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Historia del reinado de Carlos III en España

Antonio Ferrer del Río




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ArribaAbajoDedicatoria a S. M. El Rey

SEÑOR:

Acabo de instalarme en la soledad apetecida que, merced a la munificencia de V. M., ha de ser mi morada mientras escribo la Historia del reinado de vuestro augusto bisabuelo el Señor Don Carlos III, de muy ilustre y veneranda memoria; y no entraría derechamente en empresa de tal tamaño si no comenzara por ofrecer a V. M. el fruto que hayan de producir mis estudios y meditaciones. De pechos honrados nace la gratitud que publica el beneficio y se afana por no desmerecerlo: en pechos agradecidos, y por consiguiente honrados, se alberga el amor a la verdad, fulgente lumbrera de la historia. No cerrando un momento los ojos a sus magníficos resplandores, nada me intimidan las dificultades de mi trabajo, que, si algunas tiene, poco valen cuando tan soberana protección me escuda.

Al par que con esta ofrenda sigo las inspiraciones del agradecimiento, me doblo a las exigencias de la justicia; porque lo acaecido bajo el paternal gobierno de un príncipe ilustrado y piadoso, a nadie puede dirigirse más acertadamente que a otro príncipe también piadoso e ilustrado. De su nación y de su familia es el Sr. D. Carlos III clarísima y envidiable gloria, y acción digna de V. M., como español y descendiente suyo, el procurar que se perpetúe en la historia, por cuya virtud se trasmite la enseñanza de los siglos pasados a las edades venideras. A tanto empeño me aventuro, no fiado en mi capacidad limitada y pobre, sino en la ayuda de Dios, a quien suplico muy de veras que armonice con las fuerzas de mi voluntad las luces de mi entendimiento, para que no sean infecundos los favores que V. M. dispensa a las letras, hoy representadas por mi humilde persona, y los nobles deseos que le inspira la mayor honra y celebridad de uno de sus más esclarecidos progenitores.

Animoso y placentero, a semejanza del que por su gusto emprende un largo viaje, en el que las delicias son muy superiores a las asperezas, pongo término a la primera jornada, rogando a V. M. se digne admitir benévolamente esta dedicatoria, que por tantos títulos le corresponde; gracia que será de feliz augurio, y servirá de estímulo muy poderoso al más reverente y agradecido súbdito de V. M., cuya vida guarde y prospere el Señor de los reyes dilatados años. Real Sitio del Pardo 1.º de enero de 1852.

SEÑOR:

A L. R. P. de V. M.

Antonio Ferrer del Río




ArribaAbajoPrólogo

Hasta el día de hoy no han tributado las letras españolas a Carlos III el homenaje de veneración que se le debe de justicia. A cada paso que se da por España, renueva la digna memoria de tan preclaro Soberano el campo antes erial y desde su tiempo en cultivo, el puente echado sobre el raudal caudaloso, el camino por donde se transita, y aun quizá la población en que se pernocta: numerosas construcciones de utilidad pública y ornato ostentan sobre su frontispicio el nombre de reformador tan prudente como incansable: aquí dicen sus alabanzas la escuela que frecuenta el párvulo de extracción humilde o el pósito donde halla consuelo el labrador atribulado: allí atestiguan su magnanimidad el templo erigido a la gloria de las artes o el asilo abierto para la humanidad doliente: lo que en muda voz pregona tal cual estatua suya, obra del agradecimiento y no de la lisonja: divúlganlo con sentido acento los ancianos, que parecen olvidados de sus achaques y rejuvenecidos, mientras al amor de la lumbre cuentan maravillas del Soberano que en la infancia o mocedad de ellos gobernaba admirablemente dos mundos, y de los personajes que le auxiliaban con sus consejos, y a quienes su elección atinada supo hacer ilustres. Grande apellidan a Carlos III el cortesano y el campesino: su celebridad es tan notoria para el maestro que enseña como para el discípulo que aprende: todavía sirven de pauta muchas de sus leyes para la extirpación de abusos, y providencias tuvo en la mente aún no practicadas ahora: a menudo la imprenta periodística se hace lenguas encomiando sus actos: entre las glorias de su tiempo figura la unida por siempre a la regeneración de las letras; y estas, apáticas u olvidadizas, han dejado trascurrir más de medio siglo sin fatigar las prensas narrando cosas que tanto impulsan y agitan el vuelo de la fama.

Ocioso es rebuscar dentro de las bibliotecas públicas o particulares alguna historia del reinado de Carlos III escrita y dada a la estampa en la lengua que hablaban en el Consejo de Castilla los celosísimos adalides de las regalías de la Corona; desde sus Sedes los que eran honra y prez del episcopado católico por el anhelo en difundir la ilustración y la piedad con el ejemplo y la doctrina; a la sombra del pabellón español los que triunfaban denodados en la Colonia del Sacramento y Menorca, o morían héroes bajo las ruinas del Morro, o junto a los muros de Gibraltar; y con la simpática denominación de Amigos del País, los que, celebrando juntas familiares, competían en diligencia por instruir al pueblo y ensanchar el cauce a las fuentes de la riqueza patria. Después de asiduas y largas investigaciones se adquiere el triste convencimiento de que está por trazar la brillante y variada pintura de lo acontecido desde 1759 a 1788; periodo no corto en la vida de un hombre, y harto breve para los que se interesan en que nuestra nación prospere y florezca, y ocupe el lugar que le toca.

Donde se experimentaron primeramente los beneficios derramados con pródiga mano por el que, no habiendo nacido monarca, lo fue de tres diferentes países, aparecieron también referidos sus hechos antes que en parte alguna. Así los napolitanos, que le son deudores de la nacionalidad de que gozan, poseyeron desde 1789 un Elogio de Carlos III, Rey de las Españas, escrito por Honorato Gaetani, y del cual sacó grande provecho el abate Francisco Becattini para su Historia de Carlos III de Borbón, Rey católico de España e Indias, dada a luz el año siguiente en Venecia. Casi tienen la misma limitada extensión el Elogio de Gaetani y la Historia de Becattini: sus noticias no pasan comúnmente de las que se encuentran al alcance de cualquier lector de Gacetas; y si merecen que se les alabe y que alguna vez se les cite, no es porque suministren datos de importancia, sino porque ganaron la palma de la prioridad en inmortalizar literariamente a Carlos III, y la nobleza de la intención requiere de justicia el aplauso.

Otra magnitud y muy superior interés tiene La España bajo los Borbones, o Memorias relativas a esta, nación desde el advenimiento de Felipe V en 1700 hasta la muerte de Carlos III en 1788. Es debida esta obra a William Coxe, escritor ya bien reputado al imprimirla el año 1813 en Londres. Su principal base consiste en las correspondencias diplomáticas de los embajadores ingleses cerca de la corte española, y por tanto no deja mucho que desear en punto a las relaciones internacionales. Trasladándola D. Andrés Muriel, español estimable, a otro idioma que el nativo, y publicándola en París el año de 1827, realzó su mérito y diola más vida con interesantísimos capítulos adicionales sobre los asuntos interiores, en que el historiador inglés se hallaba muy poco versado, sin embargo de ser de su tiempo. Había nacido el año de 1747, y aún le alcanzó la existencia para oír la lectura de la traducción francesa de su obra, notablemente enriquecida con datos que le cogieron de nuevas. Nadie me aventaja en reconocer el acatamiento a que William Coxe y D. Andrés Muriel son acreedores por su trabajo; pero esto no quita para que le califique desde ahora de muy incompleto y sembrado de errores hasta en las cosas más capitales.

Tengo por de mayor aprecio un manuscrito, empezado con el epígrafe nada jactancioso de Apuntaciones reservadas sobre la vida del Rey Nuestro Señor Don CarIos III, y titulado todavía modestamente, después de concluido, Compendio histórico de la vida de Carlos III, Rey de España e Indias. Fruto es del dolor de un vasallo que llora la pérdida de su Monarca, y procura consolarse haciendo memoria de sus virtudes, y representándole a su imaginación como si aún tuviera la fortuna de estar a su lado. Insensiblemente se embelesa con tan vivificante goce, y lo saborea un día y otro; y escribe lo que recuerda y lo que siente; y añade pliego a pliego; y sin cuidarse del estilo, porque no se propone ganar el laurel literario, sino imprimir en el corazón de sus hijos el amor a sus Reyes, acumula en cada página tesoros de sumo valer para la historia. D. Carlos José Gutiérrez de los Ríos y Rohan, sexto conde de Fernán-Núñez, embajador en la corte de Francia de los reyes Carlos III y Carlos IV, es el autor de este precioso manuscrito, único en que constan ciertos dichos y hechos de aquel Monarca, dignos de que la historia los alabe y de que la posteridad los admire. Voz refrenada la del circunspecto Fernán-Núñez en vida de su Soberano, por no pasar plaza de adulador, suena veraz y solemne sobre la regia sepultura, no temiendo ya que la sencilla manifestación del cariño se confunda con el estudiado aparato de la lisonja; y en cuanto a la personalidad respetable de Carlos III poco o nada ha dejado por hacer tras su libro. Tan es así, que, leyéndolo atentamente, se conocen a fondo las dotes características, y las costumbres inalterables y los pormenores mas íntimos de la existencia del Monarca, sin que tampoco falten noticias apreciabilísimas de su reinado.

Desde mi niñez oigo ensalzar esta época memorable y apellidarla venturosa; en mi juventud me he lamentado de no verla descrita y avalorada en libro alguno, y en la edad madura me dispongo a llenar tan hondo vacío. Siete años llevo dedicados a juntar documentos para que mi obra no sea indigna del tiempo a que se refiere y del país que me dio cuna. Durante ellos he procurado a más adquirir alguna reputación literaria con el fin de aventurar menos el fruto de un trabajo que ocupa mis horas, mitiga mis penas, da asunto a mis conversaciones y estimula mi sed de gloria. Buen cuidado tuve de advertir en la Introducción a la Historia del levantamiento de las Comunidades de Castilla que iba a hacer mis pruebas con aquel libro, y que, mereciendo la desaprobación de los doctos, jamás publicaría el que estaba meditando sobre Carlos III. Afortunadamente han desvanecido mi zozobra inequívocas demostraciones que callo; no sea que se me acuse de que busco una ocasión para aplaudirme, cuando sólo aprovecho la que se me presenta de sincerarme, pues considero llegada la hora de no levantar mano hasta concluir y publicar la historia de un periodo tan brillante en los fastos de España.

No es este el lugar oportuno de enumerar todo lo que he tenido a la vista para profundizar hasta donde me ha sido posible su estudio. Dos temporadas de varios meses he concurrido diariamente al Real Archivo de Simancas, y con el eficaz auxilio de D. Manuel García González, su práctico jefe, y el uso ventajoso de la taquigrafía, arte que he profesado mas de diez años en las Cortes, naturalmente se concibe que no he desaprovechado las horas. En documentos originales, de que antes nadie, había sacado copia, extracto ni apunte, he podido enterarme de las cosas más complicadas y de los pensamientos más escondidos para explicar todos los arcanos. Fuera de esto, no he perdonado diligencia ni gasto a trueque de adquirir manuscritos, ya sueltos, ya coleccionados, originales unos, copiados otros, únicos varios de ellos, algunos muy raros, todos sumamente importantes. Obras dadas a luz entonces poseo en abundancia, y muchas más he consultado en bibliotecas públicas, o privadas. Y hasta la tradición oral ha sido en mi ayuda para que salga menos imperfecto mi trabajo. Siendo niño comencé a oírla en boca de mi amado padre: Órganos fidedignos de ella encontré luego en varones autorizados. El príncipe de la Paz, el marqués de Labrador, D. Jacobo Marla de Parga, D. Francisco Javier de Burgos, todos los cuales nacieron y se educaron entonces, me han ilustrado con bastantes noticias de lo que presenciaron u oyeron en años cuya memoria no se extingue ni a los últimos de la vida; y aun después de emprender mi tarea me las proporcionaron muy estimables el popular D. Francisco Javier Castaños y el venerable don Manuel José Quintana, patriarcas de las armas y de las letras españolas.

Verdaderamente la historia del reinado de Carlos III contiene fructuosísima enseñanza. A impulsos del espíritu reformador, que corrige, crea y perfecciona, no del espíritu revolucionario, que trastorna, destruye y extingue así los usos y las leyes como las creencias y las instituciones, adelantaba entonces España por las vías de la civilización y el progreso con paso triunfal y seguro. Desde la era memorable de Isabel I y Fernando V nunca había sido teatro de animación tan ordenada ni de tan sólida grandeza; jamás se hizo al mérito personal acogida tan grata, ni tuvo mayor imperio la justicia. Ventiláronse a la sazón muy arduas cuestiones eclesiásticas y civiles, y para todas hubo intérpretes autorizados y sostenedores perspicaces que, sin menoscabo del orden público, fuera del cual solo veían infortunios, ni de la piedad religiosa, que encendía sus almas en vivo fuego, acertaron a sortear escollos y a guiar por buen derrotero la nave del Estado.

Una época tan fecunda en nobles esfuerzos y opimos frutos arguye contra los exclusivistas que derivan de las formas políticas de gobierno la ventura de las naciones; y el fiel cuadro que me propongo trazar ha de robustecer la opuesta doctrina. Entre sus más notables figuras ninguna aventaja a la de Carlos III; y no por el lugar jerárquico que ocupa, sino por el brillante papel que representa, ora tome la iniciativa, ora el consejo, para efectuar las innumerables reformas que le valieron inextinguible fama. Ya sé que algunos tachan a este Monarca de cortedad de luces y de estrechez de miras; y que algunos otros suponen que sus ministros le engañaron o sorprendieron para dictar ciertas providencias. Cuarenta y ocho tomos de cartas semanales y escritas de su puño desde octubre de 1759 hasta marzo de 1783 al marqués de Tanucci, existentes en el archivo de Simancas, por mí leídas hoja tras hoja, sacando de ellas largos apuntes, sirven a maravilla para pintarle tal como era, y penetrar hasta sus más recónditos pensamientos, y contradecir a los que le juzgan a bulto.

Historiador de su reinado, no panegirista de su persona (oficio que no cuadra bien a mi genio), estoy dispensado de la, ímproba faena de rebuscar excusas para, cohonestar sus errores; bien que su cordura y sensatez habituales merezcan imperecedera alabanza.

Expuesta la necesidad de una historia del reinado del Sr. D. Carlos III; insinuada la abundancia de materiales con que cuento para llevarla a cabo; determinado el pensamiento que naturalmente la ha de dar tono, pongo manos a la obra en esta soledad deleitable, propia para la meditación, conforme a mi gusto; que, apetecida, se me figuraba una ilusión vaga que no se me había de cumplir nunca, y que, gozada, me parece un sueño feliz de que debo despertar pronto.

De católico, monárquico y hombre honrado he hecho ya pruebas en cuanto llevo dado a la estampa; y tan españoles sentimientos, grabados en mi corazón desde la cuna, lejos de entibiarse, me confortan cada día más ardorosos a medida que avanzo en años y me alecciona la experiencia. Nada he escrito en mi vida con más detenimiento y holgura que la presente obra. Tiempo sin tasa, datos sin cuento, protección liberal del Trono he tenido para emprenderla, seguirla y terminarla. Ni un solo instante he desmayado en la gratísima tarea: siempre al acabar la de un día ansiaba el amanecer del siguiente; y luego que asomaban sus primeros albores, volvía a ella con espontaneidad inalterable y sin que jamás se me hicieran largas las horas. Todo lo cual declaro simplemente para que los defectos se atribuyan no más que a lo que deben atribuirse, a mi capacidad limitada.

Sin jactancia blasono de haber procedido con absoluta independencia sobre todo aquello en que lícitamente se puede explayar el discurso: mi pluma, aunque humilde, no sabe correr sino a compás de la inspiración propia y tomando la verdad por única guía. Según la concibo, la expongo: fúndola en datos, no en conjeturas: trato de probar lo que afirmo; y como ningún otro interés me anima al divulgarla con noble libertad que el de la gloria de mi patria, no quiero aplauso que no gane, ni indulgencia que me contemple, sino aviso que me corrija, censura que me convenza, y en suma todo lo que logre comunicar más luz a los hechos, mayor solidez a los juicios y la posible perfección al conjunto de mi trabajo.






ArribaAbajoIntroducción

España bajo la dinastía de Austria.-Las órdenes religiosas y el Santo Oficio.-Dinastía Borbónica en España.-Adelantos materiales e intelectuales.-D. Carlos rey de Nápoles y Sicilia



ArribaAbajoCapítulo I

España bajo la dinastía de Austria


Reseña histórica.-Decadencia continua.-Dos causas radicales de ella.-Sus efectos desastrosos.-Escritores políticos.-Providencias infecundas.-Ejército y marina.-Letras y artes.-Corrupción de los estudios.-Atraso intelectual consiguiente.-Universal aniquilamiento.

Triunfante la nacionalidad española en vida de los reyes católicos doña Isabel y D. Fernando, juntáronse en una las dos monarquías instauradas en Covadonga y en Sobrarbe; y a ellas añadieron la célebre jornada del Garellano un nuevo reino, y el atrevido viaje de Colón un nuevo mundo. Con poner el pie en África y la atención en Portugal, aquellos Monarcas renombrados dieron clara muestra de penetrar el verdadero interés de España; y para que sus descendientes lo atendieran con más holgura hicieron de modo que fueran dóciles todos sus magnates y católicos todos sus vasallos. Mas la Providencia, que les deparó la gloria de hallar dentro de una humilde celda el mejor dechado de gobernadores, nególes la fortuna de legar la corona a varón nacido en estos reinos; y por no tener sana la mente como la intención su hija doña Juana, ciñósela en edad juvenil el príncipe D. Carlos, cuya situación personal desvió a la nación de sus naturales senderos y le produjo grande cosecha de laureles en larga serie de vicisitudes.

Porque heredero este Soberano de los Estados de Flandes, elegido para el imperio de Alemania, conquistador de la Lombardía y pretendiente a la Borgoña, hubo de romper la liga, de que era nudo la Santa Sede, para atajar su engrandecimiento en Italia; de combatir sañosamente contra su rival Francisco I; de esforzarse por oponer robusto dique a la herejía naciente y ya muy desastrosa entre sus súbditos imperiales; de correr a apaciguar el tumulto de su país nativo, présago de horribles trastornos; de acudir presuroso a Hungría contra la formidable invasión de los turcos: y estas empresas, de importancia remota para los españoles, vedábanle conocer e impulsar lo que les tocaba de cerca. Distantes de sus hogares seguían de victoria en victoria el astro imperial que les sujetaba a su influjo; y entre tanto los piratas berberiscos infestaban sus mares y hacían cautivos y botín en sus costas. Aquel magno Emperador y Monarca patentizó elocuentemente con su conducta que era demencia perseverar en los empeños de su ambición pujante y devastadora de España. A pesar de su ánimo levantado, entendimiento portentoso y sobresalientes prendas militares; de sus capitanes ilustres; de sus soldados, para quienes eran virtudes familiares la bizarría y la constancia, no pudo con el peso de tan graves cuidados hasta el fin de su vida, y se vino a esperarlo, desnudo de mundana pompa, a la soledad de un monasterio.

Político más que guerrero, su hijo y sucesor Felipe II trabajó en vano por salir del estado de lucha a que le condenaban los dominios en Italia y Flandes. Para conservar la Lombardía y parte de la Toscana el católico Príncipe, que regaba con sangre de luteranos y calvinistas las praderas y ciudades de los Países-Bajos, veíase compelido a hostilizar al jefe de la Iglesia y a poner su ejército sobre Roma. Sus multiplicados afanes le impidieron consolidar la unión de Portugal a España, después de conquistarle el duque de Alba aquella corona legítimamente suya por la calaverada del rey D. Sebastián contra africanos; que otra calificación no merece ni aun en el lenguaje severísimo de la historia. Siendo imposible dar completo remate a ninguna empresa, donde siempre había tantas pendientes, no avanzaban las huestes vencedoras en San Quintín hacia la capital de Francia para dictar allí la paz a conveniencia del rey Felipe; y se volvían de Lepanto sus naves sin clavar el lábaro de Constantino en las almenas de la ciudad a que tan ínclito Emperador dio vida y nombre, y aun sin hacer pie con el triunfo sobre ningún puerto o castillo de la Albania o de la Morea1. En la flor de su largo reinado anduvo el Soberano español poco generoso y nada prudente oponiendose a que su hermano D. Juan de Austria se ciñera en Túnez corona; pero muy al cabo de la existencia tuvo la felicísima inspiración de dar en dote a su hija Isabel Clara los Estados de Flandes, que por mal de España volvieron a ser ominoso aditamento de sus dominios, habiendo quedado el archiduque Alberto viudo de la Infanta y sin prole.

Bajo las tiendas de campaña Carlos I, y metido entre monjes lo mas del tiempo Felipe II, gobernaban sin la iniciativa de sus ministros. Secretarios se llamaban exactamente los que hacían oficios de tales, pues era su incumbencia casi exclusiva escribir y comunicar las resoluciones soberanas. Así varios de ellos debieron su fortuna a la gallarda forma de letra, y empezando a servir de pajes a otros secretarios de Estado, concluyeron por sucederles, por tener encomiendas de las Ordenes militares y por llevar títulos de Castilla2. Batallador el primero de estos monarcas, admitía o provocaba lides y ganaba triunfos excelsos: estadista el segundo, combinaba difíciles planes para atraerse ventajosas alianzas: ni uno ni otro vislumbraron la hora de gobernar en paz y justicia; y ambos, después de consumir las crecidas rentas de la corona, y los muchos servicios extraordinarios votados por las Cortes, y el oro y plata que de Méjico y el Perú les trasportaron sus bajeles; y de vender jurisdicciones, ejecutorias de nobleza, repartimientos de indios, juros, encomiendas y regidurías; y de negociar préstamos con Grandes, iglesias y mercaderes; y de recibir cuantiosos donativos; y de suspender legítimos pagos; y de pasar terribles ahogos, dejaron el erario exhausto, la administración desorganizada y el crédito sin señal de vida.

Lo que no alcanzaron soberanos de voluntad enérgica y absoluta, de altísima suficiencia y de multiplicados recursos, mal podían lograrlo sus inmediatos sucesores con más atrasos, menos capacidad, y perseguidos y acosados por Richelieu y Mazarino, que, decorados con la sagrada púrpura, no escrupulizaban favorecer a los enemigos de la Iglesia, a tal de que la casa de Austria perdiera lozanía y lustre. Abstraído Felipe III en devociones, amante Felipe IV de regocijos, mortificado Carlos II por padecimientos, cuidáronse poco o nada de la gobernación del Estado, y confiáronla a validos altaneros, codiciosos, incapaces y de muy funesta memoria. En este, que debiera llamarse cortejo fúnebre de la prepotencia de España, rompe la marcha el duque de Lerma, y le siguen el conde-duque de Olivares, D. Luis Méndez de Haro, el Padre Juan Everardo Nithard, D. Fernando Valenzuela, desdorados, trémulos y confusos ante la posteridad, que, muda a la lisonja y exenta de miedo, los juzga y condena con recto fallo.

Sólo al medro de su patrimonio y familia tiraba el de Lerma, apropiandose o enajenando mercedes, tan inepto para dirigir la vasta monarquía española como astuto en tomar sagrado bajo el capelo, a los veinte años de privanza, contra la justicia del Rey y la indignación de los pueblos. Zozobroso de que una y otra amagaran caer sobre D. Rodrigo Calderón, su paje y confidente, por delitos enormes en que le tocara no poca parte, sosegábase viéndole absuelto de ellos y condenado como asesino vulgar al suplicio. Para vivir en la ancianidad cual lo requería su nuevo estado nada le faltaba aparentemente, ya que se le debía creer fuerte de ánimo en la desgracia, y sonrojado de que su hijo el duque de Uceda se desconsolara por la suya, diciéndole en tono de quien alecciona con el ejemplo: Me escriben que os morís de necio: más temo yo a mis años que a mis enemigos. Pero descubría su pusilanimidad afrentosa enfermando y muriendo porque le condenaron a pagar setenta y dos mil ducados anuales en descuento de rentas y posesiones mal adquiridas.

Origen de calamidades y escándalos de más bulto el conde-duque de Olivares, de quien fue secretario el gran poeta Rioja y acre censor el eminente filósofo Quevedo, miraba las desventuras y oía los sollozos de España tan serenamente como si poseyera una varilla de virtudes para que al eco de su voz se tornaran en prosperidades y alegrías. Siempre atareado en interceptar memoriales y en aturdir al Soberano con algazara de festejos, hacía que se corrieran toros y cañas en la plaza Mayor de Madrid a tiempo en que aún humeaban las cenizas de un voraz incendio y yacían insepultos muchos cadáveres bajo los escombros3. Cuarenta y dos días prolongaba las insensatas funciones de comedias, banquetes y mojigangas para celebrar la exaltación a Rey de romanos del cuñado del Monarca español, a quien apellidaba Grande la vil lisonja, mientras su hermano el Infante Cardenal no tenía pan que repartir a la mermada hueste de Flandes. Aún no cumplido un mes del levantamiento de Cataluña, disponía una maravillosa representación teatral sobre el estanque del Buen Retiro, sin recordar la estrenada un año antes y no concluida, porque la mano del que acibaró la cena de Baltasar estampando en la pared tres palabras fatales, quiso a la sazón mostrarse en ráfagas de viento y en torbellinos que movieron a espanto, mas no a enmienda, a los personajes de la corte4. Y poco después el valido, que la despeñaba por tales derrumbaderos, decía al débil Felipe en son de broma, que se había alzado con Portugal el duque de Braganza5. ¡Matad franceses, señor, que son los verdaderos lobos que nos devoran! gritaba la muchedumbre cierto día en torno del Rey, que iba a caza de estas alimañas con lucido acompañamiento. -¡Qué! ¿A los treinta y seis años de edad necesitáis aún de tutores? le preguntaba su aya antigua como para herirle el amor propio.-Ved aquí a vuestro hijo, que, si no separáis del gobierno a un Ministro que ha puesto la monarquía en el último peligro, se verá en estado de pedir limosna, clamaba a su vez la Reina con el príncipe D. Baltasar de la mano y bañados en lágrimas los ojos. Y vencido al cabo de tan continuas instancias y penetrantes ruegos, sintióse el Rey con valor bastante para irse al Escorial una noche, ordenando a su esposa que durante la breve ausencia echara de palacio a Olivares. Este, retirado primero a Loeches y luego a Toro, sobrevivió al imprevisto golpe dos años; pasólos mustio y entre congojas, y sin poder alejar de sí la recordación de sus grandezas.

