bizantino; y si bien se declara lo adelantado de su época, no es que allí se revelen, lo confesamos, síntomas de innovación o amalgama, sino por el mismo refinamiento y exuberancia de ornatos que suele marcar a todas las arquitecturas su límite, supremo. Bellas hojas festonean su doble ingreso de medio punto, en cuyos testeros resaltan toscos y mutilados pasajes de la parábola de Lázaro y del rico epulón, condenando severamente la avaricia y el regalo, ensalzando la pobreza y humildad. Dos cabezas de toro y dos de león, bravías y con su presa entre los dientes, aguantan el dintel; en el pilar divisorio preside sentado el Salvador, y arrimados a las columnas que a cinco por lado flanquean la entrada, están de pie los apóstoles, enjutos y amomiados, sí, conforme a la grosera escultura de aquel siglo, pero expresivos y conversando al parecer con singular animación. Por cima de sus cabezas despliegan los capiteles elegancia y aun pureza comparable a la de los corintios, y sus pies apoyan en otros cuyas columnitas se levantan desde el suelo, señalándose las más inmediatas a la puerta, por su fuste retorcido a manera de cable. Jamás cilíndricos arquivoltos revistieron su semicírculo de galas tan preciosas y delicadas: aquellos tallos, aquellas hojas revueltas en graciosas espirales, diseñando sus nervios y fibras más sutiles, finamente trepadas y casi desprendidas de la dobela, parecen prontas a agitarse a la menor ráfaga de viento; parecen moverse aquellos caprichosos animales, y como que las aves sólo aspiren a romper los lazos o a desenredarse del follaje que las sujeta para tender sus alas por el aire libre. Encima del portal y por bajo del indicado pasadizo se prolonga horizontalmente una imposta de arquería, en cuyos huecos anidan numerosas figuras acurrucadas. Lástima es que se ejerciese en frágil piedra blanca y no en mármol, capaz de resistir a las edades, el cincel que tales maravillas obró, consumidas en mucha parte por el tiempo y mutiladas acaso por la mano del hombre.

     Como para arrostrar los embates del norte, el edificio presenta por aquel flanco mayor fortaleza, sirviéndole de robusto pedestal la rampa que suaviza la pendiente del terreno, y de apoyo los estribos y refuerzos que se le han añadido en distintas épocas, a contar desde el siglo XIV (522). La puerta allí situada es sencilla y sobria de adorno, tal que pudiera admitirla por suya en los días de su primitiva austeridad el género bizantino; dos columnas a cada lado reciben sobre sus capiteles esculpidos de aves y cuadrúpedos, las cimbras lisas o sembradas de florones planos. Con la puerta forma ángulo el muro de la sacrístía que posteriormente se fabricó al arrimo del brazo del crucero; y no sabemos si a esta agregación se refiere la carcomida lápida puesta a cierta altura, o si consigna la memoria de los que yacen debajo dentro de dos nichos ojivales coronados de penachería (523).

     Mirado por la espalda es por donde mejor descubre el templo su admirable y magnífica unidad. El crucero despliega sus alas majestuosas, hundiendo la del norte sus cimientos en la profundidad de la bajada y formando un macizo talús por el cual trepan escarpados contrafuertes, los dos extremos hasta la cima, el del medio hasta la ventana abierta en el testero. Brotan del pendiente suelo agrupados los tres ábsides, con graduada preeminencia en todas sus dimensiones el central, partidos perpendicularmente de arriba abajo en su gallarda y limpia convexidad por delgadas columnas, y horizontalmente por tres labradas y estrechas impostas que los cíñen, una por bajo de las ventanas, otra al nivel del arranque de sus arcos, y otra por cima de las dobelas. Con decir que esta cabecera es pura y castizamente bizantina, excusamos describir dichas ventanas, que son dos en cada ábside menor y tres en el principal, y su gentil medio punto y sus cortas columnitas y sus lindos capiteles y las ricas labores de la cornisa superior y las cabezas de animales imitadas en sus canecillos; tan poco suele variar la ornamentación empleada en semejantes fábricas por sus autores, sin que llegue a fatigar su repetido uso, ni a perder nada en novedad y encanto su belleza. Sorprende que a mediados del siglo XIII todavía guardase el arquitecto tan intactas y sin mezcla las tradiciones del viejo estilo; y quizá vacilaríamos en nuestro dictamen otra vez, concediendo algunas decenas más de años a esta parte de la obra, si no viéramos levantarse del centro a manera de torre el cuadrado cimborio con cruces de piedra en sus cuatro esquinas, ostentando en cada frente una ventana notoriamente gótica por su traza ojival y aun por los calados que la entretejen. Las restantes, así las del crucero como las que en la nave mayor y en las laterales perforan los entrepaños de los machones, reproducen el tipo de las del triple ábside; y a la cornisa de éste no ceden en carácter las cornisas que perfilan los demás miembros del edificio, compuestas de arquería cuyas ménsulas apean en boceladas hojas y en cuyos vacíos resaltan florones, volutas y toda suerte de fieras y de caprichos. De haberse reparado parte de ellas en el siglo XV, dan indicio la piedra berroqueña tan diferente de la primitiva y las sartas de perlas que corren por los filetes o esmaltan los modillones.

