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Creación poética y componente simbólico en la obra de San Juan de la Cruz

María Jesús Mancho Duque


Universidad de Salamanca




ArribaAbajoLa inefabilidad de la experiencia mística

El problema de la inefabilidad de la experiencia mística es corolario de la propia naturaleza del fenómeno en sí. El objeto de la expresión mística es acercarnos al misterio del contacto con una realidad trascendente que sobrepasa los niveles racionales humanos, y por con siguiente, lingüísticos. Sin ser un hecho específicamente místico, puesto que se manifiesta en poetas y filósofos, es decir, en quienes intentan ofrecernos una visión totalizadora del hombre y del mundo, la insuficiencia del lenguaje se agrava en el caso de la explanación de unas vivencias que por su misma esencia resultan inaprensibles para la capacidad cognoscitiva del sujeto que las sufre.

Ante esta realidad, el místico ha de decidirse por alguna de las siguientes opciones:

1. Opción radical: negación de toda posibilidad de comunicación; esto es, el silencio1.

2. Opción caracterizada por el predominio de la función expresiva: lenguaje interjectivo, fórmulas del tipo «balbuceo», «no sé qué», etc., características de todo déficit de expresión respecto de la emoción2.

3. Opción que pone de manifiesto un poderoso esfuerzo por parte del místico experimental para establecer la comunicación lingüística3. Para lograrla deberá recurrir a un uso lingüístico que aproveche al máximo la disponibilidad del sistema de la lengua en todos sus niveles, principalmente en el léxico-semántico.

En consecuencia, el escritor, y ya no sólo místico4 adoptará y adaptará los recursos del lenguaje poético, en cuanto éste es considerado como un uso lingüístico creador dentro de la lengua, tal y como lo caracteriza, por ejemplo, P. Guiraud: «Exprimant l'ineffable, elle [la poésie] torture la langue, la dilate, en révèle toutes les possibilités de signification que celle-ci ignore, qu'elle dédaigne ou qu'elle refuse comme étrangères à son objet. L'art du poète est un abus du langage, constamment dépassé, sursignifié»5.




ArribaAbajoMística y poesía

El místico no se contenta únicamente con su experiencia, sino que, por motivos de necesidad expresiva -sufre un desbordamiento amotivo análogo al del poeta, aunque superior en complejidad y elevación, desbordamiento que por su misma intensidad le empuja a una expresión exaltada de sus sentimientos6-, desea comunicar lo vivenciado. En esta actitud se identifica con el verdadero poeta.

Existe un consenso generalizado entre los críticos especializados en literatura mística en afirmar que el único modo de expresar lo inefable es, precisamente, mediante el lenguaje poético. Esto, en primer lugar, porque dada la naturaleza de las vivencias místicas, el sujeto que pretenda expresarlas se verá impulsado, impelido, a modificar el lenguaje normal. Y lo conseguirá mediante un uso lingüístico que potencie el abanico de libertades lingüísticas que le permite el sistema en todos sus planos. El aprovechamiento al máximo de estas potencialidades coincide con el que efectúa el poeta. Así, pues, mediante la palabra poética, el místico «llega a tocar el misterio en su desbordante plenitud y balbucir lo que puede de esa experiencia... La poesía es una penetración real, aunque parcial, del misterio. Y el paradigma de todos los misterios es Dios»7.

Para San Juan las vivencias místicas sólo podían plasmarse, de un modo alusivo, desde luego, a través de recursos líricos. La poesía es el vehículo expresivo dé un contenido específico, la experiencia mística que se quiere gozosamente comunicar a todo el mundo. Ahora bien, «los afectos -y su expresión poética- brotan ya acuñados en perfil místico, y ello en momentos próximos a la inefable vivencia. San Juan confía toda su doctrina espiritual a unos cuantos símbolos que se prestan a una rica gama de interpretaciones»8. Ello entraña un riesgo: el de que los poemas con su carga simbólica no sean perfectamente comprendidos en el sentido doctrinal subyacente. Para subsanar esto aparecerán los comentarios en prosa. Estos surgen como clave interpretativa del simbolismo del poema, como declaración doctrinal de sus versos, como exposición mística y como conceptuación de experiencias vitales. Los comentarios resultan ser, así, una especie de código hermenéutico, sin pretensiones de exclusivismo, dado el amplio margen de anchura que confiere el santo a la explanación de los múltiples valores significativos encerrados en sus símbolos.

