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Conversación séptima

Myladi. Nos dejó usted ayer con la miel en los labios y si usted se separó con pena, mayor la tuve yo.

Doña Margarita. El tiempo no permitía otra cosa, pues los calores son excesivos y las fiebres andan baratas: aprovechémonos del fresco de la mañana y con él, con la verdura de estos árboles que encantan, porque la primavera los ha vestido maravillosamente, y con el placer que cause a ustedes lo que les siga refiriendo de su queridito Netzahualcóyotl, el placer será triplicado. Al separarse este príncipe de México para Texcoco, los mexicanos tuvieron un día de pesar; amábanle mucho porque él se lo merecía y, por otra parte, nuestro pueblo es dulce y amorosísimo: ya ustedes han visto lo que nos ha pasada en estos días24 con el primer jefe de la república, y podrán calcular lo que pasaría entonces. No sólo el bajo pueblo sintió su ausencia, sino el Senado y la nobleza. Embarcose con su tropa para Texcoco y también lo acompañaron los infantes de México, los senadores y multitud de personas que no acertaban a separarse de él. Dirigió su marcha hacia las playas inmediatas a un bosque llamado Acayacac, que presumo sea el mismo que aún existe en las tierras de la hacienda nombrada la Chica, propia del hospicio de San Jacinto, dominicos de Filipinas, y aún se ve en él una alberca y vestigios de un magnífico estanque rodeado de ahuehuetes, de cuyo lugar pintoresco entiendo haber hablado a ustedes otra vez. Ofendiose de estos aplausos el rey Izcóatl y se excitaron tan vivos celos en él, que habiendo regresado de Texcoco la nobleza y el Senado, recibió a todos con seño y aspereza, afeándoles como extremos   -69-   imprudentes una acción de noble gratitud que sin duda los honraba. Díjoles entre muchos reproches que ni por la sangre, ni por la edad, era Netzahualcóyotl más digno que él de ser coronado y reconocido por supremo monarca de la tierra; pero mucho menos por el valor, en que le era muy inferior, tanto cuanto va de un joven soldado bisoño a un capitán veterano, a que se agregaba ser el rey de la Nación mexicana. Finalmente, que el haber instado el Senado y la nobleza con tanto empeño para que se coronase Netzahualcóyotl, era para él un justo motivo de sentimiento y desconfianza. El de Texcoco con su gran perspicacia no ignoraba el desafecto de su tío, pues había visto el desdén y mal ojo con que le trataba; pero su prudencia y deseo de conservar la paz le hacía disimular y hacer en obsequio de ella algunos sacrificios. En breve llegaron a sus oídos las expresiones injuriosas de Izcóatl que herían su amor propio hollando la fama de su valor, que era bien notorio, y la prenda inapreciable en aquellos tiempos, no digo con respecto a los reyes, sino aun para los particulares: por tanto, se decidió a romper el silencio que hasta entonces había guardado. Lleno de enojo le mandó decir con dos caballeros de su corte que se aprestase para la guerra, porque dentro de diez días se presentaría sobre México con su ejército, y con las armas en la mano le haría conocer y confesar que por su valor era digno de la alta dignidad de gran Chichimecatl Tecuhtli que tenía, aun cuando no la hubiese heredado de sus mayores. Mandó luego que levantasen sus capitanes más gente y la tuviesen a punto, y en ordenanza militar. Turbose el rey de México al oír un desafío que no esperaba, y multiplicando disculpas procuraba indemnizarse del hecho sobre que se le reconvenía, atribuyendo a siniestra interpretación sus palabras y a depravada intención del que las hizo llegar a oídos de su sobrino para alterar la armonía de entrambos; prorrumpió en amenazas contra el que hubiese suscitado aquella desazón y ofreció dar a Netzahualcóyotl la satisfacción que quisiese. Dada esta respuesta, y sin consultar al Senado sobre el modo de tranquilizar a su sobrino y desarmar su cólera, no ocultándosele su inclinación al bello sexo, mandó reunir a todas las jóvenes más hermosas de México de las casas más ilustres y que sobresaliesen en prendas y belleza, de las que escogió 25 que entregó a dos caballeros de su casa para que las presentasen a Netzahualcóyotl en demostración de su afecto, ofreciéndole dar otras satisfacciones que quisiese. Los enviados cumplieron con la orden; pero esta acción, en vez de calmar a Netzahualcóyotl, encendió más su cólera interpretándola como confirmación del primer   -70-   insulto, pues creyó que esto era lo mismo que tratarle de cobarde y afeminado. Ocultó su disgusto a los enviados y les previno dijesen a su señor que dentro de muy breve le daría la respuesta. Mandó que se hospedasen aquellas jóvenes en uno de sus palacios, y que se las sirviese con el posible esmero y delicadez. Al tercero día las hizo llevar a su presencia, las dio muchas joyas de oro, piedras, ropas exquisitas y luego mandó a dos señores de su corte que las acompañasen a México, y devolviéndolas al rey Izcóatl le dijesen: «Que le devolvía aquellas damas a quienes no había ni aun tocado, sino obsequiádolas, y hecho que se las sirviese como demandaba su sexo y hermosura. Que negocios de esta naturaleza e importancia no se trataban por medio de mujeres: que el ser atento y galante con ellas, y amarlas mucho, no se oponía al valor, ni era prueba de cobardía como se lo haría ver la experiencia el día señalado, para el cual nuevamente lo apercibía que estaría sobre su ciudad de México». Aumentose la confusión de Izcóatl al oír esta respuesta sin dar otra que repetir las que antes había dado, y habiendo despedido a los enviados, reunió el Senado para consultarle lo que debería hacer. Llamó también a los reyes de Tlacopan -Tacuba- y Tlatelolco, a quienes persuadió que lo auxiliasen haciéndoles entrar en la liga y causa común, porque si él era vencido, con cualquier achaque y pretexto caería sobre ellos Netzahualcóyotl, y los despojaría de sus reinos. Ofrecieron enviar sus tropas lo más pronto posible. Se nombraron jefes que mandasen el ejército bajo las órdenes de Izcóatl, que se pondría a la cabeza de ellas, y se tomaron otras medidas en tan urgente lance. Otro tanto hizo Netzahualcóyotl y en pocos días levantó un cuerpo lucido, que revistó por sí mismo, con el que se embarcó al anochecer y al siguiente día fue a desembarcar a las faldas del cerro de Tepeyacac, donde hoy está la colegiata de Nuestra Señora de Guadalupe, porque ya desde aquellos tiempos habían formado los tlatelolcas una especie de albarradón en este sitio que comunicaba con la ciudad.

Puesto en orden su ejército comenzó a marchar, y a su cabeza y corta distancia el mismo Netzahualcóyotl, sin permitir que alguno le acompañase. Iba gallardamente adornado a su usanza, vestido de un sayo primorosamente labrado de colores, que le abría desde el cuello a la cintura, quedándose las mangas más arriba del codo: de la cintura a las rodillas descendía un tonelete curiosamente tejido de rica y vistosa pluma. Llevaba por casco la piel curada de la cabeza de un coyote por cuya loca descubría el rostro, y entre las orejas naturales   -71-   de esta fiera, dos borlas rojas de algodón, que era la insignia de la orden de los tecuhtlis. Llevaba también en los brazos y muñecas, brazaletes y pulseras de oro, guarnecidas de pedrería, y otras semejantes en las corvas y pantorrillas. Las plantas de los cacles y sandalias eran de oro macizo, afianzadas con cordones rojos y repartidas en el cuerpo: por éste y espalda muchas joyas de oro y pedrería. Empuñaba en la mano derecha una macana cortadora y en la izquierda embrazaba un escudo de piel curada, guarnecido de plumas, y en su centro por divisa... lo que no debo proferir... porque es demasiado vergonzoso25. De esta suerte llegó este guerrero denodado a los arrabales de Tlatelolco, donde ya le esperaba el ejército mexicano en buen orden, y a su frente Izcóatl, y puesto a proporcionada distancia en que pudiese ser oído, le dijo con voz firme: «Aquí me tienes a cumplir la palabra que te he dado y a vengar mi agravio; pero no puedo negar que me es muy sensible haber de lavarlo con sangre de tus súbditos que en nada me han ofendido, y pues tú solo me has agraviado, si de veras los amas y deseas librarlos de este estrago, sal a lidiar conmigo cuerpo a cuerpo, que esto es lo que únicamente puede decidir la disputa de cuál de los dos es más valiente, y el que venciere será digno de coronarse por supremo monarca. Yo te ofrezco que aunque los míos me vean muerto a tus pies, no se moverán contra ti, sino que se volverán por el mismo camino que vinieron».

A este bizarro reto respondió Izcóatl, o tímido o prudente: «Muy amado sobrino. Jamás he pensado, y mucho menos proferido, cosa que pueda ofender tu valor de que tan repetidas veces he sido testigo fiel en tantos y tan ilustres hechos, por los cuales eres muy digno de la corona del imperio que pocos días ha puse yo mismo sobre tu cabeza, aunque no la hubieras heredado de tus mayores; y así lo que conviene es que dando crédito a mi verdad depongas tu enojo, y entres en paz en tu ciudad de México donde serás respetado, amado y servido como lo fuiste el tiempo que en ella has vivido». «Asaz colérico -respondió Netzahualcóyotl-, resuelto a dar al mundo una nueva prueba de mi valor, no admito otro partido que el de pelear, y pues no quieres que entre los dos, de cuerpo a cuerpo se decida la cuestión, no me culpes después del estrago que haga en los tuyos». Y volviéndose a sus soldados les mandó atacar.

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Hiciéronlo con notable denuedo y con él mismo fueron recibidos de los valientes mexicanos; así es que se trabó un sangriento combate que no duró mucho, porque habiendo logrado un soldado ordinario de Texcoco matar a un famoso capitán mexicano nombrado Ichtecuachicatli, que mandaba un grueso de tropa, comenzó ésta a desmayar y retirarse; lo que visto por Izcóatl mandó hacer seña de suspensión haciendo flotar una gran sábana blanca colocada en la asta de un palo muy alto, y envió a cuatro senadores que dijesen a Netzahualcóyotl que ya era bastante lo hecho para que se diera por satisfecho de su enojo. Puestos los senadores a su presencia, con bastante humillación le dijeron de rodillas: «Hijo nuestro muy amado, ¿hasta dónde piensas llevar tu enojo contra los mexicanos? ¿Quieres acaso derramar toda su sangre y corresponder de este modo a lo mucho que te aman? Basta ya con lo hecho; y cuando no quieras atender a las canas de tu tío, de quien estás quejoso, atiende a los clamores de los viejos, de su senado, nobleza y plebe, que en nada te han ofendido y no desean otra cosa que verte contento y desenojado». «Levantaos, padres míos -respondió Netzahualcóyotl-, que yo no puedo negarme a vuestros ruegos, pues cuanto estoy quejoso de vuestro rey, estoy bien satisfecho del amor de los mexicanos, y por eso rehusaba castigar en ellos mi agravio, y quería que entre su rey y yo se decidiese la cuestión; mas ya por vuestro ruego depongo la queja y estoy pronto a renovar la paz con él y con vosotros; pero con la condición de que para perpetua memoria de este suceso me han de dar anualmente los reyes de México, Tlatelolco... y Tacuba, un reconocimiento como a supremo monarca de la tierra».

Myladi. ¿Al de Tacuba ha mentado usted?

Doña Margarita. Sí señora.

Mister Jorge. ¡Qué pronto se olvidó de los beneficios y ser político que debía a Netzahualcóyotl! No hay que admirarse, tales resultados dan los empeños de faldas.

Doña Margarita. Los senadores de México respondieron a Netzahualcóyotl: «Entrad por ahora, señor, y descansad en vuestra ciudad donde seréis servido y obsequiado; allá se tratarán estos negocios y se hará todo lo que mandares». Dieron luego aviso al rey Izcóatl, que salió prontamente acompañado del de Tlacopan, Tlatelolco y familia de la Casa Real de México, y habiéndose abrazado y héchose expresiones de mutua satisfacción, entró Netzahualcóyotl acompañado de esta comitiva y seguido de ambos ejércitos, fue recibido con grande aplauso. Hospedose en una casa que aquí tenía fabricada, donde descansó   -73-   aquel día y el siguiente. Al tercero, mandó convocar al Senado, a que concurrieron dichos reyes, los infantes y la mayor parte de la nobleza de los mismos reinos para tratar sobre el feudo que pedía se le diese anualmente, y demás condiciones con que se renovaría la paz y alianza de estas Coronas. Atentos y callados todos los de aquel congreso, dictó Netzahualcóyotl los artículos siguientes:

Primero. Que dichos tres reyes le habían de enviar a su corte, por vía de reconocimiento anual de suprema dignidad, cien fardos de mantas blancas con cenefas de pelo de conejo, teñida de varios colores26. Otros veinte fardos de mantas reales con las mismas cenefas: éstas eran las que se ponían los reyes en los actos y funciones públicas. Otros ídem de mantas esquinadas de dos colores con las mismas cenefas, de las que usaban para los bailes públicos. Dos rodelas de colores con las divisas de pluma amarilla. Dos penachos de la misma plumería de las que llamaban tecpilotl, que eran los que usaban los emperadores, y dos pares de borlas de plumas para atar el cabello.

Segundo. Que este tributo se había de repartir proporcionalmente para su entrega entre las ciudades siguientes: México, Tlatelolco, Tlacopan -o Tacuba-, Atzcapotzalco, Tenayocan, Tepotzotlán, Quauhtitlan, Toltitlan, Ecatepec, Huexotitlan, Coyoacán, Xochimilco y Cuexcomatitlan27.

Tercero. Que sin embargo de pagar este feudo los reyes de México y Tacuba serían mantenidos en la dignidad de colegas del de Texcoco y cabezas del imperio, del mismo modo que fueron creados y reconocidos en la jura y coronación del Emperador, y que el de Tlatelolco sería mantenido en su reino sin pagar otro feudo que el ya dicho.

Cuarto. Que todos los señores y grandes del imperio habían de ser restituidos a su dignidad y posesión de sus estados, de que fueron despojados por las anteriores capitulaciones, celebradas con el rey de México antes de la guerra del desafío; y que si los que se hubiesen retirado a otras provincias no quisiesen, se nombrarían otros de su misma sangre y familia que entrasen en la posesión de sus estados, y que recayese en ellos la dignidad.

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Quinto. Que los dichos señores habían de hacer nuevamente por sí, y a nombre de sus respectivos súbditos, el homenaje de fidelidad, reconociéndole por supremo emperador, y a los dichos dos reyes por sus colegas, obligándose a servir con sus personas y súbditos en paz y en guerra en cuanto se les mandase.

Sexta. Que la mayor parte del año habían de asistir en sus respectivas cortes.

El senado y la nobleza concurrente a esta asamblea convinieron llanamente en todo lo que propuso Netzahualcóyotl; sólo el rey de México repugnaba la restitución de los señores a sus estados, alegando las fatales consecuencias que se habían experimentado en todos tiempos por las frecuentes rebeliones que habían hecho contra sus soberanos, las cuales serían en el imperio un nuevo origen de inquietudes que perturbarían la marcha de gobierno.

Myladi. Creo que tenía razón Izcóatl en pensar de este modo y nadie mejor que usted está en el caso de calificar su justicia por lo que ha visto; y si no, dígame usted: ¿Cuál ha sido la causa de que desde el año de 1824 en que ustedes plantearon la federación no haya habido paz? ¿No es verdad que porque obrando los estados en el concepto de soberanos e independientes, cada cual hacía lo que le venía en gana, procuraba aumentar su poderío, se substraía del Gobierno General, creaba empleos, levantaba tropas, pensionaba a los pueblos, disipaba las rentas, las convertía en aprovechamiento de los particulares mandarines y ponía al Estado a punto de quebrar, excediendo con mucho el gasto al recibo? ¿No es verdad que todos estos males han impulsado a los pueblos a pedir al Congreso actual la centralización del Gobierno?

Doña Margarita. La respuesta, en parte, a las reflexiones que usted me hace y cuya justicia no desconozco, la oirá si tiene la bondad de permitirme que continúe llevando el hilo de la Historia. A pesar de las observaciones de Izcóatl, y por las que se echaba por tierra el sistema federal que tanto ha afligido a este continente y al antiguo, Netzahualcóyotl se mantuvo firme en su opinión diciendo que no podía excusar de la nota de tiranía este despojo, porque a los que se mantuvieron fieles era darles un severo castigo en vez del condigno premio que habían merecido; y por lo respectivo a los desleales, a más de tenerlos ya perdonados, era cosa injusta que por el delito personal de un señor, quedase su sucesión privada de la dignidad y estados que le pertenecía. Que para estorbar las rebeliones que pudieran ocurrir, como las pasadas, había otros medios justos y prudentes como era precisarlos a vivir en la corte, o en aquellos destinos que se les diesen, y no   -75-   en sus estados, sino una pequeña parte del año y esto con licencia de sus respectivos soberanos, y gravarlos con alguna pequeña pensión para que ésta les recordase siempre la suprema autoridad del Emperador y de sus colegas; y finalmente, sería muy conveniente colocarlos en los cargos y empleos más honoríficos para distraerlos de cualesquier pensamiento ambicioso. Ya ustedes ven que en esta parte pensó Netzahualcóyotl tan acertadamente, que en estos tiempos que llaman ilustrados, los monarcas obran del mismo modo, pues tienen a su lado y en sus cortes a aquellos grandes señores dueños de crecidas rentas con el doble objeto de esplendorizar su capital, hacer que en ellas gasten sus riquezas y no piensen trastornar el orden por medio de los pueblos en que ejercen jurisdicción, y obran a sus órdenes inmediatas.

Por lo respectivo a las rentas dijo que no era una gran cosa la diminución por lo que habían de percibir los señores atendido el mayor número de pueblos que se habían aumentado al imperio y reino de México, de los que antes eran exentos y no pagaban contribución alguna, y que sin este aumento y gozando los señores sus rentas habían sido opulentos sus antepasados y no menos los reyes de México. En cuanto al de Tacuba, aunque no se igualasen sus rentas a las de Texcoco y México, eran incomparablemente mayores que las que desfrutaron sus antecesores. Últimamente, que nada de esto era comparable con el lustre, decoro y grandeza que resultaba a los soberanos de tener a su lado y servicio estos señores, adornados de sus dignidades y preeminencias con la decencia y fausto que les facilitarían sus rentas. Cedió Izcóatl a estas razones y concertado este pacto, se puso en ejecución y en virtud de él fueron restituidos a sus estados catorce régulos del reino de Texcoco, nueve de México y siete de Tacuba, que eran del antiguo imperio tecpaneca. No quiso Netzahualcóyotl que este feudo que acababa de imponer a los tres reyes, lo recaudasen los cobradores de sus tributos, sino que especialmente nombró para ello a un caballero principal de su corte llamado Caylotl, y puso una especie de contaduría particular de recaudación; providencia que se observó hasta los tiempos inmediatos a la conquista de los españoles. ¿Qué les parece a ustedes? ¿Lo entendía o no Netzahualcóyotl en esto que llamamos política?

Myladi. Seguramente... pero...

Doña Margarita. ¿Qué quiere decir ese pero? Esa reticencia es para mí misteriosa: ¿halla usted algo de defectuoso que notar en esa conducta?

Myladi. Me explicaré con franqueza. Me parece una cadetada   -76-   eso del desafío a su tío Izcóatl, a quien tantas obligaciones debía Netzahualcóyotl. ¿Por qué no se dio por contento con las satisfacciones que le procuró dar? Es menester considerar que era su deudo, que era un anciano respetable, y dígase que como a viejo debía haberle disimulado y no quererlo llevar todo a punta de lanza.

Doña Margarita. La conducta de Netzahualcóyotl a primera vista me pareció lo mismo que a usted; pero pues se ha revestido de sus afectos cuando yo se lo presentaba en su infortunio como un monarca desgraciado, permítame que yo lo considere como un soberano restablecido en su trono y digno de que se le tratase con el decoro debido a la majestad, y como representante de una nación grande. En fin, permítame usted que yo represente ahora el papel de su abogada.

Myladi. Gustaré mucho de oír su defensa de tal boca.

Doña Margarita. En los reyes considero yo dos hombres, el uno privado y el otro público. Bajo el primer concepto, cuando es insultado, debe fácilmente condonar la injuria que se le hace, y darse por satisfecho y desagraviado a la menor insinuación o satisfacción que se le dé; mas no bajo el segundo, porque es el representante de una nación, la cual es ofendida en su persona y no puede ser insensible a sus agravios sin mancillarla. Izcóatl había incurrido en este exceso, ofendiendo de un modo escandaloso al primer pueblo de este continente. Sea en hora buena que como hombre sujeto a pasiones, viendo eclipsada su gloria al lado de su sobrino, hubiese concebido celos de Netzahualcóyotl y explicádose con poco decoro en su tertulia privada; malo era, porque un rey debe ser el modelo de la perfección en cuanto haga y diga, porque se le observa hasta en sus acciones más secretas; pero desatarse en injurias contra Netzahualcóyotl en los lugares públicos, reprender al Senado con palabras duras porque le había hecho obsequio acompañándolo en su regreso a Texcoco y decir que ni por su nacimiento, que no era legítimo, ni por su valor merecía que se le distinguiese, es un agravio verdaderamente imperdonable. La cuna de Netzahualcóyotl era noble, su origen legítimo, su valor, sabiduría y prudencia, conocida y experimentada a favor de los mexicanos y del mismo Izcóatl cuando lo invocó en su auxilio que voló a impartírselo, y por el que quedó rey pacífico de México. Por otra parte, ¿no fue un agravio muy grande cuando trató de aplacarlo mandarle veinte y cinco mujeres hermosas, creyéndolo por medio de esta vil seducción capaz de sacrificar el honor de su corona a una pasión baja y degradante? Creo, por tanto, que el enojo del Príncipe fue justo, y si parece   -77-   a usted cosa escandalosa el que para vengar este agravio se presentase a la cabeza de un ejército, acuérdese que los reyes no tienen otro tribunal cuando se sentencian sus causas que el campo de la guerra. Finalmente, el valor era la prenda más amable de aquellos príncipes y pasar por cobardes era la mayor vileza. Si Netzahualcóyotl se hubiese mostrado insensible a estas injurias, habría menguado mucho en el concepto de sus súbditos, y tal vez no habrían querido reconocer por monarca a quien dejaba manchar de ese modo la dignidad de que se veía revestido. Creo en fin que obró como debía y que esa acción que a usted parece una cadetada, es una de las que mayor honor hacen a su reinado. ¿Qué hombre que se llama caballero en las naciones cultas de Europa, deja hoy que se le ultraje de este modo, ni quiere parecer cobarde? El que sufre un agravio de esta naturaleza es mal visto y no puede alternar en una sociedad decente, y a fe mía que es una verdadera cadetada el proponer un desafío, el aceptarlo y llevar padrinos para matarse a sangre fría: algo más digo, es una verdadera locura digna de castigarse, poniendo, tanto al que lo propone como al que lo acepta y presencia, en una casa de Orates, vestido con un saco burlesco. El hombre en sociedad ha renunciado el derecho que tenía en el estado natural de propulsar injuria con injuria, y vengarla con sus propias manos; ha depositado sus derechos en las manos de los jueces para que sentencien con imparcialidad y justicia.