Propósito hizo el Soberano de no honrar ya a nadie con su privanza, bien que de haberlo olvidado pronto se vieron muestras positivas con adquirir en el gobierno D. Luis Méndez de Haro un ascendiente semejante al de su tío el Conde-Duque. No puso coto el nuevo Ministro al frenesí de placeres desordenados y costosos, ni tenía luces al nivel de las circunstancias; mas buena voluntad le sobraba, y acreditóla mandando tropas y siguiendo negociaciones. En los años de su influencia gubernativa se aplacaban los alborotos con que agitó a Nápoles Masanielo: volvía a ser española Cataluña, mal contenta de que degenerara el patronato francés en yugo; y permitiendo la paz de los Pirineos apartar la atención de Flandes, no había objeto que la fijara más de lleno que el de restaurar el ornato de las quinas portuguesas en los cuarteles de las armas reales de España.

Hasta en la premeditación de grandes crímenes traslucióse que así lo deseaban todos, pues años atrás hubo próceres conjurados para asesinar a Felipe IV, con objeto de promover el casamiento de la infanta doña María Teresa, a la sazón su heredera presunta, con D. Alonso, hijo del duque de Braganza, y, por consiguiente, la reunión de ambas coronas. Tanto impusieron los nuevos aprestos militares a doña Luisa de Guzmán, ya viuda del Duque y tutora de su heredero, que, a tal de que este conservara Portugal en nombre de España, ofreció sin titubear ocho navíos, tres mil soldados de infantería y un millón de reales al año; y poco después hubiera tenido a ventura cederlo todo menos el Brasil y el Algarbe. Facilísima empresa creyó la corte de Madrid avasallar a los portugueses, y despreciando ofertas que merecían ser atendidas, y aun aceptadas, soltó ejércitos para la reconquista, y procuróla en cuatro campañas, tan sangrientas como infecundas. Si en vez de exasperar a aquella monarquía, pequeña, pero brava, y con fastos en cuyas páginas están acumuladas las glorias, se hubiera intentado atraerla por maneras suaves, no tratando como enemigos a quienes la naturaleza hizo nuestros hermanos, ya sería recuerdo antiguo lo que es aún lisonjera esperanza, de realización indudable, aunque más o menos remota; el enlace de las dos naciones, sin que haya desdoro para ninguna. Con esto se vigorizara la monarquía, y ejércitos numerosos contuvieran a Flandes e Italia, ya que de su posesión funesta se hacía caso de honra, y se podría dividir el reinado de Felipe IV en dos mitades, considerando aciaga la primera y venturosa la segunda. Pero no hubo sino desastres precursores de mayor ruina; porque, fallecido Méndez de Haro, asomaba el ascendiente del Padre Juan Everardo Nithard, confesor de la reina doña Mariana, y la malquerencia de esta al bastardo real D. Juan José de Austria trascendía en todo, y principalmente en retenerle y cercenarle los recursos para domar a los portugueses.

Recordando los tiempos de Carlos II, el corazón se comprime y el espíritu se acongoja. En edad tierna heredaba el reino, y por diez años quedaba a discreción de su madre, del jesuita Nithard, corto de alcances y ejemplar dudoso de virtudes, y de D. Fernando Valenzuela, paje del duque del Infantado en Roma, esposo después de una camarista, introducido en palacio por mala puerta, tipo de indiscreción, presuntuosidad e ignorancia. Males llevaderos eran entonces la independencia de Portugal legitimada, la pérdida de casi toda Flandes y el armamento en sedición de Mesina, comparados a los disturbios interiores, producidos por la tenacidad de la Reina en despreciar los alaridos de la muchedumbre, y por la ambición de D. Juan de Austria, desvanecido con el aura popular y degenerado en rebelde. Fuera, al fin, de España Nithard, confinado Valenzuela a Filipinas, y reducida a vivir en Toledo la que había sido gobernadora, hubo un día, uno tan sólo, en que alborozada la nación española vio al Monarca empuñar el cetro y conferir el mando a su hermano D. Juan, en quien tenían todos vinculadas las esperanzas. Desvaneciéronse muy luego, porque sólo puso la mira en satisfacer sus agravios, y murió sin que le desvelaran los quebrantos del reino.

De este era imagen fidelísima Carlos II. Debajo del manto de púrpura escondía cadavérico el semblante, descoyuntados los miembros y canceradas las entrañas, igualmente flaco en la fuerza de la edad para aguantar la dolencia que para resistir la medicina. De hechizos le suponían tocado, y le mortificaban a conjuros: hora tras hora se marchitaba aquel vástago estéril de fecundísima rama; y mientras el anhelo de señalar sucesor le traía agitado y meditabundo, y amargaba más su existencia, y apresuraba su agonía, monarcas extranjeros despedazaban y se repartían pérfidamente su corona. Para colmo de penas, acosados por el hambre los madrileños, salían a las calles en tumulto y le forzaban a comparecer, trémulo y amarillo, en los balcones de palacio: el conde de Oropesa, a quien miraba con afecto, escapaba milagrosamente del furor popular por los tejados de su casa; y como el toque a rebato de una mortífera contienda, sonó a la postre el doble de las campanas por el fallecimiento de aquel joven mártir y príncipe sin ventura.

Bosquejada así en globo tiene visos de declamatoria esta descripción aflictiva de nuestros infortunios bajo la dinastía austríaca, y más para los que miden la grandeza y prosperidad de un Estado por el número de las victorias y la extensión de los dominios. Sólo juntando pruebas a las aseveraciones cabe demostrar la exactitud de la pintura.

Y hay que empezar por establecer que la división de los reinados, a que da principio el de Carlos I y fin el de Carlos II, en dos eras, propicia la una y adversa la otra, peca de arbitraria, como equivalente a desconocer que la decadencia viene por grados y casi nunca de súbito sobre las naciones o los individuos. Quien fía de su salud robusta y se abandona a todo linaje de excesos, comienza por deteriorarse poco a poco y sin que se le eche de ver apenas, hasta que se le agravan los accidentes y se aniquila por minutos: quien posee un rico patrimonio y se entrega a la disipación y lo consume, triunfa antes de que se endeude, y se endeuda antes de que mendigue. Tal sucedió a la monarquía española, y era naturalísimo que la intensión del mal que la devoraba lentamente no se manifestara de golpe mientras lo doraron célebres triunfos y abundantes primicias de las minas americanas. Sin embargo, la furia de las ciudades de Castilla contra sus procuradores por haber concedido un servicio extraordinario en las Cortes de la Coruña; la expulsión de Grandes y prelados de las de Toledo por no querer votar un nuevo tributo; y el propósito de abolir las deudas de la Corona por su espantosa muchedumbre, cosas son que señalan el principio, el medio y el fin del reinado de Carlos I6. Felipe II se lamentaba de no ver un día con lo que había de vivir otro: Felipe III decía a las Cortes que su patrimonio estaba acabado, y que de rey solo había heredado el nombre: Felipe IV revelaba a las ciudades el aprieto y consunción de los vasallos, y el estrago del caudal y crédito de la Hacienda: Carlos II suprimía la botica de palacio; y su madre sólo un jigote de carnero hallaba para cenar varias noches7. Siempre los mismos apuros, como que la raíz de ellos subsistía y lo contaminaba todo.

Dos causas principales originaban las aflicciones; el espíritu de conquista y el menosprecio del trabajo. Cuando un Estado batalla a pie firme lejos de sus fronteras y después de un año otro año, avanza a pasos de gigante por el sendero de su ruina: cuando se supone que el oro es fuente de riqueza, se viene a parar infaliblemente en pedir limosna. España sepultaba sin fruto sus soldados y sus tesoros en Italia, y particularmente en Flandes, y daba además enormes subsidios a Alemania para cubrir sus atenciones. De esta suerte se alcanzaban unas a otras las levas y se multiplicaban los tributos: la alcabala, valladar funesto a la trasmisión de la propiedad, y de cuya justicia dudaba Isabel la Católica en su testamento, se ampliaba con el gravamen de los millones y el de los cientos o cuatro unos: la sisa, plaga de las clases menesterosas y odiada de antiguo, se resucitaba con universal descontento; y estas contribuciones se hacían perpetuas, aunque bajo el aspecto de temporales8. No consintiendo espera la perentoriedad de los gastos a la lentitud de los ingresos, por un lado se arrendaban a vil precio las rentas reales, por otro se contrataban, no sin grandes usuras, los suministros de nuestros ejércitos en Europa; por ninguno de los dos lograban los soberanos más que salir del día; y por ambos unos tras otros se hundían los vasallos en la miseria, y unos tras otros se hartaban de oro los especuladores, genoveses en su mayor parte, que se prevalían de la circunstancia de abrirnos su república las puertas de Italia para monopolizar tales contratos. Así los extranjeros eran señores de la Hacienda, manejándola toda; los naturales, víctimas de un enjambre de recaudadores, que añadían lo vejatorio de la exacción a lo insoportable del tributo; y los monarcas de dos hemisferios, dependientes de la voluntad de los asentistas, sin cuyos capitales a nada podían hacer frente9.

Con la abundancia de plata y oro de las Indias se aumentaba el precio de los jornales; se disminuían los productos de las fábricas españolas; se hacían de uso indispensable las manufacturas extranjeras, pudiéndose comprar mucho más baratas y dando pábulo a las modas que trajo la nueva dinastía; y pronto quedaba reducido a las primeras materias el comercio de los españoles, yéndoseles su lucrativa elaboración de las manos, y caducando por completo la industria. En tan vano empeño como el de poner puertas al campo insistían las Cortes al reiterar las súplicas para que se vedara la entrada a las manufacturas de países extraños, si no se encontraban en el nuestro Y eran de común uso; si además no cuadraba la calificación de géneros extranjeros a las sedas de Milán, a los lienzos de Holanda, a los encajes de Brujas, a los paños de Malinas, a las tapicerías de Bruselas, cuando el pabellón español ondeaba sobre todos aquellos lugares; y si estimulaba por extremo a prescindir de semejantes providencias, aun dictándose algunas veces, el considerable rendimiento de las aduanas, cuando no se pensaba más que en reunir dinero por cualquier conducto.

Igual ineficacia tenían las leyes encaminadas a impedir la extracción de oro y plata. Siempre las eludían los hombres de negocios, bajo pretexto de satisfacer sus créditos a las casas mercantiles que les ayudaban a anticipar a nuestros soberanos las rentas: siempre el inmenso lucro de este contrabando sugería ardides para quebrantarlas: siempre eran de ejecución dificultosa, porque lo que se necesitaba de fuera no se podía pagar de otro modo. Así España, semejante a una rueda de noria, llenaba de oro y plata en América los arcaduces, y vaciábalos más allá de los Pirineos por Europa, trasformado ya el metal en moneda10.

Malamente se hallaba encallejonado en Sevilla el comercio de las Indias Occidentales: nos lo usurpaban con habilidad los extranjeros; y se lo facilitaban las Cortes por incurrir en la simpleza de oponerse a que se llevaran a Ultramar ciertas manufacturas españolas, para que bajaran de precio en los mercados nacionales. Por un error análogo pretendían que la seda viniera de otros países tejida y no en mazos, o imposibilitaban la industria por favorecer la agricultura. Esta yacía sin movimiento bajo la maléfica imposición de la tasa, aparente alivio de los necesitados y verdadera ruina de los labradores, que en las cosechas abundantes no podían dar valor a los granos, y en las estériles se veían obligados a malvenderlos. Como la agricultura y la industria forman estrecho enlace, y el comercio proviene de ambas, y en idéntica proporción crecen o menguan de fortuna, al par que desaparecían los que fabricaban paños en Ávila y Segovia, bonetes en Toledo, guantes en Ocaña, y estameñas, jerguillas, picotes y medias de estambre allí y demás pueblos del contorno; los labradores castellanos y manchegos abandonaban las cosechas y las vendimias; se cortaban para leña los morales de Córdoba y Granada; ponían término a sus tratos los mercaderes de Burgos; y los traginantes, ocupados un tiempo en ir de feria en feria lo más del año, no hacían ya memoria de las calzadas y veredas que desembocaban en Medina11. Testimonio dan los absurdísimos privilegios de la Mesta de que entonces se cuidaba más del pasto de los rebaños que del alimento de los hombres, y de que los ganaderos se apropiaban las tierras de pan llevar y las convertían en cañadas, prados y dehesas; todo para que no hubiese grosura, ni lana, ni vellón en nuestro hato, porque en naciendo se cortaba y llevaba a Italia, y, no obstante, por los muchos tributos no se podían vender la mitad de los ganados, y se perdían los ganados por no poder costear las crías de ellos12.

Esta manifestación de hechos, sencilla y de verdad incontrastable, revela cuánto vigor interno perdía España, mientras aterraba con sus ejércitos a Europa. Sin cultivo los campos, sin ruido los talleres, sin transeúntes los caminos, y extinguida la clase de pequeños labradores, artesanos y mercaderes, por más que procuraban sobrevivir a tanta ruina, juntándose en gremios y cediendo al prurito de estancarlo todo, vino a ser el fundar vinculaciones universal contagio; el consagrarse a Dios, recurso contra el hambre; la emigración a América, esperanza de las familias; la mendicidad, industria; la holgazanería, signo de nobleza; y el trabajo, padrón de ignominia.

Alas daban al anhelo de fundar mayorazgos la facilidad con que se adquirían las ejecutorias de nobleza y los juros; y el asilo que hallaba de esta suerte la propiedad contra la voracísima alcabala: al afán por vestir el hábito religioso, fuera de los que se inclinaran a la vida claustral por vocación o arrepentimiento de sus culpas, la certidumbre de asegurar así el sustento: al frenesí de desamparar la patria, la extensión de nuestras posesiones ultramarinas, el estímulo de los que tornaban opulentos, no considerando los que allí morían infelices, y el ansia de probar mejor suerte: a la mendicidad, la defensa con que la escudaban insignes varones, opuestos a que se erigieran hospicios por temor de que se disminuyeran las limosnas, por lo peligroso de que se quitaran grandes ocasiones de merecer y muchas buenas costumbres del pueblo, y por lo injusto de que se privara de la libertad a los pobres: a la holgazanería, la presunción de caballeros que heredaban por único patrimonio cuantos descendían de mayorazgos, y el número excesivo de fiestas: al descrédito del trabajo, la ruina de las fábricas por la falta de consumo, la exorbitancia de las contribuciones y la nulidad del provecho; el ejemplo de algunos que, tirando la hazada o la lanzadera, ganaron fortuna; la nota de mecánicos aplicada en son infamante a los oficios, influyendo no poco la memoria de que judíos y moriscos los habían ejercitado; y finalmente, la insensatez de no pensar nunca en mañana, y la seguridad de que en todo caso a nadie faltaba un remo en las galeras de Génova, un mosquete en los tercios de Flandes, o una sopa junto al umbral de los conventos13.

Donde prevalecían ideas tan erradas y se verificaban hechos tan tristes, forzosamente había de ir a menos la población y con rapidez espantosa.

Siempre hubo españoles que denunciaran tamaños males y propendieran a remediarlos. Hombres pensadores o prácticos en los negocios supieron y enseñaron verdades demostrativas de su celo y de las infelicidades de su patria. Ellos reconocían que, así como el hombre grande de cuerpo degenera en flojo, porque los espíritus vitales son limitados y no pueden acudir vigorosamente a los miembros remotos de la cabeza, la monarquía de extensión desproporcionada padece mil quebrantos, que no logran alivio oportuno, y mucho menos con las circunstancias de radical y duradero, por perspicaces y diligentes que sean los gobernadores y los caudillos. Ellos propalaban que el trabajo es la verdadera medida de la prosperidad de las naciones, y la abundancia de frutos el tesoro más importante, y de aquí deducían lo imprescindible de facilitar ocupación a los vasallos, siendo finitas las fuerzas con que ayudan a la Real Hacienda, y necesitando que se les retornen con auxilio recíproco para darlas de nuevo. Ellos hacían consistir la grandeza de los reyes enla muchedumbre de vasallos, y el aumento de las rentas de la Corona en enriquecerlos, y no en la imposición de nuevos tributos; debiendo imitar los monarcas a los pastores, que, al aprovecharse de la leche y lana de su ganado, ni le sacan la sangre, ni le dejan la piel tan rasa que no pueda defenderse del calor y del frío. Ellos exhortaban a que, sin economizar privilegios ni anticipación de caudales, se protegiera la labranza y aun más la industria, porque los labradores no dan más ser a los frutos que el que les dio la naturaleza, y en las fábricas gana de modo que una arroba de lino en rama se vendía por treinta reales, y trasformada en hilo portugués y luego en encajes, costaba lo que una arroba de oro; de donde sacaban por consecuencia que el árbol más fructífero es el hombre, y la industria la verdadera piedra filosofal ponderada por los antiguos. Ellos explicaban la virtud vivificadora del dinero, y cómo, recayendo en definitiva todos los impuestos sobre los consumos y estando reducida España al comercio pasivo, degeneraban sus naturales en tributarios de reyes extranjeros y les mantenían los vasallos14.

Voluntad manifestaron los soberanos y los validos de atajar tales daños; pero no se adecuaba a extinguirlos ninguna de sus providencias. A lástima excita que los buscaran lenitivos en la repetida promulgación de leyes suntuarias, que, sobre no ir jamás acompañadas del ejemplo y perjudicar a la industria, no produjeran efectos favorables, aun vistiendo todos los españoles de jerga15. No se les ocultaba que para empezar a salir de ahogos urgía arrancar de manos extrañas rentas y tributos; mas les faltaba respiro, y les apremiaban los gastos, y disminuían los ingresos; y si patrocinando la fundación de Erarios públicos se ponían en buena senda, como el crédito no existía, se encontraban sin la única base de establecimientos de tal especie16. Quizá imaginaron suplir la escasez de la moneda de plata acuñando la de vellón de baja ley y haciéndola representar un valor muy subido y absurdo; pero no lograron más que inspirar a los extranjeros el arte de quitarnos los residuos de aquella y traernos falsificada la de cobre17. Límite quisieron poner a la enorme despoblación de España; mas sarcasmo parece que tantearan al efecto lo de conceder por la pragmática de matrimonios, a quienes se casaran, privilegios de nobles durante cuatro años, y hasta el fin de la existencia a los que tuvieran seis hijos varones; como si, ostentando su título de nobleza temporal o vitalicia, hubieran podido hallar trabajo y mantener su prole aquellos que debían a la caridad pública la subsistencia propia18.

De suerte que estas y otras disposiciones, igualmente infecundas, argüían tristísima impericia en los pilotos de la nave del Estado, o significaban a lo sumo la intención de no desahuciar las esperanzas de los que veían inminente el naufragio y suspiraban por descubrir seguro puerto. Bien es que, aun cuando aquellos navegaran a rumbo, se lo hacían torcer los escollos, y entre ellos el de una junta denominada Del Medio general, y compuesta de genoveses, atentos solo a realizar sus créditos en lo menos mal parado de las rentas reales. Ni era más halagüeño el espéctaculo de las fuerzas terrestres y marítimas19. Tras el rudo batallar de dos siglos no podíamos oponer hueste a las piraterías de los holandeses y demás adversarios en ningún paraje de las costas americanas; ni excedía de quince mil hombres nuestro ejército reglado en Europa; ni se hallaban diez maestros españoles de esgrima. Y desaparecieron del mar nuestras flotas: Génova en un tiempo nos compraba naves, y ahora nos las vendía: para perseguir a los de Argel nos alquilaba Inglaterra las suyas: al mediar el siglo XVI un solo vecino de Málaga sostenía al real servicio cuatro galeras, dando a los que iban al remo tocino, menestras, vino y aceite, además del salario; y cien años más tarde no se hallaba el Estado en proporción de mantenerlas, aun sin ofrecer a los remeros otra ración que la indispensable de pan y agua20.

Se podría colorar algún tanto la melancólica perspectiva de esta pintura, si al par no se hubieran corrompido los frutos de la rica simiente esparcida en tiempo de los Reyes Católicos para que florecieran los estudios. Letras y artes brillaron magníficamente todo un siglo; y medio más despidieron todavía luminosos reflejos, hasta quedar al fin la nación española a oscuras. Antonio de Nebrija y Luis Vives fueron las dos mayores antorchas de la filosofía: no hubo teólogos en Trento como los de la patria de Melchor Cano: ilustradores de la jurisprudencia y las antigüedades que igualaran a D. Antonio Agustín, Azpilcueta y los Covarrubias, no se hallaron tampoco en Europa; ni médicos superiores a Laguna, Huarte y Torrella.

Muchas glorias literarias y artísticas están enlazadas con sucesos históricos de entonces. Un orador cristiano procuraba santificar la victoria en que perdió la libertad el rey de Francia, y dirigía a su vencedor dignísima y elocuente plática excitándole a la clemencia: un arquitecto famoso inmortalizaba el triunfo de San Quintín, levantando sobre el primer tramo de elevada sierra un monasterio que se iguala casi con sus cumbres, y es orgullo de los naturales y admiración de los extranjeros: un gran poeta celebraba con estro inimitablemente sublime la jornada felicísima de Lepanto: un escultor insigne labraba con místico buril la efigie de Jesucristo en el sepulcro, interpretando la piedad de Felipe III, que así quiso perpetuar la memoria de haber nacido en Viernes Santo el que llevó después su corona: un pintor de mágica paleta realzaba singularmente la toma de Breda en lienzo, cuya celebridad se extiende a todas partes21. Coetáneos fueron el que con ingenio privilegiado mataba los libros de caballería, retratando maravillosamente a la sociedad de su tiempo, y el que con pluma gallarda, majestuosa y envidiable hacía a su patria el magnífico presente de una Historia. Casi una misma generación se abandonaba al sentimiento con las delicadezas del fecundo Lope, a la risa con las agudezas del malicioso Tirso, al encanto con las galas del lozano Calderón; y juntamente daban qué decir a los discretos los deplorables extravíos de Góngora, y en qué pensar a los perspicaces las amargas sales de Quevedo.

Tantos y tan esplendorosos blasones se redujeron a la nada bajo los monarcas de origen austríaco. Treinta y dos universidades, adonde abrían paso cuatro mil cátedras de gramática latina, había a la sazón en España22; y ninguna se libertó de la epidemia del mal gusto. Manifestóse con el estruendoso aparato de áridas contiendas literarias: la fomentaron los escolásticos ergotistas, no proponiéndose mejor fin que el de concordar despropósitos y sostener paradojas a fuerza de sutilizar argumentos; y la filosofía consistió en fórmulas insustanciales; la teología vino a ser un laberinto de disputas; en jurisprudencia olvidóse el derecho patrio; y las ciencias exactas y naturales no tuvieron maestros ni alumnos.

Cuando la enseñanza cayó en semejante abatimiento, desecharon los predicadores la Retórica Eclesiástica de Fray Luis de Granada; buscaron sus inspiraciones en el Mundo simbólico y en las Polianteas; hablaron hueco y se hicieron enigmatistas23. Vanamente se buscarían autores místicos de aquel tiempo en que Fray Antonio Fuentelapeña se ocupaba con la mayor formalidad en explicar la fisiología de los duendes24; y apenas hay libro de devoción donde ni aun el título se halle exento de extravagancias. Lo que se había perdido en la grave y eufónica sencillez y tersura del habla castellana para expresar los conceptos, robustecer los juicios, persuadir los entendimientos y cautivar las voluntades, salta a los ojos en las crónicas religiosas, escritas por diferentes plumas. No hay parangón posible entre Fray José de Sigüenza y Fray Francisco de los Santos, Fray Hernando del Castigo y Fray Juan López, Fray Antonio de Yepes y Fray Gregorio Argaiz, cronistas de las órdenes Geronimiana, Dominicana y Benedictina25. De los claustros salieron los falsos cronicones que oscurecieron y rebajaron nuestra historia bajo pretexto de esclarecerla y ensalzarla.

Absolutamente había enmudecido la musa que, contemplando la gloriosa Ascensión de Jesucristo, se arrobaba en éxtasis celeste, o que, meditando sobre las Ruinas de Itálica, decía con llanto el instantáneo fin de las mayores grandezas humanas. Ya nadie pintaba en la escena el sentimiento monárquico, la gradación del amor y el peligro de mentir, como Rojas, Moreto y Ruiz de Alarcón en García del Castañar, El Desdén con el Desdén y La Verdad sospechosa. Algunos tuvieron humor de escribir novelas; pero se mostraron superficiales en el conocimiento de las pasiones y las costumbres, y sutilísimos en el lenguaje, cuando no cifraran su gloria en suprimir una vocal del abecedario26.

Al mismo compás que las letras decayeron miserablemente las artes. Un Herrera había hermoseado con suntuosos edificios varias poblaciones de España, y otro Herrera afeaba la corte, siendo campeón del mal gusto, aun más exagerado por Donoso y llevado al último límite por Churriguera27. No se reprodujeron ni Berruguetes ni Jordanes que esculpieran sillas de coro como las de la catedral de Toledo, o retablos como el del santuario de Monserrate. Más afortunada la pintura, todavía tuvo un Claudio Coello que retratara al postrer soberano español de la casa de Austria con ojos mustios, labios cárdenos e inanimados, y rostro lánguido y amortecido hasta en el solemne momento de adorar el sagrado cuerpo de Jesucristo28.

En una palabra, las cosas habían llegado a tal descuido y desorden, que se puede decir sin exageración que faltaba todo. Esta proposición terminante, vertida por la gran pluma de Campomanes y glosada por la mía humilde en el capítulo presente, se acomoda muy bien al resumen de las afirmaciones y las pruebas aglomeradas en su texto.