La crítica ha reconocido la existencia en la prosa sanjuanista de un componente lírico al lado del puramente doctrinal. Así, se ha hablado de un estilo poético junto al denominado estilo metafísico9, ambos perfectamente conjuntados, de suerte que se ha podido afirmar que «lógica y entusiasmo son las notas que resumen las características de esta prosa, en la que el "momento emotivo" es inseparable del momento metafísico»10.

El estilo poético impregna de lirismo muchas de las páginas de las Declaraciones de sus tres poemas principales, como por ejemplo la Noche oscura, donde el santo, más ceñido a los versos, parece revivir -es sumamente importante el concepto de reviviscencia- algunos momentos especialmente intensos y dramáticos de su experiencia mística. Notas caracterizadoras de este estilo lírico son el «pensamiento ensimismado, el lenguaje transpositivo, la retórica emotiva, el uso de las palabras "sustanciales", la actitud de sobria ebrietas y los recursos paradójico-evocativos»11. Todo ello va configurando una auténtica prosa poética o «prosa arrebatada», como la denomina Hatzfeld12, «cuyo profundo patetismo aparece controlado por la necesidad de razonar y sistematizar lo que, más aún que al campo intelectual, pertenece al área de las emociones»13.




ArribaAbajoLas figuras

Ahora bien, el estilo lírico de la prosa de San Juan de la Cruz cristaliza en los mecanismos transpositivos, esto es, en la presencia de símiles14 metáforas, símbolos y alegorías15. A estas figuras les aplica el santo el calificativo de extrañas16. Este término, contrapuesto a vulgares, puede equivaler a «extrañas a la norma habitual o estándar», pero también puede significar «que producen extrañeza o desconcierto» en la mente del oyente o lector, el cual, según como interprete o «reduzca» ese primer momento de asombro, puede verse arrastrado a posiciones personales que vayan desde la admiración a la hilaridad o el desprecio17. Esto se evidencia por el hecho de que el carmelita solicitara una colaboración del lector para interpretar -no estrictamente, pero sí en la dirección adecuada- sus figuras, «las cuales semejanzas no leídas con la sencillez del espíritu de amor e inteligencia que ellas llevan, antes parecen dislates que dichos puestos en razón»18. La consideración de «dislates» no es, en última instancia, sino un juicio de valor, consecuencia de la extrañeza suscitada en el interlocutor, que no ha logrado esclarecerlas debidamente.

Ya Baruzzi advirtió la importancia de las figuras, al afirmar que «el lenguaje místico propiamente dicho emana menos de vocablos nuevos que de transmutaciones operadas en el interior de vocablos tomados al lenguaje normal»19. El «interior» a que se refería el ilustre investigador francés corresponde a lo que en términos lingüísticos denominamos significado.

Y es que en el registro místico los recursos del lenguaje poético más trascendentes corresponden a innovaciones en el plano del significado, bien «por la creación de un nuevo contenido, inédito en los usos, pero con base en rasgos semánticos bien conocidos», bien «por la creación de asociaciones inéditas en los usos, entre determinados significantes y determinados significados, por lo demás perfectamente usuales»20.

La utilización de las figuras, desempeña dentro del registro místico, en primer lugar, una función de designación -como meta ideal, nunca alcanzada plenamente- de realidades inexpresables mediante el uso normal21. En segundo término, la figura se revela como uno de los medios más eficaces para transmitir una emoción y con frecuencia esta emoción está en la base del surgimiento de muchas de ellas. También cumplen las figuras una función poética, proporcionando una fuerte dosis de placer estético y literario: nos encontramos frente a verdaderas creaciones lingüísticas y literarias. El lenguaje figurado supone en el verso una permanente fuente de belleza, pero penetra y empapa también la prosa de San Juan de la Cruz. Finalmente, mediante la figura, el místico no sólo pretende comunicar al lector o al oyente sus emociones, sino también que participe activamente en ellas. Hay, pues, un intento de arrastrar volitivamente al interlocutor, como se desprende de estas palabras de San Juan de la Cruz: «La sabiduría mística -la cual es por amor de que las presentes canciones tratan-, no ha menester distintamente entenderse para hacer efecto de amor y afición en el alma»22.