     Por varias centurias el ámbito exterior de la basílica fue cementerio de familias ilustres, deseosas de descansar a su sombra, antes que por condescendencia progresiva traspasaran el umbral sagrado los enterramientos (524). De tiempos muy próximos a la nueva práctica, son los sepulcros que ahora la rodean, aunque algunos aparenten más remoto origen. Dos hemos visto del tercer período gótico al lado de la puerta del norte; otros dos coetáneos encontramos junto a la del sur dentro de hornacinas conopiales (525). Harto anterior parece el que existe al extremo de la misma línea al pie de la renovada torre, formando doble arco con un florón en las enjutas; mas luego deja ver las señales de imitación que observamos en los de algunas ca.pillas y del claustro de la catedral. Allí se nos ha presentado ya exactamente no sabemos si la copia o el modelo de los tres que arrimados al ala meridional del crucero, ocupan el espacio entre machón y machón debajo de la gran ventana bizantina; los mismos arquitos colgantes compartidos de tres en tres por las pilastras divisorias, los mismos tableros cubiertos de malla de gruesos eslabones, nos salen aquí al encuentro y esta vez con un efecto de belleza indefinible, semejando palcos dispuestos para fiestas con su toldo y su antepecho (526).

     La portada de aquel lado es menos rica pero más característica en su género que la principal. Los siete arcos que describe, concéntricos y decrecentes, no llevan más ornato que florones planos como en la del norte y algunos un simple junquillo en sus aristas; pero los capiteles en que descansan ofrecen raros grupos de animales y luchas de leopardos. En la clave del arco interior aparece la señal del lábaro o monograma de Cristo harto menos frecuente en las iglesias de Castilla que en las de Aragón, y debajo de sus arranques figuras rudas y misteriosas, colocadas sin simetría, que tienen no sé qué de extraño y primitivo difícil de conciliar con los relativos adelantos de su tiempo. Nótase en una de las jambas la Virgen y a su lado el ángel mensajero de su incomparable destino, en la otra un rey y más afuera dos personajes con ropa talar y el uno no diremos si con mitra o con tocado en la cabeza, representando en concepto de algunos la espectación de los profetas y patriarcas, individualizados en David y en los abuelos del Mesías.

     Más de dos siglos llevarían de existencia así la citada puerta como las ventanas de la nave lateral distribuidas por el muro, cuando se levantó el pórtico que las cubre extendiéndose desde el brazo del crucero hasta más allá del ángulo de la fachada. Consta de doce arcos, separados cada tres por sencillos machones: su medio punto no es el románico, sino el que reapareció en la postrera edad del arte gótico, y lo confirman los ligeros pilares fasciculados ceñidos de anillos de trecho en trecho y el color de su piedra cárdena contrastando con los rojizos sillares del templo. Hubo el proyecto de continuarlo por el frente principal según manifiesta el arranque de un arco del renacimiento, y aun se asegura que debía girar por el norte hasta la otra puerta lateral, sea que su erección tuviera por objeto reforzar los costados del edificio, sea que se consultase a la decencia del cementerio o a la comodidad y pompa de las procesiones (527). Ciertamente veríamos con disgusto embarazada la grandiosa entrada del atrio y sofocada con este parásito cuerpo la gentileza de las torres; mas por lo tocante al lienzo que hoy protege no sabemos calificar la adición de inoportuna, y aun nos parece que aquella graciosa arquería viene a completar los variadísimos perfiles del cuadro y su vigoroso claro-oscuro.

