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ArribaAbajo8. Desprestigio en que cae el gobernador Bravo de Saravia; ofrece al Rey dejar el mando y pide al Perú socorros de tropas

El gobierno efectivo de Bravo de Saravia no había durado más que diez meses incompletos y ya todas las esperanzas que había hecho concebir y todas las ilusiones que él mismo se forjara, se habían desvanecido por completo. Su campaña militar en el territorio araucano había sido de tal manera desastrosa que había acabado por arrancarle el prestigio de que había venido revestido del Perú, y por producir una profunda perturbación en todo el reino. En realidad, el Gobernador no había cometido más que una grave falta, la de hacer empeñar el ataque del fuerte de Catirai o Mareguano contra la opinión de sus capitanes; pero sobre su cabeza se hacían caer todas las consecuencias de este desastre, y el pésimo resultado de una campaña sobre la cual se habían fundado tantas esperanzas, y que, sin embargo, era el producto de las condiciones especiales de esa guerra, como debía comprobarlo su duración secular.

Estas acusaciones, de que, a no caber duda, tuvo noticia Bravo de Saravia, debieron hacer más amarga su situación. Su primer cuidado fue vindicarse ante el Rey, explicándole su conducta y demostrándole que con las fuerzas de que podía disponer no le había sido posible hacer más para la pacificación del reino. En esos momentos, el general don Miguel de Velasco solicitaba permiso para pasar a España. El Gobernador lo eligió para que llevase sus comunicaciones a Felipe II y para que de palabra le diese todos los informes necesarios sobre la guerra de Chile. Velasco era el jefe derrotado en Catirai; y sea para amenguar el efecto de ese desastre, sea para corresponder lealmente a la amistad que le había demostrado el Gobernador, debía justificarlo de las acusaciones que llegaran a la Corte por otros conductos469. En su carta al Rey, Bravo de Saravia le pedía empeñosamente un socorro de cuatrocientos o a lo menos de trescientos hombres para terminar la guerra, a condición de que fueran pagados por el tesoro del Perú, «porque acá, agrega, no hay qué darles, ni Vuestra Majestad tiene rentas de qué pagarlos...». «Y esto no lo digo por mí ni porque deseo este gobierno, dice más adelante, antes suplico a Vuestra Majestad que en pago de mis trabajos y veinte y dos años que ha que sirvo en estas partes, me mande servir en otro lugar donde con más quietud y descanso pueda acabar los pocos días que me quedan de vida. Yo entré en este reino tan deseado y en tiempo que públicamente decían todos lo había restaurado. No sé si ahora lo escriban así a Vuestra Majestad por lo sucedido en Mareguano, bien que (no habría) ninguno que estuviera en mi lugar a quien no le sucediera, entendiendo que de desbaratar allí los indios redundaría el dar la paz toda la tierra, como ellos lo decían»470. Estas palabras reflejan el desengaño profundo   —302→   que se había apoderado del anciano Gobernador a los diez meses de haber tomado el mando. Pero ni él ni sus contemporáneos, que esperaban reducir a los araucanos con cuatrocientos auxiliares, parecían sospechar siquiera que aquella guerra había de durar siglos y que debía costar la sangre de muchos millares de españoles sin lograr dar cima a la conquista.

A fines de mayo de 1566 don Miguel de Velasco se embarcaba para el Callao, con el propósito de trasladarse de allí a España a desempeñar su comisión. Velasco debía también solicitar empeñosamente los auxilios que pudieran enviarse del Perú. El Gobernador, pensando que durante el invierno se suspenderían las operaciones de la guerra, y que por esto mismo su presencia en Concepción dejaba de ser necesaria, se dirigió por mar a Valparaíso para atender en Santiago los negocios administrativos que reclamaban su atención. Al partir, confió el mando civil y militar de las provincias del sur a uno de los oidores de la Real Audiencia, al licenciado Juan de Torres de Vera y Aragón, a quien veremos en breve cambiar la toga por la espada, mandar tropas y empeñar combates como si la guerra hubiera sido la ocupación habitual de toda su vida.





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ArribaAbajoCapítulo V

Gobierno de Bravo de Saravia: administración civil. Fin de su gobierno y supresión de la Real Audiencia (1569-1575)


1. Erección del obispado de la Imperial y fijación de sus límites. 2. El obispo de la Imperial toma la defensa de los indios y solicita en vano la reforma del servicio personal. 3. Vuelve a Chile el general don Miguel de Velasco con los refuerzos enviados del Perú. 4. Terremoto del 8 de febrero de 1570: ruina de la ciudad de Concepción. 5. Vergonzosa derrota de los españoles en Purén. 6. Últimos sucesos del gobierno de Bravo de Saravia. 7. El Rey lo reemplaza con Rodrigo de Quiroga y suprime la Real Audiencia de Chile. 8. Observaciones sobre el gobierno de Bravo de Saravia: causas diversas de sus desastres. 9. Proyecto de crear en Chile una universidad. La crónica de Góngora Marmolejo (nota).



ArribaAbajo1. Erección del obispado de la Imperial y fijación de sus límites

Según hemos referido en el capítulo anterior, al mismo tiempo que el gobernador Bravo de Saravia, había llegado a Chile un religioso franciscano, que venía a ocupar un alto puesto en la Iglesia de la colonia. Era éste fray Antonio de Avendaño, más conocido en la historia con el nombre de Antonio de San Miguel, que había tomado en el convento. Traía el título de obispo de la Imperial, y parecía resuelto a hacer sentir su acción en el ejercicio de sus funciones.

La erección de ese obispado databa de algunos. Resuelta por Felipe II en 1561, había pedido al Papa la aprobación pontificia y la preconización de fray Antonio de San Miguel para primer prelado de la nueva diócesis. En 22 de marzo de 1563, Pío IV sancionó su erección y confirmó a ese religioso en el rango episcopal471. Aunque pasó largo tiempo más sin que llegaran a Chile las bulas pontificias, la determinación real fue conocida mucho antes, y ella produjo altercados y competencias que preocuparon mucho a la colonia.

Era fácil comprender que la creación de un segundo obispado en el territorio chileno iba a reducir los límites de la diócesis de Santiago, y a disminuir considerablemente sus rentas. En 1564, el cabildo eclesiástico de Santiago, alarmado con esta novedad, levantó informaciones,   —304→   y obtuvo del obispo González Marmolejo, entonces muy viejo y casi moribundo, un auto para que la sede episcopal se trasladara a la ciudad de Concepción. Dábanse como fundamentos de esta medida dos órdenes de razones: la necesidad de acercarse al punto del territorio en que era más numerosa la población indígena, a la cual se quería convertir al cristianismo, y la circunstancia de que el solo distrito de Santiago no bastaba para la sustentación de las dignidades y canonjías de la iglesia episcopal. Si el rey de España hubiera sancionado definitivamente esta determinación, el obispado de Santiago se habría dilatado desde el Biobío hasta los confines australes del Perú, y habría comprendido, además, las provincias de la región del lado oriente de la cordillera, que habían poblado los conquistadores de Chile. El cabildo eclesiástico puso tanto empeño en que se aprobase este acuerdo, que autorizó un comisionado para que lo defendiese en la Corte. El Rey, por su parte, se limitó a pedir informe, por cédula de 9 de octubre de 1566, a la Real Audiencia que había mandado instituir en la ciudad de Concepción.

Pero esta medida no podía dejar de producir las más serias resistencias. El cabildo secular de Santiago creyó menoscabadas las prerrogativas de esta ciudad como centro de la gobernación, y en 19 de octubre de 1564 había dado poder a uno de sus regidores, a Juan Gómez de Almagro, para que se trasladase a Lima y en caso necesario a España, a gestionar contra esa determinación. Suscitose de aquí un largo litigio que debía ser decidido en la Corte por el Rey y por el Consejo de Indias. En esas circunstancias, había recibido el padre San Miguel la noticia de su elevación al episcopado, y tomaba como suya la cuestión sosteniendo desde Lima que la ciudad de Concepción debía quedar comprendida dentro de los límites del obispado de la Imperial. Ésta fue la materia de sus primeras comunicaciones al rey de España, desde antes de tomar posesión de su diócesis. En esas gestiones había demostrado la entereza de su carácter, que en Chile iba a probar en cuestiones de otro orden.