ArribaImágenes y símbolos

La utilización profusa de símbolos, como técnica de expresión lingüística y literaria, constituye uno de los rasgos tipificadores del lenguaje místico y es especialmente importante en San Juan de la Cruz, para quien viene a resultar, si hemos de creer a Baruzi, un puente expresivo entre la experiencia y la doctrina. Este simbolismo sanjuanista tiene unas raíces tan profundas que no «traduce» una experiencia, sino, todo lo contrario, la propia experiencia es en sí simbólica23.

La «anchura» de los dichos de amor24 se dirige de modo particular a los significados de los signos lingüísticos denominados símbolos, caracterizados por su multivalencia. Y es que la obra de San Juan de la Cruz rebosa simbolismo. La palabra poética nace ya impregnada de sentido trascendente. El símbolo se presenta así como el recurso idóneo para acercar y tratar de hacer asequible de alguna manera la realidad trascendente cuya experiencia constituye el hecho místico.

El lenguaje de San Juan de la Cruz se nos ofrece como un uso lingüístico profundamente simbólico, cuyas aportaciones en el campo de la Mística han sido trascendentales. Símbolos como la Noche o la Llama, de originalidad indiscutible, a pesar de los supuestos tradicionales sobre los que se levantan, son de una importancia capital tanto para la Teología como para la ciencia lingüístico-literaria.


Multivalencia del símbolo

El lenguaje simbólico no posee límites semánticos precisos. Ello es debido a que el símbolo no posee un significado unívoco, sino multivalente y en cierto modo inagotable. La característica semántica fundamental del símbolo consiste en evocar, sugerir, implicar, pero nunca señalar con precisión. El destinatario, oyente p lector, que intente interpretarlo adquiere la certeza de que no es posible abarcar todas las significaciones y que tampoco le es lícito reducirlas a una pretendida primaria. Esto supondría una simplificación que falsearía el verdadero lenguaje del símbolo. Como señala certeramente M. Eliade, «ce qu'un symbole essaie de nous montrer c'est justement la solidarité entre les différents niveaux du réel, et cette solidarité nous est difficilement accessible rationnellement.... Car la fonction cognitive du symbole est justement de nous dévoiler une perspective d'ou des choses apparemment différentes et des activités bien distinctes se révèlent équivalentes et solidaires»25. El símbolo se presenta como una unidad que engloba una pluralidad semántica difícilmente reductible a un único y exclusivo valor. En fórmula de Ch. Baudouin, «le symbole est essentiellement une concordance, une coïncidence de multiple dans l'unité d'une forme»26. En el símbolo se produce un fenómeno de condensación significativa, en el que los significados se disponen en diferentes niveles de profundidad, cada vez más insondable, y de extensión dilatada en sucesivas e inabarcables estructuraciones dinámicas27.

La pluralidad de significados que conlleva el lenguaje simbólico fue intuida y formulada por el propio San Juan: «Lo que de ello se declara ordinariamente es lo menor que contiene en sí... Los dichos de amor es mejor dejarlos en su anchura, para que cada uno de ellos aproveche según su modo y caudal de espíritu, que abreviarlos a un sentido a que no se acomode todo paladar. Y así, aunque en alguna manera se declaran, no hay para qué atarse a la declaración»28. Consecuentemente con estas afirmaciones, cada lector puede potenciar o recrear los significados insinuados e inagotables del símbolo de una manera intuitiva y personal, ya que el santo era consciente de que la multiplicidad de significados encerrados en un símbolo no se puede clasificar rigurosamente, ni menos cuantificar, dado que muchos de ellos responden a virtualidades emotivas, cuya cristalización semántica depende, en buena parte, de la interpretación personal del lector. Bousoño29 ha puesto de manifiesto lo que de revolucionario suponía la poética de San Juan de la Cruz para la estética de su tiempo, desde el momento que no precisa ser comprendida, al menos de modo absoluto, para ser disfrutada y ejercer su influjo en el ánimo del lector u oyente30.

El auténtico símbolo es de naturaleza viva. Esto es, está preñado de significaciones que, no sólo superan la comprensión intelectual y el interés estético, sino que suscitan una cierta vida. En otras palabras, la percepción del símbolo excluye la actitud de simple espectador: exige una participación inconsciente de agente o actor31. Lo propio del símbolo es de permanecer indefinidamente sugeridor: cada uno verá en él lo que su potencia visual le permita percibir, salvaguardando siempre la constancia en la relación existente entre simbolizante y simbolizado.