Mister Jorge. Vaya, que Netzahualcóyotl ha tenido en usted una excelente abogada, y yo querría que mis causas siempre se defendiesen por la misma y tener la suerte de aquel príncipe.

Doña Margarita. En este asunto he procedido a lo menos con la imparcialidad que debe un abogado. Se acordarán ustedes que al referir este hecho confesé que un hombre tan ilustre como nuestro príncipe, no había dejado de tener algunas imperfeccioncillas de hombre, porque jamás he pretendido presentarlo como un modelo perfectísimo; flaqueza fue en él haber valenteado la causa de Totoquiyauhtzin hasta colocarlo en el trono, porque en ello tuvo el principal influjo la hija de éste -Matlalzihuatzin-, de quien estaba ciegamente enamorado Netzahualcóyotl; pero en el pecado llevó la penitencia, pues la recompensa que a poco le dio por sus favores fue unirse con Izcóatl para hacerle la guerra por un hecho que en nada le tocaba, y por temor de perder el trono que acababa de ocupar por Netzahualcóyotl.

Myladi. A mí me parece que en el agravio personal de este príncipe hubo algo de política...

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Doña Margarita. No algo, sino algos, y mucho, como es más fácil conocerlo. La centralización del gobierno hecha en virtud de la triple alianza, iba a acarrear muchos males a la misma, porque por medio o causa de ella quedaban despojados muchos régulos de su señorío, quedaban reducidos a la mendicidad, con multitud de hombres que repentinamente habían pasado de la opulencia a la miseria. Netzahualcóyotl no podía prometerse sino muchas reacciones que lo expusiesen a ser víctima de ellas, y más si tenían la fortuna de que se pusiese a su cabeza un jefe hábil, valiente y afortunado como lo fue Tezozómoc, que le exponía a correr la misma suerte que a su padre Ixtlilxóchitl. Presentósele a Netzahualcóyotl la ocasión de evitar tan grandes males, y lo hizo como sabio político. En el curso de esta historia haré ver a ustedes que por haberse desviado de esta conducta Moctheuzoma, y absorbido todo el imperio, multiplicó los quejosos, los cuales como el cacique de Zempoala apenas tuvieron ocasión de substraerse de su obediencia, cuando se unieron a los españoles y cooperaron a la esclavitud de todo el imperio mexicano. Hemos discurrido como políticos; pero la hora no nos permite demorarnos en esta conversación, que continuaré mañana si el tiempo lo permite. A Dios, señores.




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Conversación octava

Doña Margarita. La extensión de los señoríos había causado, como indiqué a ustedes ayer, una general desazón, así por el despojo violento que produjo, como por temor de que el nuevo gobierno se convirtiera en tirano y despótico; pues todo gobierno, por suave y moderado que sea, tiende naturalmente a extender la órbita de sus atribuciones, de consiguiente el restablecimiento de dichos señoríos fue un golpe magistral de política de Netzahualcóyotl que aumentó el número de sus creaturas, aseguró su trono, le granjeó el aplauso universal de la nobleza y le atrajo la celebridad que no había tenido hasta entonces   -79-   monarca alguno. Enorgullecíanse los texcocanos de ser mandados por un príncipe a quien la naturaleza no había negado ninguna de las virtudes que honran la especie humana: complacíanse de servirlo con una noble emulación y él mostraba a todos una dulzura encantadora, moneda de alto precio con que pagan los buenos reyes. Restituyose de México a Texcoco con tanta pesadumbre de los mexicanos como contento de sus súbditos. Fue el primer objeto de su atención realizar por su parte el convenio, reponiendo a los caciques expatriados o perseguidos. El más considerable por su esplendor era el de Huexotla -Iztlacauhtzin-, pero como se ha dicho, no se atrevió a volver, aunque con reiteración se llamó de Tlaxcala; entonces Netzahualcóyotl dispuso que la restitución se verificase en la persona de su hijo primogénito Tlanoliatzin; a quien por derecho le correspondía. Esto es dar verdaderas garantías a los pueblos, esto es inspirarles confianza, esto es asegurar el trono: obras quieren los pueblos y no promesas aéreas que se tornan en mengua de quien las hace y no las cumple. Mostrose más confiado o menos tímido Motoliniatzin, señor de Quauhtlinchán, que estaba retirado en Texmolocan -hoy llamado Texmeluca-, provincia de Huexotzinco, el cual se le presentó y fue restituido con otros varios señores. No restituyó a Huetzin cacique de Teotihuacán, que lo acompañó en sus desgracias, porque ya era muerto; pero a su hijo Quetzalmemelotzin le nombró capitán general de la nobleza y mandó que fuese presidente del tribunal de justicia que en aquel pueblo erigió. Este tribunal conocía de todos los pleitos que se seguían entre la gente noble que vivía en los pueblos de la campiña o rastro de la corte, y podremos llamarle, siguiendo la nomenclatura de la Constitución que hoy aún rige de 1824, en parte tribunal de distrito. Restableció el Senado de Otumba, que después de la muerte de Quetzalcuixtli había quedado agregado a la Corona. Colocó en el otro lado a otro señor principal que también le había servido en la segunda guerra, llamado Quechltecpantzin, y dispuso que allí se erigiese otro tribunal, semejante al de Teotihuacán en todas sus atribuciones. Dio la ciudad de Chautla, con otros pueblos ubicados en la ribera de la laguna de Texcoco, a un hijo suyo llamado Quauhtlatzacuilotzin que era todavía pequeño, y mandó que le llevasen a criar en ella bajo la dirección de unos caballeros que le dio por ayos, para que desde niño tomase amor a un lugar que debía gobernar siendo grande: a los que envió con comisión de hacer que regresase el cacique de Huexotla asegurándole el perdón; dio tierras y vasallos en el territorio de Cohuatepec, pero reservó para sí   -80-   esta ciudad, incorporándola en la Corona, haciendo lo mismo con la de Iztapaluca y algunos otros pueblos del rumbo del sur en las fronteras de Chalco; pues no juzgó político que estuviesen a disposición de señores particulares, porque vivía desconfiado del cacique de Chalco, no obstante que le había jurado obediencia, en lo que no se engañó, pues era un malvado y le dio después muchos pesares. También incorporó a la Corona a Papalatlan, Xaltocan y otros lugares de la banda del norte que estaban en la frontera de México por el poniente.

Aunque todos estos caciques fueron restituidos en esta vez, unos a la posesión de sus antiguos estados, y otros colocados en los que nuevamente se les dieron, sin embargo ninguno recibió el título ni investidura de rey que algunos habían tenido en los tiempos anteriores, sino que fueron considerados como los ricos omes de Castilla, o grandes del imperio, obligándose con nuevo homenaje cada uno en particular por sí, y a nombre de sus súbditos, a la obediencia y cumplimiento de las condiciones que se les impusieron y a pagar el feudo que fue cortísimo, y sólo por mero acto de reconocimiento. A ejemplo de Netzahualcóyotl hicieron lo mismo los reyes de México y Tacuba en sus respectivos reinos, bien que hasta hoy se ignora los nombres y estados de los que fueron restituidos; percíbese sólo que lo fueron los señores de Xochimilco, Mizquic y Tenayocan, y estos estados quedaron agregados a México en la división que sufrió lo conquistado. Las demás ciudades y pueblos del territorio imperial las dividió Netzahualcóyotl en ocho provincias, poniendo en cada una de ellas un recaudador de tributos de los que cada provincia debía entregar. Hizo cargo al mismo tiempo a cada uno de ellos de administrar su producto, que pagaban en comestibles para el abasto de la casa imperial, por cierto número de días que reguló a proporción de lo que cada uno recolectaba.

Myladi. Entiendo que pues la contribución era de comestibles y no de dinero, sería su arreglo muy difícil y complicado.

Doña Margarita. Éralo efectivamente; mas Netzahualcóyotl que era metódico y exactísimo hasta tocar en minucioso aun en los más complicados reglamentos, todo lo facilitó del modo que diré a ustedes y que es bastante curioso. De la corte de Texcoco, sus barrios y aldeas del contorno formó una provincia y puso en ella -dice el señor Veytia- por recaudador a un caballero llamado Matlalaca, el cual, de los víveres que colectase había de mantener la casa imperial por setenta días, dando en cada uno de ellos veinte y cinco tlacompixtlis de maíz para tamales.

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Myladi. ¿Y qué eran esos tlacompixtlis?

Doña Margarita. Una medida de las varias que usaban. Cada uno tenía una fanega y tres almudes de los nuestros, y así los veinte y cinco tlacompixtlis componían treinta y una fanegas, y tres almudes. Los tamales es comida demasiado conocida en estos países y muy usada especialmente entre los indios; son, como usted habrá notado, unos pastelitos o cubiletes de masa de maíz, rellenos de diversos guisados de carne, pescado, capulines, etc. en figura de bollos, envueltos en las mismas hojas de las mazorcas del maíz que llaman totomoxtli, cocidos dentro de una olla de barro sin agua. El maíz se prepara oportunamente con la cal, lo mismo que para la tortilla.

Myladi. Alégrome de saber que esa preparación es necesarísima.

Doña Margarita. Y tanto, que sin ella no podríamos usar de esta semilla, por lo que un observador no común decía que esta operación es uno de los mayores descubrimientos que pudo Dios permitir entre nosotros por un efecto de su misericordia hacia este pueblo.

Myladi. Así lo entiendo, y aseguro a usted señora que cuando regrese a Europa procuraré vulgarizar el uso de este alimento, no menos que el del atole, al que he visto obrar maravillas durante la epidemia del Cholera morbus, lo mismo que para calmar las irritaciones. ¿Qué miserere hay que no ceda con unos tragos de atole frío? Bien lo conocieron los españoles, principalmente en estos tiempos en que vi embarcar en Veracruz a centenares los metates con dos o más manos que llaman metlapiles. Recién hecha la conquista, y aún dos siglos después, como todos la echaban de caballeros, veían con el más alto desprecio al gachupín que bebía atole; pero ya en estos últimos tiempos dieron -como decimos- el piojo, y conocimos que era una fanfarronada y que allí se alimentan con comidas muy más groseras que las nuestras; vimos sus soldados expedicionarios que se comían los tronchos de col y nabos crudos, como si fuesen marquesotes; a nada le hacían el fiero aquellos brutales soldados, y ellos nos corrieren el velo que nuestros padres nos habían echado cuidadosamente por efecto de su orgullo, haciéndose pasar todos por caballeros; mas sigamos nuestra conversación porque esto sería el cuento de nunca acabar. Asimismo debía dar diariamente el colector o mayordomo para la casa, tres tlacompixtlis de frijoles, o sea judías o habichuelas; otros tres de chian -semilla de que ya he dado idea-; cuatrocientas mil tortillas o pan de los indios; cuatro tlaquimiles o envoltorios de cacao: componíase   -82-   cada uno de mil cacaos o almendras; cien guajolotes; veinte panes de sal, que eran redondos, de más de un palmo de diámetro y como tres de alto; veinte chiquihuites o cestos de chile ancho, otros tantos de chile menudo que llaman chiltecpin, o vulgarmente chiltepiquin, que es picantísimo. Los chiquihuites o chiquihuimes, que llaman los españoles canastos, los hacían de varios tamaños y hechuras; pero la medida de estos que daban de chile, se reguló por menos de media arroba. Daban también diez cestos de tomates, no de los que en España son conocidos con este nombre que aquí llamamos xitomates, sino otros pequeños redondos, verdes, de carne más consistente, la pepita más menuda y la piel más gruesa, que les servía para el guisado común que llamamos clemole. Daban asimismo otros diez canastos de ayavactli o pepita de calabaza, que servía para varios guisados, principalmente para el pipián, que es muy agradable y recio; veinte jarros de miel de maguey, regulado cada uno en dos libras. Fuera de esto estaba obligado a dar venados, jabalíes, liebres, conejos, codornices y toda clase de volatería; toda clase de pescados, ranas, almejas y otros mariscos que producen la laguna, ríos, estanques y piscinas que para esto tenían; mas la caza y pesca no tenían asignación fija, porque era eventual y según el tamaño de las piezas; pero siempre con mucha abundancia y correspondiente a los demás comestibles, como los perrillos itzcuintlis capados, cuya raza ha quedado en Chihuahua y son muy pequeños, la cual era comida regalada.

Myladi. ¿Y todo esto se consumía en la Casa Real de Netzahualcóyotl? ¿Y era tanta su familia?

Doña Margarita. Sí señora. Su familia era mucha, pero usted debe suponer que no sólo ella era la consumidora, lo eran los pobres. Los magistrados, como después diré en lugar oportuno, eran alimentados por el Rey, y multitud de hombres y mujeres infelices; antes que éste se sentase a la mesa ellos habían saciado su necesidad, y él mismo presenciaba el acto de ministrárseles el alimento... ¡Oh, buen rey! ¡Oh, modelo de beneficencia y bondad! ¡Con cuánto júbilo y ternura recuerdo tu caridad! Tú eras el padre de los pobres, el apoyo de la justicia, el terror de los malvados, el amparo de todos los infelices... Alma más noble que ésta no la ha conocido este inmenso continente: ella era mayor que todo este vasto imperio y puede decirse de él lo que la Historia dice de Cicerón, que era mayor que la república, cuyos destinos rigió por algún tiempo. Muchas ocasiones tendré, señores, para probaros esta verdad que tal vez os parecerá una paradoja o efecto   -83-   de una imaginación altamente exaltada. Esta noticia del prodigioso gasto de la casa de Netzahualcóyotl se hiciera increíble, a no hallarse contestada por todos los autores indios que la dan con puntualidad como una cosa admirable; unos para ponderar su poder; otros, para exaltar su opulencia; aquellos para manifestar su liberalidad; esotros para mostrar su clemencia. Si el momento de sacar a un infeliz de la miseria que lo abruma y precipita al despecho, es el más precioso que el hombre puede desfrutar en la tierra, bien podremos decir que este príncipe tuvo el noviciado del cielo y que éste le ha concedido por premio que su nombre se tome en bendición hasta nuestros días, y lo será mientras entre nosotros haya corazones sensibles. El padre Torquemada refiere esta noticia haciendo el cómputo por mayor de la casa de Netzahualcóyotl y dice que la sacó de los libros de su gasto. El padre Clavijero28 se explica de este modo: «Era tanto lo que anualmente se expendía en su familia y casa en el mantenimiento de los ministros y magistrados, y... en el alivio de los pobres, que sería increíble, y yo no osaría escribirlo si no constara por las pinturas originales vistas y examinadas por los primeros misioneros que se emplearon en la conversión de aquellos pueblos, y si no lo confirmara el testimonio de un descendiente de aquel monarca, convertido a la fe cristiana y llamado después del bautismo don Antonio Pimentel29.

Era pues -dice Clavijero- el gasto de Netzahualcóyotl, reducido a medidas castellanas, el siguiente:

Fanegas de maíz 4 900 300
De cacao 2 744 000
De chile y tomate 3 200
De chiltecpin 240
De sal 1 300 panes gruesos
Pavos 8 000

No tiene guarismo el consumo que se hacía de chian, habichuelas y otras legumbres; de ciervos, conejos, patos, codornices y toda especie de aves». Sobre estas curiosas noticias añade una reflexión este juicioso escritor, diciendo: «Bien puede calcularse el número exorbitante de gente que era necesaria para recoger tan gran cantidad de maíz y de cacao, especialmente cuando se tiene presente que este provenía   -84-   de comerlo con los países calientes, no habiendo en todo el reino de Anáhuac terreno propio para el cultivo de aquella planta30. Catorce ciudades suministraban aquellas provisiones durante medio año, y otras quince durante otro medio...».

Myladi. Paréceme muy difícil creerlo, y a no ser porque lo oigo de la boca de usted, lo dudaría mucho. ¿Pues qué, treinta y nueve ciudades principales tenía el imperio de Texcoco?

Doña Margarita. Fácil cosa es saberlo; vaya usted haciendo la cuenta; Texcoco, Huexotla, Quauhtlinchán, Atenco, Chiauhtla, Tenayocan, Papalotla, Tepetlaxtoc, Acolman, Tepechpan, Xaltocan, Chimalhuacán, Ixtapalocan y Coatepec... ¿No son catorce?

Myladi. Es claro.

Doña Margarita. Veamos las otras quince: Otumba, Aztaquemecan, Teotihuacán, Cempoala, Axapochco, Tlalanapan, Tepepolco, Tizayocan, Ahuatepec, Oztoticpac, Quauhtlatzinco, Coyoac, Oztotlauhcan, Achichillacachocan y Tetliztac... Creo que está la cuenta exacta y contra demostraciones no valen argumentos. A usted le hace fuerza esta verdad por lo que hoy ve; muchas poblaciones de éstas han desaparecido y con ellas sus nombres; démosle gracias a los conquistadores, a las epidemias que nos trajeron, como viruelas, fiebre amarilla, sarampión, a los millones de hombres que desaparecieron con el matlazahuatl, cocolixtli y otras dolencias que fueron consiguientes a la conquista. ¡Oh, espada terrible del conquistador!, he aquí tu obra. ¿Usted calcularía con exactitud lo que fue Roma en los días de Augusto por lo que hoy es?

Myladi. Sin duda que no.

Doña Margarita. Pues aplique usted esa reflexión al imperio mexicano y salimos del paso. A los jóvenes tocaba la provisión de leña, de la que se consumía en la Casa Real una   -85-   porción inmensa. Yo he siguido en esta relación principalmente a don Fernando de Alva en su Historia chichimeca, pues trae muy por menor -dice el señor Veytia- la división de provincias, los nombres de los mayordomos o administradores de ellas, y lo que cada uno daba para el gasto de la Casa Real.

Myladi. Por Dios que no omita usted el referírnosla, pues será bastante curiosa.

Doña Margarita. Daré a usted gusto en ello. Ya hablé del primer mayordomo; el segundo se llamaba Tochtli y tenía a su cargo la provincia de Atenco, que corría desde el territorio de la corte hacia las riberas de la laguna31: componíase de once pueblos, cuyos tributos debía recaudar y mantener con la misma cantidad de comestibles la Casa Real por setenta días.

El tercero se llamaba Caxcax, y a cargo de éste estaba la provincia de Tepepulco y cobranza de sus tributos, constaba de trece poblaciones, debía mantener la Casa del Rey por sesenta días.

El cuarto se llamaba Tematzin, recaudaba los tributos de la provincia de Axapochco, hoy voz corrupta llamada Ayápoxo, formada de trece poblaciones, y mantenía la Casa Real por quince días.

El quinto se llamaba Yatl, recaudaba los tributos de Quauhtlanzinco, que tenía veinte y siete lugares y debía mantener la Casa Real por setenta y cinco días.

El sexto se llamaba Quauhtecolotl, que recaudaba los tributos de la provincia de Ecatepec y mantenía la Casa por cuarenta y cinco días, y de este modo estaba hecha la designación para todos los días del año.

Al séptimo, llamado Papalotl, se le encargó la recaudación de la provincia de Tetitlán, que era bastante dilatada, y comprendía las grandes ciudades de Cohuatepec, Iztapalocan, Tlapacoyan y otras poblaciones numerosas.

Al octavo, nombrado Quauhtencohua, se le encargó la provincia de Tecpimpan, o sea Tepechpan, que constaba de ocho poblaciones. Estos dos últimos mayordomos no tenían obligación de suministrar cosa alguna para la Casa Imperial. Los otros seis que la mantenían no podían llenarla perfectamente con sólo lo que colectaban de comestibles en sus respectivas provincias, porque en todas no había todo lo que se necesitaba y así se permutaban unos con otros, y con las demás provincias de lo que tenían y les faltaba de víveres por otras   -86-   producciones como mantas, ropas de todos géneros, plumas, piedras preciosas, perfumes, armaduras, maderas, oro, plata en barretones y joyeles, y en otras muchas cosas que tributaban también de las otras, a más de los víveres que se traían de otros puntos.

En las cartas de Cortés publicadas por el señor Lorenzana, se da no poca idea de estas contribuciones, pues sus estampas son tomadas del museo de Boturini, a quien se arregló el señor Veytia, y me parece que por ahora no debo de hablar a ustedes del orden y método que se guardaba en la paga de tributos, personas que los pagaban, etc.; me bastará por ahora decirle que en cada pueblo había una suerte de tierra en lo mejor de él, que era del rey o señor de aquel estado. Éste había de tener cuatrocientas medidas de las suyas en cuadro. Cada una componía tres varas castellanas y así la suerte debería tener mil doscientas varas en cuadro. Dábanles a estas tierras varios nombres como Tlatocatlale (o tierra del señor), Tlatocamilli (sementera del señor), Itonatlintlacoatl (cosechas del señor) o como lo interpreta don Fernando de Alva alegóricamente, tierras que acuden conforme a la ventura o dicha de los señores.

Para la siembra y labores de ellas, nombraba diariamente el calpixque, que era un subalterno que había en cada pueblo, los operarios que debían trabajar en ellas de gente plebeya y tributaria, y todos los frutos pertenecían íntegramente al señor, destinados para las fábricas y reedificios de los palacios de los reyes, y otros gastos que no eran de la manutención. Las gentes que las labraban que eran plebeyas, y estaban destinadas y señaladas en cada lugar se llamaban tecpanpuhque o teuhepanpocque, es decir, gentes que pertenecen a los palacios y no podía ocupárseles en la labranza de otras tierras sino precisamente en la de éstas. Finalmente, había otras en cada pueblo que llamaban calpollali, o sea tierra de los barrios, que se labraban también en comunidad y de sus productos pagaban los tributos en cada pueblo que estaba encabezonado, y el residuo se distribuía entre los vecinos tributarios para su manutención a proporción de la familia que cada uno tenía. Había otras propias de los caballeros y gente noble que no tributaba, materia que por ahora no es del caso deslindar.

En las tres indicadas especies de tierras era propiamente en las que los reyes y señores de cacicazgos tenían dominio directo y útil, y los recaudadores de tributos percibían los frutos de la primera y segunda íntegramente, llevando cuenta   -87-   y razón de la que correspondía al mantenimiento de la Casa Real, y lo que tocaba al palacio y cámara, y del mismo modo percibían lo que pagaban de tributo de la tercera especie de tierras que se aplicaban para lo uno o para lo otro, según se necesitaba; haciéndose sus permutas y aplicaciones de unos con otros efectos; porque como ya he dicho, a más de los comestibles pagaban tributos de mantas, plumas y otras cosas que feriaban por mantenimiento.