Habiendo recibido en Lima la consagración episcopal, el Obispo se trasladó a Chile. Llegaba a Santiago a fines de agosto de 1568; y en compañía de Bravo de Saravia partió poco después para el sur. Fijose por entonces en Concepción, para agitar ante la Real Audiencia la cuestión de límites de su obispado; y procedió en este asunto con tanta actividad, que antes de fines de año había obtenido la resolución que deseaba. El supremo tribunal decidió que el río Maule sería la línea divisoria de ambas diócesis472. Después de alcanzar este resultado, el Obispo pretendió que la sede de su obispado fuese trasladada a Concepción, que   —305→   creía más importante que la ciudad de la Imperial. Éste fue el tema de nuevas representaciones dirigidas empeñosamente al Rey sin conseguir la solución favorable que solicitaba. Pero, aun, en medio de estos afanes, pudo el Obispo dedicarse a otros trabajos que creía vinculados a los deberes de su ministerio.




ArribaAbajo2. El obispo de la Imperial toma la defensa de los indios y solicita en vano la reforma del servicio personal

Los españoles, como sabemos, hacían a los indios una guerra sin cuartel y sin piedad. Casi tan crueles como los mismos bárbaros, no perdonaban prisioneros, y cometían en la guerra grandes atrocidades con que esperaban escarmentar al enemigo, y que, en realidad, no hacían más que excitar su furor. Los indios sometidos, los que vivían al lado de los españoles, y los que ayudaban en sus faenas y en la misma guerra, no eran mejor tratados. Se les imponía un trabajo que casi no podían soportar, que los reducía a la condición de bestias y que los diezmaba. El gobernador Hurtado de Mendoza había dictado en su favor las ordenanzas llamadas de Santillán, pero sus disposiciones no se cumplían por la codicia de los encomenderos, y por la resistencia natural de los indios, que habituados a vivir en la ociosidad de la vida salvaje, no se sometían gustosos a ningún trabajo, ni podían reformar las ideas de su limitada inteligencia ni sus hábitos más inveterados, con leyes que no alcanzaban a comprender. La predicación religiosa no había surtido tampoco el menor efecto. Los misioneros y sus protectores tenían una idea tan equivocada de la naturaleza moral de los salvajes, que estaban persuadidos de que era posible implantar instantáneamente en medio de una raza ruda y grosera los sistemas religiosos y sociales de las razas superiores. Los indios, es verdad, se dejaban bautizar fácilmente, tomaban nombres cristianos y, aun, asistían, siempre con resistencia, a las fiestas religiosas, sea por curiosidad, sea por sumisión o por el deseo de hacerse iguales a los españoles; pero la nueva religión no había ejercido la menor influencia sobre sus hábitos y sobre su género de vida.

El obispo de la Imperial vio todo esto claramente; pero no acertó a descubrir las causas verdaderas de aquel estado de cosas. A su juicio, como al de mucho de sus contemporáneos, los indios no querían someterse a los españoles porque éstos los trataban mal; no querían hacerse cristianos porque temían que los redujesen a esclavitud y se resistían a trabajar, porque no se cumplían las ordenanzas o porque no se hacían otras más benignas aún. El obispo San Miguel participaba de las ilusiones de los que creían que esos salvajes, intratables y feroces, que tenían todos los malos instintos de las civilizaciones más inferiores, poseían muchas de las virtudes con que los filósofos y los poetas se complacían en adornar al hombre que consideraban en el estado de naturaleza. Se pronunció contra la guerra ofensiva,   —306→   y comenzó a reclamar en favor de los indios de servicio, el fiel cumplimiento de las ordenanzas decretadas y, aun, la revisión de éstas en un sentido más favorable para ellos.

Por su parte, el Gobernador había creído también que era posible reducir a los indios por los medios pacíficos y, en efecto, como contamos, había enviado a hacerles proposiciones amistosas que no habían surtido ningún resultado. Pero, en vez de atribuir esa actitud al estado de barbarie de los araucanos, a su obstinación natural para no someterse a la vida civilizada, y a la resistencia instintiva para vivir lejos de todo trabajo, Bravo de Saravia pensaba que era el fruto de la depravación de su carácter y de una maldad consciente y refinada. Veamos cómo expresaba al Rey sus opiniones a este respecto: «Los frailes, mayormente de la orden de San Francisco, le decía, nos ayudan poco, porque no solamente dicen que no se puede hacer guerra a estos indios por los malos tratamientos que hasta aquí se les han hecho, y que la que se les hace es injusta, pero ni quieren absolver a los soldados ni aun oírlos de confesión. Mire Vuestra Majestad: el soldado que no espera premio en este reino, ni hay en él de qué dárselo, ¿con qué ánimo y voluntad andará en ella? Y así, muchos de los que se aperciben para la guerra, se meten en los monasterios e iglesias y se huyen a los montes. Vuestra Majestad mande proveer de manera que su perlado los reprenda por ello, porque como he dicho, esta guerra más se hace en este reino para defendernos de estos indios que para ofenderlos, y porque no quieren oír la predicación del evangelio e impiden con su rebelión que a los que están de paz se les pueda predicar libremente, y han apostatado los más de ellos, y se han apartado de la obediencia de Su Majestad habiéndola ya dado muchas veces, salteando los caminos, matando y robando a los que andan por ellos, e impidiendo el comercio y contratación de los que quieren la paz y recibir el bautismo»473.

Ni el Gobernador ni el Obispo comprendían que era una ilusión irrealizable el pretender elevar rápida y bruscamente aquellos indios al rango de hombres civilizados. Los ensayos de implantación de un orden social mucho más adelantado, ya fuera por medio de la predicación religiosa, como pretendían el Obispo y sus colaboradores, ya por medio de la guerra y del terror, como lo pretendían los militares, debían fracasar fatalmente, como lo ha probado en ese mismo suelo la experiencia de tres siglos. El Gobernador y el Obispo continuaron, sin embargo, practicando sus sistemas respectivos; y mientras el primero militaba en la campaña o se daba algunos meses de tregua para dar tiempo de que llegasen los refuerzos que había pedido, el segundo insistía con mayor ardor en que se tentaran los medios pacíficos. En su correspondencia con el soberano, el obispo San Miguel no cesaba de representarle el mal trato que se daba a los indios, las atrocidades de la guerra, la ineficacia de las ordenanzas dictadas sobre el servicio personal y la necesidad de adoptar un nuevo sistema. Su celo, exaltado por las resistencias y por las rencillas frecuentes entonces entre las autoridades civiles y eclesiásticas tomó, en breve, un carácter agresivo. En sus cartas subsiguientes, sin tomar, sin embargo, el lenguaje violento y destemplado que con demasiada frecuencia hallamos en otros documentos de esa clase, hacía insinuaciones contra el Gobernador dejando entender que él era el responsable de las desgracias de la guerra, y contra la Audiencia474. Los   —307→   informes de ese prelado, que quizá sólo conocemos en parte, debieron influir poderosamente en el ánimo del Rey para adoptar las medidas relativas al gobierno de la colonia.

Lo que es indudable es que las quejas del obispo de la Imperial sobre el trato que se daba a los indios sometidos, fueron favorablemente acogidas en la Corte. Por real cédula de 17 de julio de 1572, Felipe II mandó expresamente que se tasasen los tributos que los indios debían pagar a la Corona y a los encomenderos. La voluntad del Rey era que los indígenas pagasen un impuesto moderado en dinero, en vez del trabajo personal a que estaban sometidos. En España se creía, también, que el trato con los españoles y la predicación religiosa iba a convertir prontamente a los indios en hombres trabajadores e industriosos que podrían pagar tributos pecuniarios como los demás súbditos del Rey. Pero la medida propuesta iba a encontrar resistencias de todas clases, nacidas, en parte, de la codicia de los encomenderos, pero principalmente también del estado social de los mismos indios que hacía del todo ilusorio el pensamiento de someterlos instantáneamente a un orden regular en que viviendo consagrados a una industria, tuvieran recursos para pagar los impuestos475. Así, pues, la reforma decretada por el Rey en la cédula a que nos hemos referido, quedó sin efecto. Los encomenderos, que sostenían todo el peso de la guerra, fueron bastante poderosos para conseguir que se aplazase la planteación de un orden de cosas que los perjudicaba notablemente en sus intereses y que era, por otra parte, irrealizable por el estado de barbarie de los mismos indios. «Cumplieron (los oidores) con todos, dice amargamente el obispo de la Imperial dando cuenta al Rey de aquellas ocurrencias, con Vuestra Alteza en pronunciar un acto que haya tasa, y luego con los vecinos encomenderos mandando que no la haya. El servicio personal está entero; hay muchos malos tratamientos de indios; no sé yo cómo se espera que vengan los indios de guerra a una paz que les es pesado yugo e insufrible por los excesivos trabajos que les dan. Deseo esté Vuestra Alteza advertido que si fuere servido proveer algo para bien de este reino, aprovechará poco si no hay persona que en nombre de Vuestra Alteza lo ejecute. Y con haber dicho lo que hay en esta tierra, quedo sosegado en la conciencia, esperando (que) Vuestra Alteza descargue la suya»476. El celo que el Obispo ponía en esta obra, el ardor con que se empeñaba en hacer cesar el rigor intolerable con que eran tratados los indios, le impedían comprender que dado ese estado de cosas, no habría habido representante alguno del Rey que hubiese podido plantear aquella reforma capital de los repartimientos.