España, unida sólo por los Pirineos al continente, y señora de una de las cuatro partes del mundo, estaba sin navíos y hasta carecía de arsenales: empeñada en continuas lides, no sustentaba escuelas para adiestrar a los que habían de mandar huestes, y de batir muros, y de minar ciudadelas; ni asilos donde hallaran subsistencia y reposo los mutilados o envejecidos en campaña: madre del cardenal Cisneros, no encontraba otro hijo con penetración para comprender sus necesidades y con energía para satisfacerlas. Así se batallaba locamente, la prosperidad interior fenecía, y mostrábase la nación española cubierta de harapos y coronada de laureles. En fuerza de gastos ruinosos se quitaba a los vasallos la manera de vivir, luego el capital, y por último se les demolían las casas para llenar el cupo de las contribuciones con el producto de los materiales29. No estando remunerados los empleos de más confianza, o estándolo mezquinamente, y siendo precario el cobro de cualesquiera dotaciones, se aclimataba el fraude entre quienes era proverbial la pureza.

¿A que insistir sobre las angustias que bajo los reyes de origen austríaco afligieron y extenuaron a los españoles? Descuidada la educación popular completamente; extinguida la influencia de los Ayuntamientos y de las Cortes, que tan digna figura hacen en nuestra historia; sepultado el caudal público por manos extrañas, y dilatadas cada vez más las raíces del infortunio, sólo podían sobrevenir calamidades. Todos eran menestrales y mercaderes los que en defensa de sus derechos triunfaron en Torrelobatón y sucumbieron en Villalar a las órdenes de Padilla: todos eran vagos y pordioseros los que apenas habían quedado con bríos para pedir pan a Carlos II y arrojar muebles y colgaduras por los balcones del palacio condal de Oropesa.




ArribaAbajoCapítulo II

Las Órdenes Religiosas y el Santo Oficio


Índole de la Inquisición.-Dominicos y Franciscanos.-Jesuitas.-Otros institutos monásticos.-Numerosos conventos y frailes.-Amortización.-Clamores de los contemporáneos.-Intentos de reforma.-Los regalistas.-Apoyo que debieron al trono.-Memorial de Pimentel y Chumacero.-Concordia de Facheneti.-Lucha permanente.-Proyecto de reformar el Santo Oficio.-Consulta de una Junta Magna.-Proceso contra Fray Froilán Díaz.-Su significación y trascendencia.

No hubieran llegado tan al cabo los males de España a no existir el tribunal llamado Santo. Lo establecieron los Reyes Católicos para afianzar la unidad del culto; y no reparando que la popularidad de la intolerancia religiosa entre los españoles y el pío celo de los prelados, jueces en materia de fe según doctrina de la Iglesia, aseguraban tal beneficio, echaron sobre muchas generaciones la corrosiva simiente que había de aniquilar su laboriosísima obra de progreso y ventura. La Inquisición, organizada fuertemente; revestida con la doble autoridad apostólica y real, y armada a las veces de la una contra la otra; cruel opresora de la conciencia y del pensamiento; instigadora maléfica de las delaciones, tan ocasionadas a la calumnia; avara de privilegios y pródiga en excomuniones; con sus cárceles secretas y sus hogueras encendidas; infundiendo terror bajo la enseña de la fe y sin respeto a jerarquías ni dignidades, forzosamente se había de sobreponer aun al trono. Honráronse los soberbios próceres de Castilla siendo sus familiares y alguaciles: veneraron y bendijeron sus atrocidades las gentes del vulgo: y tuvo en cada convento un baluarte, y tantas huestes cuantas eran las comunidades religiosas.

Entre nuestros mayores gozaron de crédito sumo las de Santo Domingo y San Francisco, rivales desde su coetánea cuna y divididas en las escuelas sobre innumerables cuestiones, aun de las no tocadas por sus oráculos Santo Tomás de Aquino y Juan Duns Escoto. Fundábase principalmente el influjo de los dominicos en la circunstancia de ser español su patriarca y los soberanos de dos hemisferios sus penitentes, y en el fervor por extirpar las herejías, a cuyo impulso fueron alma de la creación del Santo Oficio y cabeza de este tribunal muchas veces30. No podían menos de captarse la voluntad general los franciscanos, practicando estrictamente la pobreza, viviendo de limosna y en intimidad con el pueblo, llorando por sus desventuras y animándole a sobrellevarlas, pensando como pensaba y sintiendo como sentía.

Cuando mediaba el siglo XVI vinieron a disputarles el ascendiente otros regulares, sin que lograran el intento, aun siendo español como Santo Domingo de Guzmán el fundador San Ignacio de Loyola. Su instituto, organizado contra herejes, carecía de objeto donde pululaban inquisidores; y de aquí provino sin duda la impopularidad de los jesuitas en España. Así el que platicaba con ello, era tenido por infame y por hombre que estaba en peligro de perder su persona y alma; y se les designaba como a los pseudoprofetas contra quienes hay que guardarse por consejo de Jesucristo31. Al recibir Carlos V en Yuste la visita del que había sido duque de Gandía y es hoy San Francisco de Borja, sorprendióle que hubiera escogido la Compañía de Jesús para retirarse del mundo, existiendo otras comunidades muy antiguas y acreditadas; y el Padre Francisco, pues así se le llamaba entonces, reconoció que a la verdad no era estimada, sino aborrecida de muchos32. En todas las órdenes religiosas hallaron firmes adversarios, y más en la de Predicadores; tanto que su general, Fray Francisco Romeo, hubo de mandar que ninguno de sus súbditos los impugnara con la palabra ni por escrito. Antes y después hízolo Fray Melchor Cano, censurando enérgicamente el instituto y hasta su nombre, y prediciendo los conflictos que iban a resultar de que se arraigara en nuestro suelo; y mantuvo igual parecer hasta la muerte, aun escribiendo al confesor de Carlos V que, si los jesuitas continuaban como habían principiado, llegaría tiempo en que ni los reyes pudieran poner dique a su poderío33. Comentando Fray Gerónimo Bautista de Lanuza una profecía de Santa Ildegarda, tachólos de lisonjeros, envidiosos, hipócritas y calumniadores; aunque por causas ignoradas les elogió de paso más tarde en alguna de sus homilías34. Tampoco les faltaban censores dentro de casa. Uno de los españoles más ilustres que pertenecieron al instituto consideró casi imposible que se corrigieran sus daños, calificándose de perturbador de la paz al que profería una queja, por ser el gobierno del General independiente y absoluto; y cuanto más cerca se hallaba del tribunal divino tanto más se confirmaba en que aquella obra se iba a tierra, si Dios y los mismos jesuitas no acudían oportunamente al remedio y cortaban, si era menester, por lo sano35.

Algunos miembros de la Compañía sustentaron como lícito el regicidio; todos eran probabilistas y seguían a su compañero Luis de Molina en las cuestiones sobre la gracia, y llevaron así a las aulas nuevas doctrinas, contra las cuales se alzaron casi todos los maestros. Por el doctísimo teólogo Benito Arias Montano se sabe lo mucho que jugaron los jesuitas en las contiendas sangrientas de Flandes: por el grave historiador Fray Antonio Seiner adquiérese el convencimiento de lo eficazmente que ayudaron en la independencia de Portugal al duque de Braganza36. En América hicieron a varios prelados víctimas de sus desafueros. Casi a la par reducían al venerable D. Juan de Palafox y Mendoza a abandonar su silla de la Puebla de los Ángeles y a alimentarse con pan de tribulación y agua de lágrimas, y a exponer su vida errando por los montes; y cercaban al septuagenario y virtuoso Fray Bernardino de Cárdenas en su catedral del Paraguay, le arrancaban el Sacramento de las manos, le excomulgaban furibundos y le desterraban de su diócesi una vez y otra37. Hartas razones eran estas para enconar la aversión de los españoles a los jesuitas; y se manifestó muy a las claras cuando el pueblo todo se puso en contra del Padre Juan Everardo Nithard, confesor de la madre de Carlos II, hasta lograr su extrañamiento; y cuando el trono inició el proceso de beatificación del venerable Palafox y Mendoza a despecho de sus perseguidores. Lejos de eludir ellos la batalla, esforzáronse por desautorizar la memoria del digno prelado, y tan llenos de confianza en el éxito de sus manejos que inventaron y esparcieron este proloquio: Antes verás al diablo que a Palafox en el retablo. Pero, sin embargo de no amarles nuestros mayores, con la estudiada mansedumbre, y la tenacidad imperturbable, y particularmente con el gran patrocinio de Roma, fueron los jesuitas abriéndose paso en algunas ciudades, y asimismo en la corte, aunque no hasta alcanzar la codiciada prepotencia.

Otras órdenes religiosas nacieron o se propagaron en España bajo los reyes de origen austríaco, tales como las de San José Calasanz y San Juan de Dios, para la educación de los niños y la asistencia de los enfermos. También se introdujeron entonces todas las de descalzos, dándolas vida el laudable propósito de restablecer la observancia; siguiendo, no obstante, las que, por mirarla con descuido, originaban las reformas, y aplicándose de consiguiente los remedios sin que se desarraigaran los abusos. De esta suerte hubo en España nueve mil conventos y setenta mil frailes, treinta y dos mil de ellos dominicos y franciscanos: sólo en los obispados de Pamplona y de Calahorra veinte y cuatro mil clérigos seculares; y eran frailes, monjas, eclesiásticos, beatas, ermitaños, miembros de la Orden Tercera y personas de voto de castidad la cuarta, y aun la tercera parte de los españoles38.

Menester es decir que los contemporáneos ilustrados no dejaron a los venideros la gloria de patentizar cuántos perjuicios se derivaban de semejante orden de cosas. El Real Consejo de Castilla, institución de honrosísimos fastos; la magistratura española, siempre anhelante por la justicia; las Cortes, con autoridad todavía para elevar suplicas al trono, y para obtener algunas de ellas al prorrogar la contribución de millones; diversos teólogos, canonistas y jurisconsultos, en libros de imperecedera memoria, defendieron sin cesar a los reyes y se opusieron a los desmanes del Santo Oficio; clamaron vigorosamente contra el excesivo número de conventos y de eclesiásticos seculares y regulares, y se esforzaron por impedir que se amortizaran en sus manos las mejores fincas de España.

Cosa dura era para el Consejo de Castilla que la prisión, a pesar de afligir sólo el cuerpo, no se ejecutara por la autoridad real en los ministros del Santo Oficio, y que estos gozaran la preeminencia de afligir el alma con censuras, y la vida con desconsuelos, y la honra con demostraciones: pretendía que en materias no religiosas se dejara a las chancillerías y demás tribunales el conocimiento de los recursos por vía de fuerza, para evitar que los jueces ordinarios y los corregidores se hallaran excomulgados muchos meses, y que la dilación de las competencias arruinara a los particulares, con lástima de los magistrados que lo presenciaban sin que pudieran poner enmienda; y hasta avanzaba a persistir en que se despojara de la autoridad real a los inquisidores, pues la ejercían precariamente y no de un modo irrevocable39. Profesando iguales doctrinas la magistratura española, arrostró las iras de la Inquisición año y año; y de resultas, y con el apoyo de los monarcas, viéronse obligados varios inquisidores generales a dimitir el alto empleo, y ruidosísimas competencias acabaron al fin en concordias, si bien aquel tribunal privilegiado no escrupulizaba romperlas pronto, divulgando que su autoridad apostólica le eximía del poder secular mas supremo40.

Hábito vestían los primeros que se lamentaron a la sazón de la multitud de conventos y de eclesiásticos seculares y regulares, y convinieron sucesivamente en lo propio cuantos profundizaron el asunto. Bajo las apariencias de piedad se dedicaban los caballeros y señores a erigir conventos de descalzos, por menos costosos, y alegaban el mayor número de ellos como excelencia de sus estados. No pudiendo la gente llana costear tales fundaciones, hacíalas de capellanías con caudal sumamente corto, y se aumentaban en proporción más asombrosa que les conventos. Estos se poblaban por lo común de jóvenes que temían la miseria o amaban el ocio; y se mantenían de limosna o con los bienes que desaparecían de la circulación y paraban en manos muertas, con lo que perdía el estado secular brazos para ejercer las artes y fuerzas para soportar los tributos. Como los vasallos, que antes daban limosna, venían a menos y necesitaban pedirla, hasta las mismas órdenes mendicantes se alarmaban de su muchedumbre. Como no pocos beneficios estaban anejos a memorias, capellanías y monasterios de fundación particular, y como las órdenes religiosas adquirían por mandas, compras y donaciones las más pingües haciendas, lo padecían las catedrales y parroquias, y el mismo clero secular se escandalizaba del abuso y de las mermas de sus intereses con tantas exenciones de diezmos41.

Para disminuir los frailes propuso el Consejo de Castilla que, previa la autorización del Sumo Pontífice, no se admitiesen novicios de menos de diez y seis años, ni profesaran hasta los veinte; para reducir a lo justo el número de clérigos quiso fijarlo según doctrina de los Concilios y Santos Padres42; y las Cortes, por una condición de millones, alcanzaron que se resolviera poner límites a la fundación de conventos43. Paliativos ineficaces todos, pues años más tarde aseguraba un español esclarecido que la piedad confiada y el escrúpulo, opuesto a la prudencia, dejaban correr semejantes inconvenientes44.

Lo monstruoso de la amortización eclesiástica inspiró verdades luminosas. De ir en aumento de continuo, vaticináronse perjuicios que aun para pensados eran grandes: manifestóse que este mal se parecía a la carcoma, que, por imperceptible que fuera, deshacía finalmente un madero, y que obraba a semejanza del reloj, cuyo movimiento no se advierte, y, sin embargo, cuando menos se piensa da el golpe: hubo quienes dijeran que un monarca no tiene de quién temer sino de los grandes señores y de las comunidades muy ricas; y hasta se creyó ver cercano el cumplimiento de los anatemas de Isaías contra los que van juntando casa a casa, tierra a tierra, campo a campo, como si ellos solos hubieran de vivir en el mundo45. Vanamente aconsejaron personas religiosas y condecoradas a los eclesiásticos seculares y regulares que se impusieran ellos mismos la reforma, desprendiéndose de bienes raíces, por lo que apretaba la necesidad del reino, y para que los políticos no censuraran su riqueza, dañosa a la modestia y a las demás buenas costumbres, y fomentadora de la ambición e indisciplina46. Muy posteriormente a tan sinceras y mesuradas amonestaciones continuaron los eclesiásticos aumentando sus bienes hasta a la cabecera de los moribundos, y mereciendo la nota de heredipetas, y ocasionando la despoblación de los lugares con la extinción de las familias47. Ya tocaba a su término la dinastía austríaca, al tiempo en que un benemérito español representaba a Carlos II sobre la manera de extirpar el daño: «V.M. es poderoso, como dueño de lo temporal, a precisar a los eclesiásticos que dentro de cuatro años vendan las posesiones que han adquirido por mandas, compras y renuncias; y se castigará con pena capital a los seglares que hicieren las compras supuestas; y a los eclesiásticos que no obedecieren las órdenes de V.M. se les pueden echar las temporalidades.»48

Todas estas doctrinas circulaban impresas a pesar de las Inquisiciones de España y Roma, para quienes el poder temporal de la Silla Apostólica no tenía limitaciones.- «Aquí tuvo origen y se tomaron la mano los Papas de quitar y poner reyes», dijo en cierta obra un religioso franciscano, con alusión al destronamiento de Chilperico de Francia por el sumo pontífice Zacarías.-«Aquí tuvo uso la autoridad y facultad que tienen los Papas de quitar y poner reyes», le hicieron decir los inquisidores de España49. Mas no alcanzaron a prohibir las inmortales obras de los jurisconsultos, llamados regalistas porque sostuvieron con tesón la autoridad real en materias políticas y económicas, o de jurisdicción y de dinero, contra las usurpaciones y la codicia de la curia de Roma. Católicos, sabios y protegidos por sus monarcas, jamás desmayaron en la prolongada y fuerte lucha. Un embajador español, miembro además del Sacro Colegio, hizo a Su Santidad, en cumplimiento de Reales órdenes apremiantes, muy activas instancias para que en materias de jurisdicción y otras semejantes dejara opinar a cada uno y decir libremente su sentimiento; con la advertencia de que de las prohibiciones de la Congregación del Índice no se sacaría otro fin que no ejecutarse, y de que si Su Santidad mandaba prohibir los libros que salieren con opiniones favorables a la jurisdicción seglar, mandaría el Soberano prohibir en sus reinos y señoríos todos los que se escribiesen contra sus derechos y preeminencias reales.50 No valieron las súplicas ni los avisos, pues Roma anatematizó cuantas obras publicaron los regalistas españoles, alguno de los cuales ardió allí en estatua. Preciso fue que Felipe IV decretara, al tenor de una consulta del Consejo, que no rigieran en España las declaraciones de la Congregación del Índice expurgatorio, ni se hiciera caso de las prohibiciones publicadas por el Nuncio contra los libros de los regalistas51. Así corrieron sin estorbo los de varones tan eminentes como el licenciado Gerónimo de Ceballos, los consejeros D. Francisco Salgado, D. Pedro González de Salcedo, D. Juan Solorzano Pereira y D. Francisco Ramos del Manzano, preceptor de Carlos II, en apoyo del Real patronato; del conocimiento de los recursos por vía de fuerza; de la autoridad de los reyes para extirpar los males de la amortización eclesiástica; del examen y retención de las bulas; y de todas las regalías de la corona52.

A defenderlas, en virtud de una petición de las Cortes, y con embajada extraordinaria, fueron a Roma por aquel tiempo D. Domingo Pimentel, obispo de Córdoba, y D. Juan Chumacero, del Consejo y Cámara de Castilla. Estos, celosos del bien del Estado y del decoro de la Iglesia, formaron su célebre Memorial a fin de que los abusos de aquella curia cesaran de afligir a los españoles. Ante todo evidenciaron los inconvenientes de que sobre los beneficios se adjudicaran pensiones a extranjeros, y en cantidad exorbitante y por disposición arbitraria. Contra las rigurosas componendas de la Dataría, que desustanciaban a España de gruesas sumas, alegaron el precepto apostólico, renovado por varios concilios y el de Trento, que obliga a comunicar de gracia lo que de gracia se recibe. Grandes fueron sus quejas de que se entrara a servir las parroquias, no por la puerta de los concursos, sino por el postigo de las coadjutorías con futura sucesión y de las resignaciones de los curatos; con lo que se quitaba a los obispos la facultad en las provisiones, la estimación de los súbditos, por no recibir de su mano el premio, y el consuelo de que tuvieran buen pasto espiritual sus ovejas. También censuraron las reservaciones de beneficios, especie de reclamo por cuya virtud se agolpaban pretendientes en Roma, y no podía el obispo galardonar a eclesiásticos dignos, pero pobres para emprender tan largo viaje. No menos se opusieron a que pararan en la Cámara apostólica los bienes de los Expolios y los frutos de las Vacantes: a causa de lo primero, los colectores, con sus embargos prematuros, y algunos domésticos, excitados por la codicia, dejaban a los prelados hasta sin candelero en que alumbrara una vela su última hora, y sin vestiduras para que tuvieran una decorosa mortaja; y por efecto de lo segundo, en una vacante, quizá de años, no se daba limosna ni se cuidaba de la fábrica de las iglesias, aunque no variaban de territorio los frutos ni de carácter las obligaciones. Últimamente, citaron como una de las mayores calamidades los gravámenes de la Nunciatura, donde, para acrecer el lucro, se multiplicaban los autos de modo que no había vida que alcanzase el fin de un pleito, ni hacienda que le costease; donde a todo el que pedía buleto se le daba por diez escudos, ocurriendo a las veces sacarlo el mismo día ambos litigantes para cosas contrarias; y donde se allanaba por dinero en plata doble u oro toda exención de las reglas conventuales. Para atajar los daños de la Nunciatura pedían la creación de Rotas, compuestas de ministros españoles y bien dotados, que sustanciaran y determinaran los litigios dentro del reino.

Tan respetuoso Memorial, fundado en constituciones pontificias y decretos conciliares, fue respondido a nombre del Papa con débiles efugios por el cardenal Maraldi, secretario de Breves. Pimentel y Chumacero se apresuraron a replicar victoriosamente, pero sin gran fruto. Poco más tarde viose que la embajada extraordinaria no produjo otro que la concordia de Facheneti, por la cual se disminuyeron los Breves en las materias de justicia; se hizo promesa de no alterar la disciplina de los institutos religiosos; y fijóse el arancel de los derechos y propinas de los ministros y oficiales del Nuncio, con prevención de admitir el pago en cualquiera clase de moneda53.

Nada más interesante en la vida de las naciones que los esfuerzos de la inteligencia humana, durante las épocas de opresión y de abatimiento, por reconquistar el decoro de los ciudadanos y los beneficios de la cultura. Nada más legítimo y noble que rendir homenaje de admiración y reverencia a los que, expuestos siempre a una delación calumniosa o a una arbitrariedad sañuda, y a ser arrancados del lecho en altas horas de la noche, y a amanecer dentro de cárceles secretas, y a declarar bajo la presión execrable y cruelísima de la tortura, y a perder la vida y hasta la honra, lo aventuraron todo en bien de su patria, y combatieron, sin temer desvelos ni peligros, por sacarla de la degradación que la envilecía y condenaba a infausta suerte. Campeones de la civilización española fueron los regalistas en aquellos días aciagos: gracias a su tenaz energía pudiéronse abrigar esperanzas de guiar la nave del Estado a buen puerto: sus doctrinas contenían el germen de la regeneración y de la luz vivificadora: ya depositado en libros corrientes, habíase de lograr el fruto, porque la pugna era entre la ciencia y la ignorancia; y los fueros de la razón prevalecen al cabo; y la de los regalistas estaba sólidamente fundada y hasta victoriosa en el palenque de la controversia.

Faltábala estar al común alcance, pues los más de sus sostenedores, por previsión o por no poder otra cosa, escribieron en lengua latina, al par que los edictos y anatemas inquisitoriales corrían en la castellana. Aquellos, reducidos a un círculo estrecho, aunque elevado, hacían valer sus máximas en los tribunales, y sólo triunfaban cuando el trono podía protegerlas, y además no todos se atrevían a propalarlas. Entre tanto la Inquisición preponderaba donde quiera, y su espíritu contaminaba las voluntades e influía sobre los soberbios y los humildes con sus terroríficos autos de fe en lo público y con el auxilio eficaz de las comunidades religiosas en lo privado. No había familia con quien no estuvieran entroncados los frailes por amistad o parentesco; ni casa que les cerrara sus puertas; ni conversación en que no se les cediera la palabra; ni mesa en que no se les obligara a ocupar la primera silla; ni resolución grave entre ricos o pobres que se adoptara sin su consejo; y, si no tomaban parte en ellas, las satisfacciones domésticas no eran cabales. Bajo un estado social de esta especie, ni atmósfera que respirar había nunca, ni se espaciaba jamás la mente, ni se abría el corazón a sentimientos grandes y generosos, ni el albedrío blasonaba de libre. Preocupada la muchedumbre, medrosas las personas vulgares de todas las clases y carreras, escarnecían la caridad cristiana agrupándose en torno de las hogueras del Santo Oficio, y, sometidas por fanático impulso o por resignación servil a una especie de fatalidad musulmana, creían poseer en aquel tribunal odioso, verdadera caja de Pandora, la panacea de sus males, aunque la experiencia arguyera en contrario.

Mientras siempre hallaba herejes o judaizantes con quienes dar pasto a las llamas, y varones insignes a quienes mortificar implacablemente al más leve rumor o asomo de denuncias o de sospechas, siendo muy pocos los que se libraran de sus pesquisas, la Inquisición española tenía o deseaba autoridad real para no permitir usuras, y se contaban diez mil genoveses que no vivían de otra cosa; para perseguir el contrabando, y por tal vía llegaban las más de las manufacturas; para evitar que viniera moneda de vellón extranjera, y por los puertos y las fronteras entraba de continuo y en abundancia; para impedir la saca de caballos, y la cría de ellos iba extinguiendose totalmente54.

Ya en el disparadero de escoger para medicina lo propio que originaba el daño, no es maravilla que un anónimo de Granada propusiera robustecer y dar ensanche al poder monacal en las regiones del gobierno. Su plan consistía en fiar la mayor parte de la Real Hacienda a las santas iglesias de Toledo, Sevilla y Málaga para que la administraran, y atendieran la primera al ejército de tierra, la segunda a la marina, la tercera a la disposición de las galeras y los presidios de África y España; ramos todos que debían correr interinamente a su cargo. Con esto no temerían los acreedores que se desviaran las rentas de su ajustado y plausible empleo, y se complacerían todos los españoles de que no se economizaran los aprestos, ni faltara gente, por la certeza que los vasallos tendrían de las pagas y los socorros; no pudiéndose conseguir de otra suerte a causa del total descrédito de la tesorería del Rey y de sus ministros55. Hay que repetir aquí estas elocuentes palabras de muy autorizada pluma: «Si no se leyese en un escrito coetáneo, parecería increíble que los negocios hubiesen llegado a semejante extremidad. Vanamente algunos ponderan todo lo antiguo como un modelo digno de nuestra imitación. La novedad ni la antigüedad no dan valor a los sistemas políticos; la utilidad y la solidez es lo que les recomienda».56

Tristemente célebre es el que sumió a nuestro país en el vilipendio y la angustia, cuando la Inquisición predominaba titánica y usurpadora. De exceso en exceso produjo tales daños a la quietud de los pueblos y a la recta administración de justicia, que, para evitarlos y conseguir que sus ministros no se entremetieran en cosas ajenas de su instituto, quiso el monarca más pusilánime y supersticioso mencionado en nuestros anales dictar una regla fija, individual y clara. Así previno a personas del carácter más elevado, como pertenecientes a los Reales Consejos de Estado, Castilla, Aragón, Italia, Indias, y Órdenes, que, reunidas en junta magna, y sin omitir diligencia, aplicación ni desvelo, le representaran cuanto pudiera encaminar a fines tan honestos y justos57.