Las sementeras que se hacían en estas tierras, unas eran de maíz, frijol, chile, etc., y de semillas, según era a propósito el clima para producirlas, y así entraba también en esto la permuta entre unos y otros recaudadores. Los reyes de México y Tacuba siguieron después este mismo plan que trazó el de Texcoco; pero no se encuentran entre sus escritores de estos reinos quienes hayan presentado noticias tan individuales y exactas del gasto de sus palacios, aunque es bien sabido que el de Moctheuzoma era inmenso, según las relaciones de Gomara, que como he dicho otra vez son las más exactas.

Myladi. Paréceme justo confesar por lo que usted nos ha dicho, que esas medidas eran las únicas que deberían tomarse en un país donde las producciones eran respetadas como verdaderas riquezas efectivas, según sabemos, y que por tales las tuvieron las antiguas naciones del Universo, cuando aún no era conocido el uso de la moneda que regula todos los valores de las cosas, y por cuyo invento ninguna en el mundo es inapreciable.

Mister Jorge. Ese modo de pensar es conforme con la opinión de qué sé yo que padre de la Iglesia que he leído32.

Myladi. He quedado admirada de ese orden con que se cobraban los impuestos a estos pueblos; verdaderamente que eran económicos.

Doña Margarita. No la echaban de Financieros como los del día; y yo lo que veo es que mientras más reglamentos se dictan hoy para el arreglo de la hacienda, ésta menos percibe y más se explica la miseria pública; bien que esto más se debe a los recaudadores que hay de ella, infieles muchos, y no pocos ladrones descarados e impudentes, y todos impunes, que es lo que más me duele.

Myladi. ¿Y todo lo arregló por sí Netzahualcóyotl?

  -88-  

Doña Margarita. Claro es que sí: él fue conquistador y legislador de su pueblo como nadie lo había sido, y espero mostrárselo a ustedes mañana con alguna detención.

Myladi. Deseo oír a usted en esta parte.

Doña Margarita. No tardaré mucho en hacerlo, si Dios la vida nos presta. Hasta mañana.




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Conversación nona

Doña Margarita. He notado ayer la admiración que causó a ustedes la incalculable economía establecida para la recaudación de los tributos que impuso Netzahualcóyotl en las contribuciones de sus pueblos para el mantenimiento de su casa y familia; su fausto no era insultante a la miseria pública como el de algunos reyes de Europa, como lo fue el de la Casa Real de España, de la que se dice que diariamente ascendía su gasto a más de treinta mil pesos; el del monarca de Texcoco contribuía a dos grandes objetos: el primero a aumentar el prestigio del trono y el segundo a distribuirse entre sus súbditos desgraciados, de quien era un verdadero padre, porque, como ya he dicho, partía con ellos el alimento de su mesa tomándolo antes que él, y cubría su desnudez ministrándoles ropas a los desnudos; ahora lo manifestaré arreglando la administración de justicia, erigiendo tribunales, dando orden y expediente a los negocios, y sobre todo formando de nuevo las costumbres. Necesitaba hacer una regeneración total de su pueblo, desmoralizado de todo punto.

Myladi. Así lo entiendo: porque ¿qué podría esperar de los texcocanos acostumbrados a ver diarias revoluciones que trastornaron el imperio de su padre, a quien vieron inmolar, y del gobierno de dos tiranos sucesivos que autorizaron los crímenes, que fueron los primeros en ejecutarlos, y que hollaban todos los derechos y fueros de la naturaleza y de la justicia por conservar un imperio usurpado?

Doña Margarita. Persuadido Netzahualcóyotl por experiencia propia y dolorosa de estas verdades, y asegurado, ya por   -89-   sus triunfos, ya por sus virtudes, de la fidelidad de sus pueblos, que sólo podía conservar por medio de la administración de la justicia; determinó volver a crear tribunales de ella en todas las capitales de provincia, nombrando jueces de los mismos patricios que la distribuyesen, librando los pleitos según las leyes de sus mayores y las que de nuevo promulgó, y de que después hablaremos; pero concediendo a las partes agraviadas el recurso de apelación para el tribunal de justicia que estableció en su corte.

Myladi. ¿De apelación ha dicho usted, señora?

Doña Margarita. Sí, de apelación, de este gran beneficio, que un padre de la Iglesia católica33 no ha dudado comparar con el que sol dispensa a los mortales; porque ¿qué mayor consuelo podrá sentir un hombre aherrojado en una prisión y a punto de morir, cuando entiende que su causa pasará a manos de otros jueces o más sabios, o más compasivos e imparciales, que lo libren de la pena a que aquéllos lo han condenado? Componíase este tribunal de un presidente y veinte y tres consejeros de conocida sabiduría y probidad. El presidente era uno de los primeros señores del imperio. De los consejeros cuatro eran caballeros de la mayor nobleza, cuatro ciudadanos de Texcoco y los quince restantes de las ciudades principales, y cabezas de provincia que tenían de ellas y sus moradores; esta circunstancia era la más propia para consultar a la confianza de los que deberían ser juzgados. Juntábanse todos los días desde por la mañana, después de nacido el sol en un salón del palacio que destinó para ello Netzahualcóyotl, donde sentándose en cuclillas sobre unas esteras en un estrado que levantaba diez y ocho gradas del suelo, daban audiencia a todo el que la pedía, determinando así tanto las causas que se seguían en primera instancia, como las que se presentaban por apelación de los otros tribunales inferiores del reino. De las sentencias de este Consejo, fuese en unas o en otras causas, todavía había apelación para el Consejo Supremo o Cámara del Emperador, de que luego hablaré.

Manteníanse los jueces en el tribunal y allí les servían a mediodía la comida de la cocina del Monarca, después de la cual continuaban en su ejercicio hasta media tarde que se retiraban a sus casas, y este orden se guardaba inviolablemente todos los días, exceptuando aquéllos en que por tener que asistir los jueces a sacrificios públicos o festividades solemnes no se abría el tribunal, y eran severamente castigados   -90-   los que sin justo motivo de enfermedad, ocupación en servicio del Monarca, o licencia suya, dejaban de concurrir diariamente... medida que ojalá se adoptara para contener entre nosotros esas faltas escandalosas que se hacen a los tribunales y congreso, y que tanto demoran el despacho de los negocios en daño de las partes y del tesoro público.

Myladi. En daño de las partes ya lo entiendo, pero no del tesoro público.

Doña Margarita. Muy fácil cosa es conocerlo. ¿Los diputados no están pagados por él? Claro es que sí, luego los días que faltan a las cámaras como que perciben aún sus dietas y no las ganan, es clara que lo lasta la hacienda pública. No ha tres días que oí decir a un diputado en sesión bastante concurrida del pueblo, deplorando esta desgracia, que hay ley que ha costado a la nación doscientos mil pesos y tal vez ha sido necesario derogarla a poco de haberla publicado. Los magistrados de que iba hablando de Texcoco no tenían asignación fija de sueldo, porque esto estaba al arbitrio del Monarca, a proporción de la mayor o menor familia que cada uno tenía, para que pudiera mantenerla, no sólo con la decencia correspondiente a su dignidad, sino con desahogo y abundancia; de suerte que no hubiese disculpa para admitir cohecho, pues al que se le justificaba haberlo recibido se le castigaba con pena de muerte. Esta pena se imponía aún en tiempo del segundo Moctheuzoma, pues el padre Sahagún dice34: «Si oía el señor que los jueces o senadores que tenían que juzgar dilataban mucho, sin razón, los pleitos de los populares que pudieran acabar presto, y los detenían por los cohechos, pagas o por amor de los parentescos; luego el Rey mandaba que los echasen presos en unas jaulas grandes, hasta que fuesen sentenciados a muerte; y por esto los senadores y jueces estaban muy recatados, y avisados en su oficio... En el tiempo de Moctheuzoma echaron presos muchos senadores o jueces en unas jaulas grandes, a cada uno por sí, y después fueron sentenciados a muerte, porque informaron al Rey que éstos no hacían justicia derecha o justa, sino que injustamente la hacían, y por eso fueron muertos, y eran éstos que se siguen: el primero se llamaba Mixcoatlailotlac; el segundo, Teyenotlamochtli; el tercero, Tlacuehcalcatl; el cuarto, Iztlacamizcoatlailocatl; el quinto, Unsaca; el sexto, Toquatl; el sétimo, Victlolinqui. Éstos eran todos de Tlatelolco».

  -91-  

Myladi. ¡Dichoso tiempo en que así se castigaban los jueces malvados!

Doña Margarita. Yo también suspiro por él y aseguro a ustedes que los mexicanos eran más felices que nosotros, pues conocemos algunos bribones que se pasean impunemente, constándonos que venden la justicia como en el mercado se venden los huevos.

Mister Jorge. Como este crimen es de difícil prueba, yo atribuyo a esto su impunidad.

Doña Margarita. No hay cosa más fácil de probar: tiene un juez mil y quinientos pesos, o dos mil; gasta ocho o diez mil... luego este exceso es el fruto de sus rapiñas y concusiones. No nos cansemos, la mejor garantía de la justicia es castigarlos de este modo; todo lo demás son teorías de los llamados publicistas y teorías alegres. Yo conozco muchos de estos malvados que cuando entraron a servir la judicatura no tenían ni capa en el hombro, y a poco tiempo los veo con magníficos trenes y una opulencia propia de un fúcar. A más del sueldo les daba Netzahualcóyotl una especie de gratificación, porque cada ochenta días los llamaba a su presencia y después de manifestarse satisfecho y bien servido de ellos, con expresiones muy afables, les regalaba joyas, mantas, plumas y otras cosas también a su arbitrio según convenía al mérito de cada uno. ¿Quién no se esmeraría en servir con lealtad y eficacia a tan justo y amable soberano?

Conocía este Consejo de Justicia, así como los demás tribunales del reino, de todas las causas civiles y criminales entre nobles, plebeyos y sacerdotes y legos, es decir, que no había fueros, y en todas materias, excepto en asuntos de ciencias, artes y hacienda real que estaban a cargo de otros tribunales como vamos a ver. Por tanto, los profesores de ciencias y artes, así como los ministros y empleados en el manejo de la hacienda, estaban sujetos a este tribunal de justicia en los asuntos que no pertenecían a este ramo, o en los delitos que cometiesen en otras materias; de suerte que si el militar tenía un pleito de tierras, ya fuese actor, ya reo, había de litigarlo en este tribunal. Si el astrónomo o músico tenía pleito de divorcio como actor o reo, aquí había de determinarse, y si el recaudador de tributos cometía un homicidio, este tribunal juzgaba de su causa.

Myladi. Según eso en Texcoco había un tribunal de ciencias y artes. Es cosa que no había oído decir de ninguna nación, aun de las que pasan por más ilustradas.

Doña Margarita. Efectivamente lo había y también se lo   -92-   nombraba el Consejo de la Música, que hoy nuestros pedantes, que todo lo grecizan o denominan y definen con voces griegas, lo denominarían tribunal filoarmónico. Ninguno podía enseñar ni abrir oficina o escuela, sin que primero fuese examinado y aprobado por este tribunal, y obtenido licencia de él. Los ministros que lo componían eran sujetos consumados en dichas profesiones y artes que ellos alcanzaron: no podía salir a luz ninguna obra de astronomía, cronología, música, pintura ni historia sin que la revisasen estos ministros, y los contraventores eran severamente castigados del mismo modo que los plateros, lapidarios y demás oficiales que hiciesen alguna obra defectuosa, pues denunciada al tribunal y reconocida en él, era penado el artífice a proporción del defecto que tenía o al arbitrio de los jueces. Tenían éstos gran cuidado de que todos los profesores tuviesen copia de discípulos a quienes enseñar sus facultades, y estaban obligados a llevar cada año al tribunal un número de éstos que hubiesen enseñado para que se examinasen y el que faltaba era castigado, y no menos lo era si los discípulos no estaban bien enseñados; pero al mismo tiempo cuidaban los jueces de que los padres, parientes y tutores de los niños pagasen a sus maestros: por los pobres y huérfanos pagaba el Rey35.

Tales eran las atribuciones de este Consejo, el cual se reunía todos los días del mismo modo que el de justicia, y eran sus miembros igualmente alimentados y remunerados por el Rey; mas no era la misma la colocación de sus asientos, porque en él había tres tronos sobre gradas, uno en el fondo del salón mirando a la puerta para el rey de Texcoco, a su derecha otro igual para el rey de México y a la izquierda el tercero para el de Tacuba. De uno y otro lado seguía el estrado de esteras para los ministros que no tenían número fijo, porque el Rey nombraba a todos aquéllos que sobresalían en las ciencias para miembros de este cuerpo. Tenía asimismo su presidente, cuyo asiento estaba enfrente de las sillas de los reyes, y para su elección no se atendía tanto a la nobleza como a la sabiduría e instrucción de las facultades. He aquí el asilo del mejor saber, donde se honraba a los hombres únicamente por sus talentos.

  -93-  

Myladi. ¿Y qué tenían que ver con este tribunal ni con estos lugares los reyes de México y Tacuba?

Doña Margarita. Estos soberanos concurrían a este Consejo en ciertos días a oír cantar las poesías históricas antiguas y modernas, para recrearse e instruirse de toda su historia, y también cuando se presentaba un nuevo invento en cualquiera facultad para examinarlo, o tal vez para premiarlo, pues según dice el señor Veytia, delante de las sillas había una gran mesa en que se veían acopiadas joyas de oro, plata, pedrería, plumas y otras cosas estimables, y en los rincones de la sala muchas mantas de todas calidades para remunerar a las habilidades y estimular a los profesores. Estas alhajas se repartían por los reyes en los días en que concurrían a los que más sobresalían en las ciencias. A semejante impulso se deben los adelantamientos de las artes en aquel siglo, que ahora admiramos, cuyos pocos restos que hoy existen en la Europa y en nuestro museo sorprenden a los profesores. Conozcamos, señores, que Texcoco fue el Atenas del Anáhuac, y la maestra de México, como la ciudad de Minerva lo fue de la de Marte, yo pregunto: ¿Obra acaso de este modo nuestro Gobierno actual? ¿Protege a los profesores? ¿Esa Academia de San Carlos no yace en el más deplorable abandono? Claro es que sí. Me entristezco al formar estas reflexiones, y remontándome a aquellos tiempos de la Ilustración mexicana me parece que estoy en el gran concurso de los tres reyes, y de lo más granado de su corte y al son de instrumentos dulces, aunque mezclados con cierta melancolía sabrosa, que arranca lágrimas involuntariamente, oigo cantar aquella composición dulcísima que nos ha quedado de Netzahualcóyotl, de las muchas que trabajó y que comienza: Oíd con atención...

Myladi. Yo ruego a usted que si la sabe de memoria nos la recite, porque si hemos acompañado con la imaginación a los indios en sus bodas y funerales, justo será que también acompañemos a sus reyes en sus honestos placeres.

Doña Margarita. Harelo con gusto, pero será preciso que ustedes se impongan primero del argumento de esta bella canción, muy desfigurada hoy por la traducción que ha sufrido y que sepan que es la ruina del imperio tecpaneca la que canta este ilustre príncipe.

«Oíd -dice- con atención las lamentaciones que yo el rey Netzahualcóyotl hago sobre el imperio, hablando conmigo mismo y presentándolo a otros por ejemplo. ¡Oh, rey bullicioso y poco estable! ¡Cuando llegue tu muerte serán destruidos y desechos tus vasallos! Veranse en obscura confusión   -94-   y entonces ya no estará en tu mano el gobierno de tu reino, sino en el del Dios criador y todopoderoso. Quien vio la casa y corte del anciano Tezozómoc, y lo florido y poderoso que estaba su tiránico imperio, y ahora lo ve tan marchito y seco, sin duda creyera que siempre se mantendría en su ser y esplendor, siendo burla y engaño lo que el mundo ofrece, pues todo se ha de consumir y acabar. Lastimosa cosa es considerar la prosperidad que hubo durante el gobierno de aquel viejo y caduco monarca, que semejante al sauz, animado de codicia y ambición, se levantó y enseñoreó sobre los débiles y humildes. Prados y flores le ofreció en los campos la primavera por mucho tiempo que gozó de ellos; mas al fin, carcomido y seco, vino el huracán de la muerte y arrancándolo de raíz lo rindió, y hecho pedazos cayó al suelo. Ni fue menos lo que sucedió a aquel antiguo rey Cotzaztli, pues ni quedó memoria de su casa y linaje. Con estas reflexiones y triste canto que traigo a la memoria, doy vivo ejemplo de lo que en la florida primavera pasa, y el fin que tuvo Tezozómoc por mucho tiempo que gozó de ella. ¿Quién, pues, habrá por duro que sea, que notando esto no se derrita en lágrimas, puesto que la abundancia de las ricas y variadas recreaciones son como ramilletes de flores, que pasan de mano en mano, mas al fin todas se deshojan y marchitan en la presente vida? ¡Hijos de los reyes y grandes señores!, considerad lo que en mi triste y lamentoso canto os manifiesto cuando refiero lo que pasa en la florida primavera y el fin y término del poderoso rey Tezozómoc! ¿Quién -repito- viendo esto será tan duro e insensible que no se derrita en lágrimas, pues la abundancia de diversas flores y bellas recreaciones son ramilletes que se marchitan y acaban en la presente vida? Gocen por ahora de la abundancia y belleza del florido verano con la melodía de las parleras aves, y liben las mariposas el néctar dulce de las fragrantes flores... todo es como ramilletes que pasan de mano en mano, que al fin se marchitan y acaban en la presente vida».

Ésta es una de las dos odas que se hallaron entre las preciosidades de Boturini, que el padre Clavijero deseaba tener para publicarlas en su obra, como él mismo dice36, que tradujo al castellano don Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, descendiente de aquel monarca y de quien en el siglo diez y seis eran célebres, aun entre los españoles, los sesenta himnos que formó en loor del Criador del cielo. El mismo Clavijero   -95-   presenta la mejor idea de esta composición diciendo: «Que era una lamentación de la instabilidad de las grandezas humanas en la persona del tirano de Atzcapotzalco, el cual a guisa de un árbol grande y robusto había extendido sus raíces, y ensanchado sus ramos hasta dar sombra a todo el territorio del imperio; pero al fin seco y podrido, cayó al suelo sin esperanza de recobrar su antiguo verdor». Yo no soy, señores, capaz de hacer comparaciones entre este poeta rey y los famosos de la antigua Grecia; pero pues os he presentado diversos razonamientos suyos, hechos ya, ante el tirano Maxtla, consolando a Chimalpopoca en su prisión, respondiendo al rey Izcóatl en sus conferencias con el Senado de México sobre cambiar el sistema de gobierno y reponer la antigua monarquía tecpaneca, invistiendo con la púrpura a Totoquiyauhtzin; y ya, en fin, arengando a sus soldados y calmando con su proclama una sedición militar; creo que puedo aplicarle el mismo criterio que de Píndaro formó el sabio Bartelemy en su viaje de Anacarsis, diciendo: «Su ingenio vigoroso e independiente nunca se presenta sino con movimientos irregulares, nobles e impetuosos. Si va a cantar los dioses se levanta como una águila hasta el pie de sus tronos; si canta los hombres se precipita en la lid como un caballo fogoso; en los cielos, sobre la tierra, hace correr por decirlo así, un torrente de imágenes sublimes, de metáforas atrevidas, de pensamientos fuertes y de máximas luminosas». Netzahualcóyotl amaba tanto la poesía que habiendo sido condenado a muerte un reo, hizo éste en la cárcel ciertos versos, en los cuales se despedía del mundo de un modo tan tierno y patético que los músicos de palacio sus amigos, formaron el proyecto de cantarlos al Rey, y éste se enterneció de tal manera que concedió la vida al reo. Suceso extraordinario -añade- en la historia de Acolhuacán, en que sólo se hallan ejemplos de la mayor severidad»37.

Myladi. A pesar de que no entiendo la lengua mexicana, concibo a poco más el mérito de la oda que usted nos acaba de referir.

Doña Margarita. Sepa usted que a despecho de los conquistadores y del gran cuidado que tuvieron en ocultarnos las bellezas de la poesía mexicana, esta oda se vulgarizó tantos años después de la conquista que se recitaba frecuentemente por los indios, y para consolarse de la esclavitud que los oprimía, pues faltos de bestias de carga los hacían suplir por ellas en   -96-   los caminos, los estropeaban y mataban a los que por débiles no podían seguir a sus compañeros esperando un porvenir alegre, y un día de libertad, la endechaban y lloraban sin consuelo. Sobre esto se refiere el hecho siguiente, que se ha copiado del libro de la secretaría del antiguo Virreinato, de los documentos tomados a Boturini y reunidos de orden del Rey; dice en substancia así: «Viniendo de Tlalmanalco, de donde era gobernador, a México don Fernando de Alva, encontró a don Juan de Aguilar, indio gobernador de Quatepec, cerca del pueblo de Quauhtlinchán, que venía a pie y le acompañaban catorce o quince indios cargados de comida, para que los españoles los repartiesen en Tacuba, es decir, para hacerlos sus esclavos, pues tales eran los que llamaban de encomienda. Venían asimismo los criados de Aguilar que le traían estirando el caballo. Todos venían llorando y cantando en tono lúgubre. Parose sorprendido Alva para contemplar aquel tierno espectáculo y oyó que cantaban una canción del rey Netzahualcóyotl, que sin duda sería ésta; Aguilar satisfizo su curiosidad, diciéndole: "¿De qué te espantas nieto mío? ¿No sabes que éstos que vienen aquí conmigo cargados como tapixques -o indios inferiores- son herederos y descendientes del rey Netzahualcóyotl, y que su desdicha ha llegado a tal punto que van a ser repartidos en Tacuba como villanos ruines?...". Yo los voy consolando con traerles a la memoria lo que dejó escrito en sus cantos aquel gran rey Netzahualcóyotl...».

Myladi. ¡Lance triste, vive Dios! Y que si aún hoy conmueve el corazón, ¿cómo no lo conmovería a aquellos hombres libres que sin justicia, ni aun la menor razón aparente, fueron despojados de sus bienes y reducidos a una deplorable servidumbre?

Doña Margarita. ¡Ah! si fuese capaz de consolar a un corazón cristiano y magnánimo el ver vengado un agravio, yo me regocijaría ahora viendo que el cielo había ya satisfecho a la justicia y que tamaña injuria estaba hoy castigada, verificándose lo que el rey Netzahualcóyotl vaticinó en su canto: Las grandezas humanas son como ramilletes de fragrantes flores, que pasan de mano en mano, y que al fin se marchitan y acaban en la presente vida. Pasó ese bello ramillete de la dominación española y volvió a las manos de que fue arrancado... El árbol majestuoso que extendía sus ramas por todo este continente, y que todo lo cubría, sufrió el primer golpe de hacha por la mano fuerte e intrépida del cura Hidalgo en Dolores... Repitiole otros Morelos, y muchos caudillos... bamboneó, y apenas se mantuvo entre la muerte y   -97-   la vida oscilante, cuando el heroico Iturbide en Iguala le dio el último fatal golpe, lo echó a tierra y una ley de expulsión lanzó más allá de los mares a los que se guarecían bajo su sombra ya opaca y marchita. ¿Quién -pregunto, ya con aquel cantor monarca-, por duro que sea, no se derretirá en llanto viendo que aquellas alegrías de una dominación orgullosa y petulante se ha tornado en lágrimas? Aquí debería yo decir con Píndaro a los monarcas de la tierra: Sed justos en todas vuestras acciones... Con tal motivo compuso sobre este canto el mismo don Fernando de Alva un romance que referiría a ustedes si no temiera hacerme empalagosa.