Mientras tanto, la Real Audiencia, de acuerdo con su presidente Bravo de Saravia, había querido de antemano corregir en parte a lo menos los males que lamentaba el Obispo. Era preciso cerrar los ojos para no ver que los indios de encomienda eran tratados con una   —308→   dureza cruel, que se les imponía un trabajo que no podían soportar, y que las ordenanzas llamadas de Santillán habían llegado a ser una pura fórmula. Uno de los oidores, el licenciado Egas Venegas, fue constituido visitador de los repartimientos de las ciudades del sur, y entró en el ejercicio de sus funciones con toda decisión entre los años de 1570 y 1571. Poco más tarde, otro de los oidores, el licenciado Torres de Vera, debía practicar una visita análoga en los distritos correspondientes a las ciudades de Concepción, de Santiago y de La Serena.

Nos faltan los documentos para conocer los accidentes de esta visita y los abusos que el visitador trataba de corregir. De una prolija información de servicios de Torres de Vera, aparece que éste «partió de Concepción en la furia del invierno, y anduvo personalmente visitando los dichos indios para darles a entender cómo habían de servir, procurando su buen tratamiento y policía, entrando en repartimientos y tierras muy fragosas y peligrosas y de malos caminos, en lo cual hizo gran servicio a Su Majestad, y se ocupó en la dicha visita un año, en la cual cobró una enfermedad muy grande, de que estuvo en punto de muerte, y gastó en la dicha visita más de seis mil pesos de su hacienda»477.

No son más abundantes las noticias que nos quedan del resultado de la visita que poco antes había practicado el oidor Venegas en las ciudades del sur. El obispo de la Imperial, pidiendo al Rey que se tasaran los tributos a que debía someterse a los indios de encomienda, le dice estas palabras: «Para que Vuestra Alteza vea cómo han sido tratados los indios, bastará saber que en la visita que el licenciado Egas hizo en sólo dos pueblos, condenó en ciento cincuenta mil pesos y ende arriba. Y si el mismo licenciado prosiguiera la visita de todo el reino, y visitado cada repartimiento hiciera la tasa en él, mucho se descargara la conciencia de Vuestra Alteza. Halleme en la Imperial cuando hizo la visita, y pareciome había buena orden y deseo de hacer bien a los indios y darles algún alivio, que es la primera parte para la justificación de la guerra»478. Los encomenderos, por su parte, no se formaron la misma opinión sobre la rectitud con que había sido practicada esta visita. Condenados por el oidor a pagar fuertes multas, que tal vez no podían sufragar, por los abusos cometidos contra las ordenanzas en el trato de los indios, apelaron de sus fallos ante la Audiencia. Debieron trabajar con tanta actividad, que las condenaciones impuestas por el visitador quedaron al fin sin efecto. Así, pues, aquella aparatosa visita no mejoró en nada la condición de los indios de encomienda ni sirvió siquiera para intimidar a los encomenderos que los oprimían.

Pero si el Obispo no fue más afortunado en sus caritativos esfuerzos por mejorar la situación de los infelices indios, ejercitó por otros medios su incansable actividad. Haciendo valer el prestigio de su rango, representando a los más ricos de los encomenderos la necesidad de reconciliarse con Dios para obtener la remisión de sus pecados por haber tratado a los indios con dureza, obtuvo de algunos de ellos valiosos donativos. Los cronistas, que conocieron, sin duda, documentos que no han llegado hasta nosotros, nos cuentan   —309→   que con los recursos que el Obispo se procuró por esos medios, levantó iglesias en todos los pueblos de su diócesis, fundó hospitales para los pobres e instituyó capellanías y aniversarios para dar solemnidad al culto479. Bajo este aspecto, el obispo San Miguel fue uno de los más activos y empeñosos prelados de la antigua Iglesia chilena.




ArribaAbajo3. Vuelve a Chile el general don Miguel de Velasco con los refuerzos enviados del Perú

Al tiempo en que se agitaban aquellas complicadas cuestiones sin resultado positivo para la reforma de la condición de los indios sometidos, la guerra continuaba con sus alternativas de sobresaltos y de horrores después de algunos días de tranquilidad. Durante el invierno de 1569, el Gobernador pasó en Santiago a la cabeza del gobierno, reformando algunos detalles de la administración. El oidor Torres de Vera, que había quedado en Concepción al frente del gobierno y de las tropas, dirigía personalmente las operaciones militares con toda la actividad que le permitían las circunstancias en que los españoles estaban reducidos a mantenerse a la defensiva. La escasez de tropas lo indujo a trasladarse por mar a Santiago, donde, con no pocas dificultades, se organizó un nuevo refuerzo de ciento treinta hombres, a los cuales fue necesario proveer de todo, reparando armas, fabricando monturas y haciendo amansar caballos para reemplazar los que se habían perdido en la última campaña. A su vuelta a Concepción a entradas del verano, Torres de Vera, introdujo en la ciudad para la manutención de los vecinos «casi mil carneros y doscientas vacas», dice un antiguo documento, lo que da la idea del rápido desarrollo que había tomado en el país la crianza de ganados. Hizo varias campeadas para atemorizar a los indios de las inmediaciones, socorrió a la ciudad de Angol, que podía ser atacada por los araucanos y, habiendo en una ocasión algunos escuadrones de éstos pasado el Biobío para ejercer sus depredaciones en las cercanías de Concepción, Torres de Vera salió en su seguimiento y los batió a orillas de ese río480.

Es cierto que en todo aquel verano, las operaciones de la guerra no tuvieron la importancia ni la magnitud de otras épocas. Además de que los indios debían estar sufriendo hambres y miserias, consecuencias de las hostilidades y de la destrucción de sus sembrados el año anterior, esos bárbaros, como hemos tenido ocasión de manifestarlo tantas veces, carecían de aquella cohesión de nacionalidad que habría podido hacerlos invencibles en la guerra. Así, lejos de unirse en un esfuerzo común para expulsar a sus invasores, los del sur permanecían sometidos a los encomenderos de la Imperial y de las otras ciudades australes; y los de Tucapel o, más propiamente, los que poblaban la región montañosa de la costa desde Paicaví hasta el Biobío, que eran los que habían opuesto la resistencia más porfiada, y los que habían obtenido las más señaladas victorias contra los extranjeros, quedaban ociosos en sus campos después de la expulsión de sus opresores, o acometían empresas de escasa importancia en lugar de sostener vigorosamente un levantamiento general que habría podido ser eficaz y tal vez decisivo.

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Los mismos españoles estaban por entonces obligados a mantenerse a la defensiva. En mayo de 1569 había partido, como contamos, el general don Miguel de Velasco, encargado por el Gobernador de explicar en el Perú y en España los desastres de la guerra de Chile, y de pedir los refuerzos que se creían indispensables para llevarla a término. Pero esos socorros no podían llegar con la prontitud que se requería. Don Miguel de Velasco llegó a Lima en el mes de julio. El licenciado García de Castro, que gobernaba el Perú, no se atrevió a tomar resolución alguna, no sólo por las dificultades inmensas que habría tenido que vencer para reunir gente con que socorrer a Chile sino porque estaba para llegar un alto funcionario que venía a tomar el mando supremo. Felipe II había nombrado el año anterior virrey del Perú a don Francisco de Toledo, lo había revestido de las más amplias facultades, y el nuevo mandatario debía llegar a Lima en pocos meses más. Don Miguel de Velasco, creyendo que el Virrey tenía toda la suma de poderes necesaria para socorrer a Chile, se resolvió a esperarlo en Lima, y envió a España los despachos de que era portador.

El virrey Toledo hizo su entrada en Lima el 30 de noviembre. Desde antes de llegar a la capital, tenía noticia de los desastres de la guerra de Chile, y se hallaba resuelto a ponerle remedio en cuanto le fuese posible. Cuando hubo recibido los informes que podía suministrarle don Miguel de Velasco, el Virrey resolvió lo que debía hacer. El 15 de enero de 1570 se pregonaba por su orden en las calles de Lima, y al son de pífano y de tambor, un bando solemne, para «que todos los caballeros, gentiles hombres y soldados que quisieren a servir a Su Majestad en la defensa y pacificación de las provincias del reino de Chile, acudan a los oficiales reales que Su Majestad tiene en esta ciudad, que ellos los asentarán, y por la orden que tienen los ayudarán y favorecerán con plata, armas, ropa, vituallas y otras cosas necesarias para la dicha jornada, demás de que la majestad real y Su Excelencia en su real nombre, tendrá siempre particular cuenta de los que así fuesen a servir a Su Majestad en esta jornada para hacerles toda merced, y los gratificar, honrar y aprovechar en todo lo que se ofreciese así en esta tierra como en otras partes, conforme a los servicios de cada uno»481.