Dinamicidad del símbolo

Las significaciones simbólicas se concretan en un sistema que no es estático sino dinámico. La dinamicidad de los significados simbólicos se hace patente sobre todo en aquellas imágenes poéticas que, por su importancia y trascendencia, llegan a constituirse en símbolos clave, o imágenes núcleo, dentro de la obra de un autor y que responden a profundas necesidades psicológicas o a íntimas experiencias vitales. Ello es debido a que una de las principales funciones del símbolo es de naturaleza exploratoria. En efecto, la imagen simbólica tiende a expresar el sentido de la aventura espiritual de los hombres, impelidos a través de las categorías espacio-temporales. En San Juan de la Cruz encontramos un ejemplo claro en el símbolo de la Noche. El dinamismo de este símbolo genial está relacionado, por una parte; con la propia experiencia mística reflejada, y, por otra, con las especiales características del verdadero símbolo poético, en cuanto éste, por el mero hecho de serlo, es en sí dinámico32.

La Noche, pues, por simbolizar un proceso místico traduce la dinámica de la propia aventura espiritual, hecho advertido ya por Baruzi: «La nuit n'est pas un symbole statique. Jean de la Croix trouve dans la nuit, et dans ses nuances d'ombre, le symbole d'une expérience divine en son devenir»33. Podemos precisar más al afirmar que es el dinamismo progresivo, el ritmo del movimiento negativo, lo que constituye la raíz última, el eje fundamental del símbolo de la Noche34. En esta dinamicidad se hallan íntimamente imbricados el sentido poético y la propia experiencia vital. Así, el símbolo nocturno se va desarrollando en sucesivos planos de ahondamiento: natural, sensible, intelectual, sobrenatural, etc. El resultado es una especie de progresión significativa en la que los significados se van adensando paulatinamente sin olvidar ni viciar el núcleo sémico originario. Por ello se ha hablado de «ritmos», que se repiten sucesivamente, a modo de variaciones sinfónicas, en virtud de una analogía básica35. En realidad, los comentarios Subida y Noche no son sino una comprobación del dinamismo del símbolo sanjuanista, pues constituyen una exégesis realizada en distintos niveles de profundidad de la Noche, «combinación de dialéctica y de lirismo en lo más profundo de una palabra»36.

Pero además, la dinamicidad del símbolo se manifiesta en la creación, por razones de pura lógica interna, de otros términos de contenido igualmente simbólico. De esta manera, a partir de un símbolo central, surgen unas «constelaciones» o estructuras simbólicas constituidas sin una actitud preconcebida. Esta propiedad de generación de nuevos símbolos tiene como consecuencia la formación de un lenguaje empapado de significaciones de carácter simbólico, como sucede en los comentarios en prosa, donde, por ejemplo, al intentar la explanación del símbolo nocturno, al lado de la explicación doctrinal, el santo tiene que recurrir, por necesidades poéticas internas, al desglose de signos simbólicos derivados, que se irán desarrollando, a su vez, en los diferentes planos en los que la Noche lo hacía, adquiriendo nuevos modos o matices significativos para adaptarse a los sucesivos niveles. De este modo, la Noche va a potenciar el surgimiento de una serie de símbolos secundarios en cada uno de los tres ejes o directrices sémicas que señalamos hace algún tiempo37. En el del proceso o tránsito, que pone de relieve la dinamicidad, espiritual y simbólica, característica, por otra parte, de San Juan de la Cruz38, se pueden encontrar, tanto en la dimensión progresiva: salida39, puerta40, camino41, senda42, como en la interiorizadora: entrar43, y, sobre todo, en la más sublimadora o ascendente: subida44, monte45, cumbre46, escala47, vuelo48. En el eje de la negación nos encontramos con desnudez49, vacío50, sequedad51, soledad52, silencio53, y en el específico lumínico, tanto en la vertiente negativa como en la positiva, podemos reseñar oscuridad54, tiniebla55, nube56, ceguera57, vista58, ojos59, luz60, lumbre61, rayo62, fuego63, llama64, inflamación65, calor66, etc. Con relación a la inmensidad, espacial e íntima, donde se anulan todas las coordenadas humanas, por exceso, cabe mencionar: abismo67, mar68, desierto69, etc. Lo mismo valdría decir respecto a los lexemas simbólicos verbales, que desarrollan un comportamiento paralelo. El resultado, cuando estas imágenes se condensan en el texto, es una prosa poética, imbuida de simbolismo, sugerente e inagotable, que prende por su honda belleza, impregnada de tensión y misterio, al lector.