La consulta que elevaron al trono patentiza adónde habían llegado los abusos del Santo Oficio, los inconvenientes de su existencia y los desórdenes emanados de su preponderancia. Ya era antigua y universal la turbación de las jurisdicciones por el empeño de los inquisidores en anteponer siempre la suya, no dejando apenas ejercicio ni autoridad a los que administraban la ordinaria. Con el más leve motivo se arrogaban el conocimiento de todo negocio: no había vasallo, por exento que estuviera de su potestad, a quien no trataran como súbdito inmediato; ni ofensa casual contra sus mas ínfimos dependientes que no castigaran como crimen de religión, sin distinguir los términos y los rigores; ni privilegio de sus familiares que no hicieran extensivo a sus negros y esclavos. Corta merced creían la exención de tributos concedida a las personas y haciendas de sus oficiales, y se obstinaban en que sus casas gozaran, de la misma inmunidad que los templos. En la forma de sus procedimientos y en el estilo de sus despachos deprimían la autoridad de los jueces reales, afectando sobre los puntos de gobernación política y económica igual independencia, y desconociendo la soberanía; de todo lo cual resultaba desconsuelo en los vasallos, desunión entre los ministros y desdoro para los tribunales.

«Ni crece la representación ni la potestad del Santo Oficio con lo que excede los límites de sus facultades; solamente puede ser ya mayor no queriendo más de lo que deba (decían aquellos respetables magistrados). En la proporción justa, mejor que en la desmesurada grandeza, se asegura la conservación de las cosas, y más de los cuerpos políticos. ¿Qué decoro puede dar a la Inquisición santa, cuyo instituto veneran profundamente los católicos y temen los herejes, el que se vea distraída la atención de sus tribunales a materias profanas, puesto el cuidado y el empeño en disputar continuamente jurisdicción con las justicias reales, para acoger al privilegio de sus fueros los delitos, muchas veces atroces, cometidos por sus ministros, o para castigar con sumos rigores las levísimas culpas de los que no son sus súbditos y dependientes?».

Después de evidenciar que no podían existir simultáneamente el buen orden administrativo y la autoridad inquisitorial, siempre dominante y cada vez más invasora; y siendo testigos de que sus abusos tocaban en el desenfreno, todavía los individuos de la gran junta no traspasaron los límites de la templanza. Por su parte hubieran propuesto sin escrúpulo alguno, y como último remedio, que se revocaran las concesiones de la jurisdicción real hechas al Santo Oficio; pero, sabedores de que la religiosa intención del Monarca era buscar temperamentos que evitaran los daños y reducir aquel tribunal a su esfera sin menoscabar su decoro, se atuvieron a facilitar este designio. Así, para restablecer las regalías, componer el uso de las jurisdicciones, redimir de intolerables opresiones a los vasallos, y obtener que la Inquisición fuera más respetada, no excediéndose de sus facultades, aconsejaron que en las causas temporales no procediera con censuras; que, si lo hiciere, la reprimieran los tribunales usando el recurso de las fuerzas; que se moderara el privilegio del fuero en los ministros, familiares y dependientes del Santo Oficio; y que se diera forma precisa a la más breve expedición de las competencias58.

Tampoco pasó de proyecto esta oportunísima y suave reforma. Con todas sus fuerzas la resistieron los inquisidores y por todos los medios, y una peligrosa enfermedad de Carlos II estancóla al fin por entonces. Mal convalecido el Monarca, arrastró cuatro años mas la triste existencia, para vacilar sin descanso y padecer horribles congojas en la designación de heredero a la corona de dos mundos. Agitáronse los personajes de la corte, siempre bajo la influencia del poder monacal funestísimo a España: personas eclesiásticas dieron el tono a las intrigas en favor de los Austríacos o los Borbones; y la raíz de ellas se halla en la relación del proceso inquisitorial contra un fraile.

Al principio estaba pujante el partido Austríaco, gracias a Fray Pedro Matilla. Este era confesor de Carlos II; estaba sostenido por la Reina, cuya pasión de oro satisfacía, valiéndose de sus hechuras; se había unido al almirante de Castilla, halagado con la privanza; estimando más poder hacer obispos que serlo, rehusó una gran mitra; dueño de todos los secretos del Monarca, usaba de ellos según convenía a los intereses de su partido; y fomentaba el desconcierto, seguro de conservar así el confesonario y de no perderlo jamás, aunque se intentara este golpe, si media hora antes llegara a vislumbrar el amago59.

«Al compás de este desorden (según palabras de un escritor del tiempo) se movía el todo de esta monarquía, que caminaba por los pasos de la sinrazón y la injusticia a dar en el precipicio de su última ruina. A nada menos se atendía que al bien público: clamaban grandes y pequeños sus privados infortunios y la general desgracia de estos reinos; pues, al mismo tiempo que se aumentaban los tributos, se vendía todo y no se pagaba a ninguno; faltaban los medios para hacer vigorosa la guerra y defender las plazas que se iban perdiendo en Cataluña, hasta la capital Barcelona, y se consumían en lo superfluo excesivos millones, sacados con graves extorsiones de la sangre de los pueblos. Y a todo este fuego se calentaba el confesor Matilla, segundo Nerón de España.»60

Lo comprendía Carlos II y no alcanzaba a remediar nada, pusilánime de espíritu como era y avasallado por su esposa, hasta que un día fue a verle el arzobispo toledano, cardenal D. Luis Portocarrero, y desahogóse de sus aflicciones, mostrando escrúpulos de la dominación tiránica bajo la cual gemía el reino fiado por Dios a su cuidado. Corto de luces el Arzobispo, no supo decirle sino que está cerca de poner enmienda quien llega a conocer la culpa; mas de noche juntó a sus confidentes y les reveló todo el caso61. Examinaronlo bajo sus distintos aspectos, acordando unánimes que urgía arruinar al Padre Matilla. Y quedaron airosos a la más leve insinuación hecha por el Arzobispo al Monarca. Sin manifestar sentimiento supo el religioso que había quien le sucediera en el confesonario, hasta que, noticioso de que los de su parcialidad le pudieron anticipar el aviso y lo descuidaron de intento, se le murió el corazón y pasó de esta vida62

Viendo a Fray Froilán Díaz posesionado del confesonario de Carlos II por intervención de Portocarrero, se congregaron los parciales del Almirante para deliberar lo más oportuno; y parecióles tal permanecer a la expectativa, según propuso Fray Antonio Folch y Cardona, comisario general de la orden de San Francisco63. Al poco tiempo fraguaron los amigos del Cardenal el tumulto en que pidió pan el populacho madrileño: de resultas salieron desterrados Oropesa y el Almirante, y prevalecieron los adictos a los Borbones. Tras esto se cruzaron cartas, escritas por mandato del inquisidor general D. Juan Tomás Rocaberti y con intervención de Fray Froilán Díaz, y respondidas por cierto vicario de unas monjas de Cangas: después vinieron los exorcismos con que médicos espirituales martirizaron al monarca español, conocido en la historia por el sobrenombre de Hechizado. Sana fue quizá la intención de cuantos promovieron tales extravagancias, bien que se descubra el conato de presentar a la Reina y al Almirante como autores del maleficio, a que se atribuían los padecimientos de Carlos II y sus providencias desacertadas, sin embargo de propender naturalmente a las mejores: acaso la sinceridad con que parece obraron en todo pueda inducir a que se les juzgue sin acrimonia; pero es la verdad que ajaron la majestad del trono, y que por su culpa mudóse en menosprecio la compasión de los españoles hacia el infeliz soberano64.

Aquellas repugnantísimas escenas, en que tanto y tan temerariamente se hizo figurar al demonio, acabaron por muerte del inquisidor general Rocaberti, acaecida en junio de 1699. A la sazón hallábase el Rey mejor de salud; era el último esfuerzo de la naturaleza, y creyólo obra de los conjuros. Bajo una impresión semejante pudo resistir el ascendiente de su esposa, que, airada contra el Padre Froilán, pretendía la vacante del alto puesto para Fray Antonio Folch y Cardona, de quien esperaba satisfacción a toda ofensa, como gran parcial suyo y, por consiguiente, de los Austríacos. D. Alonso de Aguilar, cardenal Córdoba, ascendió a inquisidor general con disgusto de aquella señora: crédulo, a desemejanza de otro prelado de aquel tiempo, en cuyo dictamen no había en el Rey más hechizo que un descaecimiento de corazón y una entrega excesiva a la voluntad de la Reina65, tenía por de fe lo contrario, y tan de raíz en el alma, que designaba como reo a su cuñado el Almirante. En armonía con tales preocupaciones fueran sus actos; pero a las pocas semanas, y cabalmente la noche en que le vino la bula de Roma, bajó al sepulcro, porque, según ciertos rumores, le envenenaron la cisura de una sangría.

Esta vez tiranizó nuevamente la Reina a su esposo, y por tanto fue inquisidor general don Baltasar de Mendoza, obispo de Segovia, contrayendo la obligación de sacar en auto publico a Fray Froilán Díaz para desagravio de su protectora; y acariciando la esperanza del cardenalato si correspondía al empeño. Desde entonces absorbieron la atención de la corte, y escandalizaron al mundo, y dieron materia a la severa censura de la historia, chismes frailescos y testarudeces de un prelado. ¡Tan rebajada estaba la dignidad española en aquellos fatales tiempos!

Religiosos de su misma orden y provincia delataron a Fray Froilán Díaz, buen hombre e inhábil cortesano, por la parte que tuvo en las cartas escritas al vicario de Cangas, y por haberle exigido en dos de su puño claras y prontas revelaciones de las monjas espiritadas que le daban tanta faena. Con tal pie, el inquisidor general, obispo de Segovia, logró apartar a Fray Froilán Díaz del real confesonario y del Consejo del Santo Oficio: dispuso que se le tomara declaración sobre la denuncia; que se le trajera a España desde Roma, donde imploró vanamente protección y justicia; que se le encerrara en las cárceles secretas de Murcia; y no perdonó arbitrariedades ni tropelías para hacerle resultar reo, aunque le salieron mal todas. No pudo recabar que los calificadores de Madrid ni los de Murcia hallaran motivo de censura teológica en el expediente; ni que los consejeros de la Suprema rubricaran auto de prisión contra el perseguido religioso, bien que jubilara a tres de ellos y los sustituyera a su gusto; ni que los inquisidores de Murcia se opusieran al sobreseimiento de la causa contra los miembros del Consejo, de que era jefe, aun invirtiendo el orden natural hasta el punto de apelar del fallo de un tribunal superior al de otro que le estaba sujeto.

Sin arredrarse el obispo Mendoza ordenó que la prisión del Padre Froilán continuara, no en las cárceles secretas de Murcia, sino en el convento de Atocha, donde se le tuvo rigurosamente incomunicado y a oscuras. Por entonces acabaron las penas de Carlos II de la única manera posible, con la muerte. Usando de su autoridad el cardenal Portocarrero, y no dando la cara sino en las más críticas ocasiones, pudo neutralizar las tramas del partido Austríaco, y principalmente de la Reina y de Fray Nicolás Torres y Padmota, último confesor del Monarca; y este en el lecho mortuorio resolvió la magna cuestión a favor de la dinastía de los Borbones.

Antes de llegar a Madrid el primero de ellos que llevó título de rey en España, hubo de providenciar que el inquisidor general marchara a su diócesi de Segovia; circunstancia que explica harto bien la trascendencia política del origen y de los incidentes del proceso, no terminado a causa de la despótica tenacidad del prelado y de su ciega sumisión a la Reina. Y la conclusión dilatóse aún cuatro años a fuerza de complicaciones que le hicieron variar de aspecto. D. Baltasar de Mendoza se llevó a Segovia los autos, púsolos en lengua latina y los remitió a Roma, solicitando breve pontificio para resolverlos por sí propio: el nuncio Aquaviva sostuvo que la inmunidad eclesiástica estaba ofendida con el intempestivo destierro de Mendoza, no pudiéndoselo imponer el Monarca sin agravio de la Santa Sede; y atento, según costumbre de buen romano, a extender la jurisdicción pontificia, dijo que la competencia era puramente eclesiástica, y su natural árbitro el Papa: como secretario de este, el cardenal Paullucci autorizó en carta de su puño al obispo de Segovia para determinar el proceso: D. Juan Fernando de Frías, fiscal del Consejo de Inquisición y hechura del prelado Mendoza, publicó el suceso de los conjuros de Cangas, y dio por autores de una nueva secta y herejes a los que, lejos de proclamar reo de fe al Padre Froilán, se esforzaban en su defensa.

Todos estos manejos deshizo uno a uno don Lorenzo Folch y Cardona. Hombre muy digno en palabras y procederes, venerable por su ilustre cuna, su larga experiencia y graves estudios, su edad, avanzada e inflexible entereza, jefe entonces del Consejo de la Inquisición, como su decano, empeñóse resueltamente en desenmarañar el arduo negocio, dedicando a tan noble fin eficaces desvelos, vigorosas instancias, razonados escritos; cuanto podía, sabía y valía en suma. Con el texto de bulas pontificias y cédulas reales patentizó que el voto de los consejeros de Inquisición era decisivo, y el empeño del obispo Mendoza temerario. A consecuencia de un memorial, en que expuso al Soberano cuánto se perjudicaban sus regalías con el recurso del mismo prelado a la corte de Roma, retuvo el Consejo de Castilla la carta del cardenal Paullucci. Contra las falsas aseveraciones del Nuncio mantuvo la legitimidad de la jurisdicción real para decidir un punto no tocante al dogma y disputado entre individuos, a quienes la categoría de eclesiásticos no dispensaba el vasallaje. Por instancia del propio Cardona fue suspendido el fiscal D. Fernando Frías en su empleo, y recogido el destemplado papel que echó a volar inconsideradamente. Al fin, promoviendo juntas, encaminando los pasos de dos religiosos dominicos, enviados a favor de Fray Froilán Díaz por el general Padre Colche, e inspirando una nerviosa representación que hizo el Consejo de Castilla, logró el infatigable D. Lorenzo que se aproximara la terminación del complicadísimo negocio. Pero aún adquirió mayor interés tomando cierto giro que pudo conducirle a sorprendente y benéfico desenlace. Viendo al obispo Mendoza en desgracia, dos personajes se disputaron su alto cargo, uno por la vanagloria de poseer el solo que le faltaba para ejercer los más eminentes del reino, otro para no estar expuesto a la contingencia de que el especioso motivo de una mitra le divorciase de las delicias de la corte.66Durante las dilaciones producidas por sus encontradas influencias, empezóse a susurrar que la Inquisición había sido muy útil en España cuando estaba infestada de judíos y sarracenos, y que, expulsados unos y otros, cualquiera daño contra la religión católica se atajaría en los principios por virtud del celo, vigilancia y aplicación de los Ordinarios. Se esforzó la idea reflexionando lo conveniente de cortar el inmenso derrame que se consumía en conservar un Consejo tan pleno como el de Inquisición, con tanto número de tribunales, de quien dependía una multitud de ministros, todos sustentados profusamente a expensas del Real Erario, cuando la monarquía no estaba para tan considerables e inútiles desperdicios. Esto envolvía además la ventaja de salir de tan reñida competencia, y la causa de Fray Froilán Díaz recaería en el Ordinario con todas las demás que estuvieran pendientes: a los consejeros e inquisidores ya creados se les iría acomodando en obispados, prebendas o pensiones, según fueran los grados y méritos de los sugetos, señalándose entre tanto alguna ayuda de costa a los que no tuvieran renta eclesiástica o patrimonio. Alma de tan magno proyecto fue la princesa de los Ursinos, que lo manejó con la mayor cautela y secreto, usando de aquellas admirables artes de que era célebre maestra.67

Sólo en concebir el proyecto hubo gloria, aunque se resentía de prematuro, pues para llegar a la supresión de la Inquisición española se necesitaba recorrer muy largo y penoso camino, sin manera de echar por atajos. Algo se adelantó con que durante los referidos sucesos dieran pasto hasta a las conversaciones de las plazuelas los arcanos del Santo Oficio, sobre cuyas cosas tenían costumbre los españoles de poner a sus labios una mordaza; y consuela no poco ver que la providencia proyectada contó adictos entre ilustres varones.

A pesar de todo, la autoridad real salió triunfante de la competencia. De resultas los consejeros jubilados fueron repuestos en sus destinos; el obispo D. Baltasar de Mendoza pasó por la amargura de desprenderse de los autos; el Consejo de la Inquisición los terminó en breve, y Fray Froilán Díaz se vio libre y restituido en sus honores y preeminencias68. Por su parte el nuncio Aquaviva culpó al obispo de Segovia de inconstante, de vario, de pusilánime y de contemplativo a causa de haber obedecido al Monarca entregando los autos originales contra el antiguo confesor de Carlos II. Pero de la resistencia hubiera salido mal librado, pues ya estaba prevista y discurrida la manera de castigarla, extrañando al Inquisidor general de estos reinos y ocupándole las temporalidades.

Nada más fecundo que el proceso de Fray Froilán Díaz, que tanta encadenación tuvo con razones políticas y de Estado, para adquirir el convencimiento de que la influencia monacal trascendía en todo, y de que en todo aspiraba a ser árbitra la corte romana. Estudiándolo con detenimiento parece como que se levanta allí una barrera entre dos siglos, el XVII y el XVIII, y dos dinastías, la de Austria y la de los Borbones; allí, lejos de verse el anillo que las eslabona, descúbrese más bien el matiz donde se altera el tono que bajo cada una de ellas tomó la gobernación española; y lo que semeja al principio lúgubre y tenebrosa noche, se muda finalmente en consolador crepúsculo que esparce a trechos ráfagas de luz sobre los espesos nublados del horizonte político de nuestra patria.




ArribaAbajoCapítulo III

Dinastía Borbónica en España


Guerra de sucesión.-Nueva ley para la española.-Influencia francesa.-Isabel de Farnesio preponderante.-Su política firme.-Fernando VI y Bárbara de Braganza.-Neutralidad.-Revueltas en el Paraguay.-Muerte de la Reina y del Soberano.-Rompimiento con Roma.-Abertura para anudar las relaciones.-Macanaz dirige los tratos.-El cardenal Júdice los entorpece.-Complicaciones.-Se aleja Macanaz de España.-Alberoni y la corte de Roma.-Ajuste de 1717.- Bula Apostolici Ministerii.-Concordato de 1737.-Concordato de 1753.-Causas de seguir Macanaz expatriado.

Ya no hay Pirineos, dijo Luis XIV a su nieto el duque de Anjou, aclamado rey de España con el nombre de Felipe V. No lo pudo oír impasiblemente la Europa; y así Carlos, el Archiduque, fuerte con el apoyo de Austria, tuvo también el de Inglaterra, Holanda, Saboya y Portugal, donde hizo pie y arbitró la manera de invadir los dominios que llamaba suyos. Rota la guerra, prolongóla el tristísimo hecho de pelear en filas contrarias las antiguas coronas de Aragón y Castilla por consecuencia del distinto papel que habían representado sus naturales durante la dinastía austríaca: los castellanos, oprimidos por los tributos, saliendo muy aventajados en las mercedes; los aragoneses velando sobre todo por la conservación de las reliquias de sus fueros para gozar de mayor holgura. Mientras los castellanos, que habían intervenido casi exclusivamente en la declaración de la última voluntad de Carlos II, aguardaban al sucesor con impaciencia, dolía y aun repugnaba a los aragoneses que subiera al trono un extranjero, criado en la corte del que significaba su apego a la autoridad absoluta diciendo terminantemente: Yo soy el Estado. Y como ademas no rayaba a la misma altura la aversión de unos y otros a Francia, según los antecedentes de sus historias, por ser accidental en los castellanos e inveterada en los aragoneses, estos sintieron bastante la muerte del postrer rey de origen austríaco, dudaron de la legitimidad de su testamento, y hasta creyeron vuelta la hora de celebrar otro parlamento de Caspe69.

No menos de trece años duraron las lides, con mejor éxito para Felipe V en España que en el resto de Europa. Le hizo dueño de Aragón y Valencia la victoria de Almansa (1707): las de Brihuega y Villaviciosa retrajeron a los aliados de enviar más tropas al Archiduque (1710): su elevación al trono imperial movióles a restablecer prontamente el sosiego (1711); y el tratado de Utrech puso término a las batallas, no concordando a los dos rivales, aunque impidiéndoles alargar la pelea (1713).

Al ajustar la paz definitiva atendióse a que nunca orlaran una misma frente las coronas de España y Francia. Desde luego hubo, pues, diversas renuncias, y en la de Felipe V al trono de San Luis, del cual le separaban solo un anciano de salud achacosa y un niño de constitución enfermiza, ganaron mucho los españoles, necesitados de rey propio; ganaron asimismo en perder a Nápoles, Sicilia, Milán y sobre todo a Flandes; pero experimentaron el contratiempo de que los ingleses quedaran señores de Gibraltar y de Menorca, y de que se derogara la ley nacional de Partida y rigiera la sálica para excluir de reinar a las hembras70. Por entonces no era de recelar que tuviera aplicación esta ley impopularísima en la patria de la madre de San Fernando, de la protectora de Colón y de la augusta princesa a quien veneramos bajo el solio, pues Felipe V estaba en edad muy lozana y tenía dos hijos varones de María Luisa de Saboya.

Con el crédito justo que daban al cardenal Portocarrero su alta categoría y sus grandes virtudes de prelado había influido sobremanera en que los Borbones vinieran a España, y cerca del primero de ellos correspondíale por tanto el mayor ascendiente. Por desgracia fue ineficaz y de duración corta: ni el talento ni la instrucción del primado español rayaban a la altura de su puesto y las circunstancias: jamas abrió otros libros que los de rezo; en explicarse pecaba de torpe, en comprender de tardo, y durante las breves audiencias de que no podía excusarse afectaba con tropel de palabras la soberanía de su persona para que el curso de la conversación no diera lugar a que fuese más acreditada su cortedad de luces71. Así tuvo menos obstáculos que vencer el predominio a que aspiraba Luis XIV. Su nieto, digno en las campañas del sobrenombre de Animoso, doblábase muy fácilmente a la voluntad de la mujer con quien dividía su lecho: de esta era camarera mayor la princesa de los Ursinos, fuerte en la sagacidad y la intriga, y a devoción del rey de Francia; no maravilla, pues, que sus embajadores fueran admitidos en el consejo de gabinete, ni que Juan Bautista Orri, súbdito suyo, figurara al frente del ministerio, ni que, para vigilar a sus hechuras e informarse de lo más oculto, mantuviera emisarios como el marqués de Louville y otros72.

Este sistema acabó al fallecimiento de María Luisa de Saboya. Tanto por la índole de su temperamento como por la pureza de sus costumbres, hubo de pasar Felipe V brevemente a segundas nupcias; y astuto en burlar no menos que a la princesa de los Ursinos, agenciólas el abate Julio Alberoni, hijo de un hortelano, que supo abrirse camino hasta el primer ministerio de España; acólito de una parroquia de Placencia, que llegó a vestirse la púrpura del Sacro Colegio en fuerza de voluntad y perseverancia, y de la agudeza del ingenio, y del artificio de la lisonja. Por su habilidad vino a compartir el segundo tálamo del Monarca español la princesa parmesana Isabel de Farnesio, dotada de suficiente altivez y energía para despedir de su lado y del reino a la Ursinos antes de llegar donde la aguardaba su esposo. Muy luego avasalló el corazón de este la joven princesa de Parma y dio el tono a las providencias gubernativas; con mayor amplitud desde la muerte de Luis XIV, cuyos mandatos o consejos siempre habían pesado mucho (1715); y por necesidad desde que, fallecido Luis I a los ocho meses de reinado (1724), se volvía a ceñir Felipe V mal de su grado la corona; y escrupulizaba tenerla usurpada a su prole; y caía en melancólica indolencia, de la cual le sacaba a menudo el canto armonioso de Farinelli; y daba en manías tales como descuidar el aseo de su persona, ir a pesca a las dos de la noche, y quererse montar en los caballos de los tapices.

Cuando Isabel de Farnesio fue ya madre, no abrigó otra idea que la de engrandecer a sus hijos, valiéndose de asistirla derechos eventuales a las sucesiones de Parma y Toscana. Este fue el espíritu de la política española, a que se atuvieron el honrado bilbaíno marqués de Grimaldo y sus dos pajes D. Juan Bautista Orendain y D. Sebastián de la Cuadra, también ministros al cabo y marqueses con los títulos de la Paz y de Villarías. Al perfeccionamiento de igual designio concurrieron la alta capacidad de Alberoni, que agitaba desde su gabinete la Europa; el espíritu desasosegado cuanto vigoroso y fascinador del duque de Riperdá, cuyo calor de imaginativa nada concebía en pequeño ni a medias; la fecunda actividad de Patiño, galardonado en el lecho de muerte con el título de Grande de España; el claro talento del desinteresado Campillo, que llegó a término prematuro por el exceso del trabajo y cuando le sonreía más la fortuna73.

Para hacer príncipes italianos a los hijos de Isabel de Farnesio promovía España la reconciliación entre Pedro el Grande de Rusia y Carlos XII de Suecia; negociaba sigilosamente con Austria; favorecía o desamparaba al pretendiente de Inglaterra; despopularizaba las inclinaciones pacíficas del cardenal Fleuri en Francia; estimulaba y protegía el ansia de engrandecimiento de Carlos Manuel de Cerdeña; colmaba de franquicias comerciales a Holanda, y aplaudía el genio batallador de Federico II de Prusia. Con idéntico pensamiento iban los plenipotenciarios españoles a los congresos de Cambray y Soissons (1722-1728); se mezclaba nuestro gabinete en las contiendas por las sucesiones de Polonia y de Austria (1733-1740), y acaudillaban nuestros ejércitos el duque de Montemar en Bitonto, el conde de Gages en Camposanto, y el marqués de la Mina en Toscana.