Pero la guerra de Arauco había granjeado al reino de Chile la más triste y sombría reputación. Un escritor contemporáneo refiere que en Lima se daba a este país el nombre fatídico de «sepultura de españoles»482. Según Bravo de Saravia, las gentes creían en el Perú que enviarlos a Chile para meterlos en Arauco y Tucapel, era lo mismo que «ponerlos en galeras»483. Dados estos antecedentes, se comprenderá cómo los oficiales reales de Lima pudieron certificar el 20 de enero que en los cinco días corridos desde la publicación aparatosa del bando del Virrey, sólo se había inscrito un hombre para tomar parte en la jornada de Chile. Ese individuo se llamaba Francisco de León, y debía ser uno de tantos aventureros desesperados que querían tentar fortuna en cualquiera parte484.

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Convencido el Virrey de que no podía hallar voluntarios para esta empresa, dispuso que de sus propios servidores se organizase una compañía, y recurrió todavía al arbitrio de destinar al cuerpo de auxiliares a los individuos condenados a deportación fuera del Perú. «La dificultad y fuerza con que la gente se recogía para el dicho socorro era tan grande, dice el mismo Virrey, que fue menester enviarla por fuerza, haciendo prisiones de algunas personas de las que les estaba vedado de estar en este reino»485. Desplegando una gran actividad, después de cerca de tres meses de afanes, el Virrey y sus agentes pudieron reunir doscientos cincuenta hombres, y un buen acopio de municiones y cuatro piezas de artillería. Don Francisco de Toledo se trasladó en persona al Callao para disponer el embarco de esos auxiliares.

Pero al disponer el envío de este cuerpo de tropas se suscitó en Lima la cuestión debatida en Chile de si era lícito hacer la guerra a los indios y reducirlos a la servidumbre por medio del trabajo obligatorio. El virrey Toledo, caballero de noble cuna, hijo tercero de los condes de Oropesa, era un militar que había servido al Rey en Flandes, en Francia, en Alemania, en Argel y en Túnez, pero que carecía de los conocimientos jurídicos y teológicos tan apreciados en su siglo, y a cuyos principios debía someterse la resolución de estas cuestiones. Juzgando por sus ideas de soldado y por las inclinaciones de su carácter resuelto, el Virrey era partidario de la guerra ofensiva y eficaz; pero quiso consultar previamente las opiniones de hombres más autorizados. Convocó para esto una junta de los oidores de la Audiencia y de los prelados religiosos; y allí se sancionó legal y teológicamente la justificación de la guerra y la necesidad de enviar a Chile auxilios suficientes para llevarla a término. Esta declaración, que parece extraña en nuestro tiempo, debía tranquilizar la conciencia de los soldados españoles de ese siglo, inquieta, sin duda, por las predicaciones de algunos religiosos de que hemos hablado. El Virrey, además, debió oír el parecer de sus consejeros para dictar otras providencias con que pensaba poner término a ciertas dificultades suscitadas entre el gobernador Bravo de Saravia y la audiencia de Concepción.

La división auxiliar organizada en el Perú estuvo lista en el Callao el 8 de abril de 1570. Embarcose en dos naves, y se hizo a la vela para Chile bajo las órdenes del general don Miguel de Velasco, y del capitán Juan Ortiz de Zárate, oficial de la confianza del Virrey y portador de su correspondencia y de sus instrucciones486. Tres meses más tarde, a mediados de julio, llegaba a La Serena, y después de tomar algún descanso, continuaba su viaje para Valparaíso. El gobernador de Chile tomaba, entretanto, las disposiciones del caso para tener pronto los caballos, arneses y bastimentos a fin de comenzar la campaña.



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ArribaAbajo4. Terremoto del 8 de febrero de 1570: ruina de la ciudad de Concepción

El reino de Chile seguía entretanto sufriendo la serie de desgracias que hicieron tan calamitoso el período en que ejerció el mando el gobernador Saravia. A los infortunios de la guerra se había añadido otro contraste de diversa naturaleza, un cataclismo espantoso, el primer gran terremoto que hubiesen experimentado los españoles en el suelo chileno. El 8 de febrero de 1570, miércoles de ceniza, a las nueve de la mañana, hora en que los vecinos de Concepción se hallaban en misa, sobrevino «repentinamente un temblor de tierra tan grande que se cayeron la mayor parte de las casas, y se abrió la tierra por tantas partes que era admirable cosa verlo, dice un cronista contemporáneo que probablemente fue testigo presencial de la catástrofe. De manera, añade, que los que andaban por la ciudad no sabían qué hacer, creyendo que el mundo se acababa, porque veían por las aberturas de la tierra salir grandes borbollones de agua negra y un hedor de azufre pésimo y malo que parecía cosa de infierno; los hombres andaban desatinados, atónitos, hasta que cesó el temblor. Luego vino la mar con tanta soberbia que anegó mucha parte del pueblo, y retirándose más de lo ordinario, mucho, volvía con gran ímpetu y braveza a tenderse por la ciudad. Los vecinos y estantes se subían a lo alto, desamparando las partes que estaban bajas creyendo perecer»487.

El terremoto y la salida del mar, si bien produjeron la ruina casi completa de todos los edificios de la ciudad, no causaron desgracias personales. No encontramos en las antiguas relaciones ni en los documentos noticia de que hubiera perecido nadie en la catástrofe. Los habitantes de Concepción se refugiaron en las alturas inmediatas, y allí se establecieron provisoriamente con todas las precauciones necesarias para resistir cualquier ataque del enemigo. En efecto, los indios de los alrededores, creyendo a los españoles consternados por la pérdida de sus habitaciones, no tardaron en amenazarlos; pero hallaron a éstos en situación de defenderse. Antes de muchos días, los castellanos recibían un oportuno socorro que los ponía fuera de peligro. El licenciado Torres de Vera, que tenía el mando de las tropas, se hallaba fuera de la ciudad el día de la catástrofe, teniendo consigo un centenar de soldados. Calculando el peligro que podían correr los habitantes de Concepción, volvió en su socorro, e inmediatamente emprendió la construcción de un fuerte en que pudieran guarecerse. Las maderas de las casas que el temblor había derribado sirvieron eficazmente para la obra. Desde que estuvo afianzada así la seguridad de aquellos habitantes, el oidor Torres de Vera, con la determinación y el espíritu de un verdadero caudillo militar, volvió a hacer nuevas campeadas para dispersar las juntas de indios en las inmediaciones e impedir sus ataques.

Aquella catástrofe avivó los sentimientos religiosos de los habitantes de Concepción. Cinco meses después de la ruina de la ciudad, el 8 de julio de 1570, los oidores de la Audiencia, el cura, el superior del convento de mercedarios, los miembros del Cabildo y los   —313→   personajes más notables del vecindario, resolvían construir una ermita en el lugar en que se habían asilado después del temblor, declarar a perpetuidad días festivos no sólo el miércoles de ceniza sino el jueves siguiente, y celebrar cada año una procesión hasta ese sitio en que todos los acompañantes debían ir descalzos, para oír en la ermita una misa cantada488. Los vecinos de Concepción contaban que los sacudimientos de tierra que durante cinco meses después del terremoto no habían cesado de repetirse, cesaron por completo desde el día en que se celebró este acuerdo; y en esta confianza cumplieron fielmente aquel voto. Nuevos y más espantosos terremotos debían venir más tarde a desvanecer las ilusiones forjadas por la devoción.




ArribaAbajo5. Vergonzosa derrota de los españoles en Purén

El invierno siguiente se pasó allí en una tranquilidad relativa, en medio de las penalidades consiguientes a la ruina de la ciudad más importante de aquella región, y teniendo que rechazar algunas correrías de los indios, pero sin sufrir hostilidades de importancia. Apenas entrada la primavera, la guerra volvió a recomenzar, y su primer acto fue un fracaso que alarmó mucho a los españoles. Había salido de Angol una columna de dieciséis hombres mandados por el capitán Gregorio de Oña489, con encargo de llevar a la Imperial un socorro de ropa para la guarnición. Después de algunas horas de marcha, se detuvieron a pasar la noche en unos carrizales vecinos a las vegas de Purén; y sin tomar las precauciones necesarias en una tierra que pululaba de enemigos, desensillaron sus caballos y se entregaron confiadamente al sueño. Los indios, siempre astutos y cautelosos, habían espiado todos los movimientos de los españoles, y aprovecharon el instante oportuno para caer sobre ellos. El combate no fue largo ni dudoso; cogidos de sorpresa, los castellanos no tuvieron tiempo para tomar sus armas y sus caballos, y fueron destrozados en el primer momento. Ocho de ellos, y entre éstos el capitán Oña, fueron muertos en el campo; los otros, conocedores del terreno, se ocultaron en los carrizales y consiguieron volver a Angol, aprovechándose del descuido de los indios empeñados en repartirse el botín que encontraron en el campo490.