Puede observarse en estas imágenes su interpretación, esto es, la existencia de una afinidad básica que las liga entre sí. No son símbolos estancos, sino que se descubre siempre entre ellos una relación evidente. Cualquier lector de las obras sanjuanistas reconocerá la conexión existente entre el camino y la puerta70, la desnudez71, y sequedad72, la oscuridad73, tiniebla74, y ceguera75, la subida, y el monte76, etc. Esto explica que muchas veces estos símbolos desgajados del central aparezcan sintagmáticamente unidos: el camino de la soledad77, la noche oscura78; oscuridad desta noche79; noche seca80; noche de sequedades81; soledades del desierto82; abismo de luz o abismo de tinieblas83, etc. Incluso los oxímoros se fundamentan en la concatenación sintáctica de imágenes simbólicas de significado opuesto: fuego tenebroso84, oscura luz85, rayo de tiniebla86, etc.

El símbolo se basa en una intuición totalizadora de la realidad, que permite captar en toda su complejidad el sentido último de la dialéctica Dios-hombre-cosmos. Los elementos constitutivos del plano real y el imaginario no se corresponden uno a otro entre sí. Procede directamente de una experiencia vital, instantánea -una súbita iluminación- o continuada. El significado no va incluido directamente en el significante, sino que ha de buscarse en éste a través de un análisis conceptual. La emoción que produce, en fin, es irracional, y arranca de asociaciones subconscientes. Su importancia se hace patente en el título de los escritos en prosa de S. Juan de la Cruz: Subida, Noche, Llama.

Mientras el simbolismo confiere un carácter abierto, dinámico, plurivalente e inabarcable, las explicaciones alegóricas, ofreciendo tan sólo algunas de las muchas explicaciones posibles de aquel oscuro núcleo de sugerencias, constituyen un principio de limitación y concretización. El simbolismo, transido de esa oscura vaguedad, ambigüedad y multivalencia, constituye para muchos la raíz de toda poesía.




Bipolaridad del símbolo

El símbolo encierra en sí un carácter dicotómico propio, que engloba lo concreto y lo abstracto, lo material y lo espiritual, lo intuitivo y lo conceptual, lo subjetivo de la expresión y lo objetivo de la significación, etc. Esa cualidad de poder subsumir entidades antinómicas es lo que se denomina la «ambivalencia del símbolo».

Esta característica tiene notables consecuencias. Así, por ejemplo, del carácter intelectual, objetivo y universal se deriva la pervivencia a través del tiempo y del espacio. Todos estos símbolos se presentan desde el principio con una determinada pretensión de valor y objetividad, todos ellos van más allá del círculo de los meros fenómenos individuales de conciencia. Esto se puede comprobar en la Noche. San Juan no nos revela mediante esa forma simbólica su experiencia personal; lo que hace es advertirnos sobre su carácter de necesidad ontológica dentro de unas coordenadas específicamente cristianas. Esto es, todo cristiano que desee alcanzar la unión con Dios en esta vida, forzosamente, ineluctablemente, ha de pasar por la Noche oscura, en cualquier lugar o época. Es decir, la Noche adquiere una validez intemporal y supraespacial.

La estructura dual del símbolo, que le permite acercar y aunar elementos irreductibles entre sí, le confiere una gran rentabilidad a la hora de describir fenómenos de carácter mítico o religioso. De ahí se deriva el predominio del símbolo en estos específicos registros. Por ello no es un mero azar que el lenguaje místico, que pretende acercar lo trascendente a lo inmanente, lo necesario a lo contingente, rebose de símbolos, de origen arquetípico en muchos casos, para expresar esta experiencia paradójica.