Don Jorge. De ninguna manera lo es usted.

Myladi. Ambos suplicamos a usted que nos lo recite.

Doña Margarita. Pues óiganlo, aunque con algunas ligeras enmendaturas que ha sido preciso hacerle por las muchas manos por donde se ha copiado hasta nuestros días38, las que también habrán sufrido algunas otras piezas del mismo Netzahualcóyotl, de que apenas existe uno u otro ejemplar.




Romance


Tiene el florido verano
su casa, corte y alcázar,
adornado de riquezas,
con bienes en abundancia.
Con disposición discreta
están puestas y grabadas,
bellas plumas, piedras ricas
que al mismo sol aventajan.
Allí el precioso carbunco
de sus hermosas entrañas,
sin dar lugar una a otra,
luces y fulgor derrama.
Allí el diamante estimado
de fortaleza se engasta,
con aquesta, y con sus visos
vivas centellas levanta.
Aquí se van ofreciendo
las lucidas esmeraldas,
del galardón de sus obras
mil floridas esperanzas.
Luego topacios se siguen,
que a la esmeralda se igualan,
pues el galardón promete
de la celestial morada.
Aquesto es lo que de reyes,
de príncipes y monarcas,
en pechos y corazones
se imprime, encierra, y esmalta.
Las amatistas moradas,
significando las ansias
del Rey para sus vasallos
de los gustos la templanza.
-98-
Todas estas piedras ricas
con sus vestiduras varias,
¡oh Padre, oh Dios infinito!
adornan tu corte y casa.
Estas piedras que al presente
con mil amorosas trazas,
yo el rey Netzahualcóyotl,
he juntado aunque prestadas.
Son los príncipes famosos,
a uno Axayacatl llaman,
a otro Chimalpopoca,
y Xicotencatltramata.
Hoy estoy regocijado
de sus fiestas y palabras,
y de los demás señores
que aquí con ellos se hallan.
Sólo siento que por breve
goza de este bien el alma;
pero siempre lo que es gusto
con facilidad se pasa.
La presencia me recrea
de estas águilas lozanas,
de estos tigres y leones
que a mil mundos espantaran:
Éstos que por su valor,
eterna memoria alcanzan,
cuyo nombre, y cuyos hechos
eternizará la fama.
Sólo agora gozo, y uso
piedras ricas como varias,
que me sirvieron de lustre
en mis sangrientas batallas.
Hoy, ¡oh príncipes tan nobles!
prendas de mi cara patria,
mi voluntad os festeja,
y como puede os alaba:
Parece que respondéis
del alma son prendas caras,
como vapor que de flores,
preciosísimas exhala.
¡Oh rey Netzahualcóyotl!
¡Oh Moctheuzoma monarca!
con vuestros blandos rocíos
vuestros vasallos se amparan.
Pero al fin vendrá algún día
que amaine aquesta pujanza,
y que todos ellos queden
en horfanidad amarga.
Gozad, poderosos reyes,
esta majestad tan alta
que os ha dado el Rey del Cielo,
con gusto y placer gozadla.
Que en esta presente vida
de la máquina mundana,
no habéis de imperar dos veces,
gozad, porque el bien se acaba.
Mirad que el futuro tiempo,
siempre promete mudanza,
¡tristes de vuestros vasallos
porque tienen de gustarla!
Veis aquí los instrumentos
ornados con las guirnaldas,
de mil olorosas flores,
gozad, pues, de su fragrancia.
Y pues la paz y concordia
las amistades enlazan,
unos con otros asidos,
regocijaos hoy con danzas.
Para que en un breve rato
de piedras tan estimadas,
gocen príncipes y reyes
en suave placer y holganza;
pues que con tanta alegría,
su voluntad os consagra,
el rey Netzahualcóyotl
juntándoos hoy en su casa.



He aquí la poesía de que os he hablado, cuyos defectos conozco tanto en el arte como en sus conceptos, y de que sólo he hecho mención para recordar aquel acontecimiento, que en parte comprueba la exactitud de la relación que acabo de haceros. Voy a hablar ya del Consejo de la Guerra   -99-   compuesto de un presidente y veinte y un ministros. Aquél era siempre algún gran señor y famoso general, y de éstos, tres de la primera nobleza de Texcoco y quince de las otras provincias; pero todos oficiales veteranos de acreditado valor y conducta.

No se juntaba este Consejo todos los días, sino cuando ocurría algún asunto militar relativo al servicio; porque si era en otra manera, conocía en él el tribunal de justicia, ya de su respectiva provincia o ya del Gran Consejo de la Corte. Reuníase para determinar una guerra ofensiva o defensiva, y en él se daban todas las providencias oportunas que se juzgaban convenientes: en estas ocasiones siempre se deliberaba a presencia del emperador o de las tres cabezas del imperio. A este tribunal estaban también sujetos los embajadores por lo respectivo al cumplimiento de sus encargos, y en él se examinaba su conducta. El que no cumplía era castigado a proporción de sus faltas, así como eran premiados los que desempeñaban perfectamente sus embajadas. En orden a sueldos y gratificaciones estaba sobre el mismo pie que los anteriores.

El cuarto Consejo era el de Hacienda, formado de ministros prácticos en el conocimiento de todas las provincias, sus frutos y modo con que se pagaba el tributo de ellos, porque la inspección de este tribunal era tomar cuentas anualmente a los que estaban diputados para la cobranza, percibir los tributos, guardar y distribuir la hacienda, según las órdenes del Soberano, conocer de todas las causas que ocurriesen en la materia, castigando a los recaudadores que faltaban al cumplimiento de su obligación; ya por las usurpaciones que hacían, ya por haber cobrado más de lo tasado, o de las personas exentas, o de las cosas de que no debía exigirse; o finalmente, por haber procedido con rigor y perjuicio de los súbditos en la cobranza.

Myladi. Muchas veces he oído quejarse a usted de lo que roban en las aduanas marítimas de esta república, creyendo que apenas recoge la nación el décimo de lo que debía, y entiendo que sería conveniente establecer un tribunal de esta naturaleza.

Doña Margarita. Es cierto; pero no consistiría el bien en que sólo se estableciese el tribunal, sino que sus jueces fuesen íntegros, capaces de llevar a efecto las leyes y de arrostrar los peligros de la vida que se les presentasen. ¿No se acuerda usted haberme oído decir que un juez de letras de Tampico fue calumniado allí, que vino a México, se sinceró, se le mandó regresar a su destino y pocas leguas antes de entrar en el lugar   -100-   fue asesinado quedando este crimen impune, pues se supuso que lo había cometido una gavilla de salteadores? ¿No se acuerda usted de lo que hemos hablado acerca de los escandalosos contrabandos que se introducen en San Luis Potosí, por cierto rico que domina aquel departamento con su dinero y por el que se ha quitado y despojado al administrador de la aduana, tan sólo porque es hombre puro y fiel? ¿A qué no ha visto usted castigar ejemplarmente a ningún ladrón de éstos? Necesitamos un gobierno tan enérgico como el de Netzahualcóyotl; mientras no lo haya, esto no andará derecho, seremos mendigos en medio de nuestras riquezas y careceremos de lo preciso cuando la naturaleza nos brinda con todo. Este Consejo se reunía todos los días y a las mismas horas en otra pieza del palacio. Componíanlo veinte y tres ministros en el mismo orden que el de Justicia, y a cuyo plan estaba arreglado. Por lo común entraban en esta corporación los mayordomos del monarca y algunos comerciantes principales; esta circunstancia es muy digna de atenderse, porque en asuntos de hacienda nadie lo entiende mejor que los comerciantes.

A más de estos tribunales erigió Netzahualcóyotl otro Supremo, compuesto de catorce ministros, que eran los primeros señores y grandes del imperio, a quienes obligó por este medio y con este título honesto, a permanecer en la corte para invigilar su conducta y movimientos, escarmentado de su volubilidad, inconstancia y propensión a sublevarse. Consultaba siempre que le parecía los negocios que le ocurrían en cualesquier materia. Este Consejo tenía sus sesiones en una gran sala que formaba tres divisiones. En la primera, a la testera, estaba en medio un fogón que ardía siempre sin apagarse día y noche. A la derecha, se levantaba un magnífico trono sobre gradas, que llamaban teohicpalpan, que quiere decir tribunal de Dios. El respaldo de la silla era de oro guarnecido de piedras preciosas y detrás una especie de dosel o estrado tejido de ricas plumas, y en medio sobre la silla una ráfaga como rayos o resplandores de oro y pedrería. El resto de las paredes del salón estaba entapizado de paños tejidos de pelo de conejo, con variedad de colores, flores y animales, y el suelo alfombrado de pieles de tigre.

Delante del trono estaba un sitial cubierto con otro paño de éstos, y sobre él, al lado derecho, una rodela de plumas y oro, una macana, un arco y una aljaba con flechas, una calavera humana y sobre ella una pirámide de un palmo de alto, de piedra verde, que algunos escritores dicen que era esmeralda, encajado en ella un plumaje de la pluma más exquisita   -101-   de aquéllos que se ponían en la cabeza, o que daban el nombre de tecpilotl. Al lado izquierdo, sobre el sitial, estaba una porción de piedras preciosas y una flecha de oro, que era la que usaban en lugar de cetro estos monarcas, empuñándola con la mano izquierda. En medio del sitial estaban tres mitras o medias tiaras, insignia de que usaban estos príncipes en los actos más augustos y de majestad, cuya invención se atribuye al mismo Netzahualcóyotl y aún se ve en las pinturas de los emperadores de Texcoco y México que le sucedieron. Estas tres coronas que se veían sobre el sitial eran diferentes, una era guarnecida de pedrería, otra tejida de plumas, y otra de algodón y pelo de conejo de color azul; poníanselas para oír las causas.

A la izquierda del fogón estaba otro trono más abajo cuya silla tenía tejida de plumas con varias labores, y aquel jeroglífico o insignia que usaban los emperadores como escudos de armas. No tenía sitial como el otro delante, sino esteras, en las que ordinariamente se sentaba el Monarca, que era presidente de este Consejo, para oír las causas y determinar los negocios que en él se trataban. Sólo pasaba al otro cuando el negocio era de mucha gravedad y para pronunciar o confirmar alguna sentencia de muerte, en cuyos casos se sentaba el Emperador en dicho tribunal de Dios, y puesta una de aquellas tiaras en la cabeza, la mano derecha sobre la calavera y empuñando en la siniestra la flecha de oro, pronunciaba la sentencia fatal de que no había apelación; luego echaba una raya sobre la imagen del acusado, y éste era el fallo terrible.

Myladi. Nada de cuanto usted me ha dicho hasta aquí me ha llamado más la atención que estas ceremonias; querría que usted me explicase su contenido, porque a la verdad que son tremendas y misteriosas.

Doña Margarita. No sé si acertaré a satisfacer a usted en lo que justísimamente duda y me pregunta. Responderé por lo que he conjeturado y mis reflexiones no pasarán de conjeturas, por eso las expondré con timidez. Los texcocanos y mexicanos tenían ideas precisas de todas las cosas, como he probado recorriendo muchas prácticas del derecho público, civil y de guerra, que practicaban, y mucho más probaré cuando recorra su legislación que es admirable y sus máximas morales. Sabían muy bien que la mayor y más augusta prerrogativa de un monarca después de hacer justicia, y observando los trámites legales de sus códigos, era pronunciar una sentencia que decidiese de la vida o de la muerte de un hombre. Para fungir este derecho eminente de su autoridad se investían de sus atribuciones,   -102-   simbolizadas en la corona y el cetro, y por eso recurrían a él. En los juzgados de la antigua España ningún juez dictaba una sentencia de muerte sin empuñar el bastón, y por eso en la fórmula de la sentencia se expresaba esta cláusula: Puesta la mano en el bastón, es decir, apoyándose en la autoridad legítima que le era conferida, y de la que aquel bastón es señal o símbolo de autoridad; distinción tan propia que nadie puede usarla sin borlas colgantes que la indican, y lo diferencian de los demás jueces pedáneos o inferiores que no la tienen. El poner la mano sobre una calavera en este momento terribilísimo es una señal que me hace estremecer. Es recordarle al Rey que llegará un día en que dará cuenta al Ser Supremo de aquella sentencia, cuando sufra su terrible juicio, sí, el juicio de aquel Señor que ha dicho: Cuando llegare el último día de los tiempos, yo juzgaré vuestras justicias39. Tal es la interpretación que yo doy a estas ceremonias misteriosas, no dudando que los juicios de un monarca tan circunspecto, sabio y precavido, serían justos, aunque salidos de la boca de un rey gentil. También era una reunión de gentiles el Areópago de Atenas y el Senado de Roma, y de éste bien saben ustedes la calificación honrosa que hizo el Espíritu Santo en el libro de los Macabeos.

En la segunda división del salón estaban seis sillas, tres de cada lado, con sus estrados y adornos muy lucidos; pero inferiores del del Emperador. En las tres de la derecha se sentaban por el orden que se refiere los señores de Teotihuacán, Acolman y Tepetlaxtoc, y en las tres de la siniestra los señores de Huexotla, Cohuatlican y Chimalhuacán. En la tercera división estaban colocadas con igualdad las ocho sillas restantes, cuatro por banda, en que tomaban asiento a la derecha los señores de Otumba, Tolantzinco, Cuauhchitenango y Xilotepec, y a la izquierda los señores de Tepecpan, Tenayocan, Chiuhnauhtlán y Chiauhtla. Todos los días asistía el Emperador a este Consejo por las mañanas por espacio de tres horas, y en él oía a cuantos venían a pedir justicia, que administraba aunque fuese en asuntos de poca monta, y entre las personas más ínfimas del pueblo de quien era verdadero padre. Tratábanse también en este Consejo toda clase de negocios de Estado, Justicia, Hacienda y Guerra, y otros cualesquiera que fuesen, porque iban a él, o por apelación o segunda suplicación, los que se seguían en los demás tribunales del imperio. Tampoco tenían estos ministros sueldo fijo, pero era   -103-   mucho más crecida la recompensa que el de los otros Consejos, y tenían la prerrogativa de comer siempre a la mesa del Emperador. Es admirable este orden progresivo de etiqueta en los tribunales según sus diversas atribuciones, y de este mismo orden sacaba este gran rey indecibles ventajas a beneficio de la causa pública. Nos hemos pasado un rato largo y divertido; creo que mañana no lo será menos cuando yo hable a ustedes de las personas subalternas que intervenían en estos juicios, y modo de arreglar los procesos.

Myladi. Escucharemos a usted con la satisfacción de siempre, y subirá de punto nuestra admiración notando multitud de particularidades, que no llaman la atención del común de las gentes.

Doña Margarita. Así será. A Dios, señores.




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Conversación décima

Doña Margarita. Ofrecí a ustedes el día de ayer, al separarnos, que hoy los divertiría presentándoles las personas subalternas que intervenían en los juicios o causas de los texcocanos: voy a cumplir mi palabra y sólo pido que me estén atentos.

Había -dice el señor Veytia- en los tribunales ministros inferiores que equivalían a nuestros escribanos, procuradores y alguaciles, gente non sancta, bellaca, pero necesaria como ciertos males de la república, sin los que no nos podemos pasar. A los escribanos llamaban amatlacuilo, es decir, el que pinta en papel; a los alguaciles topilli, o sea topiles, nombre que aún conservan en los juzgados de Indias. Es cierto que algunas causas se terminaban en juicios verbales, pero eran de muy poca entidad, porque en las demás se procedía por escrito asentando las declaraciones de los reos y deposiciones de los testigos, y asimismo en los pleitos de tierras sobre linderos, en los de cuentas, etc., y generalmente se ponían por escrito las sentencias y determinaciones para dar cuenta al Emperador, como luego diré, y quedaban archivadas en los tribunales. Para esto tenían diestros   -104-   escribanos, que pintaban con mucha brevedad y ligereza los jeroglíficos y caracteres, que les servían de letras, sobre el papel de maguey o palma que fabricaban. Los topiles servían de cuidar, barrer y asear las salas de los consejos, de hacer comparecer a los que eran llamados por los jueces y ejecutaban los demás oficios de nuestros alguaciles.

Había también abogados y procuradores; a los primeros llamaban tepamtlatioani, es decir, el que habla por otro; a los segundos tlanemiliani, los cuales en lo substancial ejercían los mismos oficios que los nuestros. Substanciábanse las causas con mucha brevedad y sin permitir dilación, porque un pleito seguido por todas instancias no podía durar más que cuatro meses de los suyos, o sea ochenta días. Eran diligentísimos en la averiguación de la verdad y de los hechos, y hacían que los reos y testigos que declaraban interpusiesen una especie de juramento, cuya fórmula no nos declaran los escritores; pero sí que quedaban estrechamente ligados a decir verdad y que al perjuro lo castigaban con pena de muerte.

Los jueces por sí mismos tomaban las declaraciones, tanto a los reos como a los testigos, y tenían gran maña e industria en las preguntas y repreguntas que les hacían para indagar la verdad. Aun todavía se observa que las causas de que se encargan, las redondean y ponen en claro los hechos a maravilla, pues tienen un conocimiento singular del corazón humano, como ha manifestado el señor Palafox en su tratado De las virtudes del indio. Yo podré añadir sobre los hechos que presenta aquel respetable prelado, uno ocurrido en Zongolica en los días de la primera revolución de 1810. Quejábase un indio con otro de que se le había huido su mujer de Tehuacán. «¿Qué señas tiene?», le preguntó. Éstas y las otras, le dijo. «Pues yo sé dónde está: se halla hoy en Zongolica, si quieres vamos mañana y yo te la entrego». De hecho, se pusieron en camino ambos y le entregó la mujer juntamente con el raptor. Llevados al juez, éste preguntó que cómo la había conocido y la respuesta que dio fue esta: «Yo vi a esa mujer que estaba muy cariñosamente espulgando y peinando a este hombre, y luego entendí que no era su marido sino su amante, porque esta clase de cariños no son comunes entre los esposos legítimos, que aunque se amen se tratan con cierto desprendimiento que no tienen los enamorados...»40.

  -105-  

Myladi. ¡Cierto que era ese hombre tan buen conocedor como tunante!

Doña Margarita. Los jueces daban términos a las partes para que sus abogados hablasen por ellas, y lo hacían del mismo modo que hoy se practica en nuestros tribunales, excepto en los delitos graves y públicos en que procedían sumariamente. Hecha la información de los testigos que examinaban, pronunciaban la sentencia sin dar término al reo para defenderse y en esto obraban con injusticia, pues a todo reo debe oírsele aunque el juez sepa que lo es por convencimiento y conozca lo que juzga, como Dios supo lo que juzgaba en el juicio de Adán, que es el tipo de todos los juicios. También usaban de careos y en ello no era permitido al abogado o procurador, u a otro alguno hablar, sino solamente a las partes, arguyéndose y defendiéndose entre sí a presencia de los jueces que de aquel acto formaban juicio, y pronunciaban sentencia a mayor número de votos, y no secretos, sino públicos; y en caso de discordia, si era en tribunal inferior se remitía al superior de la corte, y si era en uno de éstos al Gran Consejo del Emperador. Los jueces oían los alegatos de las partes con suma atención, mas con la cabeza baja y cruzados de manos, en cuclillas para no ver los afectos que explicaban los gestos del orador: temían mucho a la seducción terrible que éstos causaban en el ánimo, al modo que los jueces del Areópago, que tenían por igual causa sus sesiones de noche. Efectivamente, es muy temible el gesto del orador, y tuvo razón Demóstenes para decir que la primera cualidad de éste era el gesto, la segunda el gesto y siempre el gesto. Un orador de bella presencia; de voz dulce y sonora, de puntuación exacta, cuando habla es como un torrente desbordado e impetuoso que todo lo arrastra en pos de sí. ¡Qué arma tan terrible es la elocuencia! El padre Clavijero forma el más cumplido elogio del juicio u orden de procedimientos de los mexicanos: «Jamás -dice- emplearon la tortura para arrancar al inocente a fuerza de dolor la confesión del   -106-   crimen que no había cometido; jamás se valieron de aquellas bárbaras pruebas del duelo, del fuego, del agua hirviendo y otras semejantes, que fueron la legislación dominante de los pueblos europeos y que hoy no podemos recordar sin horror en las historias»41. Los legisladores del día prohíben en sus Constituciones la tortura, y los mexicanos pueden lisonjearse de que de tiempos muy antiguos sus monarcas ya la tenían prohibida, sin llamarse con tanta boca filantrópicos. A más de los tribunales dichos, se juntaban también en otro salón de palacio otros ministros que no tenían número fijo. Éstos eran visitadores y pesquisidores, a quienes mandaba el soberano hacer las averiguaciones que convenía, tanto dentro como fuera de la ciudad. Servían también para llevar mensajes o embajadas. Reuníanse desde por la mañana hasta la tarde para estar allí prontos para lo que se ofreciese, al modo que los ayudantes de ejército a disposición del general, y comían también de la cocina de palacio. Saliendo a diligencia fuera de la corte se les abastecía de todo lo necesario para el viaje, dándoles criados que les sirviesen y llevasen víveres, y los recaudadores de los tributos de las provincias estaban obligados a acudirles con lo que necesitasen en las respectivas a donde eran enviados o en las inmediatas. Los tribunales de las provincias debían dar cuenta al monarca cada cuatro meses, y a su Supremo Consejo, de todos los negocios que en ellos se habían seguido y concluido en aquel tiempo; de las determinaciones que habían tomado en las causas y del estado de las que quedaban pendientes. Para esto iban uno o dos ministros con sus escribanos que llevaban los procesos. Los consejos de la corte debían hacer lo mismo cada doce días; pero con estos se guardaba otro orden, porque iban todos los ministros que componían el tribunal con sus escribanos y demás ministriles. Eran recibidos del Emperador y su Consejo Supremo con mucho honor y distinción, le daban cuenta de todas las causas y consultaban en las que ocurrían de gravedad al trono. Las causas debían terminarse mensualmente sin quedar rezagada ninguna, y si aún no bastaban las sesiones ordinarias de los tribunales se tenían extraordinarias nocturnas. Esto es saber gobernar y conservar los pueblos en justicia, paz y orden.