Así, de hostilidades en hostilidades y de negociaciones en negociaciones, obtuvo Isabel de Farnesio que su primogénito el infante D. Carlos fuera recibido obsequiosamente en Liorna (1731), declarado sucesor en Parma y Toscana (1732), soberano de Nápoles por conquista (1734), reconocido como tal hasta por la corte de Viena (1739); y que el infante D. Felipe, su hijo segundo, entrara en Milán triunfalmente (1745), no orlando sus sienes la férrea corona lombarda porque las secretas estipulaciones entre Luis XV y el rey sardo tuvieron ociosa a la hueste francesa durante la estación favorable, y esto produjo una gran derrota en Placencia y la retirada del infante a Saboya (1746) al propio tiempo en que moría Felipe V.

Su viuda quedaba a la sazón fuera de juego y tocando ya casi al límite de sus afanes, pues dejaba a su primogénito D. Carlos rey de Nápoles y Sicilia; a su hijo segundo D. Felipe en la expectativa de Parma y Placencia, y a su hijo menor don Luis, cardenal desde los ocho años y arzobispo de Toledo y Sevilla. Con la ambición de esta señora, excitada y robustecida por el ardiente amor de madre, habían vuelto para España las calamitosas guerras exteriores de los siglos antecedentes. No causaron tantas desventuras, porque las tierras conquistadas, lejos de formar provincias distantes para ofrecer a los españoles títulos de ostentosa grandeza y elementos de consunción inevitable tras los triunfos o los descalabros, se erigían en Estados independientes, que nos daban más valer ante Europa y contribuían a la magnánima empresa, todavía hoy pendiente, de expulsar a los alemanes de Italia.

Tres hijas tuvo Isabel de Farnesio y las procuró buenos enlaces; con el de la mayor de ellas inauguróse respecto de Portugal una política digna de elogio, como encaminada a corregir la anomalía de que un mismo pueblo se divida lastimosamente en dos naciones. Solo con vivir en no interrumpida concordia y con estrechar los vínculos de la sangre se puede alcanzar tan grande fin de manera que esté bien a todos; y no otro fue el pensamiento sustancial de las bodas entre la infanta portuguesa doña Bárbara y el príncipe de Asturias, después Fernando VI, y entre la infanta española doña María Ana Victoria y el príncipe del Brasil, después José I (1729). Se celebraron a orillas del Caya, que divide con escasa corriente los países unidos y fertilizados por las caudalosas vías fluviales del Tajo, Duero y Miño, y en presencia de las familias reales portuguesa y española, que allí se vieron por vez primera después de tantos años de enemistad y desconfianza, y que de allí se apartaron con sentimiento después de algunas horas de mutua expansión y sincero alborozo.

Muerto Felipe V y fuera de la corte su viuda, mudó la política española de rumbo. Fernando VI, hombre de bien y tocado de hipocondría como su padre, era muy celoso de su dignidad e independencia, y esencialmente pacífico y propenso a llamarse amigo de todos. Bárbara de Braganza, su esposa, influía en todas las determinaciones; pero, sobre ser de inteligencia limitada, carecía de ambición y de hijos que la estimularan a tenerla; con su marido congeniaba hasta en inclinarse a lo triste; y el temor de morir de repente y el de escasear de recursos, si enviudaba, hiciéronla asustadiza y codiciosa. Rey y Reina anhelaban también a una vivir sin contiendas, y el magno sistema de la neutralidad se derivó de esta sola fuente. Antes de nada les urgía restablecer el turbado reposo; lo consiguieron en Aquisgrán a costa de afanes, alcanzando para el infante D. Felipe la soberanía de Parma, Placencia y Guastala, y desoyendo las protestas de D. Carlos contra lo estipulado sobre la sucesión de Nápoles y de Sicilia (1748). Por cosas de Italia había más peligro de que la tranquilidad sufriera vaivenes; sólo con el objeto de mantenerla, ejecutándose el tratado de Aquisgrán punto por punto, pactaron en Aranjuez alianza defensiva las cortes de Madrid, Austria y Londres, a disgusto de las de Nápoles, Parma y Versalles (1752). Para observar la neutralidad más absoluta, el Monarca español y su esposa balancearon el poder y el favor de los ministros D. José Carvajal y Lancaster y D. Zenón Somodevilla, marqués de la Ensenada, antagonistas radicales en caracteres, inclinaciones y costumbres; y tan de propósito sostuvieron al uno contra el otro, que la sentida muerte del primero trajo en pos la pronta ruina del segundo (1754). Vanamente se lisonjearon los de Inglaterra de sobreponerse en la corte de Madrid a los de Francia con empujar hacia la secretaría de Estado a D. Ricardo Wall, irlandés y embajador español en Londres, pues se mudaron los ministros sin que dejara de prevalecer el sistema. A las persuasiones sustituyeron los halagos las dos potencias que se disputaban la alianza española, cuando vinieron a las manos por cuestiones de límites entre sus colonias de la América del Norte (1756). Luis XV empezó las hostilidades apoderándose de la isla de Menorca, y ofreciósela al Rey de España, por si le vencía el agradecimiento a tanta fineza: Jorge II le tentó poderosamente con la restitución de Gibraltar en declarándose aliado suyo; y apoyados sobre tan sólidos fundamentos los respectivos embajadores, apuraron cuantos recursos diplomáticos les sugirió su buen ingenio y la grande solicitud por servir cada uno a su soberano. Dando vado a los sentimientos del alma, Fernando VI, muy amante de su familia, hubiera cedido a las instancias de Luis XV; dejándose llevar del clamor popular que decía, Con todo el mundo guerra y paz con Inglaterra, se hubiera juntado a Jorge II; pero firme en el convencimiento de que su monarquía necesitaba de reposo, opuestísimo a recibir la ley de nadie, satisfecho de reinar sosegadamente sobre los dominios que las guerras anteriores no habían segregado de su corona, supo acallar los afectos de hombre, cumplir las obligaciones de rey, ser insensible a los halagos, cauto contra las asechanzas, y siempre digno y al nivel de tan alto puesto como el trono, sacar ilesa de continuas acometidas y triunfante y fecunda en bienes la neutralidad española74.

Con todo, no pasó aquella época sin revueltas; antes bien el deseo de establecer mayor intimidad entre las cortes de Madrid y Lisboa las produjo allende los mares. Desde 1680 duraban las disputas sobre la Colonia del Sacramento, fundada por los portugueses entre el Brasil y el río de la Plata, y en territorio cuya pertenencia reclamaban los españoles; y el laudable propósito de cortarlas inspiró a los monarcas de ambos países un tratado (1750). Según su letra, la Colonia del Sacramento sería de España, y se agregarían a Portugal las misiones de los jesuitas en el Paraguay y la provincia de Tuy en Galicia. Allá fueron de comisarios regios el español marqués de Valdelirios y el portugués Freire de Andrade, y no lograron ejecutar lo estipulado entre sus monarcas, porque las treinta y una poblaciones de indios paraguayeses se rebelaron y combatieron para impedirlo, en términos que sólo exterminándolos se hubiera domado su pertinacia75.

Entre muchas prosperidades no experimentaron los reyes más contratiempo, y, sin embargo, languidecían por consecuencia de su afección hipocondríaca. Únicamente se la mitigaban algún tanto los fastuosos espectáculos teatrales del Buen Retiro, superiores quizá a los de la época del Conde-Duque, y dirigidos con esmerada maestría por Farinelli, quien ascendió así a un valimiento de que jamás cayó ni hizo abuso.

Ya insensible a los efectos del lenitivo, falleció Bárbara de Braganza (1758): viudo Fernando VI, empezó por temer que moriría apenas se metiera en el lecho; siguió por caer postrado y por repugnar el alimento, las medicinas y la limpieza; y acabó por expirar sin sucesión antes de un año en el castillo de Villaviciosa (10 de agosto de 1759).

Para el cabal resumen de las cosas de Estado, fuerza es conocer las negociaciones entre España y la Santa Sede bajo los primeros Borbones. Dentro de los Estados Pontificios el general austríaco Daun, a principios de 1709, intimó al pontífice Clemente XI que reconociera por rey católico al Archiduque, si quería evitar que ocupara a Roma con sus soldados. Habiendo ya reconocido a Felipe V y anhelando eludir la respuesta, propuso el Papa la dificultad a una congregación de cardenales: allí el embajador duque de Uceda y don José Molinés, auditor de la Rota, protestaron contra toda resolución perjudicial a su Monarca; pero el Pontífice se hubo de someter a las exigencias imperiales, porque los españoles fundaban su justicia en papeles, y los austríacos amenazaban con las bayonetas para consumar su tiranía76. Al saberlo Felipe V mandó, según consultas muy respetables, expedir al Nuncio los pasaportes y cerrar el tribunal de la Nunciatura, erigido para comodidad de los súbditos a instancia de sus predecesores, debiendo por tanto los obispos administrar sus dependencias como en lo antiguo77.

Tiempos después fue a París el nuncio Aldrobandi, encargado especialmente de anudar las relaciones con España por mediación de Luis XIV. No menos blando Felipe V a las insinuaciones de su abuelo que deseoso de vivir en armonía con el Papa, nombró a D. Melchor Rafael de Macanaz para que se dirigiera a la corte francesa y negociara un concordato. De que tal elección era sumamente acertada respondían la experiencia, rectitud y literatura del sugeto. Nacido en Hellín hacia los primeros años del reinado de Carlos II; muy aventajado como estudiante en Salamanca y como abogado en la corte, cuando vino la nueva dinastía siguió al Soberano en las jornadas de Portugal y de Cataluña, ilustrándole con sus doctos consejos: le tocó luego uniformar el gobierno de Valencia con el de Castilla, y dedicábase a lo propio en Aragón como su intendente, al tiempo en que fue designado para ir a tratar con el nuncio Aldrobandi. A tomar órdenes se presentó en Madrid prontamente: las recibió muy perentorias para evacuar una consulta sobre las atribuciones del Consejo de Castilla; y la prontitud y erudición con que desempeñó el difícil encargo, el antiguo conocimiento que tenía el Rey de sus aciertos habituales, el alto concepto que formó de su capacidad la princesa de los Ursinos, y la circunstancia de darse entonces nueva planta al Consejo de Castilla, por suprimirse los de Aragón, Italia y Flandes, hicieron que se le nombrara fiscal general del reino, obligándole esta investidura a emitir su dictamen sobre todos los asuntos políticos, judiciales y contenciosos78. No se le relevó, sin embargo, de dirigir las negociaciones con Roma, y a propuesta suya marchó a París D. José Rodrigo Villalpando para entablarlas y seguirlas.

Además de las envidias con que luchan los que sobresalen y son dignos de la confianza de los reyes, suscitáronse contra Macanaz peligrosas enemistades; la del inquisidor general D. Francisco Júdice porque le impidió alcanzar la mitra de Toledo; la de los jesuitas por haber estos averiguado que tenía escritos dos tomos contra sus tiranías, engaños y crueldades en el Nuevo Mundo. Al pronto los tiros que se le asestaron de resultas sirvieron sólo para realzar su valimiento, bien que más tarde le acibararan la existencia con persecuciones y calumnias; juntamente aplacaba el Padre Pedro Robinet, confesor del Monarca, a los de su orden religiosa, y salía del reino el cardenal Júdice bajo las apariencias de una misión diplomática cerca de Luis XIV, inferior a su categoría, y por tanto demostrativa de su desgracia79.

Mal avenido el purpurado con su destierro, y ansioso de recuperar su influencia, escribió a la capital del mundo cristiano que andaban en manos de herejes los tratos para dirimir las disputas entre Roma y España. Estos iban avanzando por buen sendero, aunque lentamente: se ventilaban los puntos más arduos con solidez y con reverencia: Aldrobandi no hallaba qué oponer a las réplicas apremiantes redactadas por Macanaz y trasmitidas a Villalpando: todo auguraba un feliz desenlace; mas embarazólo Júdice con sus falsas noticias, que produjeron breves del Papa y cartas del cardenal Conradini a los prelados españoles y a algunos ministros con amenazas de anatemas. Como lo que Aldrobandi y Villalpando trataban en París era secreto hasta la conclusión del concordato y urgía sosegar las conciencias, expidióse al Consejo de Castilla Real orden para que elevara consulta sobre cada uno de los puntos que se cuestionaban con Roma, sin expresarle esta circunstancia. Sobre el dictamen del fiscal general del reino quiso el Consejo fundar el suyo; y no otro origen tuvo el Memorial de los cincuenta y cinco párrafos, a que debió Macanaz todas sus vicisitudes y mucha parte de su renombre.

Según las máximas regalistas, y por consiguiente de Macanaz, que las sostuvo con gran tesón y copia de razones, sobre materias de fe y religión se debe seguir ciegamente la doctrina de la Iglesia, explicada por cánones y concilios; pero en cuanto al gobierno temporal se atiene cada soberano a las leyes municipales de sus reinos, y más cuando las producen o corroboran disposiciones canónicas o conciliares. Así lo expresó Macanaz en su pedimento famoso, que, relativamente a pensiones, derechos de Dataría, renovaciones de beneficios, coadjutorías con futura sucesión y expolios y vacantes, reprodujo el Memorial de Pimentel y Chumacero, recordado a Felipe V por las Cortes de 1713. Respecto del excesivo número de religiosos, de bienes raíces sepultados en manos muertas, de lugares de asilo que ataban las manos a los jueces para perseguir a los criminales, hízose órgano de las doctrinas de los teólogos, jurisconsultos y autores políticos de más nota. Por el restablecimiento de prácticas antiguas abogó simplemente al solicitar que no se admitiera Nuncio con jurisdicción en España, y que los cabildos eligieran a los prelados y los confirmaran los reyes. Esto último lo fundaba en haber quebrantado el Sumo Pontífice la concordia por cuya virtud los nombraban los soberanos y los confirmaban los Papas, ya negando su aprobación a los presentados por Felipe V, aunque eran varones de virtud y ciencia, ya despachando bulas a los designados por el Archiduque, sin embargo de ser rebeldes y de estar llenos de pecados públicos y de vicios.

Para evacuar bien la consulta acordó el Consejo que del pedimento de Macanaz se sacaran copias: varias de ellas fueron a parar a la corte de Roma; y de allí a manos del cardenal Júdice con el incalificable mandato de prohibir, como inquisidor general, este pedimento nada heterodoxo, y que no pasaba de ser un papel de oficio y con la calidad de secreto. Después de resistirlo algún tanto, no por escrúpulo sino por miedo, ya seguro de la protección de Roma y de Viena, consumó Júdice el atentado, extendiendo la prohibición a las obras de Barclai y Talon, escritores franceses. Indignado Felipe V mandó arrancar el edicto inquisitorial de los templos; obligó a Júdice a la renuncia de su cargo, intimándole ir a su arzobispado de Monreal en Sicilia sin pasar por España; estrechó al Consejo de Castilla para que sobre el pedimento de Macanaz votara separadamente y por escrito cada uno de sus individuos; y nombró quien ordenara, sin levantar mano, lo que resultase de los votos80.

Ya no parecía posible que se renovaran los tropiezos para que se condenara lo arbitrario y prevaleciera lo justo, deslindándose lo espiritual y lo temporal con ventaja de ambas potestades; pero el segundo matrimonio de Felipe V disipó tan legítimas esperanzas. Componiéndolo a su voluntad Julio Alberoni, se propuso ocupar el más alto puesto en la gobernación del Estado, ajustar las diferencias pendientes a gusto de Roma y obtener como galardón el capelo; y naturalmente confiaba en que nada se le malograría si la nueva Reina se le declaraba protectora. Para torcer el curso de los tratos seguidos con el nuncio Aldrobandi, necesitaba procurar la vuelta de Júdice a España; y no podía ascender al mando sin destruir antes la influencia de la princesa de los Ursinos.

A la sazón estaban en la frontera de Francia D. Francisco Júdice y la viuda de Carlos II, interesada por este purpurado, con quien tuvo algunas entrevistas: por allí vino Isabel de Farnesio, sobrina de aquella señora, cuyas inspiraciones recibió al paso: con el fin de afirmarla en ellas se adelantó Julio Alberoni hasta Pamplona: se tocaron los primeros efectos de semejantes maquinaciones con la áspera despedida de la princesa de los Ursinos en Jadraque; y a los dos meses ya había alcanzado la nueva Reina que Júdice volviera a la gracia del Rey, y a España, y al desempeño de su alto cargo. Temiendo con razón Macanaz las persecuciones que iban a afligirle, apresuróse a pedir Real licencia para tomar baños y restablecer su salud en Francia; se la otorgó el Rey de mal grado; y aquel español eminente emprendió el viaje con gran fe en la bondad y el triunfo de sus opiniones, y sin la más leve sospecha de que su expatriación voluntaria se había de prolongar muchos años81.

Cuando Alberoni obtuvo el mando, siguieron al hilo de su conveniencia las negociaciones con Roma; y en agradecimiento del capelo, que satisfizo al fin sus más vivas ansias, dio por terminado en 1717 un mezquino ajuste, mediante el cual se otorgaron al Rey los breves de Cruzada, Subsidio, Excusado, Millones y una décima de las rentas eclesiásticas de España e Indias, determinándose que las relaciones con la Dataría y la corte romana prosiguieran lo mismo que antes82. No más de once meses duró esta avenencia entre las dos cortes. Receloso Alberoni de que Júdice contrapesara su influencia, le arruinó al cabo, y para inquisidor general fue elegido D. José Molinés, residente, como se ha dicho, en Roma. Ya bastante anciano, temió embarcarse: a su paso por los dominios de Austria pusiéronle preso; y desentendiéndose la corte de Viena de las reclamaciones, una escuadra española, prevenida a instancia del Papa contra turcos y a favor de alemanes y venecianos, mudó rumbo y apoderóse de la isla de Cerdeña. En tales circunstancias fue Alberoni presentado para la mitra de Sevilla; por manejos del embajador austríaco en Roma no expidió el Sumo Pontífice las bulas; se cortaron las relaciones flojamente anudadas; se suspendieron las gracias de Cruzada, Excusado y Subsidio; y primero el arzobispo toledano D. Francisco Valero y Losa y después los más de los prelados españoles concedieron indulto a sus diocesanos para comer lacticinios en días de viernes. Sólo tras la caída y expulsión de Alberoni restableció el Padre Santo estas gracias y admitió el Monarca español nuevo Nuncio83.

Cuatro años más tarde, el obispo de Cartagena D. Luis Belluga alcanzó del papa Inocencio XIII la bula Apostolici ministerii, que se redujo a la observancia del concilio de Trento contra el excesivo número de eclesiásticos seculares y regulares. Nada mas que a los que debieran entrar al servicio de alguna iglesia darían los prelados la primera tonsura, y las ordenes sagradas solo a los que acreditaran congrua bastante, instrucción sólida y puras costumbres; y obligación del Nuncio sería impedir que entraran en los conventos más individuos que los que se pudieran sostener con las rentas propias o las limosnas habituales. Contra esta bula clamaron las comunidades en cierto Memorial hábilmente escrito, donde se glosaban las palabras de Dios a Moisés: A la tribu de Leví no quieras numerarla. Refutándolo con otro un varón grave, retirado sesenta y dos años había del siglo, fijó superiormente la cuestión en esta frase dirigida al Monarca: Señor, somos muchos; el por qué no quieren numerarse lo saben los frailes y lo lloran los religiosos.84 A la verdad el remedio era harto flojo para el daño, tan intenso y terrible que procuraba su extirpación hasta el mismo D. Luis Belluga, sin embargo de haber conseguido el capelo porque siempre se había opuesto al Gobierno de España en cuantas diferencias tuvo este con la corte de Roma.85

Otro individuo del Sacro Colegio, D. Troyano Aquaviva, representó a España en las negociaciones seguidas durante el pontificado de Clemente XII, esforzando las instancias con documentos sacados de los archivos reales y con las instrucciones de D. José Rodrigo Villalpando, hechura de Macanaz y ministro ya de Gracia y Justicia. De todo provino el concordato de 1737, por el cual se redujeron los asilos y los casos en que habían de sufragar a los reos; se dispuso que los Ordinarios economizaran las censuras y excomuniones; autorizóse a los metropolitanos para visitar las casas de regulares e informar al Pontífice de los abusos que necesitaran enmienda; quedaron sujetos a las mismas cargas que los bienes de los seglares los que pasaran a manos muertas desde entonces; se avino el Papa a no imponer pensiones sobre las parroquias, y aplazó la rebaja de las costas de la Nunciatura para cuando adquiriera más informes.

Muy despacio se iban así desterrando abusos, pero el Consejo de Castilla estaba a mal con tan perniciosas lentitudes, y tuvo por insuficiente este concordato, que dejaba sin decidir muchos puntos de trascendencia. Vanamente se dijo en uno de sus artículos que todas las demás cosas solicitadas y no convenidas siguieran como antes y no se pudieran controvertir de nuevo, pues sin interrupción alguna se ventilaron en graves escritos, y a la larga dieron origen a otros tratos bajo el pontificado del gran Benedicto XIV, resultando el concordato de 1753, en que intervinieron al principio los cardenales Aquaviva y Belluga y últimamente D. Manuel Ventura Figueroa86. Allí se reconoció el Patronato universal de la Corona, reservando en su consecuencia la Santa Sede a su privativa libre colación no más de cincuenta y dos beneficios para premiar a eclesiásticos españoles; abolióse la exacción de las cédulas bancarias, postrer ardid con que se estaba eludiendo la prohibición primitiva de conceder beneficios eclesiásticos a extranjeros y la posterior de recargarlos con pensiones; se declaró atribución de los monarcas el nombramiento de los ecónomos y colectores de Expolios y Vacantes, en inteligencia de aplicarse a los usos prescritos por los sagrados cánones sus efectos y frutos; y expresó además aquel Pontífice ilustrado ardientes deseos de ocuparse, a pesar de sus muchos años y negocios, en la obra saludable de reformar la disciplina de ambos cleros, cuando el Rey le propusiera los artículos sobre que había de versar la reforma.

Estos progresos en las negociaciones con la corte romana patentizan como avanzaban los regalistas camino del triunfo, a pesar de la grande influencia política de los jesuitas desde el advenimiento de los Borbones, por la vía del Real confesonario, cuya posesión reclamaron los dominicos sin ningún fruto87. Jesuitas fueron todos los confesores de Felipe V, y ensancharon sus sagradas atribuciones a asuntos profanos hasta dictar las elecciones de ministros superiores y aun subalternos88. Como aristócratas de las órdenes religiosas, se ramificaron en la sociedad civil con los magnates, apoderándose de su educación en el Seminario de Nobles, creado en el año de 1727: de parciales suyos blasonaron generalmente cuantos salían de los seis colegios mayores, donde, a fuerza de abusos y fraudes, hijos de familias privilegiadas usurpaban sus prerrogativas a la pobreza: contra los jesuitas seguían figurando más o menos de frente las otras órdenes religiosas, las universidades y el pueblo, que los veía a disgusto dentro de Zamora, los echaba a pedradas de Toro y resistía su admisión en Vitoria89.

Con su apoyo los escudaba Isabel de Farnesio, y prosiguieron influyentes, aun después de cerciorarse Felipe V de que los jesuitas eran hombres de fidelidad insegura. Día hubo en que dirigió al Padre Guillelmo Daubenton estas severísimas frases: ¿No estáis contento de vender lo que ha pasado por vuestra mano, sino que venís a vender a Dios por venderme a mí? Retiraos y no volváis más a mi presencia; frases que instantáneamente privaron al jesuita del sentido y a poco tiempo de la vida. Se las sugirió al Soberano la indignación de ver revelado por este religioso al Duque Regente de Francia, y cuando aún era secreto de confesión, el designio de abdicar la corona en D. Luis, príncipe de Asturias; y no admitía réplica esta acusación formidable, presentándole por testimonio la carta escrita de su puño.

A los veinte años de este suceso refiriólo Fray Nicolás de Jesús Belando en su Historia civil de España, y circuló el libro sin tropiezo hasta que lo prohibió el Santo Oficio por instigación del jesuita Lefévre, confesor del Monarca, y a pesar de haber precedido las correspondientes licencias. Preso el autor inquisitorialmente, se le reconvino por haberse declarado apologista de Macanaz en su obra, y repuso con noble entereza que en los tres tomos de que constaba no cabía el elogio de ministro tan recto y sabio, perseguido a causa de que los jesuitas, por conducto de los confesores, tenían al Rey encerrado en sus escrúpulos como en un calabozo, y bajo dura esclavitud la España y todo el Nuevo Mundo90.

Así se explica perfectamente que Macanaz conservara el favor de Felipe V, gozara pensión suyo, supiera agradarle con oportunas representaciones sobre materias de gobierno, recibiera cargos diplomáticos de importancia, y siguiera ausente año y año; y que estando varias veces en vísperas de ser elevado a ministro, no pudiera volver a su patria. Por hereje, apóstata y fugitivo había intentado procesarle el inquisidor general Júdice, no bien restituido a su puesto, constando haber marchado con Real licencia, y a la par que su profesión de fe era aprobada por el Papa, y que su pluma llenaba muchos volúmenes contra el jansenismo, a favor de la religión católica y hasta del Santo Oficio de España91. Tan injusta causa no pasó de los principios, ni llegó a sobreseimiento, ni fue otra cosa que un trampantojo para que aquel varón ilustre no se rehabilitara nunca, pues la Inquisición española, fomentando las delaciones y dando asenso a las sospechas vagas, procuró siempre inutilizar a las personas de más valía; todo por mantener la prepotencia92.




ArribaAbajoCapítulo IV

Adelantos materiales e intelectuales


Planes de Macanaz.-Doctrinas de Feijoó.-Su concordancia.-Diversa fortuna de uno y otro.- Índice expurgatorio de 1747.-Providencias dignas de aplauso.-Extranjeros ilustres entre españoles.-Creación de Academias.-Ciencias exactas y naturales.-Conatos de reformar la jurisprudencia.-Primeros albores de la restauración literaria.-El periodismo.-Aspecto general de España.