Pero existe otro tipo de bipolaridad. Según Bachelard la verdadera unidad poética debe ser esencialmente dialéctica, capaz de conciliar contrarios, pues una de las funciones del símbolo es la de armonizar los opuestos y extremos, estableciendo una conexión entre fuerzas antagonistas y superando, así, oposiciones. Esta unidad compleja y dialéctica constituye una especie de metáfora total, característica de las imágenes grandiosas y nucleares de una obra literaria. También la Noche nos puede servir de ejemplo, ya que encierra la tiniebla más honda y la luz centelleante, el frío de la desnudez y el desierto nocturnos junto al calor vivo del incendio y la llama amorosa, la muerte y el renacer, la Nada, en fin, como medio con el que se alcanza el Todo. Por eso, puede recibir calificaciones o valoraciones contrarias: «Esta dichosa noche» (IINoche, 9, 1); «Esta horrible noche es purgatorio» (IINoche, 12); «Grande compasión conviene tener al alma que Dios pone en esta tempestuosa y horrenda noche» (IINoche, 7, 3). Cuando estas características contrarias, subsumidas en el símbolo, se desglosen, surgirán las paradojas: «Esta dichosa Noche, aunque oscurece el espíritu, no (lo) hace sino para darle luz para todas las cosas» (IINoche, 9, 1). Y esto se comprueba en otros símbolos dinámicos. Así, por lo que respecta al camino: «En este camino, el [dejar su camino es entrar en camino» (IISubida, 4, 5); «En este camino el abajar es subir, el subir abajar» (IINoche, 18, 2); «En este camino, cegándose en sus potencias ha de ver luz» (IISubida, 4, 7); «Suele Dios hacerla subir por esta escala para que baje, y hacerla bajar para que suba» (IINoche, 18, 2). Paradoja que repite en unos versos famosos referidos a otro símbolo dinámico: el vuelo: «Cuanto más alto llegaba... tanto más bajo y rendido / y abatido me hallaba / ... y abatime tanto tanto / que fui tan alto, tan alto...». Igualmente la negación obtiene la posesión absoluta, en términos simbólicos: «El espíritu purgado..., morando en su vacío, oscuridad y tiniebla, lo abraza todo con gran disposición» (IINoche, 8, 5). Y esto explica que se confundan las dimensiones espaciales y se vislumbre la inmensidad: «Y tanto levanta entonces este abismo de sabiduría al alma» (IINoche, 17, 6); «Cuando comienza a entrar en esta escala de contemplación purgativa» (IINoche, 19, 1); «De donde el venir aquí es el salir [de aquí y de allí], saliendo muy lejos de ese bajo para esto, sobre todo alto» (IISubida, 4, 5).




Función creadora de los símbolos

La imagen simbólica es una unidad ambivalente capaz de generar y estructurar una realidad nueva: lo real imaginario. El símbolo no sólo ofrece una abreviatura simbólica de lo ya conocido, sino que sirve también para descubrir determinadas conexiones lógicas en una perspectiva abierta.

San Juan mediante el símbolo descubre, reconoce e incluso, gracias a su preparación intelectual, interpreta su experiencia. Se sirve de él como un elemento ordenador del continuum de su experiencia.

La creación de un símbolo no supone la conciencia de un fenómeno y posteriormente su reducción simbólica. San Juan no experimenta las frases negativas del proceso místico y después le otorga la expresión simbólica «Noche»; todo lo contrario, el Santo sufre su experiencia como noche, o en otras palabras, la toma de conciencia de esa vivencia se realiza mediante la expresión simbólica. En los verdaderos símbolos, la «réalité symbolisée dans le symbole n'est donnée ni avant ni après le symbole, mais en même temps, dans une saisie unique et totale de l'esprit»87. Se trata, en definitiva, de una creación que supone una intuición intelectualizada de carácter global y con raíces afectivas. «Il n'y a pas d'abord une expérience consciente, puis un effort de traduction symbolique. A celui qui possède la culture et la technique d'expression, c'est le symbole qui donne de réaliser consciemment l'expérience»88.

San Juan de la Cruz reunía las condiciones idóneas de cultura, lirismo y experiencia necesarias, al mismo tiempo que una gran sensibilidad espiritual, para la creación de auténticos símbolos.




Raíces afectivas del símbolo

La palabra simbólica surge de una intuición profunda cuyos orígenes hay que buscarlos en los fundamentos emotivos e inconscientes del hombre. La afectividad, el instinto son tanto ontogénica como filogenéticamente la materia prima, la sustancia del símbolo, sustancia que, al proyectarse en la conciencia, adquiere una forma, una sistematización, estructuración y coherencia que permite al hombre su ulterior dominio y libertad de recepción y expresión con respecto a la realidad.

El símbolo responde, en cuanto a su origen, a diferentes y profundas motivaciones emocionales, de índole preconsciente en muchos casos, por parte del creador. Su empleo será especialmente abundante y prolífico en aquellos tipos de lenguaje que supongan una carga afectiva particularmente intensa, tales como el mítico-religioso, cuyo origen radica en el sentimiento humano, o el poético. De aquí que en el lenguaje místico, y particularmente en el utilizado por San Juan de la Cruz, que participa de ambos, aparecieran con profusión y sistematicidad especiales.