Myladi. Según lo que usted acaba de contarnos, es preciso inferir que entonces estaban mejor administrados los pueblos que el día de hoy, porque yo veo en los diarios de México el estado de las causas pendientes y me admira que habiendo tantos   -107-   jueces no puedan ponerse al corriente del despacho, y que no pocos centenares de hombres giman en las cárceles por la pendencia de sus causas.

Doña Margarita. La consecuencia es tan cierta como dolorosa y no hay que responder en contra, sino deplorar la pésima administración de justicia en que vivimos. Multitud de criminales quedan en cierto modo impunes, porque el tiempo de su arresto se les cuenta por el de compurgación de las penas que debían sufrir; así es que la de muerte se les conmuta en la extraordinaria mayor de presidio, se les destina a Veracruz, de donde regresan muy luego a repetir sus crímenes, esto es si llegan a su destino, pues muchos se escapan en el camino. Digan lo que quieran los enemigos del Gobierno español, entonces se administraba mejor y más pronta la justicia. Verdad que sostendría aunque me costara la vida, porque no porque muriese por ella dejaría de ser cierto.

Myladi. Estoy persuadida de la verdad y exactitud con que usted nos ha referido ese método admirable de gobernar; pero quisiera que nos diese idea de los personajes a quienes estaba conferida la regencia de esos tribunales.

Doña Margarita. Muy poco pide usted, señora, y presto será cumplido su deseo. El Consejo de Gobierno era regentado por Ichantlatohuatzin hijo de Netzahualcóyotl. El de la Academia de Música por Xochiquetzaltzin hijo del mismo, y que lo servía. El de la Guerra a que asistía el Hueytlacóxcatl, o sea el generalísimo, y que lo servía Quetzalmanalitzin señor de Teotihuacán, lo presidía Acapiopioltzin Tlalóxtecuhtli. Este hombre, que era honradísimo y sabio, fue nombrado por Netzahualcóyotl regente del imperio en la minoridad de su sucesor Netzahualpitzintli. ¡Cuán grande no sería su mérito para obtener tamaña confianza! También era hijo del Emperador. Éralo asimismo el presidente del Consejo de Hacienda llamado Ecuhuetzin. Es pues visto, que lo principal del gobierno estaba entre este monarca y sus hijos, y por tanto no debemos admirarnos de que su reinado hubiese sido el de la paz y el orden. No es menos admirable que lo dicho, el sistema de legislación que este rey sabio introdujo en el imperio. Confieso que éste se resiente de cierta dureza propia de un pueblo que, aunque ilustrado en la manera posible, reducido a su propio continente, sin navegación ni comercio con otras naciones de allende de los mares, y esencialmente guerrero, era semibárbaro y cruel como el de Israel a quien su caudillo Moisés llamaba de cerviz dura; pero en el fondo esta legislación era justa y proporcionada a la nación para quien se había establecido. Esta dureza, a pesar   -108-   de la ilustración del siglo, se advierte aun en la del norte de Europa. Es menester no olvidarse de lo que sabiamente ha dicho sobre esta materia el padre Clavijero con respecto a las leyes de la guerra de los mexicanos: «Es difícil -dice- que éstas sean justas en un pueblo belicoso. El gran aprecio que en él se hace del valor y de la gloria militar hacen que se miren como enemigos a los que no lo son realmente, y el deseo de conquista lo impulsa a traspasar los términos prescriptos por la justicia. Sin embargo -añade- en las leyes de los mexicanos se notan rasgos de equidad que harían honor aun a las naciones más cultas. No era lícito declarar la guerra sin haber examinado antes en pleno consejo sus razones, y sin que éstas fuesen aprobadas por el jefe de la Religión. A la guerra debían preceder las embajadas que repetidas veces se enviaran al estado, o gobierno al cual se iba a declarar, para obtener pacíficamente por medio de un convenio, y antes de tomar las armas, el allanamiento del objeto de la disputa. Esta dilación daba tiempo al enemigo para que se apercibiese para la defensa, y mientras facilitaba su justificación contribuía a su gloria; pues se estimaba villanía y bajeza en aquellas gentes atacar un enemigo desprovisto y sin que precediera un rito solemne, a fin de que nunca pudiera atribuirse la victoria a la sorpresa, sino al valor. Es cierto que estas leyes no eran siempre escrupulosamente observadas; mas no por esto dejaban de ser sabias y justas, y si hubo injusticia en las conquistas de los mexicanos, otro tanto y algo más puede decirse de las que hicieron los romanos, los griegos, los persas, los godos y otras célebres naciones».

Sabemos que todas las grandes providencias de estado las consultaba Netzahualcóyotl con los hombres más sabios de su imperio, no obstante que él por sí tenía bastante prudencia y sabiduría para conducirse. Convienen los escritores en que convocaba a cortes dos veces al año. Yo no podré decir a ustedes qué clase de cortes eran éstas, ni el modo con que en ellas se discutían los negocios, ni si en las mismas se presentaba algún diputado a hacer alarde, no de su sabiduría, sino de su necedad y tontera, disputando horas enteras, aburriendo a sus compañeros hasta quedarse sin auditorio ni aun del bajo pueblo de las galerías, sin que esto le haga entender el sumo desagrado con que es oído, gravando además a la nación con algunos miles de pesos diarios que le cuesta cada ley... y sobre lo que no se escrupuliza; nada de esto diré; pero sí que es indudable que se reunían estas asambleas y que el fruto de ellas fueron no pocas leyes de las que haré una   -109-   corta reseña comenzando por las penales. Empecemos por el adulterio. La mujer adúltera moría apedreada públicamente, y el cómplice, en el caso de probarse que su marido la encontraba en fragante; pero si el marido no lo había visto y era cierto el delito, ambos cómplices morían ahorcados.

Incesto. El que se juntaba con su madre, hermana, consuegra o antenada, moría ahorcado, y si era con voluntad de la mujer, lo eran ambos con una misma soga.

Los adúlteros eran apedreados de dos maneras, o poniéndoles la cabeza sobre una piedra, o dándoles con otra, o apedreándoles muchos. Si era noble, por compasión le daban garrote y después le tiraban piedras, y esto se ejecutaba con testigos, pues no bastaba la acusación del marido y era además necesaria la confesión de la acusada. Si el marido la mataba tenía pena de muerte, pues el imponérsela estaba reservado a la justicia, aunque la deprendiese en adulterio, teniéndose por una usurpación de la autoridad pública la imposición de ninguna pena por un particular. Ustedes deben notar que en esta parte es más benigna la legislación de los mexicanos que la antigua española, que aún no está derogada; pues el marido que hallare a los adúlteros en fragante tiene facultad para matarlos; pero no para matar al uno y dejar al otro, sino a los dos si pudiere verificarlo.

El que se vestía de mujer, o la que se vestía de hombre, sufría la pena de horca.

Myladi. ¿Usted alcanza la razón de esta ley?

Doña Margarita. Paréceme que es porque por medio de ella se impedían los actos libidinosos que fácilmente pueden encubrirse.

Al que hurtaba un muchacho y después lo vendía se le condenaba a la pena de horca; de este modo quedaba prohibida la pena de esclavitud, tanto de los hijos propios como de los ajenos. Éste es el crimen de plagio que no acertaron a castigar las leyes romanas.

Myladi. No sé qué quiere decir plagio.

Doña Margarita. Esta voz viene de la palabra latina plaga que significa llaga, herida, calamidad, infortunio; y a la verdad: ¿qué herida más profunda puede hacerse al corazón de un padre que la de privarle de lo que más ama en el mundo? La ley de Moisés castigaba, como la de los indios, con la misma pena al plagio que al homicida. Platón miró este crimen con tanto odio como la tiranía. Nuestra legislación de partidas impone al plagiario, si fuere hidalgo, la pena de trabajos perpetuos, y al que no lo fuere, la del último suplicio, añadiendo   -110-   que en las mismas incurren los que dan o reciben, venden o compran hombres libres, sabiendo que lo son, con ánimo de servirse de ellos como de siervos, o con el de venderlos.

Myladi. Según eso el infame comercio de negros es sin duda uno de los plagios más detestables.

Doña Margarita. ¿Y quién lo duda? ¡Ah! Esta sola idea me horroriza cuando considero lo que la miserable humanidad padece hoy en los Estados Unidos del Norte, en ese pueblo que osa llamarse impudentemente país clásico de la libertad, cuando sus mercados de esclavos son unas tablas de carnicería humana, donde se venden los hombres y las mujeres desnudos para que se les registren... lo que el pudor no puede explicar, para ver si tienen lacras o defectos, como los caballos para servir..., donde se castiga con la muerte una mirada airada de un infeliz negro o negra a su señor cuando le maltrata y queda impune el vil amo que tal hace..., donde no se permite comulgar en la misma sagrada mesa al blanco que al negro, como si Jesucristo no se diese sacramentado del mismo modo al uno que al otro, y no hubiese derramado su preciosa sangre por todos sin acepción de personas, introduciendo en su santuario una distinción que él aborreció... ¡Bendito sea, porque entre nosotros no se conoce la esclavitud! ¡Loor eterno al Congreso mexicano que no ha permitido que se devuelvan los esclavos que pisan este suelo bendito, este asilo sagrado y verdadero lugar de la libertad, comprado con la sangre de nuestros primeros héroes42, y loor igualmente a la magnánima nación inglesa, que con su dinero, respetos y autoridad ha libertado a una parte de la miserable humanidad de esa plaga horrible y escandalosa! ¡Desgraciados pueblos donde aún padece esa porción de infelices sin socorro! Yo veo vibrar la espada vengadora del cielo sobre ellos, y no tarda en llegar el día de una terrible venganza. ¡Felicitémonos, amada Myladi, de que tanto la nación inglesa como la mexicana, se han interesado de una manera tan noble y heroica a   -111-   favor de tantos infelices esclavos, y hagamos incesantes votos por su prosperidad, seguras de que el cielo pío los escuchará benignamente!

Homicidio. El homicida era castigado con la pena de muerte siendo despedazado, y lo mismo la mujer, ya fuese noble o plebeya. Igual castigo sufría el que públicamente desacreditaba a otro en materia grave, sobre todo si el agraviado era persona de calidad, cuyo crimen se averiguaba con la mayor escrupulosidad. El que hacía maleficios, moría sacrificado y abierto por los pechos. El que mataba con veneno era ahorcado.

Myladi. Lo que usted acaba de decir muestra el grande aprecio que los mexicanos hacían del honor. Efectivamente, calumniar a una persona virtuosa en lo que más ama, que es su reputación, importa tanto como quitarle la vida natural.

Doña Margarita. Embriaguez. El tlamacazque o sacerdote dedicado al culto de los ídolos sufría la pena de muerte si se le justificaba estar amancebado; tanta pureza exigían en los sacerdotes. Reflexión que deben tener presente los que desaprueben el celibato de los clérigos. Cualquier caballero que se embriagaba sufría la pena de muerte. Semejante dureza era necesaria en un pueblo que propende al uso de los licores embriagantes y que origina, lo primero su despoblación, y en segundo lugar que lo predispone para cometer crímenes enormes; pocos delitos atroces se ejecutan sin que sus agresores se hayan electrizado antes con el licor que los reanima y vigoriza para entregarse a los trasportes del furor. En esta ley de la embriaguez deben tenerse presentes las consideraciones por que Moisés prohibió la comida de la carne de marrano, y era la principal, porque ella viciaba la sangre en aquel país cálido y daba por resultado el humor venéreo, que pasaba a lepra común contagiosa y después a lepra elefantina incurable. En esta clase de leyes se consultaba a la salubridad pública. Sin embargo se permitía el uso del pulque a las mujeres paridas en muy poca cantidad, a los viejos y a los soldados en campaña para vigorizarlos un tanto.

Sodomía. Se castigaba con la pena de muerte. El rey Netzahualpilli la extendió a los alcahuetes y alcahuetas43. Al que cometía pecado nefando, y a la mujer que con otra tenía   -112-   delectaciones carnales que llamaban phtlache, los ahorcaban, y ponían sumo cuidado en evitar este exceso. Si era sacerdote, lo quemaban para satisfacer la gravedad de la culpa.

Las alcahuetas eran sacadas a la plaza pública, y en ella les quemaban los cabellos hasta que llegaba a lo vivo con teas y les untaban la cabeza con ceniza caliente. Aumentábanse algunas circunstancias a estas personas, si eran de suposición, a quien servían algunas terceras. Hoy este crimen queda impune.

Al sacerdote que hallaban comprendido en delito de deshonestidad, le privaban de oficio y era desterrado.

Si alguno tenía acceso con esclava ajena y moría estando preñada, hacían esclavo al que cometía la culpa; si paría, se llevaba el parto a su casa y lo tenía de libertar con precio.

Divorcio. La mujer casada que recibía mal trato de su marido, anulaba el matrimonio si quería. El marido entonces era condenado a llevarse los hijos y mantenerlos, y además se le obligaba a dar la mitad de sus bienes a la mujer, la cual ya no podía casarse con otro. Por este retrahente pecuniario los divorcios eran poco comunes. Por el mismo principio serían menos entre nosotros si se observase esta ley.

Fraudes y hurtos. A un hombre miserable le era permitido venderse por el precio en que se convenía con el comprador en uso de su natural libertad; pero si siendo esclavo de uno se suponía libre y en este concepto se vendía a otro comprador, éste perdía el precio que había dado por él y además volvía el esclavo al primitivo dueño. Lo mismo se entendía en punto a venta de tierras, en cuyo caso se castigaba al vendedor por fraudulento. En los hurtos era ley general que siendo de cosa de valor tenían pena de muerte, y si la parte se convenía pagaba en mantas la cantidad al dueño, y otra más para el fisco real. A esto acudían los parientes, y por la culpa quedaba esclavo, y si lo había gastado y no tenía con qué pagar, pagaba con la vida. El que hurtaba en la plaza o feria que llamaban tianguis, luego era allí muerto a palos, por ser en lugar público cometido este acto de atrevimiento.

El que hurtaba cantidad de mazorcas de maíz o arrancaba cantidad de matas, tenía pena de muerte; pero le era permitido tomar algunas para comer.

Si alguno vendía por esclavo algún niño perdido, quedaba esclavo y le vendían la hacienda dándole al niño la mitad, y devolviendo al comprador lo que había dado, y si eran   -113-   muchos los ladrones, los vendían. Esta pena tenía también el que enajenaba o vendía algunas tierras que se le habían dado en depósito, sin licencia de la justicia. Al que hurtaba plata u oro lo desollaban vivo, y lo sacrificaban al dios de los plateros que llamaban Xipe: sacábanlo por las calles para escarmiento de otros, suponiendo que era delito cometido contra esta divinidad.

Myladi. Si hoy se ejecutara esta pena, ¡cuántos desollados veríamos en México!

Doña Margarita. El ladrón tenía la pena de ser esclavo de la persona a quien robaba para indemnizarlo del hurto, y si éste no lo quería por tal, los jueces lo vendían a otro para pagar con su valor el robo. Deben ustedes notar para que perciban la eficacia de esta ley, por otra parte bárbara, que constituido un hombre esclavo de otro, éste en uso de su dominio y libre disposición que tenía de él, podía ofrecerlo por voto a alguna divinidad para ser sacrificado a ella, y éste era un poderosísimo retrahente para no cometer este delito. El que usurpaba tierras, aunque fuese persona principal, siendo de considerable valor sufría la pena de horca si el dueño legítimo probaba la usurpación. Por esta ley todo propietario vigilaba las suyas y se evitaban pleitos sobre deslinde de tierras tan frecuentes en el día, y que destruyendo las familias atrasan además la agricultura. Si entre dos personas se suscitaba litigio sobre tierras, siempre que ambas sembrasen a porfía, a una y otra se les prohibía cosecharlas; y si alguna de ellas lo hacía, era puesto a la vergüenza en la plaza pública en el día de tianguis, llevando colgada al cuello una sarta de mazorcas de la tierra sembrada. Ya que hablo a ustedes de esta ley conservadora de la propiedad, debo decirles que el Rey era protector de las de las propiedades de los ciudadanos, y así es que si un mayorazgo vivía desbaratadamente arruinando su caudal, perdía el uso de sus bienes y los ponía en depósito para impedir que los derrotase en perjuicio de sus sucesores y familia. Parecerá a muchos injusta esta ley; pero en realidad no lo es, porque ¿cómo podrá sufrirse que un padre que tiene muchos o pocos hijos disipe en una noche en un juego toda su substancia, y dejándolos reducidos a la miseria los convierta en mendigos o salteadores que escandalicen la sociedad, y sean miembros podridos de ella?

Los relatores o jueces que hacían falsa relación al Rey de algún pleito, así como los que injustamente los sentenciaban, tenían pena de muerte. Teníanla igualmente los que se dejaban sobornar, y además de los ejemplares que he referido   -114-   a ustedes de Moctheuzoma, debo decirles que habiendo fallado un juez en Texcoco a favor de un rico en un pleito que contra él seguía un pobre, éste se quejó al Soberano, el cual mandó ahorcar al juez de la primera instancia. La ley se observaba con mucha escrupulosidad; los jueces no podían recibir de las partes ni una sed de agua: si recibían alguna ligera y tenuísima demostración de ellas, eran reprendidos a solas, por el decoro de su dignidad, ásperamente, y si reincidían hasta tercera vez los privaban de oficio y los hacían rapar afrentándolos para siempre.

Myladi. Por lo que usted nos ha dicho con respecto a la embriaguez, entiendo que estaba prohibido el uso de los licores embriagantes; pero noto que los magueyes formaban en tiempo de la gentilidad una parte de la riqueza de los particulares, y no puedo concebir cómo pudiera suceder esto, estando tan prohibido el uso del pulque; porque sería cosa durísima poseer una riqueza en este suelo y privarse de ella.

Doña Margarita. Responderé con el texto del señor Veytia diciendo: «El uso de los licores embriagantes estaba sujeto a ciertas reglas de un uso muy rigoroso. El licor se daba comúnmente a los enfermos y ancianos, porque decían que tenían enfriada la sangre, y a pesar de esto se les ministraba con tasa para que no se embriagasen. El común del pueblo podía beber pulque en las bodas y fiestas, mas con temor del castigo si se embriagaba. Podían también beberlo los que se ocupaban en trabajos recios, como los albañiles y soldados, las paridas en los primeros días del parto y no más. Los señores, caballeros y aun los jefes militares tenían por afrenta tomar licor. Castigábanse los ebrios con ser trasquilados públicamente en el mercado, y se les derribaba la casa de su habitación, privándoseles de todo oficio público. La razón de esta ley era porque decían que no merecía habitar en sociedad humana quien voluntariamente renunciaba al buen uso de su razón. El mancebo -dice el señor Veytia- que bebía con demasía moría a golpes en la cárcel; las mujeres que se embriagaban eran apedreadas como adúlteras; al noble le quitaban el oficio y quedaba afrentado; al plebeyo se le tusaba el cabello. En Texcoco al noble lo ahorcaban y arrojaban al río; al plebeyo lo vendían por algunos años y a la tercera vez lo ahorcaban. En el manifiesto que un celoso franciscano hizo sobre los excesos de embriaguez que se cometían después de la conquista de México44, dice, que Netzahualcóyotl   -115-   mandó matar a una de sus concubinas por borracha, sin contenerlo el respeto de ser sobrina del rey de México, y que pasando por el pueblo de Ozumba hizo que se ejecutase igual pena con una tía suya que tenía magueyes y vendía pulque. Pondera los excesos que se cometían en México por causa de la venta libre que había en esta ciudad de este licor en que estaba interesada la hacienda real, por el arrendamiento que hacía de este ramo, siendo uno de los privilegios que gozaba el asentista, que ninguna persona pudiese sacar de la pulquería a ningún indio, sirviendo ésta como de lugar de asilo para la ejecución de muchas maldades. Atribuye la diminución de la población a la gran copia de pulque que beben, y todos los desórdenes a las demasías que los borrachos cometen por causa de la embriaguez. Es loable el celo de este buen franciscano. ¿Mas qué hubiera dicho si supiese los que posteriormente han ocurrido por la libertad con que se ha permitido la venta del aguardiente de caña que destruye rápidamente la población? ¿Qué si hubiera sabido que en el actual Congreso se ha formado la apología de los licores que se introducen del extranjero, y que se ha desechado la prohibición de introducirlos? Es para mí una cosa que apenas acierto a creer, aunque la palpo: tal es esta terrible verdad... Los indios mexicanos han cuidado más de la pureza de las costumbres que los actuales gobernantes, aunque precian de cristianos católicos e ilustrados. Aún más añado: Que a pesar de que en todo se obra por principios de imitación casi servil de las naciones extranjeras, y a pesar de que los licores fuertes se prohíben en Norte América por lo nocivo que son, en México no sólo se toleran, sino que en su Congreso se defienden con el mismo vigor que si por ellos resultase el mayor bien a nuestra sociedad45. Continuaremos mañana hablando sobre otras famosas leyes antiguas y, por ahora, deploremos la desgracia que nos ha cabido de sólo admirarlas, como pudiéramos con los de Solón u otros sabios legisladores. A Dios.



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Conversación undécima

Myladi. La última reflexión que hizo usted ayer al terminar su conversación, me ha causado una sensación profunda, porque ciertamente es cosa que choca infinito el paralelo que naturalmente hacemos entre las costumbres del pueblo mexicano gentil, con el pueblo mexicano cristiano. Acuérdese usted, señora, que el primer día que tuvimos el honor de conocerla en este mismo lugar, cuando comenzamos nuestra conversación, mi esposo le dijo estas precisas palabras, que tengo bien presentes: He notado también aquí imperfecciones y abusos que envilecen a este pueblo, y lo ponen en el último lugar del catálogo de los pueblos civilizados46. Al oír usted estas palabras se demudó toda, y yo conocí que le había entrado una daga en el corazón, y la disculpé, porque es muy natural cosa amar a su país y sentir que se oigan expresiones de esta naturaleza en la boca de una persona extranjera. Me propuse darla a usted una cumplida satisfacción; he querido muchas veces hacerlo, pero he temido recrudecer esta especie y renovar aquella herida; mas ya que la ocasión se me viene de rodada, permítame que la diga, que aquel día mi esposo y yo estábamos abrumados de pena. Es el caso: la noche anterior yéndonos para casa en el coche, éste pasó por encima de un hombre borracho que estaba tendido sobre el medio de la calle; había poca luz, porque los faroles estaban casi apagados por ser ya tarde; el cochero no vio aquel hombre; pero conociendo lo que era porque se espantaron las mulas cuando pasó el coche, nos apeamos y vimos a un miserable que arrojaba mucha sangre por la boca, lo metimos con mil trabajos en el coche y lo auxiliamos como pudimos. Gracias a Dios que a fuerza de dinero y cuidado logramos que se curara: he aquí lo que entonces amargaba nuestros corazones, y la vehemencia del dolor le hizo prorrumpir en aquellas expresiones fuertes.   -117-   Porque, señora, discurriendo ahora con calma e imparcialidad, dígame usted, ¿cómo podrá tolerarse que en una ciudad de primer orden se permita que veamos tantos hombres tirados por esos suelos a todas horas, de día y de noche, como unas bestias sin sentidos?, ¿tantas tabernas, donde no se ve sino personas semidesnudas entregadas a la crápula, vomitando blasfemias y palabrotas, corrompiendo la inocencia de la juventud?, ¿tantas calles desaseadas y pestilentes?, ¿hombres y mujeres haciendo sus necesidades naturales en la plaza mayor como si estuviesen en un campo sin testigos?, ¿tantos muladares casi en el centro de la ciudad, que no sé cómo no se apestan ustedes a cada paso?, ¿tantos caños pestilentísimos? ¿Qué es esto? ¿Será posible que así se desatiendan las costumbres y la policía?... ¡¡Bah!!... ¿Qué ya no hay moral pública?