     En el interior de San Vicente mantuvo aún su plena autoridad el arte bizantino sin ceder, sin transigir, sin dar, indicio alguno de próxima muerte. Mientras que bajo la inspiración de un nuevo y más osado estilo se inauguraban las catedrales de León, Burgos y Toledo, mientras que en las naves de la inmediata se desarrollaba ya la ojiva, regían allí inalterables y presidían a la reconstrucción de la basílica las leyes arquitectónicas del siglo anterior, ora fuese por personal apego del artífice, ora por conformarse en lo posible a la iglesia reemplazada. Los pilares cuadrados con ángulos reentrantes en las esquinas, basados sobre un zócalo circular, no admitieron en cada frente más que una columna y salientes follajes de roble en los capiteles (528); los arcos de comunicación trazaron un peraltado semicirculo, y la misma fuerza tomaron los de la oscura galería que corre encima de ellos, describiendo ajimeces contenidos dentro de otro arco escarzano y sustentados por breves columnas de no menos abultada cabeza. Labores de gusto análogo se escogieron para la delicada moldura que se extiende por bajo de la galería y al rededor de los pilares que suben a recibir el arranque de las bóvedas mayores: solamente en estas se reconoce ya la influencia gótica que les imprimió su sello ojival, bocelando sus anchas y planas aristas y esculpiendo las claves a semejanza de florón. En las ventanas abiertas en los lunetos pudiera sospecharse mudanza, pues su medio punto parecido a los de imitación en el siglo XVI no lleva más que un simple bocel y vidrios blancos, por los cuales no obstante penetra templada la luz en razón de su altura y de ser la única que ilumina las naves del templo. Las laterales, inferiores casi una mitad en elevación a la nave principal, permanecen sombrías a causa del cerramiento de sus ventanas mejor decoradasque las altas con gruesas dobelas y con una columnita por lado; y así ocultan hasta cierto punto la moderna hechura de sus bóvedas reparadas con fábrica de ladrillo. Alguna renovación ha sufrido también sin perder su buen efecto un templete de arcos semicirculares construido sobre la puerta mayor a manera de tribuna.

     Exento interiormente de revoques y de alteraciones disonantes, aparte de las leves que se han indicado, conserva en sus pardas tintas el augusto edificio la misma armonía que en sus proporciones y carácter, y con la oscuridad parece multiplicar la grandeza de sus dimensiones, mayores de las que tienen por lo común las iglesias de su época y estilo. No menos de seis bóvedas desenvuelven las naves paralelamente hasta desembocar en el crucero, cuya longitud transversal se dilata de muro a muro más de otro tanto de la anchura de las menores, mostrando en sus dos bóvedas cada brazo en vez de cruzadas aristas un macizo medio cañón bien que de figura apuntada, y recibiendo más viva claridad por la rasgada ventana de su respectivo testero. Alguna desciende asimismo por el alto cimborio asentado en el centro. Allí es únicamente donde el arte gótico, o admitido por una excepcional condescendencia desde el principio en aquella parte de la traza, o sobreviniendo un poco más tarde a reparar la obra o a completarla, hizo ensayo de sus adolescentes fuerzas: dio a los arcos torales la forma ojival y algo cerrada en los extremos, revistió de sutiles columnitas sus redondos pilares (529), redujo a octógona en su cuerpo superior la cuadrada cúpula por medio de apuntadas pechinas, cerróla dibujando estrella, y abrió en los cuatro frentes otras tantas ojivas embellecidas con cristales de colores, mezclando en sus arabescos de piedra ciertos detalles bizantinos. Del lienzo que se levanta sobre la capilla mayor destaca un grande crucifijo entre la Virgen y el discípulo, efigies coloridas y encuadradas en un marco de florones.

     A la veneranda y pura integridad de los tres ábsides, terminados en esféricos cascos y rodeados de su ornamentación correspondiente en impostas y columnas, ningún género posterior osó atentar ni aun el barroquismo al invadir su reducido espacio. Tapó, sí, con un delirante retablo las preciosas ventanas del principal, cuya luz no sirve sino de transparente a sus nichos y de poner en evidencia el amanerado perfil de la imagen del santo; pero dejó en descubierto las dos que hay figuradas a cada lado y los notables capiteles que las decoran. No menos galanas asoman las de los ábsides laterales al través de la monstruosa talla y de la indigna pintura que embadurna sus arcos y bóvedas, cual asoma un ameno rayo de sol por entre aplomados nubarrones.

     Debajo del arco toral de la derecha álzase aislado el mausoleo de los mártires, objeto de reverencia profunda y aun de supersticiosas prácticas durante la Edad media. Sobre el temido sepulcro, antes que los reyes Católicos lo vedaran por expresa ley, acudían de cerca y de lejos litigantes y testigos a prestar juramento invocando el juicio de Dios, y era fama inconcusa que al perjuro se le iba secando lentamente el brazo que contra verdad había extendido. Sin embargo, entre los escritores de aquel tiempo andaba ya en disputa, como hemos visto, el punto donde positivamente se guardaban los cuerpos santos, trascendiendo de seguro a los mismos pueblos la lucha de estas encontradas pretensiones; tanto que en el reinado de Enrique IV se propuso apurar las dudas el obispo don Martín de Vilches. mediante un solemne reconocimiento de la urna. Abrióla después de celebrar de pontifical, y en medio del denso vapor que exhalaba metió en ella el brazo; mas luego le obligó a retirarlo una violenta convulsión, y la huella de la mano que sacó, a lo que cuentan, bañada en sangre, todavía se enseña en una tabla puesta dentro de los arcos del cuerpo bajo (530). Suspendióse la averiguación, y mirando el prodigio como testimonio sobrenatural de la existencia y autenticidad de las reliquias, ya no se trató sino de realzar con nuevas obras el esplendor del monumento. Para cerrarlo con verja y formarle un dosel levantáronse sobre cuadrilongo pedestal imitando a jaspe cuatro columnas orladas de bolas en sus capiteles, sosteniendo un macizo pabellón bordado de doradas hojas de parra y adornado en su arquitrabe de arquería conopial. En el friso se esculpieron los escudos reales con los del obispo y los de varios linajes de Ávila que contribuyeron a dicha empresa, en el flete de la cornisa una serie de rosetones circulares, y vistosas escamas en las vertientes de la aguda pirámide, erizada de follaje en sus esquinas y coronada por una figurita en traje romano que nos pareció la de san Vicente.

