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«Tirante el Blanco» en el Gran Teatro de la caballería


Rafael Beltran Llavador


Universitat de València

De entre las varias posibilidades que ofrecía, en lo que refiere a su contenido y orientación, la perspectiva de integrar este trabajo sobre Tirante el Blanco en un volumen dedicado a los libros de caballerías hispánicos, he optado por presentar la más cercana a una guía de lectura, en la que pretenderé que confluyan dos vertientes complementarias: la primera, una revisión lineal y descriptiva, muy somera, de algunos de los momentos principales de la obra (que resultará seguramente enojosa a los buenos conocedores de ella, pero tal vez de alguna utilidad —brújula en un mar de casi mil páginas— para el resto); la segunda, una lectura personal, acompañada de comentario crítico, que incida en algunos de los aspectos en los que se ha trabajado recientemente con mayor dedicación o éxito, y también en otros sobre los que, llamativa o extrañamente, no se ha profundizado de manera suficiente o que —siempre desde mi punto de vista— quedan hasta hoy más llamativamente pendientes de abordar. Con todo ello trataré de allanar, sin atajos absurdos, un camino que conduzca hacia la comprensión —que significa revisión permanente— de un libro esencial en la historia de la literatura.






La fortuna del texto

De la revalorización de Tirante el Blanco durante los últimos años dan buena prueba sus traducciones: contábamos, además de con la castellana de Valladolid, 1511, con una italiana, que tuvo tres impresiones en el siglo XVI y ha sido reeditada recientemente, y con una francesa del siglo XVIII. Como el buen vino añejo que se alegra en odres nuevos, en los últimos veinticinco —pero sobre todo en los últimos siete u ocho años— hemos visto el texto del Tirante rejuvenecido con dos traducciones al inglés; una traducción al castellano moderno, aparecida en 1969; además, las traducciones al rumano, al alemán, al flamenco y al finés; están en marcha otras: al francés, al italiano (ya existe la antigua, del XVI), al chino, al japonés...1

Para algunos, tanta traducción puede obedecer a una moda pasajera, o tal vez a una operación comercial inteligentemente orquestada. Hay motivos para pensar que no es así. La conocida alabanza cervantina —«Dígoos verdad, señor compadre, que por su estilo, es éste el mejor libro del mundo»—, puesta en boca del cura de Don Quijote (I, 6), ha contribuido a acrecentar la fama del Tirante, como lo han hecho, sin duda, los trabajos de Dámaso Alonso, o los de Mario Vargas Llosa, pero tampoco es suficiente como para justificar la mencionada revalorización2.

No han sido sólo, por otra parte, las traducciones. Los estudios sobre la obra se han multiplicado. Desde hace años elaboro, junto con Josep Izquierdo, una Bibliografía descriptiva sobre Tirante el Blanco. Quisimos cerrarla con los trabajos publicados hasta 1990, pero el aluvión de libros, artículos y traducciones nos ha hecho retrasar el límite hasta 1995. En estos momentos contamos con casi cuatrocientas entradas, y buena proporción de ellas procede de los últimos años3. Hay grandes textos literarios que son desconocidos o minusvalorados durante un tiempo. Los del Poema de Mio Cid (que no fue impreso hasta el siglo XVIII) o La Regenta son casos paradigmáticos, en uno y otro sentido, respectivamente, en la literatura española. Pocas obras antiguas, sin embargo, son sobrevaloradas circunstancialmente, para luego ir a caer a un limbo más justo. De ahí que, al percibir el ritmo con el que se incrementa el interés por Tirante el Blanco, haya que pensar en un reconocimiento plenamente merecido y en un rescate de inapreciable valor para la historia de la literatura y la cultura.




El «vivir novelesco» de Joanot Martorell

Nos introducimos en materia y empezamos hablando de la autoría de la obra, un punto que hasta hace bien poco ha sido fuente de controversia. En el colofón del original catalán de la obra (eliminado en las traducciones) se lee lo siguiente: «Aquí feneix lo llibre..., lo qual fon traduït d'anglès en llengua portuguesa, e après en vulgar llengua valenciana, per lo magnífic e virtuós cavaller Mossèn Joanot Martorell, lo qual, per mort sua, no en pogué acabar de traduir sinó les tres parts. La quarta part, que és la fi del llibre, és estada traduïda, a pregàries de la noble senyora Dona Isabel de Lloris, per lo magnífic cavaller Mossèn Martí Joan de Galba» (Martorell, Tirant [1979: 1.189]).

Dejando aparte el tema de la traducción del inglés al portugués y de éste al valenciano, que recoge el conocido tópico del libro de caballerías (aunque con un punto de veracidad aquí, como veremos enseguida), creaba un problema de coautoría de difícil solución esa nota que certifica la intervención de Martí Joan de Galba, un catalán residente en Valencia, que dejaba a su muerte, en 1490, una estimable colección de libros y en la prensa de Spindeler el Tirant lo Blanc, veinticinco años después de la muerte de Martorell. Tras más de un siglo de discusiones parecía que se había llegado a un cierto consenso, según el cual Galba habría efectivamente asumido la tarea de finalizar la obra inconclusa escrita por Joanot Martorell4.

El problema parecía haber sido —siquiera provisionalmente— zanjado por Martí de Riquer, quien dedujo una intervención progresiva del segundo autor a partir del cap. 349, y una responsabilidad prácticamente total a partir del cap. 439, es decir, en toda la parte que sigue a la muerte de Tirante (la sucesión de Ypólito). La introducción de unos episodios largos y no imprescindibles para la acción, así como el uso de un estilo amanerado e inmoderado de la llamada «valenciana prosa», caracterizarían esta intervención. Riquer (1990: 285-97) ha rectificado, sin embargo, su anterior opinión —que muchos habíamos seguido hasta entonces como irrefutable—, y pasado a apostar con rotundidad por la autoría de un solo escritor: Joanot Martorell. El argumento principal interno es que, contra la declaración del colofón, que implica a Galba (pero que pudo ser añadida por los impresores), tenemos la dedicatoria, donde Martorell se proclama autor único de la novela: «Y para que en la presente obra ningún otro pueda ser increpado si algún error será encontrado, yo, Joanot Martorell, caballero, sólo yo quiero llevar la carga, y no otro conmigo; pues por mi sólo ha sido ventilada en servicio del muy ilustre Príncipe y señor rey expectante Don Fernando de Portugal la presente obra, y comenzada el dos de enero del año mil cuatrocientos sesenta».5

¿Sería Galba —argumenta Riquer— tan ingenuo o estúpido como para presumir de «coautor» del Tirante permitiendo a la vez esa declaración de autoría exclusiva? Evidentemente, no. Pero es que, además de esta refutación interna, hay datos externos que confirman la autoría exclusiva de Martorell. Los últimos descubrimientos documentales en torno a la familia y persona de Joanot Martorell explican perfectamente los motivos del préstamo del original de la obra a Galba. La razón no fue la amistad generosa ni el interés literario, sino los problemas económicos: el manuscrito fue empeñado por cien reales en 1464, porque «lo dit mossén Johanot Martorell pasava moltes necessitats e lo dit en Martí Johan li prestava dinés sovent» (Chiner [1993: 156] y Villalmanzo [1995: 191-94]). Antes del año, Martorell moría. Galba realizó una copia que entregaría a la imprenta valenciana de Spindeler, de donde salió la primera edición de la obra, en 14906, pero lo hizo sin ninguna pretensión autorial. Muerto Galba pocos meses antes, los estampadores partieron de la copia entregada, seguramente llena de anotaciones y tal vez de añadidos o supresiones suyas, y llegarían a la conclusión de que el depositario había continuado el libro. Y eso es ni más ni menos lo que nos dice el colofón. La opinión actual de Riquer (1990: 293) es contundente: no existe argumento firme que impida admitir que Joanot Martorell es el autor único y exclusivo de todo Tirante el Blanco (del Tirant lo Blanc original), puesto que las ligeras anomalías y cambios estilísticos de la última parte son normales en un libro de tan largo impulso. Tendremos que hablar a partir de ahora del Tirante el Blanco de Joanot Martorell, sin la incómoda coletilla de Martí Joan de Galba, siempre que no aparezca —claro está— un dato que aporte algo más que el confuso colofón, y que ponga de nuevo a la greña y al trabajo del acertijo a críticos y lectores.

Otro punto problemático, aunque no tan llamativo, se presenta con la dedicatoria. La obra está dedicada al «sereníssimo Príncep Don Ferrando de Portugal», «Rei expectant»7. La expresión «rey expectante» es muy enigmática: el infante don Ferrando, hermano de Alfonso V de Portugal, fue heredero de Portugal entre 1438 y 1451, antes de nacer el infante Juan; y existió una lejana posibilidad (pero sólo entre 1464 y 1466) de que pudiese aspirar a suceder como rey de Aragón a su primo Pedro el Condestable (Pedro IV, nombrado rey de Aragón en oposición a Juan II), que no tenía hijos. Martorell parece haber confiado en esa casi remota posibilidad. En plena guerra civil catalana, y con una buena parte de los valencianos adeptos a Juan II, este enigma de la dedicatoria no sería tan criticable como si hubiera dicho: «heredero del rey de los catalanes». Ahora bien, estos años no coinciden con la fecha en la que Martorell afirma haber comenzado a escribir Tirant lo Blanc: el 2 de enero de 1460. En el último párrafo de la dedicatoria considera que su obra ya está «ventilada» (Tirante, pág. 5) y como no es raro, sino más bien usual, que las dedicatorias se escriban cuando se acaba un libro, podemos deducir que entre agosto de 1464 y marzo de 1465, cuando el infante se encuentra en la corte catalana, y con gran optimismo podía ser considerado «rey expectante», Martorell dio por concluida su obra (Riquer [1990: 279-84])8. Hemos de recordar que, tal como anotamos a continuación, nuestro autor —según los nuevos datos documentales— murió en 1465 y, no en 1468, como se pensaba hasta hace poco.

Me he querido detener en el punto de la cesión del libro, y luego en el de la dedicatoria, justamente porque no voy a poder siquiera, reseñar con la atención que se merece (y que merecen las recientes aportaciones documentales) lo mucho que ahora conocemos sobre la biografía de Joanot Martorell. La documentación sobre la familia es ahora apabullante, si la ponemos en relación con la escasez de noticias existentes hasta hace pocos años. Chiner y Villalmanzo (1992) reunían 628 documentos, exhumados en once archivos, que permiten dibujar un cuadro más completo de la vida de Martorell y su familia, corrigiendo datos anteriores relevantes, como el de la fecha de su muerte, que se adelanta tres años, de 1465 a 1468, respecto a la hasta ahora propuesta9. Chiner (1993) trazó, a partir de ellos, con correcciones e importantes aportes personales, una completa biografía del escritor. Villalmanzo (1995) ha ampliado todavía algo más la aportación documental10. Tal vez el episodio crucial de la vida de Martorell fuera su viaje a Inglaterra, entre 1138 y 1439, para pedirle al rey Enrique VI de Lancaster que aceptara ser juez en su duelo a muerte con Joan de Monpalau, caballero valenciano que había deshonrado a Damiata, una de las hermanas de Martorell, sin querer luego casar con ella11. A su regreso de este viaje tan trascendental, todo fue de mal en peor. Los arrendamientos para sufragar sus gastos en Inglaterra no pudieron ser pagados; el impago de la dote comprometida para casar a otra hermana, Isabel, con Ausiàs March, obligaba a ceder a éste la mayor parte del Valle de Jalón, del que era señor Joanot Martorell. En diez años, la familia, con su responsable principal, Joanot, se arruinó completamente.

La alegre imagen del caballero andante en el siglo XV tiene su contraluz. Si el viajero curioso o el lector nostálgico visita al castillo de Murla, en el pacífico Valle del Jalón (Alicante), que fue señorío de Martorell, comprobará que quedan ahora tres lienzos de paredes medio derrumbadas. La imagen que a uno le queda del caballero Martorell, tras la lectura de esos retazos de vida tan incompletos como diáfanos es ésa: la sombra —como diría Jaime Gil de Biedma— de un noble «arruinado entre las ruinas de su inteligencia».