Con la elevación de Macanaz al poder hubieran ido menos despacio las reformas que tenía bien meditadas, como lo demuestran sus vastos planes. Formólos en el retiro de su gabinete, y, sometidos a la corona, experimentó la satisfacción de que fueran bien recibidos y el pesar de que no fueran ejecutados. Años después se practicaron en mucha parte, y así es menester avalorarlos desde ahora.

Siempre católico el antiguo fiscal del reino, asentaba por base de todo, que en la monarquía donde la religión no se respeta vive la disolución encumbrada, la tiranía favorecida, la injusticia con muchos auxiliares y la virtud con pocos profesores93. Pareciéndole buena la Inquisición española, queríala menos autorizada; reducida al conocimiento de las causas de fe, y sin jurisdicción temporal ninguna; vigilada en su Consejo Supremo por dos miembros del de Castilla; en sus tribunales inferiores por dos magistrados de las chancillerías o audiencias, y donde no las hubiese, por la persona más capaz de exponer lo que necesitara remedio; sujeta a que los dependientes de sus ministros no gozaran de fuero alguno, a no prohibir libros sin pedir y guardar la resolución soberana, a no contradecir que precediera el exequatur a la admisión de bulas y breves de Roma, y que nombrara el Rey los calificadores del Santo Oficio. Emanando Principalmente los abusos en estas cosas de haberse olvidado los mayores derechos reales, como esparcidos en diversos papeles compuestos para especiales casos, opinaba por coleccionarlos en uno o dos tomos con el título de Regalías de la Corona, a fin de que sin dificultad los conocieran los vasallos y con empeño los sustentaran los ministros94.

En su dictamen se debía fijar el número de conventos por el de los que hubo al principio de las diversas fundaciones; solo a los mayores de edad se daría hábito religioso y después que en el ejército sirvieran tres años; no poseerían otros bienes que los indispensables para el sustento, administrándolos seglares, y los demás pasarían al fisco95. Todos los institutos religiosos posteriores a la reforma de Cisneros habían de extinguirse, menos los fundados por españoles; comprendido estaba, pues, en la excepción el de San Ignacio de Loyola, y Macanaz tenía a sus miembros por enemigos tenaces de la dignidad episcopal y del Estado. Con apoderarse de sus archivos y papeles en todo el reino a una misma hora juzgaba que resultarían pruebas evidentes de su ambición, malicia y máximas perniciosas, y razones fundadas para mandarles vivir sometidos a su respectivo juez diocesano, abstenerse de figurar en asuntos políticos y de mantener correspondencia con los príncipes extranjeros. Si se les encontraba cosa que conspirara contra la Majestad o ruina del Estado, que podía ser no imposible, se tomarían aquellas providencias correspondientes al delito96

Cuáles de estas doctrinas de Macanaz se deslizaran a la herejía no lo concibe el recto discurso, y sí que, hallándose inocente y víctima de persecuciones, le salieran del alma las protestas ante Dios, como único justo juez, de que jamás tuvo pensamiento dirigido a otro fin que el de su mayor honra y gloria, el de la sumisión, reverencia y adoración a la Santa Sede, y el de la quietud del Rey y vasallos97. Pero no hay victoria sin combate, y como lo sostuvo impávidamente este varón insigne, yendo algo delante de su tiempo, fue mártir de las opiniones que prevalecieron al cabo en los días felices por donde ha de marchar nuestra historia.

Magistralmente discurría también el antiguo fiscal general sobre todo lo relativo a la gobernación del Estado, y muchos pensamientos suyos se llegaron a consignar en pragmáticas o cédulas Reales. Para dar a cada uno su derecho aconsejaba la promulgación de un código en que las leyes fueran pocas, sólidas y no ocasionadas a ofuscar el entendimiento en vez de ilustrarlo; la fijación de términos improrrogables al fallo de todas las causas, y el castigo de los magistrados que empañaran el limpio cristal de la justicia98. Para tener un ejército según lo requerían la conservación del orden público y la resistencia a las invasiones, apoyaba entre otros arbitrios el reclutamiento por sorteo; la subordinación y puntualidad en las pagas; el premio al mérito personal sin preeminencias de cuna; el trato a la tropa guiado por la humanidad y no por la fiereza, que daba lugar a deserciones y a que todos mirasen con horror la milicia; y el establecimiento de pensiones destinadas a que durante la vejez gozaran cómodo retiro los que en la juventud habían expuesto la vida por la patria99. Sobre hacienda juzgaba que, sin, la formación de una estadística donde constara el número de contribuyentes, la calidad de sus posesiones o industrias y la noticia de sus rentas o sus ganancias, se procedería a ciegas en asunto de tanta monta; así como ni el erario percibiría lo bastante, ni los pueblos experimentarían alivio hasta que los intendentes administraran y recaudaran las contribuciones. Hecho de esta suerte, no perjudicaría a la riqueza la exacción del 10 por 100 de los productos de todo lo imponible y por toda clase de derechos, exceptuando a los que alcanzaran bienes por sus servicios militares, y a los pobres, aunque poseyeran algún ganado, pues con permitirles respiro se les ayudaba para que luego pagaran más desahogadamente100.

Tras de emitir la idea importante de que la autoridad con que las minas de oro y plata revisten al país que las tiene, sirve sólo para debilitarla y engrandecer a las otras naciones, si se olvidan los verdaderos manantiales de prosperidad y riqueza, exhortaba Macanaz a que se dedicara todo el cuidado, malamente puesto en las minas, al fomento de la agricultura, industria y comercio. Medios oportunos de alcanzar este fin eran sin duda perseguir la ociosidad y honrar el trabajo; fiar la dirección de los pósitos a un ministro vigilante en estorbar los manejos de los magnates y los vejámenes de los infelices; abrir caminos y canales que llegaran hasta los puertos; edificar en los mejores escuelas de náutica y arsenales, a cuyos trabajos se destinaran los reos de varios delitos que se castigaban con la muerte; figurar como primer comerciante el Monarca para desvanecer la preocupación sobre lo indecoroso de este ejercicio; erigir fábricas por sí propio y dejarlas a los particulares; crear sociedades patrióticas en los pueblos de muchos vecinos para que establecieran industrias proporcionadas a sus frutos; traer artífices extranjeros que enseñaran a los naturales; eximir todo lo posible del servicio de las armas a labradores y artesanos, y considerarles en los tributos; prohibir la extracción de las primeras materias; celebrar tratados de comercio con mutuas ventajas; abolir los derechos de puertas y de consumos; galardonar liberalmente a cuantos hiciesen descubrimientos útiles de cualquiera clase101.

Fija la mente de este gran español en el progreso de las luces, pretendía que se fundaran Academias de ciencias y artes; que fueran jóvenes pensionados a Roma para instruirse en la pintura y estatuaria; que todos los años recorrieran la Europa tres o cuatro personas de la Real confianza para conocer a los sugetos de alto mérito en ciencias políticas y de Estado, y atraerlos con arte, aunque se hubiera de gastar mucho, pues sus avisos o consejos producirían más en determinadas ocasiones; que se recompensaran a menudo tanto las acciones del valor como los productos del entendimiento, atendiéndose a la pluma ni más ni menos que a la espada.

Todo esto exigía un rey perseverante en el convencimiento de que sólo el amor a la virtud y los vasallos hace ligera la corona. Le ganaría las voluntades el dominio sobre sí propio; el afán por la observancia de las leyes; la discreción en no engañar ni ser engañado; la energía para castigar a los lisonjeros como traidores; la liberalidad sin profusión; la clemencia sin debilidad; el patrocinio a las viudas de honor y familias de clase; la distribución metódica de las horas con la alternativa del trabajo y las diversiones honestas, de modo que no hallara hueco el fastidio; la cordura de portarse en todos sus actos con la reputación correspondiente a su jerarquía suprema. Para ministros debía elegir hombres de justificación de pensamientos, verdad en las palabras, pureza de obras, instrucción vasta y laboriosidad suma, conservándolos hasta que la vejez los inutilizara, por evitar las contingencias de mudarlos frecuentemente. Nada más desdorante de la Majestad y calamitoso para el pueblo que los privados; si alcanzaba mucha parcialidad alguno de los principales de su reino, le apartaría decorosamente de la corte con una embajada. Cierta familiaridad cabía entre el soberano y los ministros y otras personas entendidas, desinteresadas y prudentes que le ilustraran con sus informes. Proponiéndoles separadamente un asunto, y juntando los votos particulares, después de alternar las materias, formaría una colección luminosa, donde hallara arbitrios para cualesquiera circunstancias. Mucho importaba que diera públicas audiencias; costumbre española caída en desuso por la lisonja y tiranía de los magnates; obligación de conciencia en los soberanos para reprimir a los orgullosos y amparar a los abatidos; canal por donde suelen adquirirse graves noticias y provechosas enseñanzas. Le convendría además escoger en las ciudades de sus reinos varones ejemplares y doctos que le informaran de los individuos más dignos de ocupar los puestos vacantes; con lo que, cerradas las puertas del valimiento, sólo el mérito personal abriría sendas para todo102.

De su piedad acrisolada ofrecía Macanaz pruebas relevantes, clamando contra los blasfemos hasta pedir que se les taladrara la lengua con un hierro hecho ascua; contra los que suscitaran disputas sobre cosas no decididas por la Santa Sede, para evitar las ruinas espirituales inherentes quizá a este abuso; contra los predicadores, que elegían la cátedra del Espíritu-Santo más para crédito de sus imprudencias que para reprensión de los vicios, no oyéndose en los púlpitos más que atrevidas proposiciones, temas no bien sonantes, y aun muchas veces símiles y ejemplares gentílicos y aun pensamientos temerarios103. Eco fiel semejaba de Fray Hortensio Félix Paravicino inculcando al soberano la máxima de no elegir para la presidencia del Consejo a prelados, que, sobre no ser comúnmente jurisconsultos y descuidar con tal encargo la dirección de sus ovejas, se inclinarían a la jurisdicción eclesiástica en menoscabo de las regalías de la corona104; y parecía como si leyera en lo por venir cuando impugnaba que los ministros aconsejaran al monarca disposiciones para que los vasallos dejaran su traje y adoptaran alguno extranjero, pues se abriría así la puerta a una conspiración general y fatalísima y peligrosa105.

Excelentes eran las providencias que el docto Macanaz concebía, sólo que, arrebatado por su gran celo, no reparaba en que al dictarlas se hirieran preocupaciones o se atropellaran dificultades. Desvanecer las unas y orillar las otras para producir el bien común se necesitaba sin duda, como necesitan los labradores desbrozar el terreno para que prenda y fructifique la semilla. Donde los más nobles y discretos decían sobre la total decadencia: A mí no me corresponde gobernar, cada uno haga lo que le toca106, y nada más que a impulsos del fanatismo sacudía la muchedumbre su letargo, no bastaba instruir en cosas de gobierno al soberano y sus ministros para formular buenas leyes, era menester enseñar a discurrir a los particulares con el fin de que, mejorándose las ideas, se facilitaran las reformas.

Un monje benedictino, Fray Benito Gerónimo Feijoó, acometió la empresa magna. Había nacido en un rincón de la provincia de Orense; avecinóse con muy noble plaza en la república de las letras; vivirá entre nosotros mientras España sea culta. Dotado de ánimo generoso y de voluntad perseverante, se propuso desterrar errores comunes a riesgo de ser malquisto entre los engañadores porque les descubría la maraña, y entre los engañados porque patentizaba su rudeza. Desde que, augurando a sus trabajos muchas impugnaciones, se expresó de este modo: Bien sé que no hay más rígido censor de un libro que aquel que no tiene habilidad para dictar una carta, hasta que supuso que sus años y sus achaques no le consentirían tomar nuevamente la pluma, y dijo por vía de despedida: Llegué al término de mi carrera literaria, habiendo observado en cuanto he escrito la fe que debía como cristiano, como religioso y como hombre de bien, trascurrieron veinte y siete años, y aún pudo escribir siete más adelante: No es imposible que tal cual rato tome la pluma para tirar uno u otro rasgo, porque mi genio es tal que me avergüenzo de estar enteramente por de más en el mundo.107

Mal pudo contarse entre los muchos que parece habitan la tierra no más que para disfrutarla, pues debiendo a Dios gran talento y no corta vida, hizo de estos beneficios tan digno uso como el de aplicarse con santa intención y actividad nunca remisa a la propagación de la enseñanza, y la derivó de este principio, que puede valer por axioma: En la esfera del entendimiento sólo hay dos puntos fijos para acertar, la revelación y la demostración; quien no observare diligente el primero de estos puntos en el hemisferio de la Gracia, y el segundo en el de la Naturaleza, jamás llegará al puerto de la verdad.108 Que fuera de rumbo iban infinitos demostrólo observando que el docto escribe lo que finge el vulgo, y después el vulgo cree lo que escribe el docto, con lo cual hacen las noticias viciadas en el cuerpo político una circulación semejante a la de los humores viciosos en el cuerpo humano109. Contra las preocupaciones que dan por seguro que la felicidad mora en los palacios y la desventura en las chozas, que la virtud es toda aspereza y el vicio todo delicias, y la mentira siempre hija de algo; contra duendes, zahoríes, brujas y artes de magia; contra los años climatéricos, los días críticos y la influencia de los eclipses y los cometas en los sucesos sublunares; contra los falsos milagros y las profecías supuestas, llenó muchas y elocuentes páginas el preclaro benedictino con su vigorosa y fácil pluma.

Sobre el atraso de la instrucción pública en España persistió infatigable, opinando que el que supiera todo lo que bajo el nombre de filosofía se profesaba en las escuelas, sabía poco más que nada, aunque sonara mucho; y que el que por razones metafísicas y comunísimas pensara llegar al conocimiento de la naturaleza, deliraría tanto como el que juzgara ser dueño del mundo por tenerle en un mapa110. Así expuso lo que sobraba y faltaba en la enseñanza de cada una de las facultades: impugnó el abuso de las disputas en las aulas, adonde todos iban con propósito hecho de no ceder jamás al contrario, por buenas que fueran sus razones: tronó contra los argumentos de autoridad, sosteniendo que en cosas científicas, aun la de los Santos, sólo persuade a proporción de la razón en que se funda: abogó por el gran magisterio de la experiencia: lamentóse de que las matemáticas, no obstante de cautivar el entendimiento y aun la voluntad del que las cultiva, como que llevaban a la verdad y siempre ganando terreno, fueran tan forasteras en España, que hasta los eruditos ignoraban las voces facultativas más comunes; y en cuanto dijo sobre medicina, propendió a hacer patente que sólo podría lograr adelantos reconociendo su falibilidad y el influjo de la naturaleza para la curación de las enfermedades111.

Muy al cabo de los sistemas filosóficos antiguos y modernos, discurrió admirablemente este gran benedictino español sobre todos; y su mayor mérito estriba quizá en la intrepidez con que lo hizo cuando la autoridad de Aristóteles tiranizaba nuestras escuelas y se difundía por las comunidades religiosas punto menos que la de un Santo Padre. Esto le hubo de obligar a escribir terminantemente: Es menester un acto heroico para contradecir a Aristóteles donde, sobre cualquiera que se le oponga, granizan al momento tempestades de injurias. Lo tenía Feijoó de buen temple, y se declaró ciudadano libre de la república literaria, y decidido a seguir, con preferencia a toda autoridad privada, lo que la experiencia y la razón le demostraran ser verdadero, exceptuando nada más que los puntos de fe religiosa. Lejos de aplicar el examen a ellos, consideraba que el que sobre religión llega a prendarse nimiamente del propio discurso, tiene puesta la creencia al borde del precipicio, y que, de lo poco que alcanzamos en filosofía, se saca un eficaz antídoto contra el orgullo de los herejes, pues quien no penetra los misterios de la naturaleza, mal presume de sondear los de la gracia, y yerra en no desconfiar de su razón para rendirse a la autoridad muy obsequioso. Aunque los varios sistemas filosóficos inventados adolecieran de grandes dudas o declaradas nulidades, no desconfiaba de que se descubriera alguno tan cabal y fundado, que convenciera de su verdad al entendimiento, juzgando que por el método y órgano de Bacon parecía más verosímil conseguirlo. Una y muchas veces alabó las excelencias del sistema de Copérnico y el de Newton, que hacen al sol centro del mundo; una y muchas veces dejó a Aristóteles malparado; una y muchas veces se opuso a los que pugnaban por atar la razón humana con una cadena muy corta112.

Todo el anhelo de que es capaz un alma expansiva y una ambición recta dedicó el ilustre monje a poner a España en contacto intelectual con Europa. Aplaudiendo la sabiduría y señalando los senderos para alcanzarla, desmintió que los plazos de la vida se abreviaran con el estudio; recomendó no limitarlo a las obras del último siglo y medio, requerirlo en nuestros más selectos autores, extenderlo también a los de otros países, menospreciando el estribillo de los aires infectos del Norte, con que alucinaban a muchos buenos católicos los que repugnaban toda doctrina nueva; y manifestóse muy entendido en la bella literatura. Superiormente explicó los requisitos de la historia: sobre poesía halló mucho que censurar, y dijo que no había ningún poeta entre los innumerables coetáneos que hacían coplas y desfiguraban los pensamientos con locuciones extravagantes: de no haber estudiado retórica y sentirse apto para conmover los afectos, dedujo harto arbitrariamente que la elocuencia es naturaleza y no arte: contra la oratoria sagrada de su tiempo estuvo tan rígido como era forzoso, y tan sincero, que se acusó de haberla también practicado, acomodándose a una verbosidad viciosamente entumecida, en que se pretendía hacer pasar por gracia la ridiculez, por adorno el desaseo; por hermosura la fealdad, y aun tal vez por cultura la barbarie: de crítica hay ejemplares muy sazonados en todos sus libros113.

Ideas políticas sostuvo nunca viejas por lo excelentes: su razón no sufría la detestable máxima de que la tiranía se funda en el mismo derecho de la corona. A sus ojos las verdaderas artes de mandar consistían en elegir ministros sabios y rectos, premiar méritos y castigar delitos, velar sobre los intereses públicos y corresponder exactamente a las promesas. Combatiendo la preocupación que supone a la buena o a la mala cuna influjo en los pensamientos y las acciones, resistíasele que el mérito y aun la fortuna de un individuo hiciera gloriosa toda una descendencia, con lo cual eran muchos los que al nacer se hallaban la veneración pública dentro de casa, y se creían dispensados de negociarla por medio de alguna aplicación honrosa. Para perseguir la ociosidad y honrar el trabajo, propuso que averiguaran los magistrados de qué se sustentaban los residentes en sus jurisdicciones, pues, quitada la capa a lo que se llama vivir de ingenio, se hallaría cómo casi todo es vivir de vicio; que se disminuyeran a lo menos quince días de fiesta al año, con lo cual ganaría España muchos millones; que se instituyeran hospicios, donde refluyeran las limosnas repartidas indiscretamente por muchos; que se fundara en la corte un consejo de agricultura, compuesto de dos o tres labradores acomodados e inteligentes de cada provincia, y tuviera conferencias regladas para determinar lo más conveniente sobre providencias generales, y lo relativo a cada territorio, a cada fruto, a cada acaecimiento particular de carestía o de abundancia114.

Contra la opinión vulgarísima que encomia lo pasado sobre lo presente, dijo: «Usa el mundo el lenguaje de los envidiosos, que vituperan a los vivos y aplauden a los muertos; raros ojos tenemos que nos parecen las cosas mejor por la espalda que por el rostro.»-Apoyando la reforma de abusos, se expresó de este modo: «Camínese por tan pequeños pasos a la reforma que el pueblo apenas sienta el movimiento; de muchas tenues innovaciones se ha de componer la total que se pretende... Este temperamento es preciso por lo común; pero las grandes almas y dotadas de ilustres cualidades podrán excusarle, porque no se hicieron para ellas las reglas ordinarias; los genios peregrinos vuelan sobre las asperezas y llegan a sus fines por los atajos.» Loa y fama imperecedera merecería sólo por haber sustentado en España antes que otro alguno y a la faz del tribunal del Santo Oficio, que la tortura es un medio sumamente falible en la inquisición de los delitos, propalando que el estar admitida en el fuero eclesiástico no la privilegiaba del examen, y que a cualquiera era lícito discurrir sobre su conducencia o inconducencia, como ley puramente humana115.

Lo ya reseñado comprueba que Macanaz y Feijoó caminaron por diversas vías a iguales fines: aquel señalaba a los gobernantes planicies más extensas y horizontes más espaciosos: este enriquecía con un nuevo mundo intelectual a su patria: ambos fijaban un mismo centro; la fe religiosa; y venerándola sumisos, decía a su vez cada uno: Fuera de lo espiritual no tiene el Rey dependencia alguna del Papa.-Fuera de los dogmas católicos es libre el pensamiento para examinar todo género de cuestiones.-Y gracias a la potencia generadora del talento, aunque Macanaz vivía en la expatriación y Feijoó en el retiro, brillaban para sus compatriotas como inextinguibles lumbreras.

Parangonando con Macanaz a Feijoó, resaltaría la identidad de sus opiniones. Indudablemente el célebre monje tuvo por buenas y laudables las del antiguo fiscal general no menos famoso, pues citando al gran regalista D. Francisco Salgado, cuya estatua fue quemada un siglo antes al par que sus escritos en Roma, le aplaudió con estas palabras: «Espíritu sublime, que, entre escollos y sobre sirtes, supo navegar el mar de la jurisprudencia por donde hasta entonces se había juzgado impracticable, descubriendo rumbo para acordar las dos supremas potestades, pontificia y regia, por un estrecho tan delicado, que, a poco que se ladee el bajel del discurso, o se ha de romper contra el derecho natural o contra el divino»116. Además en 1739, cuando las causas de los padecimientos de Macanaz estaban al alcance de todos, expresóse Feijoó en términos de asegurar que sobre cuestiones meramente políticas y económicas versaban las disputas entre España y la Santa Sede117. Macanaz fue uno de los más entusiastas admiradores del benedictino gallego: al haber a las manos con agradabilísima sorpresa el primer tomo de sus obras, se lo leyó en una sola noche; según se fueron publicando los otros gozó el mismo intelectual deleite; y sobre todos los del Teatro Crítico y algunos de las Cartas Eruditas hizo muy curiosas anotaciones. Allí abundan elogios del monje preclaro, a quien las remitió el antiguo fiscal, por si de ellas podía sacar algún provecho con su aplicación incansable, no sin solicitar su indulgencia, y el acuse del recibo, y ocasiones para acreditarle el amor que le profesaba ya había muchos años118. Tibio es el ánimo que no se esparce viendo relacionados por tal vía los dos españoles más eminentes de su tiempo.

Ya en la cumbre de la celebridad bajo Felipe V, uno y otro debieron al sucesor Fernando VI altas distinciones. Fray Benito Gerónimo Feijoó fue de resultas consejero honorario; D. Melchor Rafael de Macanaz, representante español en las conferencias de Breda, donde estuvo a punto de conseguir la restitución de Gibraltar antes de que la paz de Aquisgrán se llevara a feliz remate; y por intercesión de Luis XV, que, teniéndole en gran estima, le llamaba siempre su viejo, casi octogenario pudo al fin regresar a la amada patria. Después continuó el Soberano mostrándose propicio al monje, no así al perseguido fiscal del reino.

Aunque al anunciarse Feijoó contra las preocupaciones, empezaba la nación a salir de ellas y a dedicarse a la buena literatura, eran muy pocos los que todavía se alistaban en sus banderas, y muchos los que se obstinaban en sostener las ideas vulgares y en negarse a la ilustración que iba asomando. Consiguientemente abundaron los impugnadores; y fuerza es decir que en su mayor número pertenecían a las comunidades religiosas. Tanto se enconaron las disputas, que el mismo docto benedictino trató varias veces con destemplanza y hasta con poquísima caridad a sus adversarios, no obstante su espíritu superior y genio bondadoso, y aun viendo multiplicarse las ediciones de sus libros, y nacer sin crédito y morir despreciadas las de los otros. Radicalmente, y de improviso cortó el monarca la polémica en esta forma: «Quiere S. M. que tenga presente el Consejo que cuando el P. Maestro Feijoó ha merecido a S. M. tan noble declaración de lo que le agradan sus escritos, no debe haber quien se atreva a impugnarlos, y mucho menos que por su Consejo se permita imprimirlo»119. ¡Providencia extraña y digna a la par de elogio y censura!

En cuanto a Macanaz, el favor del Rey duró poco; sólo reclamaba justicia y ni aun logró misericordia. Para retirarse a su casa había pedido licencia, y autorizósele para que viniera a la corte; mas parando el 29 de julio de 1749 en una de las plazas españolas próximas a la frontera de Francia, hallóse con que el gobernador tenía órdenes superiores de no permitirle pasar adelante hasta recibir otras nuevas. Estas llegaron al mes y dos días, y tan crueles e inhumanas, que por virtud de ellas se le condujo entre granaderos al castillo de San Antón de la Coruña. Consecuencia fueron de la antigua enemistad de los jesuitas, y de la reciente de varios ministros, a quienes había demostrado las grandes ventajas que de la paz de Aquisgrán resultarían a los españoles si no se le apartaba de negociarla, como lo solicitaron y consiguieron los franceses y los alemanes120. Todo se hizo sin noticia de Fernando VI, y así lo manifestó a Luis XV, que naturalmente reclamó la libertad del que se había resuelto a venir fiado en las Reales promesas. Fernando VI aseguró que satisfaría sus reclamaciones; muerto Carvajal y arruinado Ensenada, mudó de ministros; sabiendo que su confesor el Padre Francisco Rábago excitaba las revueltas del Paraguay, le apartó de su lado, y no quiso que le dirigieran la conciencia más jesuitas: contra estos religiosos expresóse en términos violentos y muy ajenos de su genial afable; pero, no obstante, los jesuitas se conservaron influyentes, como dueños ya del espíritu del Santo Oficio y dominadores de la voluntad de sus muchas hechuras en todos los ramos del gobierno. Así Macanaz, preso un año y otro, y llegando a frisar con los noventa, acostumbróse a ver su sepulcro en un calabozo.