     Entre el tabernáculo que pudiera ser más suntuoso atendido el tiempo y la ocasión, y el sepulcro mismo que cobija, hay en época y estilo una distancia incontestable (531). El sepulcro es coetáneo de la basílica, y en su disposición, ornato y escultura lleva la marca del siglo XIII. Suspenden el arca de piedra doce arquitos lobulados, cuatro por lo largo y dos por lo ancho, cuyas pareadas columnas tienen espirales o caprichosos fustes, y en cuyas enjutas resaltan figuras sentadas de profetas y evangelistas, distinguiéndose en el suelo al través de los vanos la pesada losa de jaspe rojo que en las solemnidades se cubre con un paño ricamente bordado. La urna colocada sobre este aéreo pedestal ofrece en derredor curiosísimos relieves: en el frente de la cabecera sentado el Salvador en imponente actitud con dos grifos a sus plantas, en el de los pies la historia completa de la adoración de los Magos, y en uno y otro afiligranados doseletes. Dentro de los cinco compartimientos del costado de la epístola vemos la presentación de los mártires al juez, sus tormentos, su muerte, su defensa por la serpiente, su sepultura; los del, lado opuesto llenos de reyes, de monjes, de guerreros, de hombres a caballo, no atinamos a qué puedan referirse sino a la traslalación y acompañamiento de sus venerados despojos. Nótanse torrecillas en las enjutas intermedias, y otras mayores en los ángulos de la tumba; cuadritos resaltados suplen por las escamas en el declive de su cubierta. Raras veces el arte y la antigüedad andan tan de acuerdo con la devoción para rodear de prestigio un lugar sagrado.

     Desde tiempos muy remotos vinieron a la basílica los restos de otro santo, que menciona ya en 1302 el citado privilegio de Fernando IV (532). San Pedro del Barco se le llama; su naturaleza, su estado, sus hechos y aun el siglo en que floreció son harto desconocidos, mereciendo escaso crédito el cuadro que le representa en traje de labrador, y aun pudiendo sospecharse que su existencia sea anterior a la del pueblo cuyo nombre lleva y del cual se le supone procedente. La yegua, por supuesto ciega, que trajo allí su cadáver, las campanas que tañeron por sí solas saludando su llegada, son rasgos comunes a tantas tradiciones, que respecto de la presente nada determinan ni concretan. En 1610, se reconoció nuevamente el cuerpo (533), y en un ángulo del brazo del crucero a cuya entrada está el sepulcro de san Vicente se le erigió un templete de cuatro columnas y frontones triangulares bajo la dirección del afamado Francisco de Mora, cercándolo de verja y colocando el arca debajo del altar. A portentos todavía más antiguos hace relación una lápida puesta en el mismo brazo en memoria del judío a quien su voto libró de la serpiente vengadora, del judío que arquitecto a la vez que fundador, según entienden algunos, hizo en el año 307 de Cristo aquella iglesia, la misma, en concepto de muchos, que al cabo de quince siglos y medio hoy día permanece. Allí yace el tal, sí hemos de creer al letrero gótico grabado en el XVI, que no dice por qué extrañas vías pudo conservarse tal entierro y transmitirse la noticia (534). Otras inscripciones de carácter parecido, repartidas por las paredes del templo, versan sobre mandas pías y fundaciones de ningún interés, o cubren medio gastadas las innumerables losas sepulcrales de que se compone con más viso de gravedad que de hermosura el desigual y vetusto pavimento.

     A la cripta labrada debajo de los tres ábsides se desciende por treinta y nueve gradas desde la nave lateral del norte. Para aumentar su misteriosa atracción no le falta una imagen milagrosa, la Virgen de la Soterraña, que pasa por efigie de la edad apostólica, descubierta allí a mediados del siglo IX y objeto de la especial devoción del rey san Fernando (535); y sin embargo ni es pequeña ni morena, ni por lo que puede verse parece de mucho tan antigua. Acompáñanla otras imágenes y pinturas poco menos veneradas de los fieles; pero las extravagancias barrocas que prodigó hacia 1672 una indiscreta piedad exagerando la primera restauración del obispo Manrique, quitan a aquellas capillas, débilmente alumbradas por aberturas a flor de tierra, mucha parte de recogimiento.