Guillén de Varoyque (caps. 1-39). La tradición caballeresca

El capítulo primero levanta a primera vista un extraño pórtico de entrada al gran libro de las aventaras de Tirante el Blanco12. Es un calco casi literal del inicio del prólogo de Ramon Llull a su Llibre de l'orde de cavalleria13. No es el primer plagio, como tampoco será el último14. La misma dedicatoria estaba ya tomada de la que Enrique de Villena antepuso a sus Dotze treballs d'Hèrcules, obra fechada el año 141715. Anuncia Martorell, como hace Ramon Llull, que escribirá un «libro de caballería», que «irá dividido en siete partes principales, para demostrar el honor y señorío que los caballeros deben tener por encima del pueblo» (pág. 13).

¿Tenía Martorell el propósito de novelar el Llibre de l'orde de Llull, que había servido durante tantas generaciones como guía ideológica para definir el espíritu caballeresco? Así lo hará, en efecto, más adelante, cuando introduzca los consejos que el ermitaño da a Tirante, pero no ahora. El proyecto germen o embrión de la novela pudo surgir del marco ficticio que sostiene la doctrina del Llibre de Llull. Éste nos cuenta cómo un caballero que había mantenido largamente la orden de la caballería en guerras y torneos, elige la vida ermitaña, instala su hogar en medio de un bosque y huye del mundo. Allí llega un doncel, deseoso de fama, a quien enseña los capítulos principales de la caballería.

Sin embargo, hemos de tener presente otra fuente, todavía más llamativa que la del sabio mallorquín. Lo que serán primeros veintisiete capítulos de la obra ya se encontraban escritos en siete folios, que contiene el manuscrito 7811 de la Biblioteca Nacional de Madrid, junto con correspondencia entre Martorell y diversas personas. Estos folios, que conocemos con el título de Guillem de Vàroic, o Guillén de Varoyque, en castellano, tal vez fueran escritos veinte años antes del inicio de composición de la novela, en 1460, es decir, al regreso de Martorell de Inglaterra16. En ellos se narra —como en los primeros capítulos del Tirante— cómo el conde Guillén de Varoyque, después de una vida consagrada a la milicia y al regreso de una peregrinación a Tierra Santa, se recluye de incógnito en una ermita cerca de su antigua casa, escondido del mundo. Inglaterra es entonces invadida por los musulmanes, y el rey se encuentra desesperado hasta que tiene una aparición según la cual el primer hombre que vea pidiendo limosna habrá de ser nombrado capitán del ejército. Este hombre será justamente el ermitaño Guillén. Guillén es reconocido por su mujer la condesa, y salva el reino. Al final, se retira de nuevo a la ermita. Pero allí llega azarosamente un escudero de Bretaña, que será adoctrinado por el viejo caballero en los principios de la caballería. (Aquí, como vemos, el texto coincide y enlaza con el marco luliano). El relato manuscrito del Guillem de Vàroic se parece tanto al del Tirante de los capítulos primeros (caps. 1-39) que se ha de reconocer que el primero es una especie de esbozo de lo que después será el despegue definitivo de la novela.

Es muy probable que Martorell fuera durante muchos años creando mentalmente, acariciando y puliendo los trazos de su héroe y los pasos de su aventura a partir de la imagen de este rey-ermitaño. La fuente original de Guillem de Vàroic es un román caballeresco Guy de Warwick, del siglo XIII, muy difundido durante los dos siglos siguientes; una de las versiones francesas del siglo XV sería tal vez la conocida por Martorell en su viaje inglés. Riquer (1990: 257-71) ha recopilado toda una serie de datos y formulado sus hipótesis al respecto17. Richard de Beauchamp, conde de Warwick, que murió en 1439, es decir el último año de estancia de Martorell en Londres, tenía entre sus antepasados al mítico héroe del poema, y no se puede negar que Martorell llegara a conocer a Beauchamp, como sugiere Riquer (1990: 97). El texto, en todo caso, tuvo difusión en la Península durante el siglo XV. No conozco versiones ni huellas en castellano, pero Nascimento (1995) ha dado a conocer una versión latina (apenas folio y medio) del romance, que fecha hacia mediados del siglo XV, hallada al final de un manuscrito del monasterio cisterciense de Alcobaça18.

Martorell introduce en esta parte algunas de las aportaciones narrativas que empleará a fondo en la narración que ha de protagonizar Tirante. Plantea ya un curioso enfrentamiento realismo/idealismo, encarnado en la pareja protagonista, el conde y la condesa. El autor hace girar el primer extremo (el realista) alrededor de la condesa, personaje afortunadamente mucho más vulgar, imprevisible y prosaico que el campanudo conde. Pese a la esencial sumisión al marido, la mujer opone una inteligente malicia: «¿Qué consolación puedo yo tener con vuestro coraçón sin el cuerpo?» (cap. 4, pág. 19), le espeta, por ejemplo, cuando marcha a la ermita. Su habla familiar, que ofrece el contrapunto a su afectado y exasperante marido, se encuentra repleta de dichos y refranes: «... que amor apartado y humo d'estopas todo es uno» (cap. 4); «peor había de ser la recaýda que no la caýda» (cap. 27, pág. 6719); vulgarismos o cambios inesperados al registro popular: «¿qué vale al moro la crisma si no conoce su error? ¿Qué vale a mí amor de marido sin obras de amor?» (cap. 4); cortada constantemente por vivas interjecciones e interrogaciones20.

Al crear la esfera de la esposa y, con ella, un personaje al que conducen —como dejan transparentar sus emotivas expresiones— móviles humanos, Martorell comienza a desmontar la entidad épica del caballero modelo, poniendo en duda la seriedad —en términos de realismo— de sus acciones21. Es aquí la mujer la responsable. Será más adelante y reiteradamente la mujer. La creación de esta primera de las que Ruiz Doménech (1991 [b]) ha catalogado y diferenciado como siete mujeres de Tirante, junto con los primeros despuntes de ingeniosa inventiva militar, registros expresivos de cotidianeidad y efectos cómicos (como el célebre ataque al rey moro, al cual «diole un gran golpe sobre la cabeça; mas no le hizo mucho mal, tantas eran las bueltas de la toca que traýa» [cap. 19]), amén de la minuciosidad del detalle, el gusto por la descripción, etc., dibujan en esta primera parte la portada lujosa que atrae e invita a los suculentos placeres narrativos que Martorell nos tiene preparados.

Pero volvamos a la narración. Superados los peligros, gracias a la participación decisiva de Guillén de Varoyque, que ha regresado a su ermita una vez cumplida la misión, algún tiempo más tarde el rey de Inglaterra celebra grandes fiestas con ocasión de sus bodas con una hija del rey de Francia. Un gentilhombre, separado de su séquito y dormido sobre su caballo, llega azarosamente hasta el retiro de Guillén. Se llama Tirante el Blanco. Es bretón22.

A las primeras del interrogatorio Tirante ha de confesar su desconocimiento de lo que realmente significa el orden de la caballería. El ermitaño le ofrece ejemplos de caballeros míticos y contemporáneos y le lee unos capítulos del Arbre de batalles (el famoso tratado escrito por Honoré Bouvet; aunque en realidad pertenecen al Llibre de l'orde de cavalleria de Ramon Llull). En estos capítulos doctrinales (caps. 28-39), Martorell muestra —como habíamos dicho— una reverente fidelidad al texto luliano, lo que no le impide rasgar, recortar y apedazar el precioso legado con el fin de integrarlo con sentido en la novela. Para adaptarlo a las necesidades novelescas reducirá el contenido original a una décima parte, suprimirá los preceptos más lapidarios, y hasta tratará de endulzar su amarga medicina con un exemplum (la historia de Quinto Superior [caps. 33-34]). Esta sección doctrinal, con el resumen del catecismo que Varoyque trasmite a Tirante, es el eje que articula la salida de un protagonista y la entrada de otro como sustituto, después de un proceso de enseñanza y aprendizaje, es decir, de reproducción ideológica. Nexo de continuidad bajo una ruptura de tradición y de concepción.




Tirante en Inglaterra (caps. 40-97)

Tirante había prometido a Guillén de Varoyque regresar después de las fiestas, que duran un año, para hacerle recuento de las mismas, para remortalizarlas (por utilizar el neologismo que Rafael Sánchez Ferlosio emplea cuando comenta las célebres coplas XVI y XVII dedicadas por Jorge Manrique a la muerte de su padre), recordándole así, entre el desprecio ascético y la nostalgia, sus buenos tiempos de «justas y los torneos / paramentos, bordaduras / y cimeras...» En efecto, le describirá pormenorizadamente las fiestas, el matrimonio y los combates. Pero cuando Varoyque quiere saber quién ha sido proclamado mejor caballero, Tirante humildemente calla y toma la palabra su primo Diafebus: el mejor ha sido —¿quién lo duda?— Tirante el Blanco.

Insisto en el momento, porque el cambio de narrador interno para el relato de las gestas de Tirante en Inglaterra es un logrado hallazgo narrativo de Martorell. Cuando Diafebus toma el relevo narrativo, Tirante escucha como con resignación el relato de sus propias proezas. Esta duplicidad permite que el lector entrevea un mundo interior de sicología compleja23. Gracias a Diafebus nos percatamos, por tanto, de que el aprendizaje teórico de Varoyque ha infundido en Tirante no sólo voluntad de ánimo, sino también fuerza de músculo y resistencia de atleta. Entramos así, escuchando a Diafebus, en el campo de juego del esquema biográfico.


La biografía del caballero

En la tradición catalana no hay ejemplos definidos de biografías caballerescas históricas, del tipo de las de Guillermo el Mariscal, el Príncipe Negro, Bertrand du Guesclin, Boucicaut, Jacques de Lalaing, en la francesa, o de la de Pero Niño, en la castellana. A cambio hay, eso sí, una riquísima tradición cronística, muy patente en Tirante, y sólo en el siglo XV algún retal deshilvanado, como el de la Crònica de Pero Maça, personaje valenciano coetáneo del propio Joanot Martorell24. Las bautizadas por Riquer (1964: 575-79; 1990: 65-71) como novelas caballerescas, es decir Curial i Güelfa y Tirant lo Blanc son25, como la francesa Le petit Jehan de Saintré, biografías ficticias, protagonizadas por caballeros que, a diferencia de los tradicionales héroes de la caballería bretona o castellana, llevan a cabo sus aventuras en tiempos contemporáneos, en tierras conocidas, realizando empresas de relativa verosimilitud.

Son novelas que parecen históricas, y más si comparamos a sus protagonistas con los de los libros de caballerías, caracterizados por su exagerada fuerza física, el ambiente de misterio, los espacios y tiempos remotos, y los elementos maravillosos e inverosímiles (dragones, serpientes, gigantes...).

El proceso de creación literaria de biografías históricas y ficticias es muy semejante26, y no es extraño, por tanto, que a veces puedan intercambiar papeles entidades imaginarias con personas de carne y huesos: al igual que un Pedro el Grande (rey aragonés entre 1276 y 1285) aparece caballerescamente novelizado en algunos momentos de su vida por su cronista Desclot, y se integra dos siglos más tarde como personaje ficticio en la novela Curial i Güelfa, el pequeño Jehan de Saintré, que se retrata tantas veces como un personaje real, lo fue de novela; y Jacques de Lalaing, que parece ficticio, tan novelescas como resultan algunas de sus aventuras, fue un personaje histórico; otro tanto podríamos decir del mariscal Boucicaut; y de Pero Niño, el protagonista histórico de El Victorial, quien se suele comportar con temeridad impropia del estratega militar que es —es más prudente a veces el propio Tirante el Blanco27. La biografía de un personaje histórico, un ucrónico Tirante, conquistador de Constantinopla —la reconquista que nunca se logró—, habría sido la más grande de las biografías caballerescas.

Si la historia del héroe mítico y folclórico, como decía Lord Raglan, no es la de los incidentes de una vida real, sino la de los incidentes de una carrera ritual, esperaríamos que la biografía del héroe histórico fuese ya la de los incidentes de su vida real. Sin embargo, la narración de la historia que escriben las biografías caballerescas medievales transforma y matiza igualmente los incidentes de la carrera ritual como «pasos iniciáticos», eso sí, de una mayor verosimilitud histórica.