Doña Margarita. Tiene usted mucha razón: tiempo hubo en que en esta parte estábamos mejor que ahora. ¿Pero qué quiere usted que hayan producido tantas revoluciones y tantos desórdenes? Quizá querrá Dios que entremos en juicio, escarmentados con sus fatales resultados y que se verifique entre nosotros... que el mucho desorden trae el orden. Estoy satisfecha, y usted no me diga ya más sobre esto una palabra, y sigamos con nuestra revista sobre las antiguas leyes de los mexicanos. Veamos las militares.

Esta nación esencialmente guerrera tenía muchas; sólo hablaremos de las que decían relación al derecho público y de gentes. Una de ellas prevenía que no se podía mover guerra sin justo motivo, como el de agravio hecho a un pueblo, usurpación de autoridad o bienes. En estos casos, para declararla, celebraban una junta los ancianos y jefes militares para que en ella dijesen su opinión: si consideraban la guerra justa, todos convenían en ella; pero si el motivo era leve, decían dos y tres veces que no se hiciese, porque no hallaban razón para ello; así es que se miraban mucho para romper con un monarca o con un pueblo. Entiendo que esta modesta y equitativa conducta se observó hasta los días del segundo Moctheuzoma, pues según consta en su vida escrita por don Fernando Alvarado Tezozómoc, el deseo de poseer un país donde se encontraba la piedra llamada ojo de gato, huitziltetetl, muy preciosa entre los mexicanos, le hizo emprender la campaña de Tututepec y Quetzaltepec, consultando para hacerla de mera ceremonia a los reyes de Texcoco y Tacuba47. Si se determinaba,   -118-   procedía a la publicación, enviando mensajeros con rodelas, mantas y otras cosas, apercibiendo de este modo al contrario. Aun por el camino público por donde transitaban, caminaban levantadas las rodelas de una manera visible y todo el mundo respetaba por esta señal en ellos el carácter público de enviados. Recibido el mensaje, se juntaban los súbditos del príncipe notificado, a quienes pedía su voto; si decían que sí, porque se consideraban capaces de defenderse, se aprestaban a la defensa; y si no, porque reconocían su flaqueza, acopiaban joyas, plumas y cosas de gran valor entre ellos, y salían a prestar la obediencia a su contrario o a transigirse en sus pretensiones. De este modo se confederaban de amigos los pueblos y ayudaban en las otras guerras que se ofrecían, porque los vencidos en campaña pagaban mayores tributos. El emplazamiento para la lid muchas veces he dicho que era indispensable. Las ideas caballerescas, por más que se pongan en ridículo, tienen un fondo de honradez y son generosas. Aunque entraban furiosos en los momentos de atacar a un pueblo enemigo, jamás eran objetos de su saña los niños, los viejos y las mujeres preñadas, que por lo común se formaban en procesión para darse en espectáculo de lástima a los guerreros, y esto bastaba para desarmarlos. ¡Raro contraste entre los llamados bárbaros mexicanos y los preciados filántropos europeos!

Al que hacía daño en la guerra a los enemigos sin licencia del general o acometía antes de tiempo, se le castigaba con pena de muerte. La misma sufría el que descubría los secretos al enemigo, pues se le hacía pedazos y su generación quedaba infamada. El que en baile o fiesta sacaba las insignias militares sufría pena de muerte. Con respecto a los prisioneros y esclavos regían las leyes siguientes. El caballero principal que por su desgracia era hecho prisionero en la guerra, si le daban libertad sus enemigos no podía volver a su patria, porque sus conciudadanos lo mataban.

Myladi. ¿Y por qué tanta crueldad y mala correspondencia a sus servicios?

Doña Margarita. Daban por causa que pues no había sido hombre para defenderse o morir en la guerra, era justo que muriese en una prisión, teniéndolo por menos deshonra, que volver fugitivo. Un ejemplo raro de esto se nos presenta en la vida del segundo Moctheuzoma con Tlahuicole. Éste era el más valiente general que tenían los esforzados tlaxcaltecas: por su desgracia fue hecho prisionero en Malpaís cerca de Chalco. Presentáronselo vivo al Emperador, el cual desentendiéndose de la mucha guerra en que le había   -119-   hecho destrozos en su ejército, y olvidándose de que en una de las acciones contra los tlaxcaltecas había perecido su hijo Tlapahuepantzin, en vez de mandarlo al sacrificio lo llenó de aplausos, lo regaló e hizo con él demostraciones propias de un monarca que sabía apreciar el valor militar aun en sus enemigos. Dispuso que quedase a su servicio y le mandó a la guerra que tenía con los de Michoacán donde obró prodigios de valor; mas vuelto a México no quiso regresar a su patria por no presentarse afrentado, y pidió por favor que se le inmolase en el sacrificio gladiatorio. Trabajó mucho Moctheuzoma por disiparle esta especie, mas no pudiéndolo conseguir señaló el día del sacrificio. Pusiéronlo -dice el Clavijero- atado por un pie en el temalacatl, que era una piedra grande y redonda en que se hacían aquellos sacrificios. Salieron a combatir uno a uno con él muchos hombres animosos, de los que mató -según unos- ocho e hirió hasta veinte, hasta que cayendo medio muerto en tierra de un golpe que recibió en la cabeza, fue llevado ante Huitzilopuchtli, y allí le abrieron el pecho, le sacaron el corazón y murió como todos los que expiraban en el sacrificio ordinario.

Myladi. ¡Jesús y qué mal gusto tuvo ese hombre! ¡Lástima de valor tan mal empleado! ¿Y era ese guapo por ventura algún gigante?

Doña Margarita. Nada menos que eso: el señor Zurita dice que era bajo de cuerpo, espaldudo, de terribles y grandes fuerzas; la macana con que peleaba -son sus palabras- tenía un hombre bien que hacer con alzarla. Llamábanle Tlahuicole, que quiere decir el de la divisa de barro, porque siempre traía por divisa una asa de barro cocido y torcido; su nombre ponía pavura a los mexicanos48. Este suceso ocurrió poco antes   -120-   de la conquista de los españoles, y a la llegada de éstos se contaba como cosa reciente y muy memorable. Tanto así era el pundonor militar de los tlaxcaltecas, y nos admiramos de que los griegos lo llevasen hasta el extremo de decir las espartanas a sus hijos cuando iban a la guerra: ven muerto, o con el escudo o sobre el escudo. Esto se llama amar a la patria y tener pundonor militar. El esclavo que se huía de la prisión y se entraba en el palacio del Rey, no sólo quedaba libre, sino que también lo era de las penas a que se le había condenado. Sobre la usura había una ley que hoy escandalizaría a nuestros famosos agiotistas, que chupan la sangre de la nación y se llaman patriotas y socorredores de ella en sus necesidades. Ésta prohibía la usura, pues si alguno prestaba algo a otro lo hacía bajo su palabra y voluntariamente; sólo era permitido prestar sobre prenda que caucionaba el pago.

Myladi. ¿Y qué me dice usted en cuanto a las leyes de sucesión entre los mexicanos, porque entiendo que por ellas se puede muy bien calcular el grado de sabiduría de una nación?

Doña Margarita. Diré a usted con el señor Veytia que por lo general era de padres a hijos varones, y no a las hijas. Comúnmente heredaba el hijo mayor habido en la primera mujer, es decir, en la principal que era respetada por soberana entre todas las mujeres, y si alguna era de la sangre real chichimeca o de México, ésta era la que prefería y su hijo era el sucesor. Lo mismo se observaba en los señores de las demás provincias sujetas; pero cuando el hijo mayor no tenía aptitud, valor y conducta para gobernar, el padre nombraba por sucesor a uno de los otros hijos que le parecía más hábil sin preferencia de mayoría; pero era necesario que fuese habido en la mujer principal. De este modo los hijos se esmeraban en ser buenos para complacer a su padre y heredar como mayorazgos electivos.

Cuando no tenía hijo varón de dicha mujer, y sólo hijas, nombraba el señor a uno de sus nietos, al que conocía más apto y de más mérito; pero si tenía nietos por línea de varón, éstos eran preferidos con tal que fuesen nietos de la mujer principal, y si ninguno de los nietos por ambas líneas era a propósito para gobernar, en este caso la elección del sucesor la dejaba a los principales señores de sus estados, los cuales eran árbitros a nombrarlo por el orden que después diré; de modo que más interés tomaban en dejar sucesor que gobernase bien que no en preferir a sus hijos o nietos, al modo que Alejandro quiso que la dominación de su reino, y el fruto de sus conquistas, fuese del jefe más digno de su ejército,   -121-   y que mejor pudiera conservarlas. En este caso sucedían en las tierras y bienes que tenían patrimoniales que llamaban mayagues, que los repartían a su arbitrio entre sus hijos y herederos.

Si el señor no tenía hijos, o de éstos ninguno era apto para gobernar, en este caso sucedían al señorío los hermanos por elección en saliendo la sucesión de hijos o nietos; pero cuando recaía en hermano, tampoco era por mayoría, si en el mayor no concurrían las disposiciones precisas para mandar; y en defecto también de hermanos elegían a un pariente del señor, el más inmediato, si era capaz de gobernar, y si no lo tenían, elegían a otro principal y jamás recaía la elección en un mazehuatl o del estado llano, pues siempre se tenía cuidado de elegir sujeto de la línea y parentela del señor, si lo había, que no tuviese defectos para gobernar y en su falta el que seguía.

Cuando moría el rey de México se juntaban los señores principales de su corte, como otra vez he dicho, y hacían la elección que según el señor Veytia y Clavijero confirmaban los reyes de Texcoco y Tacuba. Esta aserción está contradicha por el testimonio de don Fernando Alvarado Tezozómoc, el cual no supone al elector de Texcoco como elector honorario y aprobante, sino como elector efectivo con un influjo directo e inmediato en la elección. Dice en la vida de Moctheuzoma segundo: «Que por muerte del rey Ahuizotl se reunieron los doce electores del imperio: que Netzahualpilli como primero en dignidad de esta corporación tomó la palabra, y exhortó al colegio electoral para que procediese luego a la elección por el peligro que había de que se sublevasen contra el imperio mexicano las provincias recién conquistadas, y los enemigos terribles tlaxcaltecas, hiliuhquitecpas, michoacanos y otros. Que después recorrió la lista e hizo reseña de los príncipes mexicanos que podían tenerse en consideración para el imperio, y nombró entre los hijos de Tizoc y Axacayatl (sic) a Moctheuzoma, el cual salió electo». No sé como el padre Clavijero pudo decir en la nota al folio 159, tomo 1 de su obra, y en varias partes, que los electores de Texcoco y Tacuba sólo eran honorarios, y no efectivos... y que no se halla dato alguno para creer que se hallasen presentes a alguna elección de emperador de México... Paréceme que este escritor es harto recomendable por indio, por pariente de los principales reyes de Texcoco y por haber escrito cuando aún estaba reciente la memoria de aquellos sucesos. Yo para conciliar la verdad histórica con el respeto que me merece Clavijero, creo que pudo   -122-   muy bien suceder que Netzahualpilli hubiese venido a México a activar la elección, porque temiese un levantamiento y que por eso tuviese una parte bastante activa en la elección de Moctheuzoma, habiendo presidido el colegio electoral en aquel acto como la persona más digna.

Myladi. Parece éste el temperamento más prudente que puede tomarse en esta duda histórica.

Doña Margarita. El señor Veytia añade sobre lo que tengo dicho, que estos dos soberanos electores, a quienes competía aprobar la elección, se informaban si ésta se había hecho con la formalidad debida, pues hallando alguna nulidad por parte de los electores mandaban repetirla, no obstante que dichos tres señores principales de México, Texcoco y Tlacopan eran soberanos independientes, no sólo para lo civil y criminal, sino también para la elección de los señores súbditos suyos, que ellos en sus dominios confirmaban a los señores inferiores de sus monarquías.

Con corta diferencia se observaba el mismo orden de sucesión en el reino de Michoacán; bien que entre éstos el señor propietario en vida elegía sucesor empezando por hijo o nieto, el cual desde el principio entraba a gobernar y entendía en los negocios, y así se imponía y adquiría mayores conocimientos para cuando quedase de señor absoluto; pero si en los últimos días de su vida no había nombrado sucesor, se le iban a preguntar a los señores de su corte y el que entonces nombraban, ése era el que sucedía.

En algunos reinos, particularmente en el de México, aunque hubiese hijos sucedían los hermanos, alegando para este derecho que siendo hijos de un padre lo tenían igual en la herencia del señorío; así es que acabada la sucesión de hermanos, volvía la de los hijos del señor por el orden ya expresado.

Si aquél que tenía derecho al señorío se mostraba ambicioso del mando y quería preferir a otros, o se entrometía en el gobierno antes de tiempo, aunque el señor lo hubiese nombrado, no lo admitía el pueblo a la sucesión, ni tampoco lo consentía el señor supremo, a quien pertenecía la aprobación que se hacía después de muerto el señor principal. En este caso -dice el señor Veytia-, dejaba pasar algunos días para examinar cuál de los hijos, nietos u otro que tuviese derecho a la sucesión era el mejor para gobernar; a éste elegía del modo que se ha dicho, y entonces lo confirmaba el supremo señor.

Myladi. Noto mucha sabiduría en ese orden de suceder   -123-   porque se consulta simultáneamente a la naturaleza y a la política; a la primera, por el mayor grado de aproximación; y a la segunda, porque es muy dura cosa someterse al mando de otro, sin más mérito que haber sido el primero en el orden de nacer, habiendo en la familia otros individuos de ella que tengan mejores disposiciones para gobernar. La preferencia tan sólo por ser el primero en nacimiento, sólo puede tolerarse en las sucesiones de las monarquías por cortar las guerras civiles que son consiguientes, cuando el derecho de sucesión es dudoso. El temor que se tenía a la reprobación del propuesto por el superior, creo que haría se mirasen mucho en las propuestas y que éstas recayesen siempre en el más digno de heredar; bajo este aspecto he considerado la relación que usted nos ha hecho, y me parece justa.

Doña Margarita. Hay otra circunstancia muy digna de notar y es que como estos pueblos vivían por lo común en continuas guerras, cuidaban mucho de que la elección del sucesor recayese en el hombre de más valor, pues el que no se había distinguido en la guerra y no se presentaba con las insignias militares, se reputaba poco digno de gobernar; he aquí el modo de formarse esta nación guerrera, contando con tantos capitanes útiles, cuántos eran los caciques; ya no se admirarán ustedes de que el imperio mexicano hubiese sojuzgado a todo este inmenso continente en tan breve espacio de tiempo. Desengañémonos, la prosperidad de un pueblo está en su legislación: cada ley es una semilla de aquella; si se considera cada una aisladamente no se perciben sus ventajas; pero la reunión de todas, su conexión, armonía y sistema, da este feliz resultado. Los reyes de España conservaron los cacicazgos, bien que despojados de la autoridad de que estaban investidos sus antiguos poseedores, porque toda se la usurpó la Corona. Procuraron sin embargo mantener este orden de suceder compasándolo a falta de orden fijo por los principios comunes de los mayorazgos regulares de Castilla, de varón a varón, y para pronunciarse en esta materia con tino y prudencia pidieron informes circunstanciados a oidores y ministros, que por su saber merecían ser creídos. Uno de éstos fue el señor don Alonso de Zurita, oidor de Guatemala y después de México, a quien se le previno informase también a la corte en estos precisos términos. «Otrosí averiguareis cuáles señores de estos caciques tenían el señorío por sucesión y sangre; cuáles por elección de sus súbditos; qué es el poder y jurisdicción que estos caciques ejercitaban; qué es el que ahora ejercitan y qué provecho viene a los súbditos de este   -124-   señorío en su gobernación y policía». Puedo asegurar a ustedes que he visto la respuesta dada en cuanto al primer extremo en unos autos seguidos en la Real Audiencia de México sobre un mayorazgo de los descendientes de Moctheuzoma, y la he hallado no sólo conforme con lo que les he referido, sino aun casi transcriptos literalmente los mismos conceptos y palabras con que se explica el señor Veytia.

En Guatemala era costumbre que el sucesor de un señorío había antes de mandar en un estado corto para probar su conducta, y acreditar si por ella era capaz de obtener un mando mayor.

Ya que he hablado a ustedes del modo con que era elegido un monarca, me parece que gustarán de saber el ceremonial político con que era felicitado por su exaltación a tan alta dignidad.

Myladi. Con sumo gusto lo oiremos, pues será digno de unos hombres que en cuanto usted nos ha contado eran finos, políticos y muy cumplidos.

Doña Margarita. Escogeré una pieza muy recomendada por los editores del periódico intitulado: Ocios de los españoles emigrados en Londres, que en el número 4 recomiendan la elocuencia de los indios mexicanos, que el padre Sahagún insertó en sus obras; pero antes me parece que debo referir la felicitación al trono que hizo Netzahualpilli a Moctheuzoma, que nos ha conservado el padre Acosta, y de la que decía el padre Mier que había oído grandes elogios a los sabios humanistas de París. Ustedes elegirán la que gusten, pues todas tienen un mérito relevante en clase de elocuentes felicitaciones.

Myladi. Yo quiero ésa de que habla el padre Mier.

Doña Margarita. Tiene usted buen gusto y con el mismo la referiré: «La gran ventura que ha alcanzado todo este reino, ilustre mancebo, en haber merecido tenerte a ti por cabeza de todo él, bien se deja entender por la facilidad y concordia de tu elección y por la alegría general que todos por ella muestran. Tienen cierto, muy gran razón, porque está ya el imperio mexicano tan grande y dilatado que para regir un mundo como éste no se requiere menos fortaleza y brío que el de tu firme y animoso corazón, ni menos reposo, saber y prudencia que la tuya. Claramente veo yo que el Omnipotente Dios ama esta ciudad, pues la ha dado luz para escoger lo que le convenía. Porque ¿quién duda que un príncipe que antes de reinar había investigado los nueve dobleces del cielo, ahora obligándole el cargo del reino, con tan vivo sentido no alcanzará las cosas de la tierra para acudir a su gente? ¿Quién duda que el grande esfuerzo que siempre has mostrado   -125-   valerosamente en casos de importancia no te ha de sobrar ahora donde tanto es menester? ¿Quién pensará que en tanto valor haya de faltar remedio al huérfano y la viuda? ¿Quién no se persuadirá que el imperio mexicano haya llegado ya a la cumbre de la autoridad, pues te comunicó el señor de lo criado tanta que en sólo verte la pones a quien te mira?49 ¡Alégrate, o tierra dichosa, porque te ha dado el Criador un príncipe que te será columna firme en que estribes! Será padre y amparador de que te socorras: será más que hermano en la piedad y misericordia para con los tuyos. Tienes por cierto un rey que no tomará ocasión con el estado para regalarse y estarse tendido en el lecho, ocupado en vicios y pasatiempos; antes el mejor sueño le sobresaltará el corazón y le dejará desvelado el cuidado que de ti ha de tener. El mejor y más sabroso bocado de su comida no gustará, suspenso en imaginar en tu bien. Dime, pues, reino dichoso, ¿si tengo razón en decir que te regocijes y alientes con tal rey? Y tú, ¡oh generosísimo mancebo y muy poderoso señor!, ten confianza y buen ánimo que pues el Señor de todo lo criado te ha dado este cargo, también te dará su esfuerzo para tenerle y del que en todo el tiempo pasado ha sido tan liberal contigo, puedes bien confiar que no te negará sus mayores dones, pues te ha puesto en mayor estado del que goces por muchos y buenos años». El padre Clavijero añade que Moctheuzoma probó a responder a esta felicitación hasta por tercera vez, pero que no se lo permitió un flujo de lágrimas; ¡cuán elocuente no estaría esta arenga en idioma mexicano!

Myladi. Creo que es obra completa en su línea y noto en ella un príncipe que habla con la dignidad de un rey, y de muy diverso modo que hablaría una persona particular, que tal vez mezclaría conceptos de una adulación baja y servil.

Doña Margarita. Aquí podré yo decir a ustedes lo que Esquines dijo a sus discípulos cuando les leyó la famosa arenga que contra él había pronunciado su competidor Desmóstenes, y por la que fue desterrado... ¿Qué diríais si la hubierais oído de su boca?

Myladi. Quisiera oír ya el otro razonamiento que usted nos ofreció, porque supongo que tendrá también mucho mérito retórico y gustamos de las bellezas de este arte encantador.

Doña Margarita. Presentaré a ustedes el que se le dirigía al nuevo monarca electo, participándole la noticia de su nombramiento.   -126-   Es largo, pero tiene conceptos muy bellos y en él habla el corazón, quizás se le hará a ustedes empalagoso...

Myladi. Lo que es bueno nunca cansa y así refiéralo usted, que lo escucharemos con gusto.