Por entonces era inquisidor general D. Francisco Pérez del Prado, que se lamentaba de la infelicidad de su tiempo, en el que la osadía de algunos llegaba al extremo de pedir licencia para leer en idioma vulgar la Sagrada Escritura. De su orden formóse por los jesuitas Carrasco y Casani el Índice expurgatorio de 1747, donde se incluyeron a bulto las obras citadas por el jesuita Colonia en la Biblioteca janseniana, según representación de los religiosos dominicos al Consejo; y donde se anatematizaron las obras del cardenal de Noris, declaradas buenas y de libre curso por la Santa Sede a instancias de los agustinos; y donde también fueron comprendidas varias producciones del venerable Palafox y Mendoza, sin que a la sazón se alzaran voces en su defensa.

Siempre aquel tribunal formidable representaba la opresión y favorecía la ignorancia. Con todo, desde el establecimiento de la nueva dinastía, y por efecto del espíritu reformador que trajo, y a cuyo desarrollo contribuyeron sobremanera Macanaz y Feijoó divulgando buenas doctrinas, se lograron considerables adelantos, de que es preciso hacer una brevísima reseña.

Sobre las antiguas deudas de la corona se recargaron las contraídas por Felipe V, que hubo de rebajar el interés de los juros del cinco al tres por ciento;. Fernando VI ahorró bastantes millones, dejando, como se dijo vulgarmente, apuntalada la Tesorería; mas poco o nada hizo por satisfacer las deudas de su padre. Sin embargo, uno y otro adoptaron providencias muy oportunas; el primero con la creación de intendentes por decreto de 4 de julio de 1718; el segundo poniendo a cargo de estos la administración de las rentas Reales desde 1.º de enero de 1750, quitándosela a los hombres de negocios, y comenzando los trabajos para refundir en una sola contribución todas las rentas provinciales. Entonces se realizó de alguna manera el pensamiento de los Erarios públicos por los Cinco Gremios mayores.

Durante la guerra interior mejoróse el ejército no poco; de aquel tiempo datan el benemérito cuerpo de Ingenieros, los Guardias de Corps, la reforma de la compañía de Alabarderos, donde encontraron los sargentos honroso descanso; la institución de cadetes, por donde ingresaron los nobles en la carrera de las armas; y las milicias provinciales para hacer menos oneroso el servicio. Ya no imploraron la caridad pública de puerta en puerta los inutilizados en campaña, pues gozaron cómodo retiro en Toro, o Algeciras, o el Campo de San Roque.

Un solo carenero había el año 1715 en el puente de Zuazo, y ese sembrado de hortaliza; sólo cuatro navíos de línea y seis de poco porte dejaron los reyes de origen austríaco, y todos tan podridos que apenas podían aguantar el fuego de sus propias baterías121. Además de erigirse durante los primeros Borbones en la isla de León el colegio de Guardias marinas, y en Sevilla y en otros puntos las escuelas de pilotaje, se construyeron los arsenales de la Carraca, el Ferrol y la Habana; de allí salieron nuestras naves a ganar laureles en Orán con D. Francisco Cornejo, y en el Cabo Sicié con D. Juan José Navarro (1732-1744), o para enriquecer las ciencias con D. Jorge Juan y D. Antonio de Ulloa (1734-1746); y a la muerte de Fernando VI se componía la armada española de cuarenta y cuatro navíos de línea, diez y nueve fragatas, catorce jabeques, cuatro paquebotes e igual número de bombardas.

Procurando el fomento general, abrióse comunicación entre las dos Castillas por el puerto de Guadarrama; se empezaron las obras del canal de Campos; se crearon las Reales fábricas de paños en Guadalajara, de sedas en Talavera de la Reina, de cristales en San Ildefonso, y las compañías mercantiles de Caracas, Sevilla, la Habana y Cataluña; no pagaron derechos los granos y aguardientes trasportados de unos puertos españoles a otros, ni alcabalas y cientos las manufacturas de ciertas fábricas en la primera venta; y para aventajar a los ganaderos cargóse el servicio y montazgo sobre la extracción de las lanas.

Varios extranjeros distinguidos hallaron fraternidad entre los españoles, y correspondieron hidalgamente al hospedaje: Cervi dio vida a las sociedades médicas de Madrid y Sevilla; Virgili al colegio de Cirugía de Cádiz; Quer trabajó sin descanso para que el jardín Botánico no fuera un simple lugar de recreo, sino principalmente de estudio; Bowles comunicó grande impulso a la mineralogía; Ward presentó un excelente Proyecto económico para socorrer a los pobres y extinguir a los holgazanes; Godin figuró como director del colegio de Guardias marinas; Casiri reveló al mundo las riquezas que en manuscritos arábigos atesoraba el monasterio de San Lorenzo, y enseñó lenguas orientales; Iuvarra y Sachetti levantaron el Real Palacio que admira la corte; Olivieri promovió la creación de la Academia de Nobles Artes.

De que España es fecunda en ingenios y de que no provenía de sus naturales el funesto atraso de cultura, sino de los obstáculos con que el desarrollo intelectual tropezaba inevitablemente, se vieron las pruebas no bien comenzaron a ser movidos por la ilustración de los monarcas y sus inmediatos consejeros. Deplorando en su tertulia el docto duque de Escalona, marqués de Villena, los errores introducidos en la lengua castellana por la ignorancia y el mal gusto, y concibiendo la necesidad imprescindible de cultivarla elegantemente y fijar su pureza, fundó, con el apoyo de Felipe V, la Real Academia Española (1713), que muy luego publicó su primer Diccionario y un Tratado de Ortografía. Otra reunión tenían algunos escritores en una sala de la Real Biblioteca, erigida también entonces122. Allí se dolieron amargamente de las fábulas con que habían afeado la historia patria la credulidad y la impostura; y buscando por intercesor al benemérito secretario de la Cámara de Justicia D. Agustín de Montiano y Luyando, alcanzaron del Soberano la fundación de la Real Academia de la Historia, enriquecida pronto con multitud de preciosísimos documentos que descubrieron en los archivos públicos y particulares el Padre Andrés Burriel, D. Francisco Pérez Bayer y el marqués de Valdeflores. Bajo la protección Real nacieron casi al propio tiempo las Academias de Buenas Letras de Barcelona y de Sevilla (1751-1752), y a formar la historia de Cataluña y a facilitar medios de instrucción general se dedicaron desde luego una y otra. El célebre doctor D. Diego de Torres, hombre de singular travesura, poeta, almanaquista, espíritu a la par estudioso y aventurero, siempre con el donaire en la pluma, cuyas obras fueron las primeras que se publicaron por suscrición entre nuestros mayores, quiso fundar una Academia de Matemáticas en Salamanca; un trinitario, Fray Manuel Bernardo de Ribera, opusose terriblemente a una novedad semejante, y la Academia quedó en ciernes; pero el Monarca prohibió que saliera a luz el informe del religioso, y agració a Torres con la cátedra de matemáticas de la universidad salmantina, que estuvo sin maestro más de treinta años y sin enseñanza más de ciento cincuenta123.

Ya por aquellos días se preparaba el establecimiento de una gran Academia de Ciencias, y hubo quienes las dieran lustre. El Padre Tomás de la Cerda, jesuita y profesor de matemáticas de la Real Escuela erigida a la sazón en Barcelona, escribió para libro de texto un tratado muy apreciable; D. Juan Ortega, viajando por Europa, adquirió conocimientos no comunes y aplicóse a generalizarlos con sus libros; el doctor D. Manuel Martínez, prosista elegante, verdadero sabio, y formidable enemigo de los que, satisfechos con la ruin mecánica de tener qué comer, se olvidan de la noble tarea de buscar qué enseñar, imprimió nuevo rumbo al estudio de la medicina. Entre sus auxiliares más fuertes contáronse don Francisco Solano de Luque, sin rival en la observación del pulso; D. Andrés Piquer, juicioso autor desde los veinte y tres años, y el Padre Maestro D. Antonio José Rodríguez, monje cisterciense, quien destruyó además el falso concepto del vulgo acerca del latísimo poder del demonio124.

Por la reforma de la jurisprudencia trabajaron con grande ahínco Finestrés, haciendo especiales estudios sobre el derecho romano; Mayans y Siscar, investigando las fuentes del derecho público de España; el marqués de la Cañada, publicando las Instituciones prácticas de los juicios civiles; Mora Jaraba, denunciando los errores del derecho civil y abusos de los jurisperitos, y oponiéndose a los rutinarios, pertinaces en sostener que nada se perdía por vivir y pasar por donde nuestros mayores, como, si lo envejecido de un mal sirviera de consuelo, y como si fuera razón para caminar a un precipicio el número de los que se habían ya despeñado.

Universal era el afán de mejora. Luzán, en su Poética, blasonaba de adalid del buen gusto; don Juan de Iriarte, con sus varios escritos, procuraba facilitar y perfeccionar el estudio de las humanidades; el Padre Isla, con el Fray Gerundio, hería de muerte a los malos predicadores; Fray Jacinto de Segura señalaba con recta crítica las buenas fuentes de la historia, Fray Enrique Flórez bebía en ellas y conquistaba alto renombre dando a la estampa la Clave historial, el libro sobre las Medallas de las Colonias y municipios, y quince tomos de su admirable España Sagrada125. D. Gerónimo Ustáriz, D. Miguel de Zabala y Auñón y D. Martín de Loinaz procuraban el fomento general de la monarquía con sus luminosos trabajos.

De aquellos tiempos trae igualmente la fecha el periodismo en nuestra patria. Si Fray Manuel de San José, con el Duende crítico de Madrid, hizo triste prueba de los daños que trae consigo cuando sólo propende a excitar pasiones, Salafranca patentizó, con el Diario de los Literatos, sus inmensas ventajas cuando aspira noblemente a ilustrar a todas las clases. Mañer con el Mercurio, Graef con los Discursos Mercuriales, Nifo con el Diario curioso, erudito y comercial se esforzaron también por realizar tan laudable designio, discurriendo ampliamente sobre agricultura, artes liberales y mecánicas, marina, comercio e historia nacional y extranjera.

Sin duda Macanaz y Feijoó, sabios laboriosos, inflamados de patriotismo, se adelantaron a sus contemporáneos de más luces en el anhelo de sacar a España de su letargo y de impulsarla hacia las mejoras materiales e intelectuales. Macanaz desde su calabozo de la Coruña, y Feijoó desde su celda de Oviedo, y después de haber vivido igual número de años, aquel en expatriación congojosa y dando consejos a los reyes, este en soledad apacible y desengañando de errores a la muchedumbre, pudieron congratularse de haber derramado semillas que daban rico fruto y lo prometían más abundante126.

Ya no sólo se lloraban los infortunios, sino que se persistía en remediarlos: cabía en lo hacedero escribir la historia de España y no limitarla exclusivamente a proezas de batalladores, escándalos de privados y lamentos de menesterosos: donde quiera buscaban los entendimientos luz más clara, comunicación más expansiva, respiro, holgura, desahogo más generador y vivificante: en suma, el espíritu monacal declinaba de día en día, y el afán de ponerse a nivel de las naciones más civilizadas se acrecentaba de hora en hora.

Tal era España cuando vino a ocupar el trono Carlos III.




ArribaAbajoCapítulo V

D. Carlos rey de Nápoles y de Sicilia


Su educación, índole y conexiones.-Su ida s Italia.-Sus conquistas.-Le imponen la neutralidad los ingleses.-Defensa de su reino.-Sorpresa de Velletri.-Retirada de los alemanes.-Entusiasmo de los napolitanos.-El marqués de Tanucci.-Represión de los señores feudales.-Asuntos eclesiásticos.-Fomento de todo.-Obras públicas.-Progreso de las artes.-Renuncia el Rey aquella corona.-Se embarca para España.

Tiempo es de conocer al personaje que da asunto a la presente historia, y por quien tanto combatieron y negociaron los soldados y los políticos españoles, como que estaba destinado desde la cuna a ser heredero de los Farnesios en Parma y Placencia y de los Médicis en Toscana.

A 20 de enero de 1716 había nacido en Madrid el infante D. Carlos. Correspondiendo al afán de su madre por engrandecerle el esmero que se ponía en educarle, estudiaba a los trece años las matemáticas, después de estar versado en geografía y cronología, historia general sagrada y profana, particular de España y Francia, y lenguas latina, italiana y francesa. Danzaba con donaire; montaba gentilmente a caballo y sabía de música no poco, aunque llegó al fin a desagradarle porque le hacían asistir a la ópera contra su gusto. Era de continente agraciado, de genial muy dulce y de trato sobremanera afectuoso. Ya desde los años más tiernos se le conocieron los buenos instintos, la constancia en las aficiones y la piedad sincera, según lo atestiguan hechos dignos de nota.

Cuál de tantos gloriosos renombres como alcanzaron sus ascendientes preferiría para su fama, preguntáronle cierto día, y respondió con discreción suma: Querría merecer que me llamaran Carlos el Sabio127. De niño tenía por diversión en su cuarto una imprenta, con cuyo motivo el célebre doctor D. Diego de Torres se acogió a su protección para dar a luz el Piscator de 1726, a pesar del privilegio sacado por el hospital de Madrid en contra. Y es de presumir que el doctor salió airosísimo de la empresa, pues de resultas de haberle dado audiencia el Infante, se creyó fuerte para burlarse de la fortuna.128

Es menester quemar este libro, dijo D. Carlos aludiendo al tomo segundo del Teatro crítico de Feijoó, y después de leer el discurso titulado Mapa intelectual y cotejo de naciones, donde hay una tabla en que el premostratense Juan Zhan determina a su modo las cualidades físicas y morales de cinco naciones de Europa, y en que maltrata horriblemente a los españoles129. D. Francisco Aguirre y Salcedo, ayo del Infante, le hizo reparar que el autor calificaba de inexacto lo que el fraile alemán escribía de España; y todavía repuso indignado: Pues a lo menos he de quemar la Tabla. Así lo repitió al mismo Feijoó, que poco después tuvo la dicha de besar su mano y de observar mal avenida la apacibilidad del semblante con el rigor de la sentencia, porque en aquellos suavísimos y soberanos ojos parecía que la piedad se estaba riendo de la ira130.

Nada más tierno que la correspondencia del infante D. Carlos con su aya la marquesa de Montehermoso. Mía de mi vida y de mi corazón la llamaba siempre, ora la hablara familiarmente de sus cazas, ora la remitiera la primera caja de marfil torneada por sus propias manos. Alguna vez la dirigió estas frases candorosamente sentidas: Me dices que Aguirre no me habrá dejado escribirte por el mucho calor; no es por eso, y sí por una plana, que me ha hecho escribir para un fraile, lo cual se podía haber hecho otro día; pero siempre aguardaba a que fuese día de parte; por lo cual te pido le regañes mucho. Escríbeme siempre que fuere de tu gusto; que yo no me canso de escribirte131. Próximo ya a salir para Italia decía ala misma señora: De lo que toca a marchar, todavía no sé nada; pero en cualquiera parte que estuviere te tendré siempre presente con el mismo amor y singular afecto, y procuraré a menudo darte noticias de mi verdadero cariño132.

Los que a distancia de súbditos le veían afable de rostro y galán de apostura, le colmaban de bendiciones; y los que podían avalorar sus prendas morales, vaticinábanle venturas. «Hoy es Vuestra Alteza ídolo, mañana será oráculo: hoy Adonis, mañana Apolo: hoy cuidado de las Gracias, mañana ornamento de las Musas. Ruego a la Divina Majestad prospere la vida de Vuestra Alteza por muchos años para logro de nuestras esperanzas, para gloria de los españoles, para admiración de los extranjeros, para protección de ciencias y artes.» De esta suerte le hablaba Feijoó al dedicarle el tomo cuarto del Teatro crítico el 4 de noviembre de 1730, más bien como tributo forzoso que como obsequio voluntario, pues había escrito allí dos discursos para desenojarle del agravio hecho por Zhan a los españoles133.

Durante la residencia de la corte en Sevilla conoció D. Carlos a Fray Sebastián de Jesús Sillero, lego de la orden de San Francisco, y muy conceptuado por la particular virtud y ejemplarísima vida. De la estimación en que le tuvo dio testimonio siempre, y más de cuarenta años después le recordaba de este modo: Cada vez que hablaba de mí llamábame nuestro Señor D. Carlos; expresión que, por lo muy repetida en su boca, me obliga a pensar si aludiría a lo que después ha sucedido, viniendo yo a reinar y a ser señor de todos estos dominios, en cuyo caso fue particular profecía, porque las cosas distaban mucho de lo ocurrido posteriormente. Estando yo en vísperas de partir para Italia, visitóme ex profeso dicho siervo de Dios, y dándome una crucecita de las que solía hacer con sus manos, me dijo que podía ser que en el mar sobreviniera alguna borrasca y que, si la echaba al agua, se calmaría. Con efecto, sobrevino la borrasca en mi viaje a Italia; pero no quise arrojarla al mar a causa del aprecio en que la tenía, por ser cruz y por quien me la había dado134.

Dos meses largos, de octubre a diciembre de1731, gastó en el viaje de Sevilla a Liorna. Con la zozobra por la tardanza, el abatimiento de los espíritus viéndole enfermar de viruelas, no bien desembarcado, y los grandes regocijos por su llegada y feliz restablecimiento, acreditóse la popularidad de que gozaba el joven Príncipe entre los toscanos, parmesanos y placentinos; porque de sus prendas personales tenían noticia y empezaban a tener experiencia: su lucida corte les vivificaba el comercio; y su paternal soberanía íbales a redimir de la dominación o influencia de los austríacos, aborrecidas entonces como ahora en Italia.

Sucesos imprevistos les robaron las alegrías muy en breve. A los dos años no cumplidos quedó vacante el trono de Polonia, y se renovaron las turbaciones inherentes a las monarquías electivas. Augusto, elector de Sajonia y sobrino de Carlos VI, y Estanislao Lentzinski, monarca allí destronado veinte y nueve años antes y suegro de Luis XV, se disputaron a la sazón aquella corona. Gracias al favor de Austria y Rusia prevaleció el primero; no pudo el cardenal de Fleuri perseverar en sus máximas de reposo; congratulóse Isabel de Farnesio del aspecto marcial del ministro purpurado; y se les unió Carlos Manuel de Cerdeña contra los alemanes. Así corrieron a batallar los franceses para hacer suya la Lorena, los españoles por conseguir que se ciñera la corona de Nápoles el infante D. Carlos, y los sardos por señorear la Lombardía.

A Italia llevó el conde de Montemar hueste bastante numerosa, y de ella tomó el mando en calidad de generalísirno el infante D. Carlos, no sin declararse antes mayor de edad en una circular dirigida a la magistratura de Parma y Placencia con el fin de que se reconociera por legítimo el gobierno provisional que dejaba mientras permanecía ausente135. Combinada la expedición sobre Nápoles y Sicilia, el 24 de febrero de 1734 salía el Infante español de Florencia; el 10 de marzo pasaba el Tíber al frente de sus tropas y con beneplácito del Papa; el 12 de abril establecía los reales en Aversa, y el 10 de mayo entraba en la capital del que hacía doscientos treinta años que no figuraba como reino, sino como una colonia remota de que por lo común sólo se piensa en sacar el jugo mientras dura136. Trece días después era derrotado el ejército de Austria en Bitonto: consecuencia inmediata de esta victoria fue la rendición de Capua y la de Gaeta, a que concurrió el Infante-Duque en persona; y semejóse a un lucido paseo militar aquella rápida conquista. Poco se dilató la del territorio siciliano, por cuya virtud la corona de Federico de Suavia y de Alfonso V de Aragón ciñó las sienes del joven Príncipe en Palermo; y aunque los aliados francés y sardo negociaron secretamente paces, y Montemar, ya duque, hubo de envainar el victorioso acero al pie de los muros de Mantua, reconocióse universalmente por rey de Nápoles y Sicilia al primogénito de Isabel de Farnesio137.

Muy a disgusto cambiaron de soberano los de Toscana, que, a la muerte de Juan Gaston, el gran duque, habían de parar en súbditos de la casa de Lorena; y los de Parma y Placencia incorporados desde luego a Austria. Sus últimas esperanzas se les desvanecieron al saber que el cardenal Aquaviva, como embajador napolitano en Roma, recibía para el nuevo Monarca la investidura del reino bajo el nombre de Carlos VII de las Dos Sicilias, y que el condestable Colonna presentaba como delegado suyo la hacanea y los siete mil escudos romanos que de tiempo antiguo se pagaban de tributo anual a la Santa Sede; con lo que no faltó ya requisito a la sanción de la conquista138.

Grandes beneficios aguardaron de lograr soberano propio los moradores de aquellos países, donde se habían relevado a menudo los virreyes y acrecido continuamente las vicisitudes. Porque España, señora de dominios distantes, y tal vez enclavados entre los de reyes que se le declaraban enemigos, ponía el principal interés en no perderlos, sin que entrara en escrúpulos sobre la manera de gobernarlos. Siempre en disputa la legitimidad de la posesión y jamás afianzado el reposo, no había arbitrio para que la administración española fuera paternal en Nápoles, Milán y Flandes.

Con enajenaciones que hizo la corona vio Nápoles crecer extraordinariamente los feudos; y a los que los adquirían y a los que los heredaban asentar allí las viviendas y mantener a su servicio hombres de quienes se valían como de instrumentos para dar vado a su codicia, saciar su incontinencia y satisfacer sus venganzas. Por su parte los eclesiásticos, prevalidos de la proximidad a Roma, trabajaron incesantemente y con fruto en aumentar sus privilegios e inmunidades, y se acrecentaron los desórdenes con las familias armadas que mantenían los prelados. Sobre el triste pueblo cargaron de consiguiente las desventuras; le oprimía con sus atropellos la nobleza; desangrábale el clero con sus numerosas adquisiciones; le aniquilaban con sus arbitrariedades los virreyes, atentos de continuo a fomentar su odio a la clase privilegiada y a robustecer el predominio sobre la desunión de los ánimos y no sobre la justicia y la blandura del gobierno. Trabajado y abatido el estado llano de Nápoles de esta suerte; hambriento además por la total ruina de su comercio, esencialísima savia que nutre a todo país que ocupa en el globo una situación como la suya; obligado por otra parte a contribuirá las descabelladas empresas de España, no maravilla que cayera en la desesperación con frecuencia y arrostrara la muerte en repetidas sediciones139. Justo es añadir como hecho histórico, y no para justificar a nuestros abuelos, que antes de vencer el Gran Capitán junto al Garellano sufrieron aquellos naturales muchos vejámenes de los franceses; y que al terminar allí, por efecto del tratado de Utrech, la dominación española, hiciéronla buena, y envidiable, y hasta apacible, la codicia y el rigor de los alemanes.

Una nueva era comenzaba, pues, en aquel país con el encumbramiento de D. Carlos al trono. Inauguróla este Príncipe clemente promulgando el olvido de lo pasado sin ningún género de restricciones, confirmando y aun extendiendo las franquicias de los ciudadanos y prometiendo la minoración de los tributos140. Ciertamente no fueron anuncios artificiosos enderezados a fascinar los espíritus y captarse las voluntades, sino ofertas sinceras de un Soberano, seguro desde la mocedad en sus palabras. De que no anduvo remiso en cumplirlas tocáronse las pruebas antes de mucho con lo ciegamente adictos que se le manifestaron sus pueblos durante la guerra de sucesión de Austria, en que se vio comprometido por no desobedecer a su padre.

Cuando la heroica María Teresa se hizo fuerte entre los belicosos hijos de Hungría contra los numerosos adversarios que penetraban por todas partes en sus dominios, se cumplían seis años de reinar en Nápoles el primogénito de Isabel de Farnesio, y ya pudo enviar un buen cuerpo de tropas auxiliares para que favorecieran el establecimiento del infante D. Felipe, su hermano, en Lombardía. De pronto y en la mañana del 18 de agosto de1742 presentóse en las aguas de Nápoles una escuadra inglesa, amenazando bombardearla si dentro de una hora no se declaraba el Rey neutral en la lucha. Tiránica fue la intimación, patente el ultraje, inútil el designio de promover negociaciones y forzosa necesidad el someterse a las circunstancias. Esta ofensa grabóse indeleblemente en el corazón de D. Carlos, y tiempos después influyó mucho en la política de su gobierno. Algo le mitigó la desazón el arrojo con que los napolitanos se brindaron a verter la última gota de sangre por su Rey y su patria; y no hubo de enojarle que muchos de sus soldados se pasaran a la hueste española cuando se les ordenó retirarse.

Dos largos años estuvo sometido a la neutralidad que le impusieron los ingleses, hasta que en 1744 se avecinó a la frontera napolitana el conde de Gages, seguido muy de cerca por el príncipe Lobkowitz, quien se proponía reconquistar aquellos dominios. Entonces D. Carlos comunicó a los ministros extranjeros, allí residentes, su resolución de romper la neutralidad para defender su corona; restituyó la libertad a todos los procesados por el tribunal de Infidencia, como adictos a los que venían de invasores; y acreditando así íntima confianza de que la traición no contaminaría a ninguna clase, se puso al frente de sus tropas y adelantóse a la frontera.

Su interés se cifraba en impedir la invasión de sus Estados; y con ánimo de que, si era inevitable la lucha, se sustentara en país ajeno, situóse en Velletri a la cabeza de los napolitanos y españoles. Entre tanto, de orden del príncipe Lobkowitz, vadeó el general Novati con mil cuatrocientos soldados el Tronto; de Civitella fue rechazado; de Téramo, población indefensa, se posesionó sin ataque. Allí divulgó profusamente un manifiesto de la emperatriz María Teresa, excitando a los napolitanos a reconocer su soberanía, y ofreciéndoles grandes mercedes y venturas. Lejos de producir entusiasmo aquella proclama, inflamó la indignación en los pechos de los naturales, contentísimos del Soberano que les había deparado la Providencia, que procuraba el bienestar de ellos sin reposo, y que, por salvarles de una dominación odiada, exponía impávidamente la vida. Así fue que, apenas llegaron a Nápoles ejemplares del manifiesto, rivalizaron en muestras de lealtad las clases todas, y tanto la nobleza como el pueblo enviaron diputaciones al Monarca y un donativo de seiscientos mil ducados, anunciándole que los almacenes estarían siempre abundantemente provistos de víveres y municiones.