Así, la mención del linaje excelente del caballero es obligatoria en todo libro de caballería. Pero las novelas caballerescas del siglo XV, al ocuparse de la trayectoria de un joven de la baja nobleza que recorre un camino de ascenso social y gana una nueva posición, transforman esta regla. El padre de Curial «solament era senyor d'una casa baixa»; el pequeño Jehan de Saintré es hijo del señor de Saintré, en Tourraine. No nos sorprende, por tanto, que el padre de Tirante sea asimismo solamente «señor de la Marca de Tirania» (cap. 222). Estos caballeros novelescos son más humildes que los históricos, porque no tienen necesidad pragmática de demostrar raíces nobiliarias, y sí imperativo narrativo de partir poco más que de cero y describir una línea pujante en el terreno de lo personal y lo social (Beltrán [1983: 164-66]).

La explicación etimológica del nombre es motivo derivado del linaje, porque sabemos que el nombre en la Edad Media dotaba de un contenido sustancial a la persona. Tirante es Blanco —se nos explica con insuficiente claridad—, porque su madre, hija del duque de Bretaña, se llama Blanca28. Sin embargo, observemos que hay también un tímido intento de ligar su linaje, el de la Roca Salada con Uterpendragón y con su hijo Artús (igualmente, en el cap. 222). En todo caso, el sumando de las partes, «Tirant lo Blanc» / «Tirante el Blanco», pudo ser entendido como paródico por sus lectores, que ya dudaban en el siglo XVI de su interpretación, jugando con fáciles chistes, no mucho menos vulgares que los que se utilizan ahora a veces en ambientes proclamados cultos o académicos al referirse en ocasiones a la obra. No tuvo por qué ser ajeno a esa ambigüedad Martorell, si pensamos en los otros nombres definidores de la novela, desde Plazer de mi Vida, hasta la Viuda Reposada, pasando por Ypólito, el rey de armas Clarós de Clarença, Tenebrós, el marinero Cataquefarás, el señor de Escalarrota, el cavallero Fe sin Piedad, el rey Jamjam, Quirieleysón de Montalván...

En las biografías caballerescas se suele dar el nacimiento del héroe envuelto a veces por extrañas circunstancias, y posteriormente el motivo de la crianza en la corte. Es un doble motivo que no encontramos en la biografía de Tirante, como tampoco en las otras novelas caballerescas, que se alejan de los rasgos más fantásticos e inverosímiles del esquema biográfico. En cambio, y paradójicamente, biografías históricas como las de Boucicaut o Pero Niño le extraen ventajosísimo partido.

También el muchacho revela precozmente cualidades innatas, que habrán de ser confirmadas con el tiempo. La constante deja rastro en los episodios de Inglaterra, de Sicilia y de Rodas, donde Tirante demuestra ya las cualidades que habrá de multiplicar en Constantinopla. La gradación de episodios (Inglaterra, Sicilia y Rodas, Constantinopla, y África), equivaldría, por tanto, a una gradación vital biográfica: infancia, adolescencia, juventud y madurez.

Y corresponde todavía al periodo de la infancia la premonición o profecía sobre un futuro excelente, que puede estar en boca del rey, como en el caso del mariscal Guillermo, en boca de un extranjero, como en El Victorial (un peregrino italiano), de un grupo de guerreros, o incluso de un animal. El peregrino y el ermitaño son cristianización del personaje del mago, y actúan, como el brujo o la bruja, como personas con poderes de percepción extraordinarios, que les permiten mediar entre la divinidad y el hombre. En Tirante, una especie de augurio es expresado por el ermitaño: «... Yo me toviera por el más bienaventurado christiano del mundo si toviera un hijo tan virtuoso y complido de tantas bondades y tan sabio en la orden de la cavallería; si él bive podremos dezir que será el segundo monarcha» (cap. 84). Pero de hecho la novela, una vez más, demuestra ser más realista en el tratamiento de este motivo que las propias biografías históricas.

En las biografías caballerescas el protagonista biografiado recibe una enseñanza o doctrina teórica —a veces reproducida en resumen en el texto—, que le hace aprender a ser consciente de su deber y papel en un futuro y dentro de una comunidad. En Jehan de Saintré, la dama dicta la catequesis al pequeño Jehan, a lo largo de quince densas páginas llenas de oraciones y citas latinas religiosas, al inicio de la obra. La enseñanza no solamente cubre una necesidad narrativa, sino también ideológica: culmina con un exhorto al cumplimiento de los deberes familiares y sociales del joven discípulo y precede estratégicamente a sus pruebas de iniciación bélica. «Non vos quiero más detener, porque ya se os açerca el tienpo en que avedes de amostrar quién soys, e dónde venides e dónde esperades yr», dirá el anónimo maestro sabio a Pero Niño, en El Victorial (Beltrán [1994: 73]), después de haberlo adoctrinado con una serie de proverbios que parecen salidos, por poner un ejemplo de tradición sapiencial catalana, del Llibre de la saviesa atribuido al rey Jaime I. Palabras de resonancia neotestamentaria, que nos recuerdan las del hijo pequeño del conde de Varoyque: «so ya en tal edad que devo salir debaxo de las alas de madre, y soy ya para sofrir armas y entrar en batallas para mostrar de quién soy hijo y quién fue mi padre...» (cap. 22, pág. 52). La inclusión en cuña de la versión que Martorell toma prestada del Llibre de l'orde de cavalleria de Ramon Llull no es, por tanto, extraordinaria. Tenía su precedente en la estructura narrativa de diversas biografías, tanto históricas como de ficción de los siglos XIV y XV, y aun de antes (recordemos tan sólo las enseñanzas de: Aristóteles a Alejandro Magno)29.

En definitiva, toda la secuencia de caballerías de Tirante en Inglaterra corresponde a una serie de motivos recurrentes dentro de lo que llamaríamos iniciación del caballero en sus primeras armas. Porque los certámenes o torneos que se dieron en el siglo XV, muchos con motivo de grandes fiestas, como las bodas que se dan en el Tirante pese a la imagen tópica de la novela histórica o el cine, no conocían las muertes en cadena que se dan en esta sección. Martorell integra la lucha literaria del héroe caballeresco bretón, que tenía lugar en espacios «reglamentados» o mágicos (el bosque, el palacio encantado), dentro del terreno histórico del juego reconocido y real del torneo, que producía, es cierto, algunos muertos accidentales, pero no muchos más que los que siempre se han sacrificado en las pruebas deportivas30. La lucha bretona, amoldada a un ambiente cortesano verosímil como el inglés, produce el encontronazo entre ficción y realidad, y de la adaptación saltan incontroladas esquirlas de franco humorismo. No todavía cuando Tirante se enfrenta a un primer mantenedor anónimo, o contra un segundo, el señor de Montalto, que no se le quiso rendir (caps. 59-60). Pero sí en la tercera liza, cuando vence al señor de las Villas Yermas, celoso por el hecho de que Tirante ha tenido que desabrochar a la bella Agnés de Berrí la joya de su broche, tocando forzosamente los pechos de la doncella (caps. 61-67). La lucha individual se caracteriza aquí por la superación de la burla de un enemigo, con el motivo del burlador burlado, que vemos repetirse, con variantes, en El Victorial, en el libro de Boucicaut y en otras biografías históricas (Beltrán [1994: 77]). Para la batalla, se señalan como armadura «camisas de tela» y como armas defensivas «adargas de papel y en la cabeça un chapel de flores, sin otra vestidura ninguna» (pág. 126), es decir, sin prácticamente ninguna defensa. Esta actitud provocativa recuerda la intrépida insensatez de los escuderos jovencitos, denunciada tantas veces por tratadistas, pero alabada popularmente, y el consecuente menosprecio hacia ellos de los caballeros avezados como Villas Yermas. «Duéleme la muerte de aqueste mancebo sobervio» (cap. 67, pág. 132), dirá este último confiado, pocas horas antes de caer abatido por las cuchilladas de Tirante. Otra variante de la lucha individual es la batalla contra el animal (jabalí, perro, león, caballo...). Tirante se enfrenta dos meses más tarde al perro alano del príncipe de Gales con sus propias armas, manos y dientes, y después de media hora de feroz lucha a dentelladas, una final y certera en la garganta deja al animal muerto. Los jueces dan a Tirante el honor de la batalla, «como si oviesse vencido un cavallero en campo» (cap. 68, pág. 14231).

Diríase que Martorell se va percatando poco a poco, paso a paso, de las posibilidades humorísticas de sus invenciones, y que va forzando progresivamente la originalidad de éstas hasta límites cercanos a veces a lo que hoy calificaríamos de bufo. No sería un paso atrás, dentro de esta escalada, el enfrentamiento con los reyes de Frisa y Apolonia, y con los duques de Borgoña y Baviera, hermanos de armas, que se presentan de incógnito y a quienes vence Tirante, uno a uno, vestido de armaduras diferentes, como ya lo hacía Cligés, el héroe de Chrétien de Troyes (caps. 68-73). Aunque en esta ocasión los enfrentamientos mantengan una ortodoxa formalidad, el ceremonial suntuoso y lujoso del que hacen gala los nobles, la mudez, el anonimato, el uso de leones mansos como mensajeros..., son aportaciones irónicas muy certeras, que no carecen de antecedentes literarios. Al igual sucede en el encuentro con el caballero de Villa Hermosa, poco voluntarioso, pero resignado y forzado por su dama a luchar contra Tirante. ¿Y qué no decir de Quirieleysón de Montalván o de su hermano Tomás de Montalván, quien, al querer vengar la muerte del primero, y ser derrotado, decide recluirse en un convento franciscano (caps. 75-84)? La mítica lucha contra el gigante, hecha verosímil, se convierte en batalla del débil contra el enemigo corpulento, de dimensiones casi extraordinarias. Quirieleysón de Montalván «venía de linaje de gigantes», pero sería —y la gráfica comparación la da Riquer— de la altura hoy en día de un jugador de baloncesto. Uno de los brincos iniciáticos más gráficos de la vida heroica es la inesperada demostración de fuerza por parte del David joven frente al Goliat de turno. Pero el motivo folclórico se enriquece si pensamos que Martorell trataba de ridiculizar aquí a Gonzalbo de Híjar, comendador de Montalván, uno de los personajes más nefastos y odiados por él, como comprobamos a través de la insultante correspondencia caballeresca que intercambiaron durante años. El nombre y apellido de Quirieleysón de Montalván son fáciles de recordar (los recordaba Cervantes). De manera que el contraste entre la grandísima y patosa mole que le imaginamos y lo cómico del nombre y ridículo de su muerte, cuando le revienta la hiel por la ira y el dolor ante la tumba de su amado rey de Frisa, harán que resulte francamente inolvidable32.

Finalmente, y como culminación de toda esta serie de hechos primeros, el joven es armado caballero. Aunque Tirante rompe el orden y es armado antes de comenzar sus luchas, en pocos textos históricos leemos con tanto detalle realista como en nuestra novela la ceremonia de la armadura (caps. 58-59).




La creación del espacio

La novela tiene, por detrás de la acción imparable, el trasfondo inmóvil: marco y paisaje, un espacio que sostiene y enriquece a personajes y acción. La ceremonia de las bodas de Inglaterra y la descripción del ambiente en que se desarrollan es uno de los grandes momentos de la obra. La sensualidad y el deleite ante la enumeración de la riqueza, la multitud y la borrachera de la fiesta se apoderan por instantes de la narración. Las fotografías realistas de los vestidos, tan detalladas como en un desfile de modas actual, son un ingrediente destacado: el rey, «con un manto todo bordado de perlas muy gruesas, aforrado en mantas gebelinas, las calças de aquella mesma bordadura muy ricas, el jubón de brocado de hilo de plata tirado...» (cap. 41, pág. 90); en las sedas de la infanta, «se mostravan quarteles de argentería bordados, los cabos de las alcachofas altas eran esmaltadas de oro; la ropa era toda chapada, sembrada de rubís y de esmeraldas» (cap. 44, pág. 95). El arrebato de la descripción permite que aparezcan como séquito inusitado del ejército del duque de Lancaster miembros de todos los estamentos sociales, desde los artesanos hasta «las mugeres públicas, y las que bivían enamoradas, con todos los rufianes que yvan con ellas, y cada una levava en la cabeça una guirnalda de flores o de alguna verdura porque fuesen conocidas», o las adúlteras, con su banderita distintiva, «baylando con tamborinos», pasando por «los hombres biudos e las dueñas biudas», monjas, para las cuales «el Rey avía alcançado liçençia de Papa», de manera que cualquiera podía vestir «seda y qualquier paño que quisiesen», frailes pobres, etc. (cap. 42, págs. 92-93). La trifulca entre herreros y tejedores, promovida por los juristas, es una escena alegórica y satírica (entre el simbolismo del Bosco y el expresionismo quevedesco de los Sueños), que transparenta los prejuicios antiburgueses del caballero Martorell: como los juristas no se aclaran en la solución, el duque resuelve colgar a seis de ellos, «las cabeças abaxo, por hazerles más honra; e no se partió de allí hasta que ovieron embiado las miserables ánimas al infierno» (cap. 41, pág. 91). Estos apuntes complacientes del mundo real vuelven a conseguir que, como pasaba con los enfrentamientos de Tirante en Inglaterra, destaque el otro extremo de la convención literaria: la parodia33.