     Siguiendo por fuera desde San Vicente el lado oriental de la muralla, y dejando a la derecha el robusto cimborio de la catedral que avanza de ella hacia medio camino, al llegar frente a la majestuosa puerta del Alcázar, se presenta al extremo del Mercado Grande otra imponente y monumental iglesia. Entre las de Ávila obtiene el tercer lugar la de San Pedro, que en otras poblaciones importantes podría figurar artísticamente como la primera. Ancha respecto de su altura, denota en la fachada por medio de sencillos machones la división de sus tres naves, no abriendo en el espacio de las laterales sino dos pequeños ojos o lumbreras, y llenando el compartimiento central con la profunda portada. Allí muestra el semicírculo románico su característica gravedad en la gradual diminución de los multiplicados y bajos arquivoltos, y hace gala de su misma desnudez y de la lisura de los capiteles en que descansa; y en el segundo cuerpo sobre una dentellada imposta, se reproduce no menos grandioso y flanqueado también de columnas, encerrando una magnífica claraboya guarnecida de puntas en su circunferencia y partida por radios en forma de columnitas convergentes. Adiciones del siglo XV al XVI descubren ser por su oscura piedra, tan diversa de la roja sillería del edificio, la diminuta estatua del apóstol titular engastada en el ático y los botareles sembrados de bolas en que rematan los machones, y quizá entonces se renovaron simplificando sus labores los costados del portal (536): más recientes son aún la vasta lonja que delante tiene y el pretil cuyos extremos adornan cuatro candelabros a cada uno de los cuales se agarran dos leones. Sin embargo, ninguna reforma importuna, ninguna construcción parásita desfigura en derredor las bellas formas del templo; gentiles resaltan los tres ábsides hacia la plazuela de la espalda, iguales casi a los de San Vicente en columnas, impostas, canecillos, tipo y número de ventanas; extiende sus brazos el crucero, álzase cuadrado el cimborio con cruces en la cima y en los ángulos, conserva su vetustez la torre aunque baja y mezquina, y tanto al sur como al norte aparecen dos puertas laterales de medio punto, revestidas de columnas sus jambas, la primera de arco muy peraltado, la segunda riquísima y originalmente decorada en sus cimbras, capiteles y cornisa. Todo lo ha cubierto el tiempo con un barniz de color inmejorable.

     Para dar una idea del interior de San Pedro, después de descrito el de San Vicente, más corto será indicar las diferencias que las semejanzas, hasta tal punto el uno al otro se copiaron, si es que no nacieron gemelos. De cinco bóvedas de arista constan las naves hasta el crucero, apuntadas tan sólo y aun levemente las de la principal; los muros de ésta carecen de galerías, pero en cambio sus ventanas son rasgadas, sostenidas por columnas y mayores que las de las naves laterales. A los pies de la iglesia se dibuja la gran lumbrera circular guardando restos de matizados vidrios entre sus calados: las que iluminan los largos brazos del crucero, bien que de estilo bizantino, tienen la forma ojival, al paso que retienen el medio punto los cuatro ajimeces del cimborio, a la inversa de lo que en dicha basílica sucede. Por lo demás, pilares, arcos, bóvedas, ornato, todo es común a entrambas; aquí como allá preside la misma distribución, la misma seria elegancia, la misma venerable opacidad; y hasta de la licenciosa audacia del barroquismo han sufrido idéntico daño las capillas absidales, pintorreadas en sus cascarones y en sus interesantes ventanas, y alumbrando el transparente carmesí del nicho con las del fondo, que no se abrieron sin duda primitivamente para tan ridículo objeto; non hos quaesitum munus in usus. La piedra cárdena, el arco conopial y las guarniciones de perlas, señalan la época de los entierros que hay en el crucero a mano izquierda, así como sus escudos de seis y trece roeles designan respectivamente las dos estirpes rivales de Blasco Jimeno y de Esteban Domingo (537); el ala derecha la tomó por capilla el linaje de Serranos, llenándola de memorias suyas (538), y la nave inmediata contiene un nicho ojival con urna recamada de dientes de sierra.