Doña Margarita. Dice así: «Oh señor nuestro humanísimo, piadosísimo, amantísimo y digno de ser estimado más que todas las piedras preciosas y que todas las plumas ricas! Aquí estáis presente y os ha puesto nuestro soberano Dios por nuestro señor -a la verdad-, porque han fallecido e ídose a sus recogimientos los señores vuestros antepasados, que murieron por mandado de Dios. Partieron de este mundo el señor N. y N., y dejaron la carga del regimiento que traían a cuestas, debajo de la cual trabajaron como los que van camino arriba y llevan a cuestas cargas muy pesadas. Éstos, por ventura, acuérdanse o tienen algún cuidado del pueblo que regían, el cual está ahora despoblado y a obscuras, y yermo sin señor por la voluntad de nuestro Dios; por ventura tienen cuidado, o miran su pueblo que está hecho una breña y una tierra inculta, y están las pobres gentes sin padre ni madre, huérfanos, que no saben ni entienden, ni consideran lo que conviene a su pueblo: están como mudos que no saben hablar o como un cuerpo sin cabeza. El último que nos ha dejado huérfanos es el fuerte y muy valeroso señor N., al cual por breve tiempo y pocos días le tuvo prestado este pueblo y fue como cosa de sueño, así se le fue de entre las manos porque le llamó Nuestro Señor para ponerle en el recogimiento de los otros difuntos sus antepasados, que hoy están como en arca o en cofre guardados; así se fue para ellos, ya está con nuestro padre y madre, el dios del infierno que se llama Mictlantecutli: ¿por ventura volverá acá de aquel lugar adonde se fue? No es posible que vuelva; para siempre se fue y perdió su reino; en ningún tiempo le verán acá los que viven ni los que nacerán; para siempre nos dejó; apagada está nuestra candela; fuésenos nuestra lumbre y ya está desamparado, ya está a obscuras el pueblo y señorío de Nuestro Señor Dios, que él regía y alumbraba, y ahora está a peligro de perderse y destruirse este mismo pueblo y señorío que llevaba a cuestas, y que dejó en el mismo lugar que la carga que soportaba. Allí está donde dejó a su pueblo y reino pacífico y sosegado, y así le tuvo todo el tiempo que le rigió pacíficamente y poseyó el trono y silla que le fue dado por Nuestro Señor Dios, y puso todas sus fuerzas e hizo toda su posibilidad para tenerlo tranquilo y sosegado hasta su muerte. No escondió sus manos ni sus pies debajo de su manta con pereza, sino que   -127-   con toda diligencia trabajó por el bien de su reino. Al presente tenemos gran consolación y regocijo, ¡oh humanísimo señor nuestro!, porque nos ha dado el Dios por quien vivimos una lumbre y resplandor del sol, que sois vos; él os señala y demuestra con el dedo y os tiene escrito con letras coloradas: así está determinado allá arriba y acá abajo, en el cielo y en el infierno, y que vos seáis el señor y poseáis la silla, estrado y dignidad de este reino, ciudad o pueblo, brotado a la raíz de vuestros antepasados, que la pusieron muy profunda y plantaron de muchos años atrás. Vos sois, señor, el que habéis de llevar la pesadumbre de la carga de este señorío o ciudad; vos sois el que habéis de suceder a vuestros antepasados los señores vuestros primogenitores para llevar el peso que ellos llevaron; vos, señor, habéis de poner vuestras espaldas debajo de esta carga grande que es el regimiento de este reino; en vuestro regazo y en vuestros brazos pone Nuestro Señor Dios este oficio y dignidad de regir y gobernar a las gentes populares, que son muy antojadizas y enojadizas. Vos, por algunos años, los habéis de sustentar y regalar como a niños que están en la cuna; vos habéis de poner en vuestro regazo y en vuestros brazos a todos, y los habéis de halagar, y hacerles el son para que duerman el tiempo que viviéredes en este mundo. ¡Oh señor nuestro serenísimo y muy precioso! Ya se determinó en el cielo y en el infierno, y se averiguó y te cupo esta suerte: a ti te señaló, sobre ti cayó la elección de Nuestro Señor Dios soberano. Por ventura, ¿podraste esconder o ausentar?, ¿podraste escapar de esta sentencia?, o por ventura ¿te escabullirás o hurtarás el cuerpo a ella? ¿Qué estimación tienes de Dios Nuestro Señor? ¿Qué estimación tienes de los hombres que te eligieron, que son señores muy principales e ilustres? ¿En qué grado de aprecio tienes a los reyes y señores que te designaron, señalaron y ordenaron por inspiración y ordenación de Nuestro Señor Dios, cuya elección no se puede anular ni variar por haber sido por ordenación divina el haberte elegido y nombrado por padre y madre de este reino? Pues que esto es así, ¡oh señor nuestro! esfuérzate, anímate, pon el hombro a la carga que te se ha encomendado y confiado; cúmplase y verifíquese el querer de Nuestro Señor; ¿por ventura, por algún espacio de tiempo llevarás la carga a ti encomendada, o acaso te atajará la muerte y será como sueño tu elección a este reino? Mira que no seas desagradecido, teniendo en poco en vuestro pecho el beneficio de Dios, porque él ve todas las cosas secretas y enviará sobre vos algún castigo como le pareciere, porque   -128-   en su querer y voluntad está el que te aniebles y desvanezcas, o te enviará a las montañas y a las cabañas, o te echará en el estiércol y suciedades, o te acontecerá alguna cosa torpe o fea. Por ventura serás infamado de alguna cosa vergonzosa, o permitirá Dios que haya discordias y alborotos en tu reino para que seas menospreciado y abatido, o por ventura te darán guerra otros reyes que te aborrecen y serás vencido y aborrecido, o quizás permitirá Su Majestad que venga sobre tu reino hambre y necesidad. ¿Qué harás si en tu tiempo se destruye tu reino o nuestro Dios envía sobre ti su ira mandando pestilencia? ¿Qué harás si en tu tiempo se destruye tu pueblo y tu resplandor se convierte en tinieblas? ¿Qué harás si se desolare en tu tiempo tu reino? ¿O si por ventura viniere sobre ti la muerte antes de tiempo, o en el principio de tu reinado, y antes que te apoderes de él te destruyere y pusiere debajo de sus pies Nuestro Señor todopoderoso? ¿O si acaso súbitamente enviare sobre ti ejércitos de enemigos de hacia los yermos, o de hacia la mar, o de hacia las cabañas y despoblados, donde se suelen ejercitar las guerras y derramar la sangre, que es el beber del sol y de la tierra; porque muchas e infinitas maneras tiene Dios de castigar a los que le desobedecen? Así pues, es menester, ¡oh rey nuestro!, que pongas todas tus fuerzas y todo tu poder para hacer lo que debes en la prosecución de tu oficio, y esto con lloros y suspiros, orando a Nuestro Señor Dios invisible e impalpable. Llegaos, señor, a él muy de veras con lágrimas y suspiros para que os ayude a regir pacíficamente vuestro reino, porque es su honra; mirad que recibáis con afabilidad y humildad a los que vengan a vuestra presencia angustiados y atribulados; no debéis decir ni hacer cosa alguna arrebatadamente; oíd con mansedumbre y por entero las quejas e informaciones que delante de vos se presenten; no atajéis las razones o palabras del que habla, porque sois imagen de Nuestro Señor Dios y representáis su persona, en quien está descansando, y de quien él usa como de una flauta, y en quien él habla, y con cuyas orejas él oye. Mirad, señor, que no seáis aceptador de personas, ni castiguéis a nadie sin razón, porque el poder que tenéis de castigar es de Dios, es como uñas y dientes de Dios para hacer justicia, y sois ejecutor de ella y recto sentenciador suyo; hágase pues la justicia, guárdese la rectitud, aunque se enoje quien se enojare, porque estas cosas os son mandadas de Dios, y Nuestro Señor no ha de hacerlas, porque en vuestras manos las ha dejado. Mirad que en los estrados y en los tronos de los señores y jueces   -129-   no ha de haber arrebatamiento o precipitación, de obras o de palabras, ni se ha de hacer alguna cosa con enojo; mirad que no os pase ni por pensamiento decir: Yo soy señor, yo haré lo que quisiere, que esto es ocasión de destruir, y atropellar y desbaratar todo vuestro valor, toda vuestra estimación, gravedad y majestad. Mirad que la dignidad que tenéis y el poder que se os ha dado sobre vuestro reino o señorío, no os sea ocasión de ensoberbeceros y altivaros; mas antes os conviene muchas veces acordaros de lo que fuisteis atrás, y de la bajeza de donde fuisteis tomado para la dignidad50 en que estáis puesto sin haberlo merecido. Debéis muchas veces decir en vuestro pensamiento: ¿Quién fui yo antes y quién soy ahora? Yo no merecí ser puesto en lugar tan honroso y tan eminente como estoy, sino por mandado de Nuestro Señor Dios, que más parece cosa de sueño que no verdad. Mirad, señor, que no durmáis a sueño suelto; mirad que no os descuidéis con deleites y placeres corporales; mirad que no os deis a banquetes ni a bebidas en demasía; mirad que no gastéis con profanidad los sudores y trabajos de vuestros vasallos, en engordaros y emborracharos; mirad que la merced y regalo que Nuestro Señor os hace en elegiros rey, no la convirtáis en cosa de profanidad, locura y enemistades. ¡Oh señor rey y nieto nuestro! Dios está mirando lo que hacen los que rigen sus reinos y cuando yerran en sus oficios danle ocasión de reír de ellos, y él se ríe y calla, porque es Dios que hace lo que quiere y hace burla de quien quiere; porque a todos nosotros nos tiene en el medio de la palma de su mano, y nos está remeciendo, y somos como bolas y globos redondos en su mano, pues andamos rodando de una parte a otra y le hacemos reír, y se sirve de nosotros cuando giramos de una parte a otra sobre su palma. ¡Oh señor y rey nuestro!, esforzaos a hacer vuestra obra poco a poco; acaso por nuestros pecados no os merecemos y vuestra elección nos será como cosa de delirio, y se hará lo que Nuestro Señor quiere, que poseáis su reino y su dignidad real por algunos tiempos; acaso os quiere probar y hacer experiencia de quién sois, y si no hiciéredes vuestro deber, pondrá a otro en esta dignidad. ¿Tiene por ventura pocos amigos Nuestro Señor Dios? ¿Eres tú solo por acaso su único querido? ¡Cuántos otros tiene conocidos! ¡Cuántos son los que le llaman! ¡Cuántos los que dan voces en su presencia! ¡Cuántos los que lloran!   -130-   ¡Cuántos los que con tristeza le ruegan! ¡Cuántos los que en su presencia suspiran! Cierto que no se podrán contar. Hay muchos generosos, prudentísimos y de grande habilidad, y de los que ya han tenido y tienen cargos, y están en dignidades, de muchos es rogado, y muchos en su presencia dan voces; bien tiene a quién dar la dignidad de sus reinos. Por ventura, con brevedad y como cosa a de ensueño, te presenta su honra y su gloria; tal vez te da a oler y te pasa por tus labios su ternura, su dulcedumbre, su suavidad, su blandura y las riquezas que sólo él las comunica, porque sólo él las posee. ¡Oh muy dichoso señor!, inclinaos y humillaos; llorad con tristeza y suspirad; orad y hacedlo que Nuestro Señor quiere que hagáis, el tiempo que él por bien tuviere, así de noche como de día; haced vuestro oficio con sosiego, continuamente orando en vuestro trono y estrado, con benevolencia y blandura; mirad que no deis a nadie pena, fatiga ni tristeza. Mirad que no atropelléis a persona, no seáis bravo para con ninguno, ni habléis a nadie con ira, ni espantéis a sujeto alguno con ferocidad. Conviene también, ¡oh señor nuestro!, que tengáis mucho cuidado en no decir palabras de burlas o de donaire, porque esto causará menosprecio de vuestra persona: las burlas y chanzas no son para las personas que están en la alta dignidad vuestra. Tampoco os conviene que os inclinéis a las chocarrerías de alguno, aunque sea muy vuestro pariente o allegado; porque aunque sois nuestro prójimo y amigo, e hijo y hermano, no somos vuestros iguales, ni os consideramos como a hombre, porque ya tenéis la persona, la imagen la conversación y familiaridad de Nuestro Señor Dios, el cual dentro de vos habla y os enseña, y por vuestra boca se hace oír: vuestra boca es suya, vuestra lengua es su lengua y vuestra cara es la suya, etc.; ya os adornó con su autoridad y os dio colmillos y uñas para que seáis temido y reverenciado. Mira, señor, que no vuelvas a hacer lo que hacías cuando no eras señor, que reías y burlabas; ahora te conviene tomar corazón de viejo, y de hombre grave y severo. Mira mucho por tu honra, por el decoro de tu persona y por la majestad de tu oficio; que tus palabras sean raras y muy graves, porque ya tienes otro ser, ya tienes majestad, y has de ser respetado, temido, honrado y acatado; ya eres precioso de gran valor y persona rara a quien conviene toda reverencia, acatamiento y respeto. Guárdate, señor, de menoscabar y amenguar, ni amancillar tu dignidad y valor, y la dignidad y valía de tu alteza y excelencia. Advierte el lugar en que te hallas, que es muy alto, y la caída de él muy peligrosa. Piensa   -131-   que vas por una loma muy alta y de camino muy angosto, y que a la mano izquierda y derecha hay grande profundidad y hondura, que no os es posible salir del camino hacia una parte y otra sin, caer en un profundo abismo. Debes, señor, también guardarte de lo contrario, no haciéndote sañudo y bravo como bestia fiera, a quien todos tengan temor. Sed templado en el rigor y ejercicio de vuestra potencia, y antes debes quedar atrás en el castigo y ejecución de él que no pasar adelante. Nunca muestres los dientes del todo, ni saques las uñas cuanto puedas. Tampoco te muestres espantoso, temeroso, áspero o espinoso; esconde los dientes y las uñas; junta, regala, y muéstrate blando y apacible a los principales y mayores de tu reino y de tu corte. También te conviene, señor, regocijar y alegrar a la gente popular según su calidad, condición y diversidad de grados que hay en la república: confórmate con las condiciones de cada grado y parcialidad en la gente popular. Tened solicitud y cuidado de los areitos y danzas, y también de los aderezos e instrumentos que para ellos son menester, porque es ejercicio donde los hombres esforzados conciben deseo de las cosas de la milicia y de la guerra. Regocija, señor, y alegra a la gente baja, con juegos y pasatiempos convenibles, con lo cual cobraréis fama y seréis amado, y aun después de la vida quedará vuestra fama, amor y lágrimas por vuestra ausencia, en los viejos y viejas que os conocieron. ¡Oh felicísimo señor y serenísimo rey, persona preciosísima!, considerad que vais de camino y que hay lugares fragosos y peligrosos por donde transitáis; que habéis de ir muy contento, porque las dignidades y señoríos tienen muchos barrancos, resbaladeros y deslizaderos; donde los lazos están muy espesos unos sobre otros, que no hay camino libre ni seguro entre ellos, y los pozos disimulados, que está cerrada la boca con yerba, y en el profundo tiene estacas muy agudas plantadas, para que los que cayeren se enclaven en ellas. Por todo esto conviene que sin cesar gimáis y llaméis a Dios y suspiréis: mirad, señor, que no durmáis a sueño tendido, ni os deis a las mujeres, porque son enfermedad y muerte a cualquier varón. Convieneos dar vuelcos en la cama, y habéis de estar en ella pensando en las cosas de vuestro oficio y en dormir soñando los negocios de vuestro cargo, y las cosas que Nuestro Señor nos dio para nuestro mantenimiento, como son el comer y el beber, para repartirlo con vuestros principales y cortesanos, porque muchos tienen envidia a los señores y reyes, por tener lo que tienen, de comer y de beber lo que beben;   -132-   y por eso se dice que los reyes y señores comen pan de dolor. No penséis, señor, que el estrado real y el trono es deleitoso y placentero; no es sino de gran trabajo y de mucha penitencia. ¡Oh bienaventurado señor nuestro, persona muy preciosa!, no quiero dar pena ni enojo a vuestro corazón, ni quiero caer en vuestra ira e indignación; bástanme los defectos en que he incurrido, y las veces que he tropezado y resbalado, y aun caído en esta plática que tengo dicha; bástanme las faltas y defectos que hablando he hecho, yendo como a saltos de rana delante de nuestro Dios invisible e impalpable, el cual está presente y nos está escuchando, y ha oído muy por el cabo todas las palabras que he pronunciado imperfectamente, y como tartamudeando, con mala orden y con mal aire; pero con lo dicho he cumplido: a esto son obligados los viejos y ancianos de la república para con sus señores recién electos. Asimismo he cumplido con lo que debo a Nuestro Señor, el cual está presente y lo oye, y a él se lo ofrezco y presento. ¡Oh señor nuestro y rey! ¡Viváis muchos años trabajando en vuestro oficio real! He acabado de decir».

El orador que hacía esta oración -dice el padre Sahagún- delante del señor recién electo era alguno de los sacerdotes muy entendido, y gran retórico, o alguno de los tres sumos sacerdotes que, como en otra parte se dijo, el uno se llamaba Quetzalcóatl, el otro Tetectlamacazqui y el tercero Tlaloc; o por ventura la hacía alguno de los nobles y muy principales del pueblo, muy elocuente, o embajador del señor de alguna provincia muy entendido en el hablar, que no tiene empacho ni embarazo ninguno en lo que ha de decir; o tal vez era alguno de los senadores muy sabio, o algún otro muy fino retórico, a quien le acude el lenguaje copiosamente y lo que ha de decir a su voluntad. Esto es así necesario, porque al señor recién electo le hablan de esta manera, y porque el entonces recién nombrado toma el poder sobre todos, tiene libertad de matar a quien quisiere, porque ya es superior: por esta causa dícesele entonces todo lo que ha menester para que ejecute bien su oficio, mas con mucha reverencia, humildad y con gran tiento, llorando y suspirando.

¿Qué parece a ustedes ese modo de hablar lleno de figuras, de comparaciones, de consejos y máximas morales? ¿A que no han visto ustedes en la historia un pueblo que hable a su soberano con más franqueza, al mismo tiempo que con más respeto ni que tenga una idea más alta de lo que es la dignidad regia?

  -133-  

Myladi. Efectivamente, todo lo reúne y ese razonamiento hará honor a los antiguos mexicanos, como no se los hacen algunos escritos que hoy leemos, en que se adula a uno que otro de nuestros gobernantes cuando la fortuna les ha hecho algún favor. Hoy nos hemos entretenido más de lo regular y así demos punto a nuestra conversación para continuar mañana, con lo que nos acabará de dar idea del grado de ilustración a que habían llegado nuestros mayores en la época de la Conquista. A Dios, señores.




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Conversación duodécima

Myladi. Insensiblemente, siguiendo el método de gobernar de Netzahualcóyotl, hemos hablado no sólo de sus leyes y administración de justicia, sino aun del ceremonial que usaban en la exaltación al trono cuando los reyes eran elegidos para ocuparlo; pero entiendo que nos hemos apartado del modo como se imponían los tributos a los pueblos y se exigían de ellos; querría que usted nos tratase de esta materia, pues yo a la menos no me doy por satisfecha con saber la economía que se guardaba en la recolección de los mantenimientos para la Casa Real, aunque es bastante curioso el modo con que nos ha referido esta economía.

Doña Margarita. El cardenal de Lorenzana anotando las cartas de Hernán Cortés a Carlos V, agotó ya esta materia; sin embargo diré algo acerca de ella siguiendo los pasos del señor Veytia, que escribió con posterioridad a dicho prelado, o a lo menos en su misma época. Protesta que se ha valido de los mejores monumentos y manuscritos que pudo conseguir, y dice que los indios tributaban a sus señores concurriendo cada provincia y pueblo según la calidad, número de tributarios, tierras y frutos, industria y fomento que tenían. Cada pueblo o provincia tributaba de lo que en ella se cosechaba, sin que para ello fuese necesario salir de sus tierras, ni pasar de la caliente a la fría, ni de ésta a aquélla. Con lo que más tributaban era con las semillas y algodón que cultivaban, para lo que en cada pueblo tenían los señores señaladas   -134-   tierras y esclavos de los prisioneros de guerra que guardaban y trabajaban, ayudándoles la gente del pueblo y de los contornos si en éstos no había tierras para ello, porque habiéndolas en su pueblo, preferían la labor de éstas y no iban a ayudar a otros. También concurrían con leña y agua, y servicio para las casas. Los artesanos tributaban con lo que era de su oficio, pues no se acostumbraba repartir tributos por cabezas, sino a cada pueblo y a cada oficio mandaban lo que habían de dar, y ellos lo repartían y proveían acudiendo con el tributo a sus tiempos, al modo del encabezamiento que se usa en España, de modo que los labradores beneficiaban las tierras, cosechaban y encerraban el fruto; los artesanos tributaban de lo que trabajaban en sus oficios; los mercaderes de sus mercaderías y de cuanto comerciaban. Una de las especies con que tributaban los cortesanos eran ciertas mantas de tres puntas que se añudaban en el pecho como mantos capitulares sueltas de otra punta atrás que arrastraba, cuyo ropaje usaban sólo los señores principales; tributaban también ciertas bandas o cíngulos de la misma materia, mantas tejidas de plumas, arcos, flechas, hondas, plumajes, macanas, chimales o adargas, etc., que servían para la guerra.

Myladi. Ya no me admiro de haber oído hablar de los grandes armeros que tenía Moctheuzoma en los templos de México, y con que hacía la guerra armando muchísimos soldados en poquísimos días, puesto que con ellos se le contribuía por tributo.

Doña Margarita. El señor Veytia refiere por circunstancia particular que los indios de San Juan Teotihuacán tributaban con seis envoltorios de mostaza, cinco de mantas bordadas y grandes en que se contenían otras cinco más de refacción; diez envoltorios de mantas blancas; un manojo de plumas y diez más finas; un envoltorio y cinco maxtles labrados o bordados; una medida de cacao; tres mil seiscientas treinta gallinas; ciento cuarenta cargas de ocote; ciento veinte petates; sesenta icpales chiinitles; diez pantles; diez ollas apastles, y con proporción a esto con que acudía este distrito, se puede inferir con cuánto contribuirían los demás. El algodón era una de las materias con que se tributaba a los reyes, porque era un artículo principal para la vida, así como la lana lo es en la Europa, no sólo los pagaban los pueblos donde se cosechaba, sino también los de tierra fría que estaban en comercio con los de tierra caliente donde lo adquirían, así como sucede el día de hoy que se elabora, aunque en pocas cantidades, en Puebla, México y otras ciudades.

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Myladi. Dispense usted que la interrumpa, porque me choca oírle decir que se elabora en pocas cantidades en Puebla, cuando he visto en aquella ciudad que éste es el primer artículo de su comercio.