Goldberg (1984) ha escrito un interesante estudio sobre el papel del vestido en Tirante el Blanco como signo de la llamada «new unreality». Para Goldberg, las descripciones del Tirante (pero yo creo que se podrían aplicar sus conclusiones a muchos otros libros de caballerías del XVI) dan pie a la fantasía de un mundo «excesivo», poblado ya no de dragones o brujas, como en los arquetipos, sino de hombres viriles y extraordinarios y doncellas bellísimas, dispuestas al amor. Se trataba de sugestionar a los lectores, intentando convencerlos de que podían espiar los movimientos de esta deslumbrante clase social. La impresión de realismo depende de una doble trampa o estrategia del autor: la revelación de los escándalos de la corte y la mostración de la magnífica opulencia de los cortesanos, simbolizada por la descripción de sus vestidos en ceremonias.

Querría a propósito señalar que los trabajos de microhistoria, de historia de la vida cotidiana, han de aportar todavía muchos marcos referenciales de interés al libro de caballerías. Pondré otro ejemplo, referido siempre al Tirante. Tres artículos de Grilli, recogidos luego en libro (Grilli, 1994), apuntan y tiran al blanco de la cotidianeidad. Hablan sencillamente acerca de lo que ya llamaba la atención a Cervantes en el Tirante: cómo comen y cómo duermen los personajes del Tirante. Comer, dormir, vestir, forman ya un triángulo de acciones, pero el polígono puede aumentar de lados, o el poliedro de caras, si se incluyen temas como el del mismo vestido34, o, desde luego, el cuerpo (Grifoll [1993: 337-52]), los sentidos, la comida (Grilli 1994 y Riquer [1992: 238-41]), la vigilia y el sueño (Canavaggio 1993 y Grilli 1994), el placer y el dolor, la enfermedad y la medicina35, la religiosidad y la tolerancia (Riquer [1992: 212-25]), la expresión y la oralidad (Segre [1993: 573-86] y Vargas Llosa [1993: 587-603]), la gestualidad (Grilli 1994), el beso (Renedo 1992 y Cacho Blecua 1993b), la risa, el formalismo, el rito y la cortesía (Salvador 1981 y Riquer [1992: 226-32]), aspectos que han tratado de captar los autores de las varias adaptaciones teatrales de la obra.

La alusión al teatro nos lleva a recordar otro capítulo notable de las fiestas de Inglaterra. La literatura presentada como realidad conduce a ambigüedades con las que el autor juega hábilmente. Es el caso de «las magnificencias de la Roca», el gran festejo alegórico (caps. 53-5536). Se simula un ataque de quinientos hombres a un castillo sobre una roca o montaña (el Castillo del Amor, que simboliza la inaccesibilidad de la dama en la poesía medieval). Las lanzas y piedras son de cuero, con la intención de no herir a los «actores». «Y los que no lo sabíamos —cuenta Diafebus—, pensávamos, en el primero combate, que era de veras, y muchos nos apeamos y con las espadas en las manos fuymos allá con gran priesa; mas luego conocimos que era burla» (cap. 53, pág. 102). Cuando el castillo se abre, entran en un espacio renacentista, multi-alegórico, compuesto de fuentes maravillosas que sostienen las figuras de la «dueña toda de plata con la barriga un poco arrugada y las tetas que le colgavan un poco, y con las manos las estava ordeñando, y por los peçones salía un grand rayo de agua muy clara [...] una donzella toda esmaltada de oro y tenía las manos baxas en derecho de su natura, y de allí salía vino blanco muy fino y muy especial [...] un obispo con su mitra en la cabeça, que era toda de plata, y tenía las manos juntas y alçadas mirando al cielo, y por la mitra le salía un rayo de azeyte [...], un enano muy disforme [...] un hombre todo de plata, que parecía ser viejo, con la barva muy blanca; era muy corcobado, con un bastón en la mano, y en la gran corcoba que tenía estava cargado de pan muy lindo e muy blanco, de lo qual qualquiera podía tomar» (cap. 55, págs. 104-05).

El lujo, la sensualidad y el exotismo de estos y otros escenarios que se dirían «modernistas», en el seno de la fiesta remota del que se ha convertido en País de Cucaña, Tierra de Jauja, Tierra de Maravillas donde el pan, el aceite, el vino —el revés de la pobreza cotidiana— no sólo se dan sino que se derrochan, se derraman en fuentes mágicas, resaltan eficazmente ambiguos y provocan un deslumbrante desconcierto en el lector37.

Y en estos espacios sugerentes y ambivalentes aprende Tirante su oficio caballeresco. Su aprendizaje se prepara leyendo el libreto de Ramon Llull, pero el estreno se desenvuelve en el gran escenario, en el gran teatro de una caballería cortesana. La formación del joven Tirante, si fuéramos a considerar —aunque claro está que no tiene aquí sentido— una progresión educativa o experiencial, como la que se da en el Bildungsroman, se realizaría tras la apropiación del legado doctrinal y vital de Guillén de Varoyque, dentro del contexto de esta Inglaterra, mítica patria del rey Artús, descrita con sesgo entre complaciente e irónico por un Martorell experto y viejo, que la había conocido, se había dejado deslumbrar por sus fastos, arruinar por sus lujos inalcanzables, y que la sublimaba, años después, desde la platea de la memoria.






Tirante en Sicilia y Rodas (caps. 98-116). La novela como crónica

La parte de Sicilia y Rodas ocupa más o menos la misma extensión que las dos primeras de la obra. Incluye el relato del asedio a Rodas y la solicitud de ayuda por parte de dos caballeros llegados a Nantes, a la corte del duque de Bretaña, adonde se ha dirigido Tirante tras su etapa londinense; incluye, en segundo lugar, la empresa militar de Tirante en ayuda de la isla; en tercer lugar, se relatan los hechos relacionados con una diferente clase de ayuda, la ofrecida al ignorante y grosero de Felipe, quinto hijo del rey de Francia, en su difícil lucha por ganarse la voluntad de Ricomana de Sicilia.

Seis días después de abandonar al ermitaño, llegan a Nantes dos caballeros en busca de apoyo para el Maestre de Rodas, de la orden de San Juan de Jerusalén, contra el Soldán de El Cairo, que tiene asediada la isla: con la ayuda de los genoveses, el Soldán ha armado una flota, y se ha apoderado de la isla, exceptuando la ciudad. La narración de los dos caballeros (caps. 98-99) no se limita a la exposición de la situación insostenible de los asediados, y al ruego, sino que adopta, con el fin de contar lo acontecido hasta aquel momento, la forma de novel·lino, es decir, de novela corta o cuento. Relatan que los genoveses preparaban una estratagema para la toma de Rodas, pero un caballero de la Orden, Simón de Far, lo descubre gracias al hecho de que es el enamorado de una dama isleña, que sabe estirar de la lengua a un escribano genovés: así, el engaño se tornará en contra de sus ejecutantes. Mérito del episodio, verdadera inyección de «energía boccacciana» (como ha señalado Hauf 1994), además de la perfecta graduación narrativa, es la creación de personajes bien definidos —con comportamientos tan espontáneos— como los del escribano lujurioso, el caballero honesto, el maestre de Rodas y, sobre todo, la pícara dama (que anuncia el erotismo femenino de partes posteriores de la obra); también las maestras de ingenio táctico, dignas de un Frontino, como cuando sustituyen los nudos o «nuezes» blancos de las ballestas de los asediados por jabón, y quesos blancos, o cuando intentan penetrar por los túneles o minas en la ciudad; la ironía vestida de ingenuidad, cuando enumera las reliquias de Rodas, una de las cuales era «una espina de la corona de Jhesucristo, la qual en la hora que la ponen en la cabeça florece, y está florida hasta la hora que Jesucristo expiró. Aquella espina es de junco marino, y es de las que le entraron dentro de la cabeça e llegaron al celebro...» (cap. 98, págs. 204-05); la expresiva habla de la dama: «Vosotros los ginoveses soys [...] tales como los asnos de Sura [«Soria», en el original valenciano], que van cargados de oro y comen paja» (cap. 98, pág. 206). El más relevante hallazgo del cuento, con todo, es su inserción en bloque, como pieza en cierto modo autónoma y de ficción (si bien siempre verosímil), dentro de un nivel de narración que exigía una relación de los hechos presidida por la dependencia y la objetividad; en consecuencia, la ruptura del código canónico para este nivel de narración.

La despreocupación del rey de Francia por la empresa no es impedimento para que Tirante convenza al quinto hijo de aquél, el ignorante y grosero Felipe, para que vaya con él. Pasando por Lisboa, y después de peligrosos combates en el estrecho de Gibraltar y en Berbería, llegan a Sicilia (léase el contrapunto histórico de estos episodios en El Victorial [caps. 37-50]). En Palermo los reciben el rey y su hija, la bellísima Ricomana, de la que Felipe se enamora. Felipe pretenderá conquistarla, pero su condición nobiliaria no casa muy bien con su comportamiento, siempre desmanotado, torpe y vulgar, lo que crea lógicos recelos en su anfitriona38. El papel que Tirante se autoimpone consiste en tratar de disfrazar constantemente una realidad patente, hacer quedar bien a Felipe y que no se aprecie su notoria estupidez. La vulgaridad de Felipe, cuando están preparados para comer, al cortar y adobar el pan antes que nadie, como un rústico, la arregla Tirante colocando una moneda sobre cada rebanada y diciendo que, según antigua costumbre de la casa real francesa, se prepara y regala ese primer pan para los pobres (caps. 101-02, págs. 230-31). Ricomana saca a pasear a Felipe, con sus mejores vestimentas, por una zona embarrada: las exclamaciones de rabia del infante las ha de ahogar Tirante con risas falsas, que son las únicas que escuchará Ricomana (cap. 109, págs. 259-61). En la prueba última, será un golpe del azar el que juegue a favor de Felipe. Ricomana prepara dos lechos, uno propio de nobles y el otro sencillo, para probar a Felipe (un inicio folclórico que a muchos hará recordar el cuento de la princesa y el garbanzo escondido bajo los colchones, pero que se encuentra ya, por ejemplo, en El caballero de la carreta de Chrétien de Troyes). Felipe va directamente al sencillo, claro está, lo que indica y demuestra su carencia de nobleza. Sin embargo, al perder una aguja, con la que quería coser un punto de media corrido (¡cosa muy propia de un príncipe!), deshace, buscándola, el lecho rico, y después, por pereza, acaba acostándose en él. Ricomana, que está mirando todo por un resquicio de la puerta, deduce equivocadamente que «ha deshecho la que menos valía y ha echado la ropa en tierra y es acostado en la rica por dar a entender que es hijo de rey y le pertenesce» (cap. 110, pág. 271). La frustrada enamorada de Tirant (sus palabras [en el cap. 103, pág. 232] son bien explícitas) queda erróneamente convencida de las virtudes cortesanas de Felipe, y lo acepta como marido.