     Por una rara anomalía las parroquias situadas fuera de los muros, resultan en Ávila las de más antigua y suntuosa estructura. Bizantina es la de San Andrés en el arrabal del norte debajo de San Vicente, y sus dos portales el mayor y el lateral llevan tachonados de florones sus arcos decrecentes que apoyan en dos columnas por lado. Dividen sus tres naves arquerías de elevado semicírculo, y los pilares de redonda base suben a recibirlo en capiteles esculpidos de follaje; mas los fustes que se les arriman correspondientes a la nave central obsérvanse truncados, como si se hubiese rebajado el techo de madera que la cubre, o se hubiera hecho provisionalmente, ínterin se fabricaba la bóveda a mayor altura. Alguna mudanza arguye también a la entrada de la capilla mayor, el deforme aplastamiento del arco, respecto de los abultados y notables capiteles en que estriba llenos de figuras y animales, y de las cuatro bellas ventanas que decoran el ábside: las dos capillas colaterales tienen tan poca profundidad que apenas pasan de simples hornacinas, y la del costado de la epístola presenta lobulado el arquivolto. Si por fuera no quitase el efecto en parte a su agrupamiento, la agregación posterior de la sacristía, y si no careciese de labradas ventanas la torre de piedra colocada a los pies del templo, nada dejaría que desear la perspectiva exterior de San Andrés en medio del humilde barrio que preside.

     Al lado opuesto de la ciudad, en las pendientes del sur, levanta Santiago su octógona torre, reparada en su mitad superior con ventanas de medio punto y moderno chapitel después que se hundió en 1803, ocasionando algunas muertes. La iglesia fue ya completamente reformada en la postrera edad del arte gótico, como demuestran los machones, las ventanas, la ornamentación de bolas y la piedra cárdena que engasta y ciñe las rojas paredes primitivas. Por dentro ofrece una nave espaciosa aunque irregular por la desigual anchura de sus bóvedas de crucería y del resalto de la base de la torre, metida en uno de sus costados; altos arcos semicirculares forman capillas a un lado y otro (539), y llena el fondo de la mayor un gran retablo de fines del siglo XVI o de principios del XVII, en cuyos cuatro cuerpos se suceden estriadas columnas de orden dórico, jónico y corintio, conteniendo en el medallón central la figura ecuestre del patrón de España y en los demás compartimientos pinturas de sus hechos y milagros. No hay en las crónicas avilesas parroquia más nombrada que la de Santiago, donde velaban las armas los caballeros y donde suponen celebradas muchas de las solemnidades que refieren: de la auténtica sepultura y del notable epitafio de Gómez Jimeno vencedor en veinte y cinco batallas, no se conserva memoria alguna; pero del magnífico entierro del fantástico Nalvillos se habla como de suceso reciente y averiguado (540): de tal modo se sobreponen a la historia las leyendas.

     Más abajo a la orilla del río se descubre San Nicolás, tan reducido y humilde, que sin su alta y lisa torre destituida de molduras y de carácter, apenas haría notar su existencia. Menudas labores de poco relieve con el signo del lábaro en el centro y cuatro gastados capiteles adornan su portada bizantina del norte, y detalles mejor conservados la del mediodía; el torneado ábside no lleva otra gala que simples canecillos. Una lápida coetánea refería al año 1198 su dedicación, mas desapareció sin duda al blanquear las tres pequeñas naves, al cubrir con dibujos de yeso la techumbre, al erigir sobre el altar un retablo de mal gusto, renovación desgraciada que nada perdonó por dentro sino insignificantes memorias de fundaciones del 1590 (541).

     Dentro de la ciudad no hay más que tres parroquias sin contar la catedral, y San Juan ocupa el centro de ella volviendo al Mercado Chico la espalda y una torre de ladrillo, en reemplazo de la que se arruinó en 1703, donde tenía su reloj público el concejo. Éntrase por un portal de medio punto, bocelado y guarnecido de sartas de perlas, a la despejada nave de tres bóvedas desiguales en anchura como las de Santiago, alumbrada por ventanas de imitación gótica: nada dejaron allí de lo primitivo las obras promovidas por el obispo fray Ruiz, cuya actividad y largueza bien aprendidas de Cisneros atestiguan en casi todas las iglesias sus blasones. Pero un ilustre general de Felipe II, el valeroso Sancho Dávila, hizo reedificar conforme al estilo de Herrera la capilla mayor, levantando sobre alta gradería el presbiterio para labrar debajo de él dos bóvedas donde enterrarse, al través de cuyas rejas se divisaban dos sepulcros (542); detrás del templo esculpió por fuera su glorioso escudo de seis roeles. Más altos recuerdos todavía despierta la pila bautismal con haber regenerado en 7 de abril de 1515 a una niña nacida en 28 de marzo precedente para honra de Ávila y luz del mundo, a la que había de llamarse Teresa de Jesús.

     Muy a principios del siglo XIII se fundó la parroquia de Santo Domingo bajo la advocación del de Silos, aunque en el retablo se venera la moderna efigie del patriarca de los frailes Predicadores (543). La portada puesta a un lado es bizantina, si bien orlada posteriormente de bolas en sus estrados y cornisa; el techo de madera descansa sobre dos grandes arcos tendidos paralelamente a la longitud del templo al cual dividen en tres naves; y si esta forma dista de parecernos la que tendría en su origen, mucho más reciente se manifiesta la de la capilla mayor con sus nichos decorados de frontón y pilastras.