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Este desastre produjo una gran consternación en aquellas ciudades que veían renovarse la guerra por un suceso que no podía dejar de infundir aliento a los indios. El licenciado Torres de Vera acudió prontamente a reforzar Angol, y pudo restablecer en cierto modo la confianza; pero en esos momentos los españoles se preparaban para abrir la campaña de una manera más eficaz con los auxilios que acababan de recibir del Perú.

En efecto, Bravo de Saravia se preparaba entonces para salir de Santiago con los refuerzos que trajo el general don Miguel de Velasco, y que alcanzaban, como ya dijimos, a doscientos cincuenta hombres. Queriendo hacer a los indios una guerra enérgica y decisiva con que esperaba terminar la pacificación del país ese verano, el Gobernador había dispuesto, con la conveniente anticipación, que su hijo Ramiro Yáñez y el capitán Gaspar de la Barrera se trasladasen por mar a Valdivia a reunir los contingentes de tropa con que las ciudades australes pudieran contribuir a la eficacia de la campaña. Al tener noticia del desastre ocurrido en Purén, el Gobernador mandó que inmediatamente se pusiese en marcha una columna de cien auxiliares llevando a su cabeza al general Velasco. Poco después, partió él mismo con el resto de sus tropas. En sus aprestos militares, Bravo de Saravia no había omitido gastos ni sacrificios de ninguna naturaleza para llevar a la guerra un ejército capaz de ejecutar los planes que meditaba.

Don Miguel de Velasco llegaba a Concepción a principios de enero de 1571, y sin detenerse, continuaba su marcha a Angol. Su presencia en aquellos lugares produjo una perturbación que era fácil prever. El oidor Torres de Vera, que cerca de dos años había dirigido las operaciones militares con audacia y con prudencia, se creyó desposeído de un mando que creía corresponderle en justicia, y se alejó disgustado de toda intervención de los negocios de guerra, lo que privaba al ejército de un consejero inteligente, y creaba divisiones y rivalidades en el campo español. Sin dar importancia a estas contrariedades, el general Velasco se instalaba en las inmediaciones de Angol y reconcentraba sus fuerzas para abrir la campaña. Allí se le reunieron los capitanes Ramiro Yáñez y De la Barrera con el contingente que traían de Valdivia. No cabía duda de que los indios de guerra estaban reunidos en número considerable en los campos de Purén. A su paso por las vegas de este nombre, aquellos capitanes habían tenido que sostener un combate para abrirse camino, que les costaba la pérdida de algunos de los suyos.

Sin querer demorarse más tiempo, el general Velasco salió en busca del enemigo a la cabeza de ciento treinta hombres con algunas piezas de artillería. Halló un sitio a propósito para colocarse en un recodo del río de Purén, teniendo resguardadas sus espaldas por las barrancas del río, y a su frente un extenso llano en que podían funcionar cómodamente la caballería y sus cañones. Un ejército de mil quinientos a dos mil indios, mandados por Pailacar, señor principal del valle de Purén, estaba en aquellas inmediaciones. Después de algunas escaramuzas, los indios intentaron sin resultado el ataque de las posiciones que ocupaba Velasco. Si los españoles se hubieran mantenido allí, su triunfo habría sido seguro; pero la arrogancia de algunos capitanes, la confianza de poderse batir con ventaja en el llano descubierto que tenían en frente, los estimuló a aconsejar a su General que tomase la ofensiva. Aquellas tropas, compuestas en su gran mayoría de las gentes enroladas por fuerza en el Perú, no tenían el vigor ni la resistencia de los soldados que en esa misma guerra habían ejecutado tantos prodigios en los años anteriores. Después de la primera carga, y viendo que los escuadrones de los indios volvían a reconcentrarse con ánimo resuelto e incontrastable, los castellanos comenzaron a desbandarse, y antes de mucho huían desordenadamente   —315→   a pesar de los esfuerzos de algunos capitanes para restablecer el orden y reorganizar la batalla. En la noche llegaban a Angol en completo desconcierto.

Aquella batalla, que tuvo lugar en enero de 1571, no importaba para los españoles más que la pérdida de cuatro o cinco hombres, y de sus cañones y pertrechos, pero era la derrota más bochornosa que hubieran sufrido jamás en Chile. «Fue, decía Bravo de Saravia al Rey, una de las mayores desgracias que han sucedido en esta tierra y donde más reputación se ha perdido por haber sido acometidos los españoles en llano, donde nunca habían sido desbaratados»491. «Fue una pérdida la que allí se hizo no vista ni oída en las Indias, dice un cronista contemporáneo, porque allí perdieron (los españoles) toda la reputación que entre los indios tenían, teniéndolos en poco de allí adelante. Viendo que en un llano los habían desbaratado y quitado sus haciendas, haciéndolos huir afrentosamente, cobraron grandísimo ánimo, porque antes de esto, en tierra llana, nunca los indios osaron aparecer cerca de donde anduviesen cristianos. Quedaron soberbios, y los españoles corridos de su flaqueza y poco ánimo»492.

El gobernador Bravo de Saravia se hallaba en esos momentos en Concepción con el resto de las tropas que había sacado de Santiago. Con anterioridad había recibido del virrey del Perú la orden de confiar la dirección absoluta de la guerra a un general y a un maestre de campo, así como el encargo reservado de que hiciera esto sin aparato y como si procediera por su sola autoridad. En un principio, Bravo de Saravia había puesto en duda el poder del Virrey para inmiscuirse en estos negocios; pero desde que se le mostró ante la audiencia de Concepción una real cédula de que constaba la autorización expresa conferida a aquel alto mandatario para intervenir en la administración de Chile, se mostró sumiso a obedecerla493. Así, pues, al saber el bochornoso descalabro de Purén, convencido de que no era posible conservar a Velasco al mando de las tropas, buscó un jefe a quien confiarlo494, y al fin se   —316→   decidió por Lorenzo Bernal de Mercado, que si bien poseía un carácter áspero y duro, había mostrado en la guerra grandes dotes militares. Con él se puso prontamente en marcha para Angol, esperando remediar en cuanto fuere dable aquella azarosa situación.




ArribaAbajo6. Últimos sucesos del gobierno de Bravo de Saravia

Bernal de Mercado sostuvo la guerra en las inmediaciones de Angol con tanta virilidad como prudencia, pero sin acometer ninguna empresa de importancia, y limitándose a hacer pequeñas expediciones, siempre dispuestas con inteligencia y ejecutadas con resolución.

Bravo de Saravia, entretanto, ocupado casi exclusivamente en la administración civil, después de permanecer en Angol hasta el mes de mayo, se trasladaba a la Imperial, y enseguida a Valdivia, donde pasó el invierno de 1571. El infortunado Gobernador tenía que sufrir contrariedades de toda naturaleza. Se le hacía responsable de los reveses de la guerra, estaba en pugna constante con los otros oidores de la Audiencia, con quienes, sin embargo, se había reunido pocas veces, y en Valdivia y las otras ciudades del sur tuvo que oír las reclamaciones de los encomenderos que se quejaban de la dureza del visitador Egas Venegas y de la enormidad de las multas que les había impuesto. El Gobernador, que tenía que apelar al civismo de esos mismos encomenderos para procurarse recursos con que atender a tantas necesidades, les ofreció que los fallos del visitador serían revisados. En las cartas que escribía al Virrey para darle cuenta de los sucesos de su gobierno y para sincerar su conducta, no cesaba de representarle las fatigas que le causaban tantos afanes y la imposibilidad en que estaba por su vejez para soportar por más tiempo tan pesada carga.