¿Dónde están los personajes planos, estólidos, de una pieza, tantas veces típicos del libro de caballerías? Martorell manipula a los suyos como a títeres, presentándolos en función del propósito de la novela, que en estos momentos parece que sea el de obligar a descansar al futuro héroe en medio de una isla de recreo humorístico (la palabra «entremés», repetidamente utilizada por el autor para calificar estos «pasos», es bien gráfica). La historia del filósofo de Calabria (caps. 108-10) es otra fresca fuente en esta isla. El origen de la historia se halla en el relato bíblico de José, prisionero e intérprete de los sueños del copero y panadero del Faraón. En Tirante el Blanco, el filósofo es llamado a Sicilia para que decida sobre Felipe (es el episodio anterior al definitivo de las dos camas). Desde la prisión, donde es encerrado por haber dado muerte a un rufián en una discusión, demuestra su sabiduría adivinanciera. Pese a ello, el rey no lo pone en libertad, y se limita a ordenar que su ración sea doblada. Por ello el filósofo deduce que el rey no es hijo de rey, sino borde e hijo de panadero, dado que tan poca generosidad ha mostrado. Al final, el rey interroga a su madre bajo amenaza..., ¡y ella confesará que sí, efectivamente, tuvo un asunto con cierto panadero calabrés, fruto del cual...!39 El personaje de Tirante se desdobla sicológicamente e inicia la gestación del ente complejo que veremos en Constantinopla. En lo bélico, sus esfuerzos individuales, pero al cabo estériles, de Inglaterra se trasforman en empresas con fruto, colectivas y prácticas. En lo cortesano, las circunstancias hacen que unos primeros indicios de malicia y maquiavélica hipocresía colaboren en la construcción del individuo cortesano, frío y desenvuelto —«acomodado y manual», como lo califica Cervantes— de la parte de Constantinopla.

Por lo que respecta a la esfera bélica, hemos de atender a un aspecto básico, referido a la progresiva adaptación, desde el Tirante «caballero de salón» de la parte inglesa basta el Tirante capitán, organizador de hombres y tácticas. Observemos que, de los cuatro enfrentamientos con el enemigo que tienen lugar alrededor del cerco de Rodas, dos se delegan a subordinados: uno consiste en una ingeniosa defensa de Cataquefarás contra los piratas en el estrecho de Gibraltar, a base de redes que detienen los proyectiles (cap. 100)40; el otro es el famoso ardid del marinero que logra incendiar la principal nave enemiga, acercándole desde el puerto, mediante un ingenioso sistema de poleas, un lanchón de fuego (cap. 106)41. Tan sólo una acción solitaria de Tirante, que consigue vencer a ocho moros. Poca cosa, si lo comparamos con las gestas de Tirante en Inglaterra. El sentido de las aventuras y la fama del caballero va no se miden por el hecho de la aventura en sí, sino por la función práctica, por el provecho que se saca de ella. Por eso, cuando la situación de los asediados en Rodas es dramática, hasta el punto de que muchas mujeres han enloquecido, los pequeños mueren de hambre y el resto «avían de comer los cavallos y los gatos y hasta los ratones» (cap. 99, pág. 213), entonces Tirante, «bastón de mayordomo» en mano, se convierte en un caballero de la caridad que organiza un gran banquete y el reparto de aceite, legumbres, carne, etc., «entre la gente popular» (cap. 105). También a costa de aquellos sufrimientos hiperbólicos ironiza Martorell: con las provisiones traídas por Tirante se hace un presente gastronómico al Soldán, quien piensa que los asediados están bien mantenidos, que ha fracasado su empresa, y decide levantar el asedio. De regreso a sus tierras, será destituido por sus súbditos y encerrado en una cárcel con leones, donde morirá (caps. 106-07)42.

El viaje a Jerusalén, a continuación (cap. 109), parece una poco triunfal culminación de la empresa de Rodas43. En Alejandría Tirante libera 473 cautivos, no por la fuerza de sus brazos, inútil en medio de unos Santos Lugares ocupados desde la segunda cruzada por los musulmanes, sino gracias al convincente argumento del dinero44. Tirante ha de dejar en préstamo buena parte de su vajilla de oro, de su plata y de sus joyas. La compra es, de manera enormemente optimista, considerada una victoria caballeresca: envía a su casa de Bretaña las camisas de los cautivos, para que sean colocadas en su capilla, junto a los escudos allí también dispuestos de los nobles vencidos en Inglaterra. Nuevo reflejo de realidad histórica, este epílogo desencantado muestra la impotencia de la Cristiandad frente al poder musulmán. La andadura de Tirante no podía continuar el recorrido por estos espacios «hiperrealistas», que habrían frustrado cualquier aventura literaria con la ambición de la imaginada por Martorell. Por ello, el paso adelante que se efectúa es un paso de gigante dirigido hacia un núcleo argumental que constituye una novela per se: la novela de Tirante y Carmesina.




Tirante en Constantinopla (caps. 117-413). La novela de amor y guerra


El encuentro con el amor

El núcleo narrativo de Tirante en Constantinopla ocupa la parte principal y más larga de la novela. Son 296 capítulos de un total de 487 que tiene la novela, es decir la mitad prácticamente45. Ha sido destacado el funcionamiento en ellos de dos esferas o campos paralelos de actuación de personajes: guerra y amor. El primero comprende las empresas militares de Tirante, desde su llegada hasta que se instala en el trono, tras la muerte del Emperador. En el segundo se irían sumando los sucesivos intentos de posesión del galardón supremo, el cuerpo de Carmesina, la hija del Emperador, que no llega a concederse hasta el regreso de sus aventuras africanas. Aceptaremos este paralelismo de acciones para guiar con mayor claridad nuestro comentario46.

Hasta Constantinopla han llegado los ecos de la fama de Tirante. El Emperador «contrata» sus servicios, concediéndole la capitanía general para defender el Imperio, en gran parte ya sometido por el Soldán de El Cairo y por el Gran Turco. Tirante es magníficamente recibido, y es presentado a la Emperatriz y a su hija, la bella infanta Carmesina. Nos detendremos aquí unos instantes. La escena es antológica. Se trata de lo que Vargas Llosa denomina un «cráter activo», es decir un punto en el que se registra una fuerte concentración de vivencias, de tensiones y de energía. Martorell nos introduce en un ambiente real, el palacio del Emperador, pero donde el reino de la oscuridad —están de duelo por la muerte de su hijo, a quien sustituirá simbólicamente Tirante— comienza creando una aureola de misterioso encanto.

Parece que escuchemos voces que cuchichean, que veamos sombras y retazos de luz que brotan cuando Tirante hace traer, primero, una antorcha que le permita distinguir a la Emperatriz y, luego, abra él mismo las ventanas para que iluminen la oscura habitación en que descansa la Infanta. Así, con la fuerza de la luz deslumbrante que sigue a la tiniebla, contempla a una Carmesina, solemnemente vestida de negro y echada en una cama de cortinas también negras, rodeada por ciento setenta damas y doncellas: «E por el gran calor que hazía y porque avían estado con las ventanas cerradas, estava medio desabrochada, que se mostravan en sus pechos dos mançanas de paraýso que parecían cristalinas, las quales dieron entrada a los ojos de Tirante, que de allí adelante no hallaron la puerta por donde avían de salir, e para siempre quedaron en prissión...» (cap. 118, pág. 298). El juego de palabras —[puerta de] entrada/puerta por donde avían de salir— no es nada inocente. La utilización de «puerta» tenía en la poesía de la época una fuerte connotación sexual. Y el equívoco había ido siendo preparado desde antes, cuando el narrador señalaba que «diziendo el Emperador estas y otras semejantes palabras, los oýdos de Tirante estavan atentos a ellas, y los ojos, por otra parte, contemplavan en la gran belleza y hermosura de Carmesina». Vargas Llosa aprecia en esta duplicidad un resquicio, una falla, por la cual el lector puede entrar en el mundo interior de Tirante y descubrir su vida afectiva. Todo el pasaje está dominado por la exaltación de los sentidos. «En este momento —dice Vargas Llosa (1969: 70-71)— la novela es realidad sensorial compacta, mundo conformado por objetos y seres que son sólo forma, color, gesto, volumen». La perspectiva de la mirada, el disfrute del Tirante «voyeur», contemplando el objeto de deseo, e incluso la utilización de vulgarismos, nos acercan al erotismo más tangible, básico y primitivo: «Mas séos bien dezir de cierto que los ojos de Tirante no avían jamás recebido semejante cebo, por muchas honras y plazeres que avía visto, como fue solo este de ver a la Infanta». Cebo, traducción del «past» original, es igualmente alimento, cosificación y reducción despectiva del cuerpo femenino, metáfora con precedentes trovadorescos empleada aquí con el fin de astillar el tópico literario de la contemplación sublimada de la dama pasiva y deleitosa.

Tirante se ha enamorado de Carmesina. Pero Martorell no puede evitar la burla irónica a costa de este trance inevitable para todo caballero amador que se precie. Sigámoslo cuando pasa a la habitación vecina, pintada con representaciones de Píramo y Tisbe, Dido y Eneas, Tristán e Iseo, Lanzarote y Ginebra... Y comentará a su compañero Ricarte: «No creyera jamás que en esta tierra avía cosas tan maravillosas como veo». Las palabras inducen al equívoco, como advierte Martorell: «Y él dezíalo más por la gran belleza de la Infanta que por las otras cosas; mas Ricarte no le entendió». Un equívoco semejante se produce en la Celestina47. Si recordarnos, comienza con las palabras de Calisto ante Melibea: «En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios». Melibea no entiende (como tampoco Ricarte) a qué cosa o persona («esto») se está refiriendo Calisto.

Si pensamos que aquella primera escena pudo tener lugar en una iglesia (como propuso Riquer, 1957), y no en el huerto de Melibea, estaríamos ante una situación muy parecida a la de Tirante: «en esto» se referiría al marco majestuoso de la iglesia («veo... la grandeza de Dios»), tal vez en medio de un sueño de Calisto desde su habitación; un correlato laico del espacio profano en Tirante («veo... cosas tan maravillosas»). No deja de tener interés la comparación, ya que las reacciones de los dos amantes, Calisto y Tirante, presos del «mal de amor», son igualmente paralelas: abatidos después del encuentro con la dama, lloran tristes en sus respectivas cámaras oscuras; un interlocutor (Diafebus en Tirante, Sempronio en la Celestina), preocupado por la indisposición, recibe la confesión avergonzada: «"—Yo amo". / Acabándolo de dezir, començó a echar bivas lágrimas de sus ojos mezcladas con sollozos e sospiros» (cap. 118, pág. 300), porque —como dice Sempronio— «las lágrimas y suspiros mucho desenconan el corazón dolorido»; los dos protagonistas caen en una enfermiza melancolía; la descripción de la doncella, siguiendo la retórica de la descriptio puellae, tiene también notables semejanzas... No parece descabellado pensar que el autor de la Celestina pudiera haber tenido esta parte del Tirante, que hacia 1498-99 estaba siendo (o iba a ser pronto) traducido, entre sus lecturas. Y aunque no deja de ser una hipótesis, en todo caso la comparación con la Celestina, así como la confrontación con la novela sentimental y la tradición ovidiana y pseudo-ovidiana, ayudará a entender Tirante como un texto de recepción mucho más amplia de lo que en principio podríamos pensar.

Pero volviendo a la postración del Tirante enamorado y melancólico, ésta nos conduce a la faceta militar del héroe. Porque es justamente el enamoramiento el primer obstáculo para la recta actuación del Tirante capitán. Evidentemente, las cosas no eran tan fáciles como las ponía Nicolás Fréret en el «Avertissement» que precedía a la traducción francesa de Tirant lo Blanc (1737): «... l'auteur étoit d'un païs où l'on croit que quand un homme et une femme qui s'aiment, se trouvent seuls, ce seroit sotise que de perdre le temps en paroles...» Al contrario, en el país de Martorell las palabras significaban mucho, y en el mundo de Tirant lo Blanc significan en ocasiones todo, como ha dicho Vargas Llosa (1993). Así, la primera declaración de Tirante a la Princesa es tímida y delicada: cuando Carmesina le interroga acerca de la dama que en mayor grado estima, Tirante responde elípticamente dándole un espejo y diciéndole que allí verá ella la imagen de la que a él puede dar muerte o vida. Carmesina reprende a Tirante por la osadía de la declaración, pero a continuación, como si pensara en el peligro de que abandone el Imperio, le ruega que olvide las duras palabras que le acaba de dirigir. Es el primero de una serie de interminables tiras y aflojas. La lucha ya se ha desdoblado claramente en los dos frentes señalados: el militar y el sentimental, el público y el privado. Tirante parte con clara desventaja: «¿Con qué ánimo, con qué lengua podré hablar para poderla induzir y mover a piadad, pues su alteza me tiene mucha ventaja en todas las cosas: en riqueza, en linage, en nobleza y en señorío?» (cap. 120, pág. 311).