Frente a frente los dos ejércitos contrarios, se atrincheraron los alemanes en Monte Espino y la Fajola, y los napolitanos y españoles, fijos en Velletri, se fortificaron además sobre el monte de Capuchinos; un profundo valle los separaba, y allí, aunque sin efecto, eran frecuentes las escaramuzas. Pero Lobkowitz necesitaba romper de algún modo: había alucinado a la reina de Hungría y al soberano de Cerdeña, pintando la reconquista de Nápoles como empresa más fácil que gloriosa, con serlo tanto; y la inacción, ya harto larga, desmentía explícitamente sus lisonjeros vaticinios. Esto le hizo pensar en la sorpresa de Velletri.

Antes de amanecer el 11 de agosto de 1744 realizó el proyecto, destacando sobre la población seis mil austríacos y rodeándola con nueve mil para asaltar el monte de Capuchinos. Tan feliz se le presentó la jornada que el conde de Gages, el duque de Módena y el mismo rey D. Carlos hubieron de salvarse a medio vestir y por entre el fuego de la fusilería. Por fortuna los austríacos, creyéndose ya victoriosos, se abandonaron al pillaje; la guardia walona, dos regimientos de suizos y uno de irlandeses tomaron la ofensiva y arrojaron de la ciudad a cuantos penetraron en ella; y las milicias napolitanas y el regimiento español inmemorial del Rey hicieron prodigios de valor sobre el monte de Capuchinos a las órdenes del Soberano, y obligaron a Lobkowitz a desistir de la acometida y a pronunciarse en retirada. Botín se llevaron bastante; pero ni un paso adelantaron por el camino de la victoria.

Mermadas las dos huestes por la refriega y luego por enfermedades, siguieron ocupando las mismas posiciones, hasta que en 1.º de noviembre abandonó el príncipe de Lobkowitz la suya, pesaroso de su temeridad y con sonrojo por su ligereza. Triunfante D. Carlos, se dispuso a tornar a su corte, bien que antes, bajo el incógnito de conde de Puzzuolo, quiso visitar la romana, y en ella al gran pontífice Benedicto XIV, que le recibió entre sus brazos. Desde el Vaticano, donde comió públicamente el 3 de noviembre, complacióse en ver hacia la parte del Monte Mario el alejamiento de las tropas que le compelieron a permanecer más de siete meses sobre las armas; y a la mañana siguiente hallóse otra vez entre sus pueblos, que le felicitaron con loco entusiasmo y doble motivo por la solemnidad del día, y porque, gracias a sus afanes, se encontraban libres de la dominación extranjera141.

Aquel país, avezado a agitarse con efervescencia en los tumultos, hacía ya gala de fidelidad al que juntaba a la rectitud incontrastable de soberano el solícito afecto de padre. Como tal había acudido también a remediar los daños ocasionados el 19 de mayo de 1737 por una espantosa erupción del Vesubio, durante la cual oscurecieron el sol nubes de humo y ceniza, y corrió la lava dentro del mar a distancia de cuatro leguas: no menores desvelos había dedicado a procurar que no traspasara los límites de Messina y de Reggio la peste allí llevada en 1742 por una nave procedente de Misolonghi y a que no faltaran auxilios en las ciudades contagiadas; y con el mismo diligente cuidado esmeróse diez años más tarde en reparar los nuevos estragos producidos por el volcán en los campos, lugares y caseríos del contorno. A la par veíale el pueblo cumplir exactamente las promesas empeñadas cuando se ciñó la corona, y aunque se le tacha por amigo de novedades, no se cansaba de ser regido en tanta paz y con tan verdadera justicia.

D. Carlos había depositado su mayor confianza en un varón ilustre por sus estudios y experiencias, por su justificación y buen celo. Llamábase Bernardo Tanucci; era natural de Zambra y ciudadano de Florencia; había desempeñado una cátedra de derecho público en Pisa, y figuraba allí como asesor de los tribunales de la universidad, de fábricas y de agricultura, cuando se le encargó escribir sobre la cuestión que sostenían España y Austria respecto de quién había de recibir del gran duque de Toscana la investidura para ejercer el mando en Sena. Hízolo a satisfacción de la corte española, y quedó no menos airoso en la respuesta a dos volúmenes publicados por la corte de Viena contra la independencia de Toscana. En galardón eligióle Felipe V por asesor de cámara de su hijo el Infante Duque, a quien doblaba la edad por aquel tiempo. Ya rey de Nápoles D. Carlos, confirmóle en el propio destino bajo la denominación de ministro de Gracia y Justicia, y con tal carácter permaneció a su lado más de cinco lustros sin caer un solo instante de su gracia. Así le cupo la gloria de amaestrar a tan buen Príncipe en la ciencia práctica del gobierno. Sus doctas lecciones abundaban en sinceridad afectuosa. «Los hombres (solía decirle) son marciales o pacíficos, magnánimos o ruines, ilustrados e industriosos, o rudos y holgazanes, y buenos o malos en suma, según la voluntad del que reina:» sabia máxima que patentiza cuánto influye el ejemplo de los gobernantes sobre las acciones de los gobernados. Respecto de las doctrinas particulares de Tanucci, no hay sino decir que era en la monarquía napolitana lo que Macanaz había sido en la española, regalista ardiente, solícito por estirpar abusos, infatigable en fomentarlo todo, sin otro interés que el de la felicidad pública y el de merecer bien de la patria, y no obrando al capricho, sino con pulso y detenimiento; no improvisando providencias, sino deduciéndolas puntualmente de la legislación antigua y de la historia sagrada y profana. Y aquí resalta un hecho de trascendencia suma, como que determina la diferencia del carácter de tres Borbones, y aun de la situación de dos países. Mientras Macanaz, honrado con el favor de Felipe V y Fernando VI, tenía que salir de España por no padecer persecuciones, y quedaba sin libertad al volver a su patria amada, Tanucci, protegido constantemente por D. Carlos contra los tiros de los envidiosos y las maquinaciones de los agraviados por las reformas, inspirábale para darlas vado, y le habituaba a no desistir de empeños justos, aunque se atravesaran estorbos142.

Comenzólo a practicar de esta suerte en posiciones adoptadas para redimir al pueblo de las demasías feudales, haciendo que la espada de la justicia alcanzara a todos los delincuentes, por más que fueran próceres y opulentos; y para limitar el fuero eclesiástico, extendido enormemente por los prelados, con especialidad abriendo seguro asilo en sus casas a los facinerosos, y pugnando a fin de que en sus juicios comparecieran las personas seglares. Varios nobles tiraron a mover alborotos porque se les coartaba la independencia; mas fueron confinados a diferentes puntos o reprimidos con otros castigos. No pocos frailes censuraron que se les sujetara a la autoridad civil en cosa alguna; pero, llamados sus superiores por el presidente del Consejo de Estado, supieron que el Monarca estaba firmemente resuelto a impedir que intervinieran en asuntos políticos los que por su instituto debían únicamente cumplir las obligaciones del claustro y dar ejemplo de subordinación y obediencia.

Grande aumento recibieron las rentas reales y no pequeño alivio experimentaron los pueblos en los tributos con ser compelidos a vivir en el reino los feudatarios de la corona, o a obtener la oportuna dispensa, mediante una cantidad proporcionada a su fortuna; y con determinar que se incorporaran al fisco las rentas eclesiásticas de posesión mal justificada, y que por las restantes se pagaran contribuciones. Sobre este punto se proyectaron más extensas reformas a propuesta de un eclesiástico muy digno143.

Su plan consistía en indagar el número de individuos de ambos sexos que había en las casas religiosas, para señalar cuatro carlines diarios a cada uno, y dos más a los superiores; en dar también asignación fija a los canónigos según las entradas de sus respectivos cabildos, y en aplicar lo que se creyera necesario a la conservación de iglesias y de monasterios. Como, cubiertas estas atenciones, eran superfluos en las manos de los eclesiásticos tantos bienes, podía el Rey incorporarlos al patrimonio de su corona y dedicarlos a usos que refluyeran en beneficio de sus vasallos. Recibido este Memorial por D. Carlos, pasólo a la Cámara de Santa Clara, de creación suya e investida con las mismas atribuciones que la de Castilla. Allí se aprobó por los más de los votos, si bien acordaron al propio tiempo que provocaría disturbios el plantearlo generalmente a los principios de una administración nueva, y en país tan cercano a Roma, y donde el poder eclesiástico había echado hondas raíces.

Consiguienternente se modificaron bastante el espíritu y letra de este Memorial en el que de Real orden se presentó al Papa, circunscribiéndolo a reclamar el derecho de la exclusiva en el Cónclave y el del nombramiento para todos los beneficios y obispados; la fijación del número de eclesiásticos seculares y regulares y de monjas que habían de gozar de las exenciones sancionadas por la costumbre; el permiso para incorporar al erario todas las mandas que se hicieran a manos muertas; y la providencia de que los nuncios de Su Santidad no ejercieran jurisdicción alguna. Tras de largas negociaciones se concluyeron los ajustes de 1741 y 1754, semejantes a los concordatos celebrados en los años 1737 y 1753 entre España y Roma.

Durante el arbitrario gobierno de los virreyes armóse el pueblo napolitano distintas veces, y sólo de las sublevaciones de 1510 y 1547 salió definitivamente victorioso, oponiéndose al establecimiento de la Inquisición española en ambas144. Para asegurar legalmente el triunfo y esterilizar las tentativas posteriores encaminadas a igual objeto, se erigió la Diputación contra el Santo Oficio. Cuando iba D. Carlos a la conquista de aquel reino, desahuciados los alemanes de esperanzas e ingeniándose para no perderlas totalmente, propalaron que el establecimiento de la Inquisición sería inevitable consecuencia de la victoria del Infante-Duque de Parma. Así este, en el manifiesto que dirigió a los napolitanos tan luego como pisó su territorio, aseguróles que no sería lícito establecer ningún tribunal nuevo, aludiendo visiblemente a la Inquisición española; y nada estuvo más lejos de su pensamiento que eludir tan solemne promesa. Pero en 1746 dos eclesiásticos, presos de orden del arzobispo de Nápoles Espinelli y encausados por leves sospechas de incredulidad y de magia, representaron a la Diputación antedicha, cómo otro sacerdote, que se hallaba en igual caso que ellos, había sido llevado a la capilla arzobispal y compelido a hacer abjuración de sus supuestos errores y según las prácticas inquisitoriales.

Acto continuo se avistó el secretario de la Diputación con el arzobispo, solicitando que se le enseñaran los autos. Negóse a semejante demanda el vicario, por no practicarse así nunca, y por haberse procedido extraordinariamente en aquellas causas. La Diputación contra el Santo Oficio enteró al Rey del suceso todo; ya el pueblo lo había penetrado, y cundía la agitación por calles y plazas al grito de que se quebrantaban las leyes y las antiguas y modernas franquicias de los napolitanos. Más adelante pasaran las demostraciones a no haber mandado el Rey cuerdamente, y previa consulta de la Cámara de Santa Clara, que uno de los sacerdotes presos fuera a disposición del arzobispo de Capua, como su diocesano; que los otros dos quedaran libres al tenor de los privilegios de que Nápoles disfrutaba; que salieran desterrados los canónigos actuantes en tales procesos; que se reprendiera severamente al vicario, y que se anulara todo lo que tuviera conexión con el Santo Oficio, comunicándose así a los prelados. Poco después obligó al cardenal Espinelli a renunciar la mitra, sin que le ablandara el arzobispo de Benevento, elegido por el Sumo Pontífice para mediar en este asunto; y ya quedaron extirpadas radicalmente varias prácticas inquisitoriales introducidas en Nápoles por abuso y a las calladas145.

Infatigable sustentador de las regalías de su corona, logró D. Carlos que un oficial napolitano residiera en Benevento de continuo para prender a los desertores que allí solían buscar albergue; y hasta hizo valer el derecho, muy de atrás caído en desuso, de nombrar el obispo de Malta entre los que le presentara el gran maestre, según se lo había reservado el emperador Carlos V al ceder a los caballeros de la orden aquella isla, perdida la de Rodas. Acorde con la Santa Sede, persiguió cuanto pudo a los denominados liberi muratori o francmasones, muy extendidos a la sazón en aquel reino por el atractivo del socorro mutuo que se prometía a los filiados y la facilidad de adquirir relaciones en todas partes; muy expuestos además a las iras del pueblo, que, por lo que oía en los púlpitos, mirábalos fundadamente como enemigos de la religión y del Estado. Bajo pena de ser tratados como perturbadores del orden público y violadores de los derechos de la soberanía, prohibió D. Carlos en sus dominios las juntas de los francmasones, tenidos hoy, y con justicia, por raíz de las muchas sociedades secretas que han infestado el globo, siendo siempre terrible ariete de todas las instituciones y jamás fecundo plantel de ninguna.

Tales fueron, considerados muy en globo, los frutos del grave consejo de Tanucci y de la voluntad ilustrada y enérgica de D. Carlos en los negocios referentes a la religión y a la Iglesia. Tanucci, por educación y por costumbre, tuvo siempre un jesuita como director de su conciencia, creyendo, sin embargo, que no debían imitar semejante conducta los reyes. Confesor de D. Carlos era el arzobispo de Nísibe Fray José de Bolaños, gilito, varón bien conceptuado en el claustro por lo entendido y observante, y en el siglo por lo modesto y virtuoso146.

Gracias a providencias muy saludables, todos los manantiales de la riqueza pública fluyeron y se dilataron velozmente. Con reformas bien entendidas en las aduanas, en los derechos de entrada y salida y en otras diversas imposiciones, se aumentaron bastante las rentas Reales y experimentaron los contribuyentes grande alivio. Declaróse lícita la exportación de granos cuando su abundancia no hiciera temer que escasearan en el reino, y libre el ejercicio de toda industria con derogación de preceptos favorables al monopolio, creándose también inspectores para que procuraran el florecimiento de las manufacturas, y particularmente las telas de plata y oro, paños y demás géneros de lana.

A un mismo tiempo se reparaban oportunamente las fortalezas; se construían numerosos buques en los arsenales, cañones en la real fundición erigida entonces, y armas en la fábrica de la torre de la Anunciata, fundada asimismo por aquel tiempo. Todo era menester para asegurar la independencia de una monarquía renaciente y dar al comercio el ensanche que la situación del país exigía como condición indispensable de prosperidad y ventura. Por esta gran vía se adelantó sobremanera. Un supremo tribunal de comercio libertó a los que lo ejercían de muchas trabas y dilaciones en los litigios, y se debe notar de paso que antes que otro alguno usó para sus decretos la lengua italiana, abandonando la latina. En la universidad se estableció una cátedra de comercio, inaugurándola el famoso economista Genovese. Con todos los países de Europa se celebraron tratados comerciales, sin exceptuar la Puerta Otomana; y hubo comunicaciones frecuentes y periódicas entre los Estados de las Dos Sicilias y toda la escala de Levante. Proyectóse abrir un canal desde el Mediterráneo al Adriático para que llegaran allí los bajeles sin rodear toda la Italia. Y siempre atento el Soberano a no desperdiciar coyuntura propicia al engrandecimiento de su corona, habilitó completamente el puerto de Nápoles, ya casi inutilizado por incuria; formó compañías de comercio; solicitó de su padre la autorización conveniente para despachar buques a las Indias Occidentales, y abrió las puertas de sus Estados a los judíos, facultándoles para levantar sinagogas147.

Innumerables obras de utilidad pública y ornato conquistaron a este augusto Monarca imperecedero renombre. Anchos y sólidos caminos, donde antes sólo había asperezas y cenagales, facilitaron las comunicaciones interiores; y el puente monumental echado en Torcino sobre el Volturno realizó esperanzas que se habían tenido por ilusorias. La Universidad de Nápoles, construida por el célebre Fontana, y trasformada en cuartel por los alemanes, volvió a ser centro de la enseñanza, recibiendo grandes mejoras de la munificencia de don Carlos, que la enriqueció notablemente con la biblioteca Farnesiana, trasladada de Parma a su costa. Al palacio de los virreyes, obra igualmente de Fontana, diosele más de doble ensanche para mansión del Soberano, sin que la nueva fábrica desdijera en nada de la antigua. Casi de planta se levantó el palacio de Pórtici, que esmaltó con las gracias del arte las que aquel delicioso sitio recibió de la naturaleza. Consuelos ofreció el gran Monarca al infortunio en el Hospicio, a que no se puso otra tacha que la de ser muy espacioso; y su nombre lleva el Teatro, edificado en cuatro meses, y que todavía figura entre los mejores del mundo148. A un extremo de la ciudad alzóse como por arte de encantamiento el Palacio de Capodimonte, de muy primorosa estructura, y dentro del cual se reunieron excelentes colecciones de medallas y armas, y fábricas de porcelana como en Sévres, y de mosaicos al estilo de Florencia. Caserta, Sitio Real de los más hermosos, testifica también la grandeza de este Monarca: su palacio magnífico, sus jardines amenos, y las gigantescas obras ejecutadas para llevar allí aguas copiosas desde la fuente del Stizzo, son verdadera maravilla de las artes.

Estas renacieron segunda vez en Italia a consecuencia del descubrimiento de la ciudad de Herculano, soterrada diez y seis siglos antes por efecto de una espantosa erupción del Vesubio. No bien se concibieron esperanzas de conseguir tan rico hallazgo, derramó D. Carlos con pródiga mano caudales, alentó los trabajos, premio las fatigas, y trazadas y hechas extensas y hondas excavaciones, volvió a iluminar el resplandeciente sol de Nápoles calles, fosos, edificios, columnas, estatuas, pinturas, medallas y toda clase de monumentos. De su orden se colocaron dentro del palacio de Pórtici los mármoles, pinturas y bronces, según clasificación de una docta junta de anticuarios, franqueando la entrada a fin de procurar la instrucción común de naturales y extranjeros149; y aun difundió por el orbe tales tesoros con la famosa obra titulada Antigüedades de Herculano, regalándola a todas las academias y bibliotecas publicas y aun a muchas privadas. Afanes y desvelos tan dignos de encomio valieron a D. Carlos el glorioso título de Restaurador de las Artes, con que le aclamó toda Europa.

Desde que este Príncipe ilustre puso los pies en el país librado por su cetro de servidumbre larga y penosa, no cesó de atraerle felicidades. Aún pudo brindárselas mayores cuando, fenecida la influencia de su madre Isabel de Farnesio en la política de España, y asentado el inmutable sistema neutral por su hermano Fernando VI, no le distrajeron ya hostilidades y fuele dado blasonar de una independencia que la veneración y la gratitud le coartaban forzosamente en tiempo de Felipe V.

Al acordarse los preliminares del tratado de Viena de 1739, había D. Carlos reducido sus pretensiones a reclamar los bienes alodiales de Juan Gaston, gran duque de Toscana. Firmada la paz de Aquisgrán el año de 1748, protestó vigorosamente contra el artículo en que se estipulaba que, si ascendía al trono de España, pasara su hermano D. Felipe al de las Dos Sicilias, y se incorporasen Parma al Austria y Placencia a Cerdeña. Este caso verificóse a los once años de previsto, por muerte de Fernando VI sin prole, cuando ya era padre de seis varones y dos hembras su hermano D. Carlos, unido en matrimonio desde 1738 a María Amalia de Neoburgo, hija de Augusto III, rey de Polonia150. Así avivó más las reclamaciones para dar valor a su bien fundada protesta, y consiguiólo a maravilla, aprovechándole no poco la circunstancia de hallarse metida el Austria en graves empeños, ya había tres años, por causa de la guerra que sustentaba al lado de Francia contra la Gran Bretaña y Prusia. En virtud de las proposiciones que hizo con urgencia y se le admitieron sin demora, impuso en el banco de Génova a favor de Austria un capital que redituaría cada año la suma equivalente a las rentas libres del ducado de Parma, y renunció a los bienes alodiales de sus ascendientes de Toscana, bien que bajo el supuesto de haberse de celebrar las bodas, pactadas igualmente entonces, de su hija María Luisa con el archiduque Leopoldo, a quien se debían transmitir aquellos dominios. Al monarca sardo había prometido el de Francia en carta particular de su puño una indemnización semejante por su renuncia a la posesión de Placencia.

Ya libre de estos cuidados D. Carlos para venir a España, donde se le esperaba ansiosamente, restábale aún salir de otro, el de señalar un rey de Nápoles y Sicilia y un príncipe de Asturias entre sus seis hijos varones. Desde la niñez estaba alelado el primogénito D. Felipe de resultas de la imprevisión de una nodriza y de la necedad de otra151. Sólo por no verse obligado a invalidar los derechos que le daba la primogenitura, hubiera su padre amoroso deseado a Fernando VI la dilatada vida y prole, que siempre le deseó muy de veras, como que su gran cristiandad no le consentía otros sentimientos; ni en su generosa alma se abrigaba ambición que no fuera noble; ni le mortificaba el anhelo de mayor gloria humana, hallándose bendecido y amado entre gentes a quienes había dado patria y enriquecido con venturas, y en un país ameno, de cielo diáfano y trasparente, de clima benigno y vientos suaves, donde había pasado los mejores años juveniles, y que, según dicho muy agudo del gran Federico de Prusia, debía servir de retiro al decano de los reyes de Europa. Mas ya no era posible a D. Carlos dilatar lo que le llenaba de amargura, y sometiéndose piadosamente y con espíritu sereno, según lo hizo toda la vida, a los decretos providenciales, manifestó en plena corte el día 6 de octubre de 1759 su última voluntad como soberano de Nápoles y de Sicilia.

Sentado con todo el aparato de la Majestad en el trono de que iba a descender para subir a otro más alto, y después de agraciar a varios personajes con la insignia del Toison de Oro y la de San Genaro, que instituyó al tiempo de sus bodas, leyóse de orden suya un acta solemne y de grave importancia. Dos puntos la servían de base: primero, que todos los tratados celebrados en aquel siglo demostraban claramente que Europa exigía la separación absoluta del poder español e italiano; segundo, que un cuerpo respetable de los mayores funcionarios no había podido hallar uso de razón, ni indicio de discurso y criterio humano en el infortunado D. Felipe. De resultas de estas consideraciones, D. Carlos trasmitía todos sus dominios de Italia al príncipe D. Fernando, su hijo tercero, que entonces tenía ocho años, y que hasta los diez y seis no debía gobernar por sí propio, haciéndolo entre tanto un consejo de regencia en su nombre. Para la sucesión de la corona establecía, la primogenitura con el derecho de representación de varón en varón hasta extinguirse la línea toda: si llegaba este caso la heredarían por derecho de agnación las hembras; y si estas faltaban asimismo, los infantes D. Felipe y D. Luis, sus hermanos, de suerte que nunca se verificase la unión de las monarquías española y napolitana. Todo esto había de redundar positivamente, según su creencia, en bien de los pueblos y de su Real familia, y de contribuir eficazmente al reposo de Italia y de Europa.

Cuando acabó de leer tan interesante y trascendental documento Bernardo Tanucci, ya marqués desde tiempos antes, uno de los regentes ahora, y trasladado del ministerio de Gracia y Justicia al de Estado para que se le disminuyeran las tareas y se le aumentaran las obvenciones152, todos lo personajes allí presentes juraron fidelidad al nuevo monarca de las Dos Sicilias; y entregándole don Carlos su espada, le dijo: Esta debe ser la defensa de tu religión y de tus vasallos.

No quedándole ya allí por ejercer ningún acto de soberanía, se previno para ir al puerto, donde le aguardaba desde el 29 de setiembre una escuadra de diez y seis navíos y algunas fragatas al mando del capitán general de la armada, D. Juan José Navarro, primer marqués de la Victoria. Este se le presentó a tomar la orden definitiva para el embarque. Ya de antemano había dispuesto verificarlo el mismo 6 de octubre; pero el veterano marino le expuso respetuosamente la conveniencia de retardarlo algunos días por el mal tiempo, o de evitar siquiera que toda la Real familia corriera los riesgos del mar dentro de un solo buque. D. Carlos se limitó a responderle: Victoria, nos embarcaremos a las tres de la tarde y juntos. Aún pareció al marqués muy propio de la lealtad de un viejo soldado persistir en las súplicas para dilatar la partida, sin que pasara plaza de cobarde, ni se le tildara por inobediente. Mas, sin embargo de conocer don Carlos los honradísimos sentimientos y rectas intenciones que le movían a reiterar sus instancias, replicóle en tono algo serio: Victoria, ya he dicho que a las tres y juntos. Dios sabe las veras con que le he pedido la salud de mi hermano y el ningún deseo que he tenido de poseer sus inmensos bienes. Su Divina Majestad ha querido que yo vaya a España; Él cuidará de nosotros, y se hará su santa voluntad. Y el embarque tuvo lugar a las tres en punto, siendo todavía el viento contrario, y junta la familia Real en un mismo buque153.

Al partir D. Carlos de Toscana en 1734, le siguieron miles de personas, aventurando las fortunas por no dejar de ser sus vasallos: ahora, noticiosos los napolitanos de que el 6 de octubre le iban a ver por vez postrera, concurrieron y se apiñaron a su tránsito desde el palacio hasta la playa, sin distinción de sexos, edades ni categorías. En los semblantes se retrataba la angustia de los corazones: todos le deseaban glorias y venturas y se lo decían entre sollozos. Afectado y aun enternecido también el Monarca al recibir aquel espontáneo y elocuentísimo homenaje de amor y de agradecimiento, apuraba las inefables delicias que Dios reserva a los príncipes magnánimos y bondadosos, que gobiernan según las necesidades de su tiempo, y derraman beneficios sin tasa, y cumplen con deleite la obligación de labrar la felicidad de las naciones.

Tal era Carlos III cuando vino a ocupar el trono de España.





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