En el mismo sentido escribía poco más tarde al Rey desde la ciudad de Concepción, a donde se trasladó en el mes de septiembre. «He escrito a Vuestra Majestad, decía Bravo de Saravia, el trabajo grande con que vivo en esta tierra, y que no tengo edad ni fuerzas para poderlo pasar, mayormente con tantas contradicciones y odio de los oidores, fiscal y oficiales reales. Suplico a Vuestra Majestad me mande dar licencia para salir de esta tierra e ir a parte donde, con más quietud, pueda acabar los pocos días que me restan de vida. Bien entiendo que contra mí habrán escrito a Vuestra Majestad muchas maldades y falsedades y cosas que en mí no caben ni aun se han de presumir; pero no lo tengo en nada, pues Vuestra Majestad me conoce y sabe la voluntad y fidelidad con que he servido veinte y tres años en estas partes»495. En esa misma carta pide nuevos refuerzos de tropas como indispensables para concluir la guerra de Arauco; pero no fija su número en las pequeñas cifras de que hablaba en sus primeras comunicaciones, sino en seiscientos o por lo menos quinientos hombres. El Gobernador había comprendido por una dolorosa experiencia que los guerreros que en esa región sostenían su independencia contra los españoles, no eran los indios despreciables que se imaginaba al llegar a Chile.   —317→   Adelantándose a las ideas geográficas de su tiempo, pedía que esos refuerzos viniesen por el estrecho de Magallanes, que no se navegaba desde muchos años atrás.

Cuando Bravo de Saravia escribía esta carta, ya el virrey del Perú había tomado nuevas disposiciones sobre las cosas de Chile. Don Francisco de Toledo se hallaba en el Cuzco visitando las provincias de su mando, y allí lo alcanzaron las noticias de los desastres de la guerra araucana. Habían llegado al Perú tres diversos comisionados de Chile, el general Juan Jufré, el capitán Agustín de Ahumada (hermano como ya dijimos de Santa Teresa) y Alonso Picado, rico encomendero de Arequipa y yerno del presidente Bravo de Saravia496. Parece que el objetivo principal que llevaban era el de enganchar tropas; pero el Virrey comprendió que aquello era imposible, y que, además, el seguir sacando gente del Perú acabaría por reducir considerablemente su población. Creyendo todavía que la deplorable situación de los negocios públicos de Chile podía mejorarse en otras manos, dictó con fecha de 16 de agosto de 1571 una extensa provisión con que creía ponerle remedio. Después de narrar los sucesos anteriores, el envío de los refuerzos y los últimos desastres, el Virrey recuerda que Bravo de Saravia «le representa y escribe acerca de su mucha edad que tiene y de la necesidad que hay de persona que entendiese en aquel oficio militar por su impedimento; y visto así mismo el peligro en que aquellas provincias están... y que por la ocupación de la administración de justicia no podía atender al gobierno de la milicia... porque así conviene a la conservación y defensa de la tierra, hemos nombrado, agrega, por nuestro Capitán General de ella a Rodrigo de Quiroga, vecino de las dichas provincias de Chile, nuestro General que ha sido en la conquista y pacificación de ellas, y al capitán Lorenzo Bernal por maestre de campo»497. Esos dos jefes debían regir los asuntos de la guerra con completa independencia del Gobernador, pudiendo nombrar oficiales, disponer expediciones y hacer todo lo que creyeren conveniente, sin depender de otra autoridad alguna.

Esta resolución no produjo otro resultado que desprestigiar más aún al gobernador Bravo de Saravia, cuya autoridad limitaba extraordinariamente. Por otra parte, Rodrigo de Quiroga, que vivía descansadamente en Santiago, donde gozaba de las consideraciones debidas a una fortuna considerable y a sus antiguos servicios, se negó a aceptar el cargo que se le ofrecía. En su ánimo influyeron, sin duda, consideraciones de diversa naturaleza. Había sido gobernador de Chile con plenitud de poderes; y después de una administración en que no había experimentado desastres, y sí obtenido victorias que naturalmente debía considerar importantes creyó, sin duda, que era depresivo para su dignidad el aceptar el poder limitado sobre los asuntos militares. Quiroga, además, figuraba entre los adversarios más francos y resueltos de Bravo de Saravia, y en ese carácter había formulado contra él severas acusaciones498. Pero entonces, por otra parte, era creencia general en Chile que Bravo de   —318→   Saravia no podría conservarse mucho tiempo más en el mando. Eran tantas las quejas que se formulaban contra su gobierno, eran tales los desastres de su administración, y de que se le hacía responsable, que todos estaban persuadidos de que el Rey, al saber estos sucesos, había de separarlo del mando para confiarlo a otra persona499. Quiroga, que esperaba ser el sucesor de Bravo de Saravia, no quería tener participación en un gobierno que estaba para expirar.

Bajo el régimen provisorio, por decirlo así, que todos estos sucesos habían creado al gobierno de Bravo de Saravia, la acción administrativa se hizo muy poco eficaz. La guerra llegó a ser puramente defensiva, por falta de tropas para acometer la conquista y pacificación de la parte del territorio de que habían sido expulsados los españoles. Bernal de Mercado, que se mantenía en Angol, se limitó a hacer correrías en las inmediaciones, a perseguir a los indios que se reunían con intenciones hostiles, y tanto él como dos de los capitanes que estaban a sus órdenes, Juan Ortiz de Zárate y Juan Morán, uno de los héroes de la cuesta de Purén en enero de 1554, tuvieron que sostener reñidos combates sin lograr reducir a aquellos bárbaros indomables.

En aquel tiempo de dificultades y perturbaciones, en que el Gobernador tenía que luchar con las contrariedades que nacían por todas partes, con las cuestiones suscitadas por sus colegas de la Real Audiencia y por diversas intentonas de motín de que hablaremos más adelante, y en que no podía procurarse de los encomenderos los socorros de que tanto necesitaba, la misma ciudad de Concepción estuvo a punto de ser otra vez presa de los indios. Hallábase en ella Bravo de Saravia cuando se supo una mañana que un cuerpo de guerreros enemigos había aparecido por el lado de Andalién y Talcahuano. Las tropas de la ciudad, mandadas por el capitán Pedro Pantoja, salieron a desbaratarlos; pero el ataque de los indios por esa parte era una simple estratagema y, en efecto, desde que creyeron desguarnecida a Concepción, sus escuadrones, que hasta entonces habían ocultado sus movimientos, cargaron sobre ella. Hubo en la ciudad un momento de suprema angustia, visto el estado de desamparo relativo en que se hallaba. El oidor Torres de Vera, desprovisto entonces de todo mando militar, y reducido por las disposiciones del virrey del Perú a no intervenir más que en la administración de justicia, creyó fundadamente que el peligro común justificaba la desobediencia a esos mandatos, se presentó al Gobernador a pesar de sus antiguas disensiones, y reunió a su alrededor una pequeña columna con que salió al encuentro del enemigo. Todo el mundo se puso sobre las armas. El general Ruiz de Gamboa, que a la sazón «estaba tullido de un brazo», por efecto, sin duda, de algún reumatismo, montó a caballo y salió al campo para que «los demás viéndolo, se animasen a hacer lo mismo». Aunque herido en la pelea, Torres de Vera consiguió rechazar el ataque de los indios, merced al denuedo que desplegaron él y sus soldados. Cuando poco después los bárbaros quisieron renovar su tentativa, fueron de nuevo batidos, perdieron más de un centenar de hombres, y no intentaron otras embestidas contra la ciudad500.

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EJÉRCITO CONQUISTADOR

Capitán de caballería



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ArribaAbajo7. El Rey lo reemplaza con Rodrigo de Quiroga y suprime la Real Audiencia de Chile

El gobernador Bravo de Saravia, como hemos referido, había manifestado varias veces a Felipe II y al virrey del Perú sus deseos de separarse del gobierno de Chile, que por su avanzada edad no podía desempeñar activamente. Junto con su renuncia, llegaban a Lima y a Madrid las cartas de muchos de los militares de este país en que se le hacía responsable de los desastres de la guerra, y en que se pintaba con los más tristes colores la situación de sus pobladores españoles. Esas quejas aisladas, por numerosas que fuesen, habrían sido quizá consideradas como la obra de la pasión y de algunos ambiciosos despechados. Pero a esas quejas de particulares se habían unido las de los cabildos. En la segunda mitad de 1573 partía para el Perú el capitán Juan Ortiz de Zárate, y los ayuntamientos de las ciudades del sur aprovecharon esa ocasión para escribir al virrey Toledo sobre las desgracias de Chile. «No queremos hacer larga relación de lo que aquí ocurre por no darle pesadumbre, decía el cabildo de Angol en 29 de septiembre, ni traer a la memoria cosas que lastiman nuestros corazones quebrantados por tan luengos y excesivos trabajos. Sólo constituimos en ésta todo el crédito que podemos en el capitán Ortiz de Zárate, criado de Vuestra Excelencia que ahora a sólo esto va para que él de nuestra parte a Vuestra Excelencia lo diga y suplique sea servido continuar nuestro remedio de la manera que lo comenzó». La ciudad de Valdivia, que había sufrido mucho menos con la guerra, no era menos enérgica en sus quejas. «La necesidad urgente que este reino tiene del favor y socorro de Vuestra Excelencia, decía su Cabildo en 24 de octubre, ha sido causa que el capitán don Juan Ortiz de Zárate salga de él a dar cuenta a Vuestra Excelencia del estado de la tierra, que cierto su trabajo en que queda es tan grande que si Vuestra Excelencia no la favorece y socorre, la guerra y miseria de ella será perpetua. Y porque de todo él dará larga cuenta, como persona que desde que entró en ella no ha salido de la guerra que ha más de tres años, nos remitimos a él»501. Puede imaginarse el carácter de los informes que daría Ortiz de Zárate, recordando que sus mejores relaciones en Chile eran las de los adversarios del Gobernador.