     Junto al palacio episcopal ocupa Santo Tomé la iglesia que dejaron vacante en el siglo pasado los expulsos jesuitas, y que baja y ahogada, con angostas naves a los lados, no corresponde a pesar de su crucero y media naranja a la esplendidez y gala que suelen desplegar las de aquel instituto. La vieja parroquia estaba fuera del recinto amurallado a la salida del postigo de la Catedral, y en una plazuela pueden verse aún restos de su fachada, de no grande antigüedad por cierto, dividida por machones en tres compartimientos y perforada en medio por una claraboya.

     Estas son las ocho parroquias que cuenta Ávila desde más de tres siglos: a mediados del XIII tenía once más, ascendiendo entre todas al número de diez y nueve (544). Unas con el tiempo se trocaron en conventos, otras se redujeron a ermitas, algunas han desaparecido por completo, las restantes subsisten más o menos desfiguradas. De las suprimidas solamente dos caían dentro de las murallas, San Silvestre y San Esteban: la primera cedida a los Carmelitas en 1378 e incorporada a la de Santo Domingo; la segunda de creación contemporánea, según se dice, a la restauración de la ciudad y visible aún hoy en una de las pendientes y solitarias calles del oeste por su bizantino ábside de sillería adornado de columnas bien que privado ya de ventanas.

     De cuantas exteriormente rodeaban la almenada cerca, la más notable es la de San Sebastián, por otro nombre de Santa Lucía, que tomó el de San Segundo desde que en ella se encontraron los venerables despojos del primer obispo. Situada al nordoeste, a la derecha del puente del Adaja, el rumor de las aguas y la frondosidad de los árboles comunican un singular realce a sus tres torneados cubos y a su puerta lateral salpicada de florones planos en sus decrecentes arquivoltos y flanqueada de columnas de abultados capiteles. En el techo de madera y en los sencillos arcos de medio punto que ponen sus tres naves en comunicación, no se distingue su pobre y antigua fábrica de las otras de su clase: el retablo conserva las primitivas pinturas engastadas en talla churrigueresca. Había ya dejado de ser parroquia y hallábase al cuidado de una hermandad, cuando al abrir la gruesa pared que mediaba entre la capilla mayor y la colateral derecha en 1519, se tropezó con una arca de piedra; y los huesos, las cenizas, los restos de vestiduras contenidos en ella con un anillo de oro y un cáliz, se declararon por de San Segundo en vista del rótulo que los acompañaba, confirmando esta creencia los prodigios obrados en varios enfermos. Túvose con esto aquel edificio, aunque al través de grandes y repetidas mudanzas como deja entenderse, por el templo primordial que erigió en Ávila el discípulo de los apóstoles (545); y fuese por reverencia al lugar, fuese por el tenaz empeño de los cofrades en retener su tesoro, la traslación de las insignes reliquias a la catedral, bien que autorizada por el papa León X al año siguiente de su hallazgo, no se verificó hasta el 11 de setiembre de 1594 (546). A la ermita le quedó, según expresa el letrero, mucha parte de las sagradas cenizas y encima del arca una grande y bella estatua de alabastro traída de Valladolid, que mandó erigir al santo en 1573 doña María hermana del obispo don Álvaro de Mendoza y mujer del célebre Francisco de los Cobos, representándole de rodillas como los bultos sepulcrales de aquel tiempo con un libro abierto sobre el reclinatorio.

     Parroquia fue asimismo con el título de San Bartolomé, consagrada en 1210 por el obispo Pedro el de las Navas (547), la que ahora sirve de capilla al cementerio bajo el nombre de Santa María de la Cabeza que se le impuso al renovarla por los años de 1660. Aún guardan su techumbre de madera las tres naves con tragaluces abiertos encima de los arcos, y su bóveda de medio cañón algo apuntada los tres ábsides graciosos aunque desnudos de ornato exterior. Igual fortuna ha tenido San Martín, que en su burgo septentrional contaba por feligreses, si nos atenemos a las crónicas, mil nuevecientos maestros y oficiales de cantería ocupados en la fábrica de los muros y de la catedral: la restauración del 1705 no destruyó sino su capilla mayor para hacer el camarín de la Virgen de la Misericordia, pasando el antiguo cuadro del titular frente a la puerta del costado, y supo respetar su esbelta torre mitad de piedra y mitad de ladrillo, cuyas ventanas ojivas y reentrantes, una en el primer cuerpo y dos en el segundo de cada frente, recuerdan con especial encanto las torres semi-arábigas de Toledo.