No tendrá más remedio, para allanar este desnivel, que vender su ayuda militar (de estratega, de capitán, no de aventurero individual). Cada acción militar redundará en un incremento de la consideración hacia él por parte del Emperador (de toda la esfera pública) que compense su insuficiencia nobiliaria inicial. Tirante ha llegado a un callejón sin salida en el terreno de la fama personal que no puede sobrepasar. Sin embargo, desde la perspectiva pública, el «préstamo» social que ofrece puede suponer un avance en la aproximación a Carmesina; desde la privada, cada acercamiento, un estímulo para la lucha. Cada acción contiene, así, un proceso de doble significación. Cuando Carmesina cede, siquiera sea un ápice, ante alguno de los sofocantes asedios a los que la somete Tirante, está dando cuerda —muy conscientemente en ocasiones— a Tirante, para explotar esa veta de perfección militar que el Imperio parece haber encontrado milagrosamente en el providencial caballero; y cuando se niega púdicamente a aceptar la seducción de Tirante, lo ha de hacer con el suficiente tacto y disimulo, porque tensa demasiado aquella cuerda que, rota, produciría un calamitoso desastre. Carmesina aparece, por tanto, como la modificadora, como la bisagra articulatoria de la actuación del héroe en el plano público y privado.

Observemos la incardinación de las acciones principales: la imposición de orden interior (cap. 124), va seguida de la ya comentada declaración ante el espejo (cap. 127), y de la concesión de una prenda (una camisa) (cap. 132). Tirante parte hacia Chipre con esta primera esperanza. Sus más notorias acciones consisten en una captura de yeguas acompañada de la huida de la caballería enemiga, un apresamiento de mercenarios (cap. 133), y la estrategia de los puentes (caps. 136-38). Los primeros enfrentamientos tienen la oposición del duque de Macedonia —aspirante al trono y envidioso de Tirante—, quien difunde en el palacio la falsa noticia de la derrota de Tirante (caps. 136-38). Conocida la verdad, Carmesina reacciona enviando a Tirante un rico regalo monetario (cap. 146). La rabia del duque va en aumento, pero después de la batalla victoriosa (cap. 154) morirá este antipático enemigo. Finalmente, Tirante entra en la ciudad gracias a la estrategia de un judío (cap. 157). Logra un gran prestigio con esta batalla, y espera su recompensa «sentimental». Ésta viene, —aunque, como veremos, sea frustrada en buena parte— en la famosa noche de las «bodas sordas» (cap. 162-63). Animado por ese estímulo amoroso, Tirante toma por sorpresa las naves del Gran Caramán y lo derrota (cap. 164). Logradas unas largas treguas, los episodios siguientes tienen lugar en el palacio, durante un tiempo de fiesta y alegría que parece no acabar nunca y que abarca algunos de los momentos más conseguidos de la historia amorosa: el episodio de los juegos eróticos (caps. 202-03), el de la excitación visual y «estrategia» del lecho (cap. 231), el del matrimonio de palabra (cap. 252), el del matrimonio secreto no consumado (caps. 271-72), y también la magnífica historia de la Viuda Reposada (caps. 264-83). Acabadas las treguas, tendrá lugar el sitio a San Jorge y la derrota del duque de Pera (cap. 288). A continuación, entraremos en la campaña de África (caps. 297-414).

Como no tendríamos espacio para detenernos ni siquiera en algunos de estos episodios, he seleccionado solamente dos: la conocida escena de las bodas sordas y la aventura pasional entre la Emperatriz e Ypólito.




Las bodas sordas

Uno de los capítulos más logrados de la novela es el episodio de la festividad de las bodas sordas que celebran Tirante y Carmesina, Diafebus y Estefanía en una habitación del castillo de Mal Vezino. Una sensualidad y libertad moral que se nos antojan fresquísimas aún hoy día, se alían a un dominio firme de las técnicas narrativas, y originan este «entremés» insólito48. Plazer de mi Vida espía por una rendija de la puerta cómo las dos parejas pasan la noche entre juegos amorosos. A la mañana siguiente contará a las avergonzadas protagonistas lo que ha «soñado»; es decir, en realidad, lo que ha visto desde el otro lado de la puerta: cómo se hacían los preparativos (las mujeres perfumadas, los hombres con sus armas preparadas, las sábanas blancas y limpias, como campo dispuesto para recibir la sangre de la batalla —por utilizar la metáfora bélica tan del gusto de Martorell); cómo los cuatro se acostaron en el mismo lecho (que hacer el amor en público, antes amigos, y desde luego familiares, no es hecho insólito en la vida cotidiana medieval); cómo Diafebus y Estefanía cumplieron rápida y ruidosamente con su papeles, sin vergüenza, con las protestas lógicas (por parte de ella), pero sin mayores complejos ni complicaciones; y cómo —¡ay!— Carmesina se resistió a que Tirante diera fin en su compañía a sus deseos tan dulce y alegremente como lo habían hecho sus compañeros de estancia. Así pues, esa mañana siguiente, Estefanía, con el complejo malsano de quien ha pecado, y Carmesina, inocente pero cómplice, escuchan, entre avergonzadas y divertidas, el relato de las empresas nocturnas que ellas mismas han protagonizado, en boca de otra muchacha de la misma edad, Plazer de mi Vida, que confiesa su envidia por no haber podido compartir esos placeres, obviamente por falta de pareja.

El episodio presenta dos aspectos de interés que conviene ampliar: el primero, el desdoblamiento de funciones que afecta a las dos parejas principales del libro; el segundo, la sicología compleja de uno de los personajes principales de la obra, Plazer de mi Vida.

El desdoblamiento de funciones entre las dos parejas queda bien claro desde ese primer encuentro. De un lado, los miembros de la primera, Tirante y Carmesina, serían buenos ejemplos de las presiones públicas que el libre desarrollo de las relaciones amorosas ha de soportar, de las mentiras del mundo público, oficial, serio, litúrgico, establecido. Diafebus y Estefanía representan, por su parte, todo lo contrario: la naturalidad, la espontaneidad, la alegre libertad de la práctica amorosa nada traumática del sexo. En realidad las dos parejas redondean la cara y cruz de una misma moneda. Carmesina es tan divertida y liberal como su prima. Tirante tan impulsivo, valiente y amoroso como su primo (no parece ni tímido, como se ha repetido, ni seguramente homosexual frustrado, como más arriesgadamente también se ha señalado en alguna ocasión)49. Tirante y Carmesina quieren de hecho vivir el amor de la misma manera que sus primos y amigos, pero no pueden porque se han visto revestidos con demasiada prontitud con la capa de la responsabilidad oficial. Algunas de las escenas más atractivas de la novela (cuando Tirante cae del caballo, tropieza, se esconde bajo las faldas de la princesa, cae de la terraza y se rompe una pierna, huye del padre de la princesa, espía desde un rincón la desnudez de la princesa...), algunas de las que Dámaso Alonso calificaba de «vodevilescas», vienen del juego de contrastes entre el deseo privado y la necesidad pública de esconderlo.

La actitud festiva hacia el sexo (recordemos el albarán de Estefanía, en el cap. 147)50 de la pareja de servidores y amigos estimula, al tiempo que no puede menos que desanimar a Carmesina y, sobre todo, a Tirante. *«¿Por qué no puedo yo hacer el amor contigo como lo hace mi primo Diafebus?», es la tan simple pregunta que parece estar lanzando como reproche Tirante a Carmesina a lo largo de toda la parte central de la novela. Y Carmesina semeja contestar tácitamente: *«Tengo —y tienes tú también— una responsabilidad pública, por encima de nuestros deseos. Compórtate como hay que hacer». Tirante continúa —¡qué remedio!— comportándose como hay que hacer. Y siendo ya el prototipo perfecto del caballero militar, habría llegado a convertirse también en paradigma perfecto de amante cortés, como un aburrido Amadís, de no ser porque la impertinente presencia de Diafebus le recuerda exasperante y persuasivamente que todas las vueltas que da para conseguir a Carmesina son bien estúpidas, puesto que hay una fácil línea recta, la suya, que tira directamente al blanco y siempre acierta.

Consideremos otra vez el caso de la Celestina. El papel de Diafebus y Estefanía lo desempeñan en la obra de Fernando de Rojas los criados de clase social baja. Como sucede en Tirante, ellos incitan a la pareja protagonista, con su ejemplo, hacia el amor carnal. La medianera en este caso es Celestina, que cuenta con muchísimos rasgos que la acercan, como veremos, a Plazer de mi Vida. En la Celestina se puede apreciar mucho más claramente la polarización que tiene lugar en sus personajes entre el lenguaje de la cultura oficial y el de la cultura popular, justamente porque viene acompañada de un enfrentamiento de clase: señores contra criados. Los criados odian y envidian a sus señores, de la misma manera que se burlan de sus maneras alambicadas y ridículas y de la retórica falsa que utilizan en el cortejo. Es decir, de no hacer el amor directamente, sino de simular o ficcionalizar —al fin y al cabo, mentir sirviéndose del manual literario del amor cortés—, para en definitiva acabar haciendo lo mismo que critican en los criados, y que éstos hacen sin tanto vano circunloquio. Martorell elimina el conflicto de clase; la suya es una novela, no una tragicomedia, y la ley del género impone que todos los personajes principales sean nobles. Sin embargo, la burla y la parodia de la clase social baja la traslada a la voz de la pareja secundaria, Diafebus y Estefanía, que con su comportamiento desinhibido dan ejemplo, constante envidia, e incluso todo un programa alternativo de actuación a la pareja protagonista. Los criados en Tirante el Blanco son amigos, compañeros y en ningún caso enemigos de clase. ¿Podríamos decir que hay una visión «rosa» de la realidad social? La misma que en cualquier romance o novela de aventuras que no quiere ser imitación de una realidad, sino plasmación narrativa de un determinado ideal.

El personaje de Plazer de mi Vida fue definido rotundamente por Vargas Llosa (1969: 42-43): «Sus juegos con la Princesa la muestran como una moderada, inconsciente lesbiana. En todo caso, es innegable que disfruta contemplando, escuchando, fomentando el amor y no practicándolo. Eso puede significar también que contemplar, escuchar y fomentar el amor ajeno sea su manera de practicarlo, y un indicio de ello es su reacción la noche que espía las bodas sordas del castillo de Mal Vecino; se enciende tanto, confiesa, que ha de correr a remojarse». Frente a las consecuentes Estefanía y Carmesina, Plazer de mi Vida es la contradictoria que «emplea el lenguaje sexual más atrevido, trama y refiere los sucesos eróticos más imaginativos de la novela, aunque al mismo tiempo, es relativamente casta». La interpretación sicológica del personaje que aporta Vargas Llosa parece correcta, pero hemos de tener en cuenta que este comportamiento no era tan inimaginable como podemos creer. Estamos tratando con entes literarios, que viven en contacto con una tradición, y que cuentan con precedentes dentro de la literatura europea, tanto en la comedia humanística como en la cuentística, que presentaban tipos tan desorbitados y argumentos igualmente escandalosos51. Martorell funde atrevidamente en el alambique, de un lado, el tipo de la viciosa alcahueta (anus), del que derivará Celestina; del otro, el del servus fallax intrigante e imprudente, pero voluntarioso y fiel de la comedia latina. El sublimado es Plazer de mi vida. No es una vieja barbuda, sino una joven tierna, pero su papel de inductora de amores y gozadora del sexo que practican los otros, y hasta esos equívocos indicios de lesbianismo, son idénticos a los que podemos encontrar en Celestina, porque también ella deriva de parte de esta tradición. Puede resultar descorazonador a quien busque profundidades sicológicas de novela del XIX, pero lo cierto es que Martorell presenta los rasgos de represión o voyeurismo del personaje en la medida en que esa mostración contribuye al éxito narrativo de determinada situación cómica52. Se ayuda así a crear el contraste —fundamental para conseguir un efecto cómico— entre el señor (Tirante, como podía ser Calisto), desesperado y paralizado por el amor hasta el ridículo, y el criado (Plazerdemivida) emprendedor, ingenioso, activo y desenvuelto. Pero no veremos un intento premeditado de profundización, análisis, explicación y ni siquiera coherencia sicológica más allá, y en otros contextos estos personajes «heterodoxos» se comportarán tan modélicamente como los restantes.




