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Luis Riaza

Noticia de Luis Riaza[1]

Por Pedro Ruiz Pérez

Nacido en 1925, la circunstancia de la guerra civil le lleva a una formación esencialmente autodidacta y a una temprana práctica profesional con distintas proyecciones en sus obras dramáticas. Sus primeros títulos de cierta relevancia (Los muñecos, Las jaulas, El caballo dentro de la muralla, Representación de don Juan Tenorio por el carro de las meretrices ambulantes, Drama de la dama que lava entre las blancas llamas...) se concentran a finales de los sesenta y principios de la década siguiente, tras una amplia serie de ensayos anteriores en los distintos géneros. En esos títulos ya se encuentran, en forma más o menos desarrollada, algunas de las claves de su teatralidad madura: el uso de muñecos y máscaras, los argumentos de la mitología clásica y de la literatura universal, la estructura ceremonial, la lectura crítica del teatro y la teatralidad heredada, un lenguaje de rasgos antirrealistas, polifónico y lleno de matices, el protagonismo de la mujer como víctima oprimida... La cronología y la obligada cercanía a los canales del teatro independiente lo relacionan con el llamado «Nuevo Teatro Español», con algunos de cuyos miembros más destacados comparte la experiencia de la creación colectiva de un texto finalmente inacabado, El Fernando (ed. 1978). Sin embargo, sus constantes temáticas y estéticas, más allá de algunas semejanzas superficiales, son muy distintas a los de los autores de esta generación, de los que se aparta rápidamente, siguiendo una trayectoria completamente distinta a la de aquéllos.

Los años setenta, marcados por la transición política en nuestro país, entre la esperanza y la desilusión, están ocupados por un ciclo de piezas maduras que giran en torno al tema del poder y su perpetuación a través de la teatralidad ceremonial. En él se inscriben obras publicadas en una colección académica de clásicos de la editorial Cátedra (El desván de los machos y el sótano de las hembras, El palacio de los monos) o estrenadas por el Centro Dramático Nacional con dirección de Miguel Narros (Retrato de dama con perrito), junto a algunas de menor repercusión (Los perros, Revolución de trapo...), con claros referentes históricos; el ciclo se cierra con unas piezas breves, Antígona... ¡cerda!, Mazurka y Epílogo, que suponen una suerte de renuncia a la incidencia social de su dramaturgia, para orientar esta a una temática de mayor hondura antropológica.

La transición a nuevos temas y modelos teatrales culmina con Medea es un buen chico y las piezas recogidas en Tríptico para teatro, junto con una serie de piezas breves de argumento edípico y en torno a la muerte. En todo este ciclo las ideas dominantes son las de la violencia originada por el deseo mimético, lo inevitable del sacrificio como elemento fundacional de todo rito y de toda estructura humana y la indistinción entre víctimas y victimarios, con una incursión excepcional en un tema candente, el terrorismo, con una estética llamativamente realista (en La emperatriz de los helados, incluida en el Tríptico). La singularidad de esta pieza hace resaltar las características peculiares de la dramaturgia riacesca, en la que maduran los rasgos iniciales, en torno a una teatralidad ceremonial, cada vez más orientada a una crueldad desnuda y desgarrada, donde el barroquismo del lenguaje sustituye el oropel escenográfico y estilístico por el conceptismo de un lenguaje polisémico, cargado de referencias de una cultura bastardeada en la que se mezclan vulgaridad y refinamiento, grosería y elevación estética, chafarrinón y sutileza de perfiles, con unos personajes recurrentes cuya individualidad psicológica desaparece ante la potencia simbólica de la máscara y la configuración arquetípica. En esta línea Riaza, recupera una línea que, a través de Valle Inclán, conecta la dramaturgia española con la tradición europea y la estética y los planteamientos de la vanguardia, y coincide por ello con otras escrituras contemporáneas, como las de Romero Esteo y Nieva, aunque estas hayan seguido a partir de los años ochenta trayectorias bien distintas, entre el silencio y la orientación hacia un teatro más aceptable y comercializado. Fiel a sí mismo y a su escritura, Riaza ha ido profundizando en aquellos rasgos esenciales de su teatralidad, lo que le ha llevado a la consideración, por críticos como Ruiz Ramón, de ser uno de los cuatro o cinco autores teatrales españoles más importantes de este siglo, incluso a colocarlo entre los grandes del contexto europeo.

Con la fiebre del 92, en contra de la corriente dominante y en abierta complicidad con los planteamientos críticos de un francotirador como Sánchez Ferlosio, alumbró su monumental y coral friso Retrato de gran almirante con perros, en el que dio forma particular a algunos de los motivos habituales en su teatro, articulados en torno a las relaciones de dominación y al falseamiento de la historia, con distintas manifestaciones de una insoslayable violencia. Alejada de los circuitos habituales, la inédita pieza marcó una especie de frontera en la línea creativa del autor, que no sólo supuso una nueva inflexión en su concepción dramática, sino también una actitud más radical ante el teatro y sus compromisos y renuncias.