     Hay al sudoeste al pie de la muralla, según se baja al río, una iglesia abandonada y ruinosa, cuya, inminente desaparición hace parecer más hermosa su sillería, más gentiles las tres ventanas y columnitas de su ábside, más interesante su ingreso lateral sembrado de florones en las dovelas y apoyado en cuatro lindos capiteles. Yace hundido el maderaje del techo, y sólo permanece en pie el arco románico de la capilla mayor. Antes que a san Isidoro, cuyo título lleva, estuvo dedicada a san Pelayo, si algún sentido tiene la desconcertada inscripción que se puso en 1232 al consagrarla y que no conocemos sino por copia supuesto que ya no existe (548), en 1437 figuraba como parroquia bajo entrambas advocaciones. Pronto se borrarán hasta sus vestigios, como se han borrado los de tres compañeras suyas en las afueras del mediodía: la Trinidad contigua a un hospital que se arruinó también y reedificada por el caballero Juan Núñez Dávila a mediados del siglo XV, Santa Cruz agregada a Santiago y demolida al cabo por decrépita en 1770, y San Román que en tiempos muy anteriores vino al suelo con su barrio inmediato al de San Nicolás. Completaban la expresada, cifra de diez y nueve San Cebrián cuyo sitio se ignora, y San Gil que conservó su nombre y su puesto en el arrabal de levante al pasar sucesivamente a manos de los Jesuitas y de los Jerónimos.

     Se ha dicho que fueron también parroquias San Miguel y San Lorenzo, pero ni en aquel ni en otro documento las hallamos continuadas como tales, y creemos que jamás pasaron de oratorios. Pobre y sin carácter el primero arrastra en el distrito de San Pedro una precaria existencia; perdióla el segundo en 1835, sirviendo sus piedras para reforzar la defensa de la ciudad por el lado del norte. Atribuíasele un origen inmemorial; decíase que a su lado habían vivido ciertas emparedadas, y dábale especial nombradía la leyenda de una doncella, que huyendo de la persecución de un desatentado mancebo pidió allí fervorosamente al Señor que le quitase de una vez su peligrosa belleza. De repente se le pobló de barbas el delicado rostro, de donde le vino llamarse Barbada en vez de Paula, y se consagró al servicio de la tumba de san Segundo junto a la cual a su muerte fue enterrada. En la época y circunstancias del suceso varían sobremanera las relaciones (549); pues de este inapreciable holocausto de la hermosura en aras de la castidad no hay más dato que la tradición, ni más monumento que un retablito ni antiguo ni bueno, que a causa del derribo de San Lorenzo fue trasladado con otro del santo a la vecina parroquia de San Andrés.

     Otras ermitas han caído alrededor de Ávila, cuya pérdida artística no puede exactamente valuarse por ignorar hasta qué punto las reformas del siglo XVII habían alterado su fábrica primitiva. Con ellas y con las avenidas del rio habían cambiado de aspecto al otro lado del puente, San Lázaro, antiguo hospital reedificado dos veces, en el episcopado de fray Ruiz y en el de Rojas Borja, que tomó luego el nombre de nuestra Señora de la Caridad venerada en su capilla; San Mateo que se hundió en 1812, y San Julián desaparecido ya en 1740. A la parte del sur se veían San Cristóbal y San Marcos en un cerrillo frente a la actual alameda; en San Benito que permaneció hasta nuestros días, se congregaba un tiempo la comunidad o cabildo de las parroquias; al sudeste hacia las Gordillas existia San Roque y hacia el convento de Santo Tomás nuestra Señora de las Aguas. Queda junto a las monjas de Santa Ana el Cristo de la Luz, otra de las fundaciones del piadoso Juan Núñez Dávila en 1467, en el camino de Valladolid el Resucitado más allá de San Francisco, cerca de San Vicente el Cristo del Humilladero, pequeña construcción del renacimiento de planta cuadrada y de puerta semicircular que costó reñidos pleitos con la vecina parroquia de 1552 a 1591, y en la bajada del sudeste nuestra Señora de las Vacas, única que inspira algún interés. Su origen se deriva de unas vacas que araban por sí solas mientras oía misa un devoto labrador, su fecha se remonta al siglo XIII en que era ya encomienda de la orden de San Juan, su fábrica actual se atribuye en cuanto a la nave al citado Núñez Dávila, y respecto de la capilla mayor, hecha según el estilo de Herrera, al virtuoso sacerdote Alonso Díaz en 1582. Hay a media legua de la ciudad en fresco y ameno sitio otro santuario de la Virgen titulada de Sansoles, más notable por el suntuoso camarín y ricas ofrendas tributadas a la veneranda efigie, que por su edificio ampliado en 1480 a expensas de D.� María Dávila y por su retablo y portada de principios del siglo XVII.

     Como oratorios pudieran considerarse dentro de los muros la capilla de las Nieves y la grandiosa y espléndida de mosén Rubín de Bracamonte; pero la una fue en algún tiempo iglesia de religiosas y la otra ha venido a serlo al presente, y ambas hallarán lugar en la insigne serie de conventos que en competencia con la de parroquias va a desplegar la ciudad de los santos ante nuestros ojos.

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