Amores ilícitos de la Emperatriz con Ypólito

Siento que queden en el tintero otros momentos, otros personajes53. No puedo dejar de mencionar al menos el protagonizado por Ypólito y la Emperatriz54. La madura Emperatriz es solicitada de amores por Ypólito, sobrino de Tirante y consiente el acercamiento del ambicioso joven, a quien concede se pueda considerar su amante. La relación de los primeros encuentros que mantienen resulta uno de los episodios más desvergonzados y divertidos de la novela (caps. 248-64) y tendrá implicaciones importantes, dado que acabarán casándose al morir el Emperador. En principio, la Emperatriz le impone como condición el secreto más absoluto y un rendez-vous aquella misma noche en la terraza que hay al lado de su dormitorio. Por la tarde, hace cambiar las cortinas, perfumar la habitación y el lecho, valiéndose de falsas excusas. Después de cenar, regresa pronto a ésta, «diziendo que le dolía la cabeça». Los médicos le recomiendan reposo y «malvasía». Ella envía a dormir a las doncellas, y abre la puerta de la terraza, donde espera impaciente Ypólito, «tendido en el suelo porque no le viessen de ninguna parte [...] y ella [...] tomóle por la mano diziendo que fuesse a la cama. Dixo Ypólito: "Señora, vuestra majestad me abrá de perdonar, que yo no entraré en la cámara hasta que de mi desseo sienta parte de la gloria venidera". Y tomóla en los braços y echóla en el suelo, y aquí sintieron el postrimero fin de amor. Después, muy alegres y contentos, se entraron en la cámara» (cap. 260). Continúan allí las «razones y juegos de plazer», hasta que, ya cerca del día, «cansados de velar, se adormieron». Al día siguiente son sorprendidos por la doncella Eliseo, que «vio un hombre al costado de la Emperatriz, que tenía el braço tendido, y la cabeça del galán sobre aquel braço y la boca en la teta» (cap. 262). Eliseo tiene en principio la tentación de gritar, pero pronto imagina la verdad y actúa entonces diligentemente. Sin aprobar lo que ha visto, riñe a la Emperatriz, aún dormida, mientras el Emperador llama a la puerta. «Levantaos, señora, levantaos, que la muerte os está cerca», avisa. La reacción de Ypólito, echándose a llorar como un niño y escondiéndose debajo de la ropa, agudiza el tono in crescendo de comedia. No se le ocurre más que traer su espada y, desorbitadamente, pronunciar su propia sentencia de muerte: «—Aquí quiero tomar martirio delante vuestra majestad y terné mi muerte por bien enpleada». La escena teatral ha pasado del vodevil al guiñol. Después del primer desconcierto, la Emperatriz toma la iniciativa y se comporta como la madre experimentada y amorosa que por encima de todo ha de proteger a su hijo en peligro. La poca edad de Ypólito es puesta de relieve con el magnífico detalle de cogerlo por las orejas para besarlo, indicando así, además del gesto maternal, la pequeña estatura del muchacho55. Continúa el acelerado movimiento teatral con el juego de los equívocos. Cuando entran el Emperador y los médicos, la Emperatriz dice que ha soñado en el regreso de su hijo muerto (de edad similar a la de Ypólito), y aprovecha la confusión —que se le acepta como un delirio enfermizo— para estar, incluso en público, cerca de su amante. Martorell extrae las enormes posibilidades del malentendido, con una explícita alusión a la historia de Fedra (consecuentemente, al mito edípico). La Emperatriz obligará a Eliseo a continuar siendo cómplice del asunto. A partir de una graciosa parábola en boca de Ypólito, la seria y moralista Eliseo, doncella que no había consentido todavía dar su aprobación a la peligrosa relación, se transforma en amiga. El personaje de Eliseo, aunque secundario, posee una relativamente compleja caracterización56. El infantilismo, la fidelidad y la complicidad son rasgos que encontramos también en Lucrecia, doncella de Melibea: en los dos casos la contemplación de cómo hacen el amor los señores parece servir a la doncella, traslaticiamente, como iniciación sexual. La complicidad lleva consigo un proceso de erotización, que las hace madurar, crecer. En todo caso, la historia de amour fou entre el joven galant'uomo y la vieja Emperatriz se hace verdaderamente inolvidable. Concluye cediendo paso a otro episodio no menos sabroso, el de los engaños de la Viuda Reposada a Tirante57.






Tirante en África (caps. 296-413). El extravío de la novela

Es indudable que la lectura de los capítulos de esta parte llega a agobiar al lector moderno, como no había sucedido antes, con la misma sensación de desmesurada amplitud, de monstruosidad inabarcable que ofrecen tantos libros de caballerías —y siento expresarme tan cervantinamente y tirar piedras sobre nuestro tejado común—, libros que nos habíamos empeñado en separar del Tirante. En ese sentido, el Tirante esporádico, como —¿por no llamarlo extravagante?— lo calificaba Menéndez y Pelayo, vuelve al redil, y los valedores de su equilibrada solidez nos resistimos a ese naufragio bizantino. Sin embargo, se trata de 119 capítulos (casi la cuarta parte de la obra), donde se dan algunos de los episodios más originales de la obra. Lo que ocurre es que esta parte de Tirante en África padece el peso de la comparación con la anterior combinación de escenas entrelazadas con una cierta independencia, concertadas rítmicamente con el avance de la acción principal. Sin decir que se trate de un añadido pedante y aburrido (afirmación contra la que nos previene Badia (1993[a]: 46), ni negar que la parte africana tenga que ver con un desenlace consciente y coherente del plan general de la obra, lo cierto es que se echa a faltar aquí aquella articulación entre las acciones de las esferas militar y sentimental, y es obvio que se deshace la complejidad sicológica del personaje de Tirante, quien, sometido a presiones distintas, cede el paso a un Tirante frío y estólido, dominado por unos intereses religiosos e imperialistas, que —abandonados los sexuales— parecen ocupar todo su horizonte de objetivos58.

Recordemos la acción principal. Una tempestad se lleva la galera donde estaban Plazer de mi Vida y Tirante, y después de seis días naufraga en las costas de Berbería. Plazer de mi Vida es acogida por un viejo moro, y una hija suya la recibe como doncella de compañía. Tirante esconde su identidad y entra al servicio del Caudillo (emir) sobre los Caudillos, pero es apresado por su hijo, prometido de Maragdina, la hija del rey de Tremicén. Entretanto, el negro Escariano, rey de la Gran Etiopía, comienza la guerra, aliado con el rey de Túnez, contra el rey de Tremicén. El Caudillo saca de prisión a Tirante, que consigue liberar al rey de Tremicén y a su hija, asediados en un castillo, mediante la inutilización de las bombardas enemigas (caps. 296-302). Maragdina se enamora de Tirante, y él es enviado como embajador al rey Escariano, pero éste afirma que no abandonará la guerra hasta que Maragdina no sea mujer suya. Gracias a la estrategia de un judío (cap. 310), mata al rey de Tremicén y a sus hijos, y encierra a Maragdina en el castillo de Monte Tuber. Pero Tirante, con la ayuda de un espía albanés que simula huir del campo, después de emborrachar al enemigo, se introduce en el castillo y hace prisionero a Escariano (cap. 312-19). La defensa de la plaza se facilita cuando cuelga a Escariano de uno de los muros, con el fin de que los suyos den fin al ataque artillero (cap. 321). El amor que Maragdina le manifiesta es contestado por Tirante: la adoctrina sobre el Cristianismo, y la bautiza él mismo59. La misma conversión sufre Escariano, quien, después del bautizo, jura fidelidad y hermandad de armas a Tirante, y mata al Caudillo, por su desprecio hacia la labor evangelizadora de Tirante (cap. 333). Tirante casa a Escariano con Maragdina y, como capitán de los reinos africanos cristianos y en compañía de un fraile de la Merced valenciano, se dedica a la empresa evangelizadora, y alcanza a bautizar a más de cuarenta y cuatro mil moros (se da incluso un milagro, que hace reconocer los cadáveres de los cristianos en el campo de batalla; cap. 340). Las fuerzas de los infieles se organizan, y se suceden muchas batallas. Entre las estrategias dignas de mención, en ellas, están las de las contraminas (cap. 339), la estampida de toros sobre el campamento enemigo (cap. 340), la simulación de tropas, vistiendo a la población con falsas armaduras (cap. 344). Al final, Tirante llega a Montágata, ciudad adonde había ido a parar Plazer de mi Vida. Ésta, de incógnito y después de traer a la memoria de Tirante a su amada Carmesina (hasta el punto de conducirlo al desmayo) revela su personalidad (cap. 366). Convencidos por ambos, la reina y los súbditos de Montágata reciben el bautismo. Tirante casa a Plazer de mi Vida con un caballero de su hueste, el señor de Agramunte. Siguen las campañas y la evangelización. Después de un año de asedio, como triunfal colofón, se toma la ciudad de Caramén (cap. 398).

Tirante, más cerca del comportamiento de Ivain que del de Erec, en las novelas de Chrétien de Troyes, ha olvidado su deber sentimental. Finalmente, una carta de Carmesina actúa como la bofetada en seco necesaria para sacarlo de su recreantisse o abandono. La conversión de fieles ha sido hasta entonces el principal motivo unificador de los capítulos, culminando en la magna gesta del bautizo de 334.000 infieles en el cap. 40160. Pese a deliciosos intermedios, como el de la polémica aventura fantástica de Espercius, el único episodio totalmente inverosímil de toda la novela, que salvan a la narración del peligro de la infinitud (caps. 410-13)61, la acumulación de batallas y nuevas conquistas llega a hacerse repetitiva y monótona. Hasta hace poco, algunos atribuíamos ese cambio narrativo, incluida la entrada de un cierto fanatismo religioso, a un culpable fácil: Martí Joan de Galba. Él habría sido el autor de todo lo que no nos gustaba, de aquello que no resultaba «moderno» o «simpático». Pero si aceptamos que Galba no participó en la creación de la obra, la respuesta habrá de ser otra. La comparación con otros textos de caballería, y en especial con el comportamiento y evolución de Amadís de Gaula como caballero religioso, más aún con el de su hijo Esplandián, «cavallero de Dios», resulta fructífera cuando tratamos de encontrar sentido a estas páginas62. Pero cabe preguntarse si es extrapolable el espíritu de cruzada de los Reyes Católicos en la campaña de Granada a los años sesenta, cuando Martorell escribe la novela. ¿Acaso son fruto e idealización, tanto Tirante como Amadís y Esplandián, «caballero de Dios», de una misma necesidad mesiánica, después de la caída de Constantinopla, un aliento que capitalizaron ideológicamente los Reyes Católicos?

Lo cierto es que el engendro del libro de caballerías desconcertado tentó a Martorell, que su obra navega al borde de un naufragio de difícil salvamiento, al dejar al protagonista sin motivación sicológicamente «real» para su lucha. Pero este derrotero es normal entre los libros de caballerías, y es este movimiento pendular de atracción/repulsión hacia la tradición caballeresca el que fundamenta el interés y valor contradictorio del Tirante.




Muerte de Tirante y sucesión de Ypólito (caps. 414-87)

Al recibir la carta de Carmesina, Tirante se informa sobre el estado del Imperio griego: combatido por los turcos, se encuentra reducido a la capital. Tirante recaba refuerzos de Felipe, el marido de Ricomana, ya rey de Sicilia. Con su ayuda y la del rey Escariano, regresa a Constantinopla, defendida por Ypólito, capitán mayor, en sustitución de Tirante (caps. 401-13). La Viuda Reposada, amante frustrada, al saber la llegada de Tirante toma un veneno para morir. El Soldán y el Gran Turco se ven perdidos, y solicitan una paz de cien años, que es aceptada. Tirante llega a Constantinopla y sin apenas preámbulos consuma —¡finalmente!— el matrimonio con la Princesa.