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En esos momentos, ya el Rey había tomado una resolución acerca del gobierno de Chile. Entre el 31 de julio y el 26 de septiembre de 1573, Felipe II había firmado nueve reales cédulas relativas a estos negocios. Aceptaba la renuncia que Bravo de Saravia había hecho del mando de este país; suprimía la Real Audiencia; nombraba Gobernador a Rodrigo de Quiroga, a quien concedía también la gracia del hábito de caballero de la orden de Santiago; lo autorizaba para gastar moderadamente en la guerra los dineros del tesoro real; nombraba igualmente un teniente de gobernador encargado de la administración de justicia y mandaba que el capitán Juan de Losada levantase en España y en las provincias americanas de Tierra Firme una división de cuatrocientos soldados, con los cuales debía pasar a Chile a ponerse bajo las órdenes de Quiroga502. El Rey creía que este refuerzo bastaría para someter definitivamente a los indomables guerreros que en Arauco peleaban por conservar su independencia.

Estos documentos llegaron al Perú antes de mediados de 1574, pero el virrey don Francisco de Toledo, que debía ponerles el cúmplase y transmitirlos a Chile, se encontraba entonces visitando las provincias australes del virreinato; y fue necesario enviarlos a la ciudad de Charcas, o de la Plata, donde se hallaba el Virrey. En esos momentos, don Francisco de Toledo estaba seriamente preocupado con las dificultades que ofrecía la dirección de los negocios de Chile. A los problemas de la guerra se agregaban las rivalidades y discordias entre el presidente Bravo de Saravia y los oidores de la Audiencia. Aquél y ésta, cada cual por su lado, habían acreditado agentes cerca del Virrey para darle cuenta de estos altercados y para pedirle remedio. Sin saber qué medidas tomar en aquellas emergencias, sin poseer las amplias facultades que habría necesitado para dictar resoluciones eficaces, don Francisco de Toledo se había limitado a dar ciertas instrucciones generales que casi no eran más que consejos para conservar la paz y la concordia503. Por lo que toca a las necesidades de la guerra de Chile, el Virrey había ratificado, con fecha de 5 de mayo de 1574, el nombramiento hecho tres años antes en Rodrigo de Quiroga y Bernal de Mercado para los cargos de Capitán General y de maestre de campo del ejército, designando al mismo tiempo a Martín Ruiz de Gamboa para el puesto de teniente general. «Y mandamos a nuestro presidente de la dicha Audiencia, añadía el Virrey, si necesario fuera, que los compela y pueda compeler a que acepten los dichos cargos en la forma según dicho es»504. Sin duda, el virrey   —322→   Toledo no esperaba que aquellas providencias produjesen mucho resultado; pero las resoluciones del soberano, suprimiendo la Real Audiencia de Chile, separando del gobierno a Bravo de Saravia y confiándolo a un militar experimentado, podían ser más eficaces. Así, pues, en los primeros días de noviembre hizo partir de Charcas un emisario especial llamado Francisco de Irarrázabal, con encargo de traer a Chile dos decretos reales que iban a modificar el gobierno de este país. El emisario del Virrey pudo llegar felizmente a Santiago a mediados de enero de 1575.

Mientras tanto, en Chile se tenía noticia desde dos meses atrás de la real resolución. Rodrigo de Quiroga, obligado a aceptar bajo severas penas el mando de las tropas, estaba ocupado en reunir gente y en hacer sus preparativos para salir a campaña, cuando el 20 de noviembre de 1574 llegó a Santiago un mancebo gallego llamado Mendo de Ribera. Venía de Lima por los largos y penosos caminos de tierra, y traía una carta para Quiroga en que sus amigos del Perú le anunciaban que el rey de España acababa de nombrarlo gobernador de Chile. Fueron aquellos días de grandes regocijos para sus amigos, y para todos los adversarios de la administración de Bravo de Saravia. «Fue tanto el contento que en la ciudad de Santiago se recibió, escribe un contemporáneo, que andaban los hombres tan regocijados y alegres que parecían totalmente tener el remedio delante».

Pero la recepción oficial del nuevo mandatario no pudo hacerse sino cuando llegaron las cédulas del Rey. El 26 de enero de 1575, se reunía solemnemente el cabildo de Santiago; Quiroga prestaba allí el juramento de estilo, y entraba al fin al ejercicio pleno de las funciones de Gobernador. «Era de ver, dice el testigo citado, los repiques de campanas, mucha gente de a caballo por las calles, damas a la ventana, que las hay muy hermosas en el reino de Chile, e infinitas luminarias, que parecía cosa del cielo». El anciano Bravo de Saravia, después de entregar el mando, se embarcaba en Valparaíso con su familia a mediados de febrero, y se daba a la vela para el Perú. En Chile se estableció uno de sus hijos, Ramiro Yáñez de Saravia, que servía en el ejército, y desempeñó más tarde algunas comisiones de importancia505.

La Real Audiencia, que residía en Concepción, debía cesar también en el ejercicio de sus funciones. Sus miembros, aunque destinados por el Rey a seguir prestando sus servicios en la audiencia de Charcas, quedaron, sin embargo, funcionando hasta junio; y permanecieron todavía en Chile algunos meses más para dar cuenta de sus actos y para hacer la entrega del sello y del archivo al teniente de gobernador a quien el Rey había confiado la administración de justicia en este país. La injerencia que el soberano había dado a ese tribunal en la administración pública, primero, y luego las discordias incesantes con el Gobernador, lo habían desprestigiado de tal suerte que su supresión muchas veces pedida, fue celebrada generalmente por las autoridades y por los particulares.



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ArribaAbajo8. Observaciones sobre el gobierno Bravo de Saravia: causas diversas de sus desastres

«Era el doctor Saravia natural de la ciudad de Soria, de edad de setenta y cinco años, de mediana estatura, angosto de sienes, los ojos pequeños y sumidos, la nariz gruesa y roma, el rostro caído sobre la boca, sumido de pechos, jiboso un poco y mal proporcionado, porque era más largo de la cintura arriba que de allí abajo; pulido y aseado en su rostro, amigo de andar limpio y que su casa lo estuviese; discreto y de buen entendimiento, aunque la mucha edad que tenía no le daba lugar a aprovecharse de él; codicioso en gran manera y amigo de recibir todo lo que le daban506; enemigo en gran manera de dar cosa alguna que tuviese; enemigo de pobres, amigo de hombres bajos de condición, que (por ello) era detractado en todo el reino, y aunque él lo entendía y sabía, no por eso dejaba de darles el mismo lugar que tenían; amigo de hombres ricos, y por algunos de ellos hacía sus negocios, porque de los tales, era presunción, recibía servicios y regalos; los cargos de corregidores y los demás que tenía que proveer como Gobernador, los daba a hombres que estaban sin necesidad. Presumíase lo hacía por entrar a la parte, pues había en el reino muchos caballeros hijosdalgo que a Su Majestad habían servido mucho tiempo, a los cuales daba ningún entretenimiento, y dábalo a los que tenían feudo del Rey en repartimiento de indios... Era tanta su miseria y codicia, que mandaba a su mayordomo midiese delante de él cuántos cubiletes de vino cabían en una botija, teniendo cuenta cuánto se gastaba cada día a su mesa, en la cual sólo él bebía vino, aunque valía barato, para saber cuántos días había de durar; y porque vi un día unas gallinas que comían trigo que estaba al sol enjugándose para llevarlo al molino, y era el trigo suyo, las mandó matar, y como después supiese que eran suyas, habiéndolas repartido a algunos enfermos, los trató mal de palabra. Decían asimismo que no veía; y para el efecto traía un anteojo colgado del pescuezo, que cuando quería ver alguna cosa se lo ponía en los ojos, diciendo que de aquella manera veía, y era cierto que sin anteojo veía todo lo que un hombre de buena vista podía ver cuando quería, que en una sala todo el largo de ella veía un paje meterse en la faltriquera de las calzas las piernas de un capón, siendo buena distancia; lo cual yo vi y me hallé presente507. Tenía una doble   —324→   condición que no agradecía cosa que por él se hiciese, y quería que en extremo grado se le agradeciese a él lo que por alguno hacía»508.