En los últimos años del siglo se impone el cambio de orientación en la cartelera española y en el gusto dominante (marcados por un aire costumbrista, la reposición de éxitos extranjeros y los criterios institucionales de un teatro público). En ese marco, Riaza alcanza una culminación casi beckettiana del silencio como conclusión de la radical crítica del teatro llevada a cabo en sus textos, que renuncian prácticamente a la edición y la representación, con muestras aisladas en España y algo más de eco internacional. Con evidente peso de esta situación, el autor recupera una atención creciente a otros géneros de escritura, condensada en auténticas piezas de cierre (o de síntesis), con momentos culminantes en sus logros estéticos, pendientes de su edición y difusión. En los escritos teatrales de sus dos últimas décadas de producción toda la temática anterior (el poder, la violencia, el deseo, la sustitución...) alcanza un nivel de radical paroxismo. El conflicto se intensifica hasta convertirse en eje de la ceremonia y tema central de los textos, de una teatralidad desnuda, progresivamente decantada, desde Danzón de perras a Calcetines, máscaras, pelucas y paraguas (sobre el sacrificio de Ifigenia), pasando por el autodestructivo monólogo de Bonsáis, estatuas y cadáveres, violento ajuste de cuentas con un pasado reciente, entre lo personal y lo colectivo. En otras piezas, como Las Prometeas, El fuego de los dioses o Los pies, el ya utilizado recurso a la mitología grecolatina le sirve para unas sugerentes variaciones sobre una constante temática, con que se subraya el carácter laberíntico, cerradamente circular de la misma, al tiempo que se diluye y permeabiliza las fronteras tradicionales del teatro, para contaminarse de otros géneros, cuando no para insertarse como piezas de un mosaico más amplio, una miscelánea inorgánica y de fronteras cambiantes en la que queda reflejado un mundo que se derrumba, el de un caótico siglo XX, un teatro incapaz de sobrevivirlo y la negativa experiencia de un creador lúcido que ha instalado su escritura sobre esta misma consciencia.

Tras un distanciamiento del teatro, que nunca ha sido total en su escritura, Riaza retornó con más intensidad a la escritura de relatos en prosa y de poemas, que ya venía escribiendo desde mediados de los 60, con varios premios en su haber. En ambos géneros se manifiestan los mismos rasgos que habían caracterizado a su teatro, no sólo por la recurrencia de temas y la familiaridad del lenguaje, sino también por una concepción ceremonial y dramática, repleta de violencia, desdoblamiento de voces, escenarios teatralizados y una inquietante mezcla de tradición cultural y lúcida imagen de la realidad, filtrada a través de restallantes vulgarismos que abren los abismos existentes entre las falsificaciones estéticas y la cruda naturaleza humana a través de sus distintas máscaras históricas.

Ya en el siglo XXI dos ambiciosos proyectos han centrado su creación, orbitando en torno a ellos la mayoría de las piezas menores que ha seguido generando. El primero es el Pentaconflictorio, calificado como mamotreto intergenérico»; en él se da cuerpo literario a la tesis de Steiner sobre los cinco conflictos básicos, con un despliegue de tanta inventiva como capacidad de síntesis de líneas anteriores de la obra riacesca. Con una similar mezcla y fusión de modalidades genéricas, aborda a continuación unas Memoriejas donde se combina una mirada retrospectiva sin tapujos y la constante mirada lúcida y corrosiva sobre el ser humano, la sociedad y las convenciones artísticas

Además de numerosos montajes de sus piezas en España, Riaza ha visto su teatro representado en Marruecos, Venezuela, Estados Unidos, Bulgaria, Chile, Francia, Bélgica o Brasil, entre otros países. Una veintena de sus piezas teatrales han sido editadas, algunas en más de una ocasión, además de traducidas, en distintos casos, al francés, alemán, italiano, portugués y búlgaro. Fiel a uno de los rasgos dominantes de su generación (la más premiada y menos representada, como fue definida por Alberto Miralles), ha obtenido una quincena de premios nacionales en los diferentes géneros, poesía, narración y teatro. La fecundidad de los últimos años ha generado una buena porción de textos aún inéditos, como una docena de libros de poemas, numerosos relatos y varias obras de difícil caracterización, que se suman a los procedentes de sus etapas previas. Su tendencia a la reflexión y al ensayo se ha canalizado en la multiplicación de sus personales prólogos, convertidos en un laberinto de incisos e incisos de incisos encerrados en varios niveles de paréntesis, en los que ha formulado o dispersado su particular teoría teatral y su amarga visión del mundo.

Ha sido objeto de numerosos estudios parciales, especialmente de su obra teatral, publicados en revistas científicas y académicas, además de las reseñas y críticas periodísticas de sus estrenos. Cuenta con capítulos destacados en las recientes historias del teatro en el siglo XX. Ha merecido diferentes trabajos académicos, con tesis de doctorado y licenciatura, en distintas universidades de España, Francia y Estados Unidos.

Hasta sus últimos momentos siguió prefiriendo la montaña al patio de butacas y mantuvo su afirmación de que lo más estimulante de un espectáculo teatral son los ensayos de los actores.


[1] Se recoge, con algunos retoques, el texto publicado con el mismo título en la revista Exilios (4-5, octubre de 2000, pp. 129-131) con la adición de algunas referencias a su último tramo de vida y escritura.

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