Este famoso capítulo 436, el de la unión definitiva ha sido justamente destacado (el último en hacerlo ha sido Vargas Llosa [1993]). Carmesina va revelando su desfloración, en un monólogo dramático que se produce en términos parecidos, tal vez más crudos, a los descritos por Estefanía (en el cap. 162):

«No cambiéys, Tirante señor, en tan trabajosa pena la esperança de tanta gloria como es alcançar vuestra deseada vista. Reposaos, señor y no queráys usar de tanta fuerça, que las fuerças de tan delicada donzella no bastan a resistir a tal cavallero. No me tratéys, per vuestra gentileza, en tal manera. Los combates de amor no con fuerça mas con mañosos halagos y dulçes ingenios se alcançan. No porfiéys, señor; no seáys cruel; no penséys que esto sea batalla contra infieles; no queráys vencer la que está vencida de vuestro amor. Hacedme parte de vuestra valentía para que os pueda resistir. Ay, señor! ¿Y cómo os puede deleitar cosa forçada? ¿Como es possible que amor os consiente que hagáys mal a la cosa amada? Deteneos, señor, per vuestra virtud e mucha nobleza. ¡Guardad, señor, que no deven cortar las armas de amor, no ha de herir ni llagar la lança enamorada. Aved piadad y compassión desta sola donzella. ¡Ay cavallero falso y cruel! ¡Señor Tirante, aved compassión de mí! ¡No soys vos Tirante! ¡Trista de mí, ¿y esto es lo que yo tanto deseava? ¡Oh esperança de mi vida, muerto avéys a vuestra Princesa!»



¡Es el relato, en un presente directo, de literalmente una violación! De hecho, Fernando de Rojas utiliza el mismo procedimiento cuando presenta la unión de Melibea con Calisto: el monólogo dramático femenino. Este monólogo procede, y tal vez directamente en ambos casos, del de la protagonista femenina, Galatea, en la más famosa comedia latina, el Pamphilus, que ya encontramos versionada en parte en el Libro del buen amor, pero curiosamente con las dos hojas (32 estrofas) de este desenlace arrancadas, posiblemente por censura, en los mss. Gayoso y Salamanca. Es importante reconocer esta fuente, porque tal vez indica que la pareja protagonista, que ha intentado por todos los medios diferenciarse del comportamiento vulgar mediante el estricto seguimiento del código caballeresco, se rinde finalmente y renuncia a aquella absurda pleitesía. La literatura amorosa no ofrece solución expresiva a la consternación del amor, sólo a su proceso. Se ha de acudir, como último recurso, si se quiere expresar este acto, a la comedia: romper el decorum. Al transgredir este límite, a Calisto le espera como castigo la caída del muro y la muerte. ¿... Y a Tirante?

La historia es muy diferente. El Emperador le otorga la mano de Carmesina, lo que significa, en consecuencia, la sucesión a la corona. Las últimas victorias, liberando ciudades todavía en poder del enemigo, son celebradas con matrimonios entre caballeros y doncellas (caps. 454-66). Pero encontrándose en Andrinópol Tirante cae enfermo por un mal de costado, es decir, por una neumonía o pleuresía, pide confesión, dicta testamento en favor de Ypólito, y muere (caps. 467-71). El cuerpo de Tirante, expuesto en Santa Sofía, es llorado por la desconsolada Carmesina y por el Emperador. Muere primero éste, a causa del dolor por el final de Tirante y por la agonía de la hija; inmediatamente después muere ella (caps. 472-80).

La muerte tan sencilla —más que sencilla, más que «amaestrada», como la llama Philippe Ariès— es el último gesto «heroico» del capitán, y deja planteado uno de los problemas más graves de la novela: el de su interpretación global como secuencia con sentido unitario. ¿Por qué muere Tirante? ¿Qué significado quiso dar Martorell a la caída fatal de su personaje, encumbrado después de tantos esfuerzos? ¿Ascético? ¿Paródico? ¿Y qué sentido tiene el hecho de que lo haga de manera tan prosaica: realismo, ironía, cinismo...?

No pretendo ofrecer una nueva interpretación63. Pero sí puedo al menos constatar que, por los testimonios que he ido recogiendo sobre el «dolor de costado», causado aquí por el aire del río, testimonios que van desde el Arcipreste de Talavera hasta la Celestina, la Comedia de Sepúlveda, la poesía cancioneril, etc., la muerte por ese tipo de «dolor» prácticamente siempre tiene un significado ambiguo en los textos literarios, y en muchas ocasiones claramente asociado al comportamiento erótico de los que la sufren64.

Así pues, al contestar a la pregunta sobre por qué muere Tirante el Blanco de «mal de costado», y precisamente de «mal de costado», no me ha resultado nunca disparatado proponer que se busque la causa eficiente de ese dolor en la extrema debilidad del héroe ante los embates de su pasión amorosa («locura de la voluntad», como la define Gordonio), inclinación que se resuelve al final en su abusivo comportamiento fornicador con Carmesina (el que el mismo Gordonio llama «coitu destenplado»), propio del individuo sanguíneo y mostrado de forma enormemente clara a través de las alusiones obscenas al lenguaje militar en el famoso cap. 436. Allí Tirante se ha rebajado a la categoría de literalmente un Pánfilo de comedia, a la vez que ha degradado a Carmesina a la de una vulgar Galatea que llora desesperada la pérdida de su virginidad. La muerte de Tirante el Blanco, hemos visto, como la de Calisto en la Comedia (mejor que en la Tragicomedia), deriva trágica y paródicamente del cumplimiento del acto amoroso (un hecho tan natural para los criados o parejas secundarias, como destructivo, siguiendo literalmente los preceptos de la cortesía, para los protagonistas). El amante cortés muere, en el código amoroso, si no recibe el galardón definitivo de su dama. Invirtiendo los términos, los amantes de las dos obras mueren a causa de y por abuso de ese galardón. Las dos obras llevan a su extremo más literal la muerte, trasladando al terreno de lo real las exageraciones de la metáfora cortés.

Señala Hauf (1989 y 1992) que Tirante ejemplifica el fracaso por lograr el ideal de personificación ejemplar de las teorías lulianas porque su impulso esencial, caballeresco, es el de ganar fama (y, dentro de ella, amor). Pese a la expiación de la parte africana —poniendo por caso que la parte africana del libro hubiera servido al héroe para recuperarse de una crisis causada por su fatuidad amorosa y por su ambición desmedida—, Martorell hace que la naturaleza lujuriosa de Tirante aflore de nuevo, como si nada hubiera pasado, ante la presencia de la persona amada. Debido a ese comportamiento, el autor «asesina sin piedad» —como expresivamente metaforiza Hauf— a su criatura. Quizás porque no tiene más remedio para ser coherente con su ideal luliano.

Una interpretación moral del final de la novela, con la condena a muerte de la vanidad de su héroe por el hecho de no haber sabido redondear el prototipo ascético de su maestro Ramon Llull, es perfectamente reconciliable con la ironía narrativa de presentar a un Tirante, reciente vencedor de millones de enemigos infieles, al final ridículamente vencido por un vientecillo de amor, una calentura pasional, una fusión de humores contrarios, un «dolor de costado», que, como al amador sanguíneo del Arcipreste de Talavera, le iba a conducir, en plena apoteosis, a la muerte.




El epílogo desencantado

Los últimos capítulos contienen el proceso de legitimación de la relación adúltera mantenida por Ypólito y la Emperatriz, comenzada apasionadamente en vida del Emperador. Dado que la Princesa había hecho heredera a su madre, y Tirante había testado en favor de Ypólito, todos aconsejan que se casen65. La muerte de la Emperatriz, al poco, limpiará a Ypólito de la vinculación con una carrera de verdadero condottiere elevado al poder por la vía del favoritismo sentimental. Pero cuando ya es sólo Emperador, y no pobre paje, ni antiguo amante oportunista, entonces Ypólito casa en segundas nupcias con la hija del rey de Inglaterra, con quien tendrá tres hijos y dos hijas. Al casar con esta princesa inglesa (a las bodas de cuyos padres, recordemos, había asistido Tirante), Ypólito cierra el círculo de formación y desarrollo del propio Tirante. Un Ypólito limpio de los pecados juveniles de la pasión ilícita es la pieza nueva que siembra la semilla de un nuevo linaje caballeresco: «Y el hijo mayor fue llamado Ypólito, assí como su padre, el qual hizo singulares cavallerías, las quales el presente libro no las recita, antes se remite a las ystorias que dél fueron hechas» (cap. 487, pág. 1.101).

Estos dieciséis capítulos finales podían previamente parecer un tópico apéndice tras la muerte de los héroes. En vez de eso, resultan un muy significativo colofón. Porque el proceso de ascenso de Ypólito, encumbrado un poco voluntaria y otro poco azarosamente, se diría que está en el polo opuesto del que realizó Guillén de Varoyque, modelo de Tirante. El citado episodio de aventura de amor loco entre él y la Emperatriz, secundario en principio respecto a la trama principal, se revela ahora como primordial. Pese a que apenas se había vuelto a mencionar el estado de las relaciones, de repente tropezamos con un Ypólito maduro, serio y ambicioso, capitán del ejército imperial, ¿Tal vez ha pretendido Martorell cambiar el carácter de Ypólito, que olvidemos sus principios y aceptemos su comportamiento convencional, de caballero perfecto?

Probablemente, no. Porque al lector no se le ha escondido nunca —y, por tanto, no ha podido echar al saco del olvido— el maquiavelismo del personaje. Leamos solamente las palabras de Martorell sobre los sentimientos de Ypólito, al morir la Princesa: «la Emperatriz le amava más que a su hija ni a sí misma [...]. Y no penséys que Ypólito tuviese mucho dolor, que luego que Tirante fue muerto hizo su cuenta que él sería emperador, e mucho más después de la muerte del Emperador e de su hija, teniendo confiança del mucho amor que la Emperatriz le teníe; que él no dudava que le tomaríe por marido e por hijo; que usança es de las viejas que quieren a sus hijos por maridos, que por emendar las faltas de su juventud quieren hazer aquella penitencia» (cap. 479, pág. 1.087).

¿Significa el encumbramiento de Ypólito la resignación de Martorell ante un proceso de ascenso maquiavélico, opuesto al que él había diseñado para Tirante? ¿Significa un reconocimiento realista del fracaso de este diseño? Como decíamos, tanto la muerte de Tirante, como ahora la sucesión de Ypólito son los dos momentos más conflictivos y abiertos a diferentes interpretaciones de la novela66. Parece difícil negar que la sucesión de Ypólito revela un pensamiento pesimista sobre el poder de la Fortuna, que cercena la vida de los excelentes y encumbra la de quienes, como Ypólito, representan, con algunos de sus aspectos más negativos, la nueva cortesanía renacentista.

Tirante, un caballero de elaborada ficción, nos ha dejado testimonio, con la trayectoria de su vida —¡tan real, tan fantástica!—, de unos ideales de época, deseos ejemplares y factibles de gloria absoluta. Dentro de su enormidad, y pese a su compleja andadura, por coexistencia de elementos contradictorios, algunos de los cuales he tratado de hacer resaltar en mi guía de lectura para la obra, Tirante el Blanco es un texto coherente y compacto. En plena mitad del siglo XV, es lógico que la coherencia estructural de un proyecto literario tan ambicioso67 vaya acompañada de desorientación —y hasta perplejidad— y reorientación ideológicas respecto al papel que ha de cumplir un texto de narrativa de ficción como historia ejemplar y como obra artística.

Si no «el mejor libro del mundo», como proclama el cura de Don Quijote, sí es Tirante el Blanco la más importante novela de la literatura catalana, el mayor logro narrativo producido en Europa en todo el siglo XV, un texto clásico y universal que, además, nos parece a muchos uno de los más decisivos precursores de la modernidad narrativa cervantina. Acabando con Cervantes una vez más: «Llevadle a casa y leedle, y veréis que es verdad cuanto dél os he dicho».






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