Doña Margarita. No me arrepiento de haberlo dicho; pero usted deba entenderlo respectivamente. El comercio de algodón que hoy hace Puebla, apenas es sombra de lo que fue durante el gobierno de Carlos IV, es decir, en la época en que por causa de la guerra con Inglaterra, esta América se vio precisada a reducirse a sí misma y elaborar en su seno las estofas que necesitaban sus habitantes para su preciso uso. Éstas formaban una masa de caudal circulante que en el día ha desaparecido, y por cuya falta la nación en lo general se ve hoy hundida en la miseria. En los años de 1800 a 1810 los ingresos de numerario en Puebla únicamente ascendían de siete a ocho millones de pesos anuales, y los artículos principales eran los tejidos en algodón, sombreros, loza, vidrios, herramientas, cobre labrado, talabartería, jabón y harinas. Por los años de 1802 a 1804, sólo la casa de don Joaquín de Haro, vecino de Puebla, en el renglón de mantas y rebozos negoció un millón y más de cuatrocientos mil pesos, habiendo otra porción de individuos de grande caudal que hacían igual comercio. En el día está reducida la población a un tercio de lo que era en el año de 1810. Consistía entonces en ochenta y dos mil seiscientas nueve personas, siendo la total población de aquella intendencia, ochocientas once mil doscientas ochenta y cinco personas, inclusas indios y castas. Vean ustedes con respecto a Querétaro las ventajas que sacaba de su comercio de lana, que ha desaparecido como el de algodón en Puebla. Gastaba un año con otro en sus fábricas de cuarenta y seis a cuarenta y ocho mil arrobas de lana. Sus paños eran de los que llaman docenos, casi iguales a los de segunda de Barcelona; su calidad de más duración que la de éstos, e ingleses, de la misma segunda; el consumo de estos paños se había hecho general en toda la América. Fabricábanse anualmente doscientas treinta mil varas de paño; treinta y nueve mil de jerguetilla; diez y ocho mil de bayeta; veinte y cuatro mil de jerga y bayetones que competían con los ingleses, siendo el precio de estos renglones una tercera parte más barato que los de ultramar. Los tintes de todos colores se perfeccionaron con rapidez, tanto en Querétaro como en Aguas Calientes, donde se establecieron iguales fábricas con mucha utilidad de sus vecinos, y en Acámbaro. Las principales fábricas de estos paños, sostenidas con tesón, eran las   -136-   del coronel don Juan Antonio de la Llata, de don Tomás Ecala, don José Cerrón, don Francisco Iglesias, del capitán Llata, Barreiro, Carcaba, teniente coronel Martínez, Bustamante, Domínguez, capitán Carballido, Merino, Gómez y otros. Un obraje con otro tenía ciento ochenta hombres lo menos, y mantenían tres mil quinientas y treinta familias, y quizá otras tantas resultaban sostenidas por las fábricas que llamaban de angosto: no bajaba de sesenta mil pesos las rayas semanarias dentro y fuera de la ciudad... Hoy ya no existe nada de esto, ni circulan los veinte y ocho millones setecientos y sesenta mil pesos, en que se estimaba anualmente este comercio en la llamada Nueva España y que hacía la felicidad de sus hijos... El mexicano sensible que vio aquellos lugares florecientes, y hoy pasea por ellos, siente arrancársele el corazón de dolor y pide a Dios mande a sus ojos una fuente de lágrimas para llorar tanta desdicha, viéndolos yermos y poblados los caminos de salteadores, y propagada la desmoralización hasta en las cabañas. Si tiende la vista sobre los oficios mecánicos, los ve todos en manos extranjeras, sin tener los menestrales mexicanos en qué ocuparse... Hasta los muñecos que se vendían en el portal de México para juego de los niños son introducidos por los extranjeros: herrajes de montar, fierros, espuelas, herramienta de labranza, comercio al menudeo es de los extranjeros... todo, todo lo han absorbido para sí; he aquí que sólo he levantado a ustedes una punta del velo que oculta nuestras desgracias; sin embargo de esto, de que las palpamos, de que casi ninguna plata circula y todo es cobre... y cobre en mucha cantidad falsificado en Norte América, y aun en México, Guanajuato y otros lugares; todavía en el Congreso General tiene protectores este sistema comercial y sobre la experiencia adquirida con millones de desdichas sin cuento se hacen prevalecer contra ellas las doctrinas de Smith, Say y otros señores economistas que se han paseado alegremente en el jardín de los bobos, y que con sus doctrinas nos han hecho más daño en la economía política que los autores criminalistas en el Foro51. Me he detenido más de lo que quisiera en esta digresión, porque soy mexicana y por hacerles entender a ustedes si acaso están prevenidos -como es natural, como que son extranjeros-   -137-   que su comercio libre, si nos ha proporcionado un grado de civilización, nos ha quitado muchos millones de pesos y, sobre todo, la paz y ventura que es la consecuencia de la miseria. Nada diré a ustedes de la franquicia de los puertos que proporciona el inmenso contrabando, porque sería necesario suponerlos destituidos de sentido común, si me extendiera sobre este particular.

Myladi. Nada tengo que oponer a las demostraciones que usted nos ha presentado; y aunque como amante de mi país deseo que aumente su riqueza, no querría que fuese en ruina de tantas y tan buenas gentes. Alguna vez he oído hablar acerca de esto a una persona juiciosa y que atribuía esta desgracia a dos causas; primera, a la inexperiencia; segunda, al deseo de que la Inglaterra tomase una parte activa en los asuntos del comercio, interesándola por este medio a que con sus respetos se impidiese una invasión de España, que entonces se temía, y no sin fundamento, como lo vimos después en la expedición de Tampico.

Doña Margarita. Algo de esto hubo. La nación no ignoraba de todo punto los males que le podrían sobrevenir del comercio libre con las naciones extranjeras, pues sabía los males que por él estaba ya experimentando la otra América, y además había leído de algunos manifiestos que los indicaban paladinamente; pero como hay mucha diferencia entre lo que se lee y lo que se sufre, no llegó a convencerse de aquellas advertencias que procuró ofuscar la teoría de los publicistas sobre el comercio libre. Toda novedad tiene sectarios y por eso es muy peligrosa. Hablemos ya de nuestra historia y no se restreguen más las heridas que chorrean sangre y que en mi concepto son incurables52. Decía, señores, que los indios   -138-   tributaban oro a sus príncipes en polvo, aunque en corta cantidad, y lo tomaban de los ríos y placeres. No lo había en la porción que ahora, porque no era artículo de atención primaria, sino secundaria, pues las riquezas de un pueblo sin comercio exterior no pueden consistir sino en sus mantenimientos, y en algunos artículos de un lujo caprichoso. Contribuían también al Estado con pequeñas cantidades de los frutos y producciones peculiares de los terrenos que habitaban, encabezándoseles con mucha equidad; pero el resultado era muy cuantioso por la gran población.

Myladi. Pues si eso sucedía así, ¿cómo he oído yo lisonjearse a los españoles de que con su conquista felicitaron a los indios y los hicieron propietarios de sus bienes mismos, de que no podían disponer libremente?

Doña Margarita. Esa misma especie he leído en el padre Vetancurt (página 54, 2.ª parte, tomo 2) y según hago memoria dice: «Tan sujetos tenía Moctheuzoma a sus vasallos, y tan avasallados a los que sujetaba, que así renteros que labraban tierras arrendadas como pecheros que llamaban esclavos, porque no pagando los vendían, le daban de lo que cogían, de tres fanegas, una, y de todo lo que criaban, de tres uno, y fuera del tributo servían con sus personas todas las veces que a la guerra y caza eran necesarias, y tenían una piedra con que moler el maíz, una olla en que cocer yerbas para comer y un petate en que dormir... Estaban tan oprimidos que si comían un huevo les parecía que el Rey les hacía merced, porque fuera de eso les tasaban lo que habían de comer, y lo demás se lo quitaban». Esto lo dice Vetancurt para formar la apología de la conquista, y hace una comparación entre aquel estado de opresión en que vivían y el de holganza a que después pasaron bajo el gobierno español. Es menester tener un criterio exacto para distinguir estas ideas. Es preciso convenir en que en los días de Moctheuzoma los indios vivían en verdadera opresión, y que ésta y el temor de ser sacrificados en la guerra, o en el templo de Huitzilopuchtli, fueron las dos causas primordiales que los hicieron prestarse fácilmente como en Zempoala, a las órdenes del conquistador, pues que les ofrecía una libertad que no disfrutaban y les anunciaba una religión de paz que abominaba los sacrificios humanos; he aquí los agentes principales de esa rápida conquista y las causas naturales que la proporcionaron sin recurrir a milagros, apariciones de Santiago a caballo y otras patrañas, agregándose la desigualdad de las armas y caballos, la táctica militar, etc., etc. Es incuestionable que los   -139-   indios estaban muy aquejados con los tributos y que los pagaban aun de las cosas más viles y despreciables, como son los piojos: oigan ustedes el pasaje que refiere el cronista Herrera53: «Enseñoreados los españoles del palacio de Moctheuzoma donde los tenía hospedados y mantenía a placer, lo robaron -siendo el jefe de los ladrones Pedro de Alvarado, marca con que es conocido, pues era ladrón por esencia-, no dejaron rincón ni aposento que no registrasen; el capitán Alonso de Ojeda encontró en unos aposentos muchos costalejos de a codo, llenos y bien atados: tomó uno y sacolo fuera, y abriéndole delante de algunos de sus compañeros, halló que estaba lleno de piojos y afirmando que esto era verdad, le ataron de presto y espantados de aquella extrañeza, contáronlo a Cortés, el cual preguntó a Marina y Aguilar lo que quería decir cosa tan nueva, y respondieron que era tan grande la sumisión que al Rey hacían todos, que el que de muy pobre y enfermo no podía tributar, estaba obligado a espulgarse cada día y guardar los piojos para tributarlos en señal de vasallaje, y que como había gran número de gente menuda, así había muchos costalejos de piojos; cosa la más peregrina que se ha oído y que más muestra la sujeción en que Moctheuzoma tenía su reino. Hay quien diga que no eran piojos, sino gusanillos; pero Alonso de Ojeda en sus memoriales lo certifica de vista y lo mismo Alonso de Mata». Paréceme que no se puede presentar prueba más clara de este hecho asqueroso. Pero los indios no mejoraron de condición con los tributos que después les impusieron los conquistadores, pues fueron repartidos como esclavos a sus nuevos señores, sirvieron de bestias de carga para conducir de Veracruz a México la fardería que venía de España, el anclaje, cables y demás herramienta de marina de aquel puerto al de Acapulco y otros puntos, para construir barcos en que expedicionar en demanda de las islas de la especería; de modo que según los escritores, estos caminos podrían empedrarse con calaveras de indios, porque o morían en fuerza del cansancio o los remataban los españoles cuando no podían seguir a sus compañeros; los mejor parados tenían las espaldas tan llenas de mataduras, lobanillos y pasmazones como las mulas de un hato de arrieros. ¿Cuántos millones no murieron por viruelas, matlazahuatl, desagüe de Huehuetoca, mita para las minas y otros trabajos forzados? Pero aún hay más; hasta el año de 1786 en que por la ordenanza de intendentes de 2 de diciembre del   -140-   mismo año se prohibió el repartimiento de los alcaldes mayores en la provincia de Oaxaca, los indios sufrieron infinitos males. Un alcalde mayor repartía doce reales para una libra de grana, que se le había de pagar seca, por valor de veinte reales: si pasado el tiempo no cumplía, se le azotaba, se le embargaban sus bienecitos, y hasta el jacal en que vivía, para reintegrarse el malvado alcalde mayor; así sacaban en un quinquenio cuatrocientos a trescientos mil pesos de Villalta, Zimatlan y el Marquesado, que eran las mejores alcaldías mayores.

Yo entiendo que si había alguna equidad en la exacción de los tributos -como supone el señor Veytia-, fue durante el reinado de Netzahualcóyotl, que fue el de la justicia, mas no en los días de Moctheuzoma, y así creo que debemos considerar sus relaciones. Dada ya idea de las cantidades y modo con que se exigían los tributos, es tiempo de ver quiénes estaban exentos de pagarlos, supuesto que no hay regla que no tenga sus excepciones. Por supuesto en tiempo de guerra ninguna persona estaba exenta de contribuir, fuérase de cualesquier clase que fuese; pero en el de paz lo estaban los tecuhtlis y pilles o pillis, que se reputaban como hidalgos y caballeros que servían en las guerras y oficios públicos de gobernadores, ministros de justicia y otros cargos honoríficos, asistiendo en casa del soberano, sirviéndole unos de escuderos para acompañarle, otros de mensajeros, otros en fin de comisionados, etc.

Entre éstos había otros que no tenían gente de cargo que mandar, a todos los cuales por el hecho de estar en la casa del rey estaban exentos de tributo, y jamás lo pagaban doble, es decir, al rey y al cacique o señor que lo mandaba a la casa de éste para que le sirviese. Se contaban entre los exentos de tributar, los hijos de familia que vivían bajo la potestad paterna o los huérfanos, porque faltándoles sus padres se acogían a algún pariente para servirle porque les diese de comer, y así vivían hasta que se casaban sin salario, porque no acostumbraban darlo. Las viudas, los impedidos para trabajar54, aunque tuviesen tierras -dice el señor Veytia- que se las labraban y beneficiaban otros, como ni tampoco los mendigos, ni los mayegues de los señores, ni de otros particulares, porque con lo que contribuían a éstos de su trabajo, quedaba compensado el tributo que habían de dar al monarca. Finalmente, los que servían en los templos al culto de los ídolos   -141-   y no se ocupaban en otra cosa. Ustedes verán por lo dicho que entre los indios tenía lugar aquella máxima de equidad tan recomendada en el antiguo derecho: A nadie se grave con dos cargas55.

Mister Jorge. No ha muchos días que recorriendo las ruinas de Santiago Tlatelolco en compañía de algunos de mis paisanos, en solicitud de unas antigüedades que se le ofrecieron vender extraídas de aquel lugar, se me dijo que era puntualmente el mismo sitio donde se ponía el famoso mercado que llamó la atención singularmente de los españoles; la relación que de él se me hizo fue tan pomposa que me pareció inverosímil; quisiera saber de la boca de usted qué hay en esto de verdad, porque usted sabe muy bien que la grandeza y opulencia de una nación se mide por lo que ella muestra en sus mercados o lonjas de comercio.

Doña Margarita. Son deseos justos que yo satisfaré gustosa; y aunque me correspondía hacerlo cuando tratase de la grandeza de México, aprovecharé la ocasión, porque cuanto diga relación a la ilustración y policía de los mexicanos, debe referirse a los texcocanos, que fueron el tipo de éstos como otra vez he indicado y siempre repetiré. Marcharemos sobre sus huellas, así como Roma marchó sobre las de los griegos en materia de civilización, leyes, edificios y cuanto constituye grande y brillante a un pueblo o reino.

Era grande la industria y continuado el tráfico que tenían los indios entre sí en todas las ciudades grandes como México, donde por la confluencia de todos los pueblos comarcanos satisfacían a sus necesidades de toda especie. Había en esta capital muchas plazas con un continuo mercado. El de Tlatelolco sobresalía entre todos y estaba rodeado de edificios respetables y sólidos, y de portales donde podía hacerse la feria, preservándose de la intemperie del tiempo, no de otro modo que en la famosa plaza llamada de Santa María de Gracia de Guadalajara que admiré cuando la vi, donde competía la abundancia de víveres con el orden en que estaban distribuidos y vigilancia que tenía el juez del mercado; tanto para que no se introdujesen animales muertos, como para evitar los fraudes de los compradores y vendedores. Los escritores españoles nos han dejado exactas descripciones del mercado de Tlatelolco; pero yo doy la preferencia al que nos presenta Gomara, aprobado por Chimalpain. Conozco que ustedes podrían leerlo en el capítulo 103 del primer tomo de su obra   -142-   página 230, pero me parece que no lo permitirían las reflexiones que sobre aquella historia podríamos hacernos recíprocamente.

«Tianguiztli -dice- llaman los indios el mercado: cada barrio y parroquia tiene su plaza para contratar. De cinco en cinco días es el ordinario, y creo que ésta es la orden y costumbre de todo el reino y tierras de Moctheuzoma. La plaza es ancha, larga, cercada de portales, y tal en fin que caben en ella de sesenta y aun más mil personas que andan vendiendo y comprando, porque como es cabeza de toda la tierra, acuden allí de toda la comarca, y aun de lejos tierras, y de todos los pueblos de la laguna, por cuya causa hay siempre tantos barcos y canoas, y tantas personas como digo, y aun más. Cada oficio y mercaduría tiene su lugar señalado que nadie se lo puede quitar ni ocupar, que no es poca policía; y porque tantas gentes y mercadurías no caben en la plaza grande, repártenla por las calles más cerca, principalmente las cosas engorrosas o gruesas y de embarazo, como piedra, madera, cal, ladrillos, adobes y toda cosa para edificios tosca y labrada, esteras finas, groseras y de muchas maneras, carbón, leña y hornija -o leña menuda-, loza y toda suerte de barro pintado, vidriado y muy lindo de que hacen todo género de vasijas desde tinajas hasta saleros; cueros de venado crudos o curtidos con su pelo o sin él, y de muchos colores teñidos para zapatos, broqueles, rodelas, cueras o forros de armas de pelo, y con esto teñían cueros de otros animales y aves con su pluma adobados, y llenos de yerba56, unas grandes y otras chicas, que era cosa para mirar por los colores y extrañeza. La más rica mercaduría es la sal57 y mantas de algodón blancas, negras, azules y de todos colores, grandes, pequeñas, unas para camas, para colgaduras, para bragas, camisas, tocas, manteles, pañizuelos y otras muchas cosas. También hay mantas de hojas de metl que llaman nequén, y de palma, y pelos de conejos que son buenas, preciadas y calientes; pero mejores son las de pluma. Venden hilados de pelos de conejo58 y telas de algodón, hilaza, y madejas blancas y teñidas de todos colores59. La cosa más de ver es la volatería que viene al   -143-   mercado, porque además de que de estas aves comen la carne, visten la pluma y cazan a otras con ellas, son tantas que no tienen número, y de tantas raleas y colores que no se puede explicar, mansas, bravas, de rapiña, de aire, agua y sierra. Lo más lindo de la plaza son las obras de oro y plumería de que contrahacen cualquier cosa y color, y son tan ingeniosos los indios oficiales de esto que hacen de pluma una mariposa, un animal, un árbol, una rosa; las flores, las yerbas y peñas las hacen tan propias y al natural, que parece lo mismo que si estuvieran animadas, y acontéceles no comer en todo un día, poniendo, quitando y asentando la pluma, y mirando a una parte y otra, al sol, a la sombra y a la vislumbre, por ver si dice mejor a pelo, contrapelo, o al través de la haz, o del envés, y en fin no le dejan de las manos hasta ponerla en toda perfección: ¡tanto sufrimiento pocas naciones lo tienen, mayormente donde hay cólera como en la nuestra60.

Myladi. Poseo una imagen que me regalaron de Pátzcuaro y que conservo para llevarla a Inglaterra; pero me temo que su belleza pierda mucho, porque me dicen que la polilla destruye la pluma cuando no se ventila, y lo sentiré a fe mía.

Doña Margarita. Si esa imagen es obra de un tal Rodríguez nativo de aquel lugar, usted la conservará por muchos años ilesa. Aquel artífice descubrió un raro secreto de preservar la pluma, y consiste en pegarla mezclando la goma con una raíz que allí conocen con el nombre de tacinguis: yo poseo un pequeño papel que me regaló en polvos, y éste es un secreto que quisiera yo revelar a los poquísimos artífices que nos han quedado en Pátzcuaro de este bello mosaico, así como a los pintores el mezclar el aceite de chia con que barnizan las pinturas con zumo de sábila, que es amarguísimo y mata a las moscas que ensucian los cuadros.

El oficio más primoroso -continúa Chimalpain- y artificioso es el de platero, y así sacan al mercado cosas bien labradas   -144-   con piedras y fundidas en fuego: un plato ochavado del que un cuarto es de oro y el otro de plata, no soldado sino fundido, y en la fundición pegado. Hacen una calderita que sacan con su asa y como una campana pero suelta; un pez con una escama de plata y otra de oro, aunque tengan muchas, y vacían un papagayo que se le ande la lengua, que se le meneé la cabeza, y las alas muy al natural: funden una mona que juegue pies y cabeza, y tenga en las manos un hueso que parece que hila, o una manzana que parezca que come; esto tuvieron a mucho los españoles y los plateros de España no alcanzan el primor.

Myladi. Ni yo tampoco lo alcanzo, y a no referírnoslo usted no lo creeríamos...

Doña Margarita. Muy fácil es presentar a ustedes comprobantes de esta verdad, y de que no podrán dudar. Cuando se conquistó México, hecho el saqueo de esta ciudad y distribuidas entre aquellos bandoleros las más exquisitas piezas del arte, dice el mismo Chimalpain61 sirvieron al emperador con muchas piedras, y entre ellas una esmeralda fina como el palmo de la mano, pero quebrada y que remataba en punta como pirámide, y con una gran vajilla de oro y plata en tazas, jarros, platos, escudillas, ollas y otras piezas de vaciadizo, unas como aves, otras como peces, otras como animales, otras como frutas y flores, y todas al vivo que había mucho que ver. Enviáronle sin esto muchas máscaras mosaicas de piedrecitas finas con orejas de oro, y los colmillos de hueso fuera de los labios... Cuando Cortés regresó a España, traía cinco esmeraldas entre otras que tuvo de los indios, finísimas, que las valuaron en cien mil ducados; la una era labrada como rosa, la otra como corneta, otra un pez con los ojos de oro, obra de los indios maravillosa; otra era como campanilla con una rica perla por badajo o guarnecida de oro, con Bendito quien te crio por letra -tal era la inscripción o mote que mandó grabar en ella-; la otra era una tacita con el pie de oro, con cuatro cadenitas para tenerlas asidas en una perla larga por botón, tenía el bebedero de oro y por letrero: Inter natos mulierum, non surrexit major, inscripción desatinada, pero que indicaba el aprecio que le mereció aquella alhaja. Por esta sola pieza, que era la mejor, le daban unos ginoveses en la Rábida cuarenta mil ducados para revender al Gran Turco; pero no las diera él entonces por ningún precio, aunque después las perdió en Argel cuando fue allá el Emperador62.   -145-   Dijéronle cómo la Emperatriz deseaba ver aquellas piezas y que se las pediría y pagaría el Emperador, por lo cual las envió a su esposa con otras muchas cosas antes de entrar en la corte, y así se excusó cuando le preguntaron por ellas. Fueron las mejores que en España tuvo mujer, y ésta fue doña Juana de Zúñiga, sobrina del duque de Béjar e hija de don Carlos Arellano, conde del Aguilar63. No creo puedo presentar a ustedes testimonio más cierto.

Myladi. ¿Mas como es, señora, que no nos han quedado algunos restos de esas preciosidades? ¿Acaso se murieron los plateros que las hacían, o se les olvidó el oficio como al herrero de Mazariegos?

Doña Margarita. Ambas cosas sucedieron. Porque después de hecha la conquista, el Ayuntamiento de México que reasumió el mando, prohibió con pena de perdimiento de bienes el que se trabajara oro ni plata... ni aun tejuelos, para que todo todo se mandase a España. He leído el acuerdo que está en los libros de este ayuntamiento y me lo mostró el padre Pichardo de la Profesa que tenía en confianza sus asientos. Si lo dicho admira a ustedes, admírense más cuando sepan que las mujeres plateras de Atzcapotzalco y Cholula eran las que trabajaban esas piezas delicadísimas.

Myladi. ¡Infeliz nación! ¡A qué grado de embrutecimiento te hicieron retrogradar tus conquistadores!

Doña Margarita. Mayores cosas diría a ustedes si les hablara de la Conquista. Diréselas mañana con respecto al mercado, cuya conversación dejaremos, porque el calor del día y el vientre reclaman sus derechos, y es menester vivir en paz con él y con la cocinera. A Dios, señores.



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