Con todo, es preciso tener en cuenta que el símbolo no contiene sólo carga subjetiva, sino objetiva y universal. «El poeta lírico no es un hombre que se entrega al juego de los sentimientos. El simple ser arrastrado por las emociones es sentimentalismo pero no arte. Un artista que no esté absorbido por la contemplación y creación de formas sino por su propio placer, más bien, o por su degustar la alegría o la pena, se convierte en un sentimental»89. Es decir, los aspectos subjetivos del símbolo deben estar encarnados en un proceso de objetivación que es el que le confiere validez general dentro de unos presupuestos generales comunes.

Nadie más alejado del subjetivismo y sentimentalismo que San Juan de la Cruz, el místico español que despersonaliza más intensa y sistemáticamente su experiencia. A diferencia de Santa Teresa, que utiliza siempre la primera persona y describe minuciosamente sus vivencias, San Juan de la Cruz diluye los rasgos identificadores de la lengua, de suerte que, aunque deducimos que se trata de fenómenos ocurridos a él mismo, todo lo tratado adquiere validez y alcance general. San Juan es reconocido como un místico universal, a lo que contribuye decisivamente el gran uso y creación de símbolos de que está impregnada su obra.




Símbolos y arquetipos

Existe una conexión entre determinados símbolos básicos y los arquetipos. Entiende Jung por arquetipo «cierta disposición innata a la formación de representaciones paralelas o bien de estructuras universales, idénticas, de la psique»90. Los arquetipos son núcleos primarios de simbolizaciones, cuyo origen habría que buscarlo en las etapas primitivas de la experiencia vital del ser humano. Son, pues, símbolos en su forma más elemental y primaria. Alojados en el inconsciente colectivo, representan un primer esfuerzo mental, canalizador de las fuerzas instintivas y biológicas, para conferirles un sentido humano.

Una imagen en sentido lato, puede ser considerada como arquetipo cuando a través de la historia humana conserva un núcleo significativo semejante o análogo, esto es, que le otorga una validez intemporal y universal91.

Los arquetipos son, pues, estructuras hereditarias que se actualizan en contacto con el medio propio y la experiencia individual. Representan dominantes colectivas inconscientes, traducidas en forma de impulsión vital, responsables de modalidades de comportamiento al propio tiempo que de formas de comprensión.

Si los arquetipos son los gérmenes de los símbolos poéticos y religiosos, el símbolo de la Noche, que participa de ambas categorías, estará hondamente impregnado de esos valores primigenios, reforzados por la tradición mística y poesía secular y subsumidos en la propia experiencia de San Juan de la Cruz.

En el símbolo máximo sanjuanista se revelarán ante un análisis, en primer lugar los valores puramente referenciales de la noche, pero inmediatamente surgirán connotaciones poéticas, subjetivas, personales del santo, y connotaciones que remiten a registros míticos arquetípicos íntimamente imbricados entre sí. Surgirá así, el símbolo de la Noche, creador de una realidad nueva, que engloba todos los significados parciales, y en la que los puramente denotativos han quedado relegados a un último término como vehículo o trampolín para este otro cúmulo de estratos significativos que, desarrollados y sublimados por San Juan de la Cruz, serán los que configuren su creación místico-poética.







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Hemos apuntado algunas notas caracterizadoras de los símbolos y las hemos ejemplarizado en el de la Noche, por constituir, en nuestra opinión, la imagen poética más personal y de mayor hondura humano-divina de San Juan de la Cruz. En sus escritos, no obstante, proliferan otras muchas, de modo especial las íntimamente ligadas a la naturaleza92. Así, por ejemplo, están presentes los cuatro elementos93: aire, fuego, agua, tierra, constitutivos, según la tradición filosófica griega, de todas las realidades, natural, humana y divina y que vienen a funcionar como «hormonas de la imaginación», en palabras de Bachelard. Estos elementos cósmicos trascienden su genuina significación para alcanzar otras simbólicas que un detenido análisis desvelará. La obra de San Juan de la Cruz, transida de misterio y de poesía, sigue, aún, atrayendo y desafiando interpretaciones, derivadas primordialmente de su inherente y pregnante simbolismo.



 
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