Este prolijo retrato, lleno de colorido y de picantes accidentes, nos da a conocer la persona del gobernador Bravo de Saravia, pero no nos explica la causa de las desgracias de su administración de que lo hicieron responsable los contemporáneos. En el curso de las páginas anteriores hemos visto que se le atribuían todos los contrastes de la guerra y, en definitiva, la pérdida del reino, como se decía entonces.

El grave error de Bravo de Saravia fue el haberse hecho la ilusión de que en un año concluiría la empresa que sus predecesores no habían podido llevar a término en dieciséis, como decía muy exactamente el capitán Bernal de Mercado. El Gobernador llegaba del Perú profundamente persuadido de que la guerra de Chile no se terminaba porque había interés en prolongarla; que los jefes militares la dirigían con flojedad, porque se habían habituado a ese orden de cosas que les permitía hacer negocios con la provisión de los soldados. Los primeros informes que recibió en Chile lo confirmaron en esta convicción, y de ahí nacía la confianza con que entró en campaña, y las esperanzas que hizo concebir en la pronta pacificación del país. Su opinión no se modificó sino después de los primeros contrastes, cuando vio de cerca a los araucanos, y cuando conoció que esos bárbaros no eran los enemigos despreciables que se había imaginado juzgándoles por las nociones que tenía acerca de los otros indios de América, y particularmente de los del Perú, que eran los que mejor conocía. Los araucanos, por la inflexibilidad indomable de su carácter, por la experiencia militar que habían adquirido en aquella larga guerra, y por las condiciones especiales de su territorio, debían fatigar y aniquilar a ejércitos mucho más numerosos que los que entonces tenían los españoles en Chile.

Por otra parte, la misma prolongación de la guerra había desmoralizado a los castellanos. A todas las violencias de la conquista, a las crueldades innecesarias ejercidas sobre los indios, a la codicia de oro que animaba a los conquistadores, se había agregado el espíritu de especulación en la compra de provisiones, en los rescates para no asistir a la guerra y en todos los demás detalles de la administración militar509. La Audiencia primero, y enseguida Bravo de Saravia habían pretendido corregir estos abusos, poniendo a la cabeza de las ciudades jefes o corregidores que tenían el sueldo fijo de mil pesos por año, creyendo crearles una posición independiente que les permitiera desempeñar sus funciones con honradez. Pero la designación de esos empleados dio lugar al favoritismo. Cada cual quería acomodar a sus parientes o allegados, y de allí nacieron quejas que aumentaban el descontento de los que creían que sus servicios no habían sido premiados como correspondía. La disciplina comenzaba a desaparecer; y estos males habían echado tan profundas raíces y creado tantos intereses que era casi imposible extirparlos. En las páginas anteriores hemos visto a los soldados desobedecer las órdenes de sus jefes y, aun, desbandarse después de una derrota, como sucedió en enero de 1569, cuando el desastre de Mareguano o Catirai. La introducción   —325→   de soldados que salían a servir por fuerza, y casi en cumplimiento de una pena, como sucedió con los auxiliares que vinieron del Perú, no hizo más que reagravar este mal.

Así, pues, como consecuencia de este estado de cosas, comenzó a cundir el desaliento. Había, sin duda, capitanes y soldados que conservaban su denuedo, y que se batían heroicamente como los compañeros de Valdivia y de Hurtado de Mendoza; pero los casos de deserción del servicio se hacían cada día más frecuentes. Según los documentos de la época, algunos individuos se fugaban a los bosques a llevar una vida miserable, y otros se asilaban en los conventos y tomaban el hábito de religiosos para no servir en la milicia. Pero este descontento tomó a veces proporciones alarmantes, y produjo conatos de desobediencia mucho más graves todavía.

En Valdivia, un platero llamado Juan Fernández, hijo de español y de india, hastiado de los trabajos de la guerra, y persuadido de que la tierra de adelante, probablemente al otro lado de las cordilleras, era rica y abundante y de que allí se podría vivir sin «estar atenidos a tantas vejaciones como de ordinario recibían de los gobernadores y capitanes», concibió el proyecto de fugarse, y pasó a la ciudad de Angol a buscar entre los soldados descontentos algunos compañeros para esa empresa. Descubierto en sus manejos por el capitán Bernal de Mercado, el infeliz platero fue remitido a Valdivia, y sometido a juicio por el oidor Torres de Vera. Después de aplicarle tormento para que diera su confesión, se le condenó a la pena de horca, y se le ejecutó sin conmiseración510. Se creyó entonces que en este plan estaban comprometidos algunos personajes más altos que los simples soldados, y que ese castigo había evitado un serio peligro.

A consecuencia del estado de guerra, no se daba entonces permiso para salir del país a persona alguna que pudiera tomar las armas. El virrey del Perú don Francisco de Toledo, en vista de las circunstancias extraordinarias, había sancionado esta medida por más que ella fuera opuesta a las resoluciones anteriores del soberano511. En Concepción, cinco soldados, viendo que no se les permitía salir de Chile, tomaron una embarcación y se dirigieron al Perú, siguiendo la prolongación de la costa. Poco diestros en el arte de navegar, desembarcaban cada noche a dormir en tierra, y por esto mismo avanzaban con tanta lentitud que dieron tiempo a poner sobre aviso a las autoridades del norte. A la altura de La Serena fueron detenidos en su fuga, pero no se dejaron prender sino cuando uno de ellos fue muerto de un balazo, y cuando otro estaba gravemente herido. Conducidos a Concepción, fueron condenados a servicio perpetuo, en calidad de esclavos del Rey, debiendo llevar al cuello una argolla de fierro. Se cuenta que esta represión y este castigo arredraron a otros soldados que también querían tomar la fuga512.

Estos hechos eran una simple manifestación del cansancio producido por aquella larga guerra. Agréguese a esto la pobreza general del país, la escasez de los recursos fiscales, y se comprenderá cuan tirante era la situación del gobernador. Las rentas reales no pasaban de treinta a treinta y dos mil pesos513; y con ellas era menester sufragar todos los gastos públicos.   —326→   Una de las razones que tuvieron presentes algunos capitanes para pedir la supresión de la Audiencia era que las entradas del tesoro no bastaban para pagar los sueldos de los oidores y de los demás funcionarios. Los encomenderos, empobrecidos también por la guerra, se esquivaban cuanto les era dable de contribuir a sus gastos. De esta manera, y sin contar las discordias con la Audiencia y con las autoridades eclesiásticas, de que hemos hablado más atrás, todo contribuía a complicar la acción administrativa, y a frustrar los planes que Bravo de Saravia había traído del Perú.




ArribaAbajo9. Proyecto de crear en Chile una universidad. La crónica de Góngora Marmolejo (nota)

Hasta la época a que hemos llegado en esta historia, no había en Chile casa alguna de educación ni hallamos vestigio de que existiese en todo el reino una sola escuela de primeras letras. Es posible que algunos de los hijos de los conquistadores aprendieran a leer en sus propias casas; pero sólo los hombres de fortuna considerable podían proporcionar a los suyos una instrucción más extensa, enviándolos a Lima donde existía ya una universidad montada a imitación de los establecimientos análogos de España. El capitán Juan Bautista Pastene, el teniente general de Pedro de Valdivia en el mar, tenía uno de sus hijos estudiando leyes y cánones en aquella universidad. Pedro de Oña, hijo de aquel capitán que fue destrozado por los indios en la sorpresa nocturna de Purén, hizo también allí los estudios que le habilitaron para conquistarse más tarde un renombre literario. Pero, como debe comprenderse, eran muy pocos los habitantes de Chile que estaban en situación de hacer los gastos que debía ocasionarles la residencia de sus hijos en la ciudad de Lima.

Mientras tanto, la ignorancia de las primeras generaciones que se formaban en Chile, era verdaderamente deplorable. Entre los primeros conquistadores había algunos hombres que habían hecho ciertos estudios en España, y no faltaban quienes pudiesen escribir con estilo claro y firme si no elegante y correcto; pero la juventud que se formaba parecía destinada a no tener otra ocupación que la de las armas. No pocos de esos jóvenes, cediendo unos al espíritu religioso de la época, deseando otros sustraerse al servicio militar, se asilaban en los conventos y recibían las órdenes sacerdotales, con escasa o con ninguna preparación literaria, de tal suerte que un religioso de Santo Domingo que desempeñó importantes comisiones en servicio de su orden, ha dicho que en Chile había antes de fines del siglo, sacerdotes que no sabían leer514. De eclesiásticos reclutados de esta manera no debía esperarse ni ilustración ni conducta ejemplar y, en efecto, mientras los religiosos de más prestigio por su cultura intelectual sostenían frecuentes y ruidosas cuestiones con las autoridades civiles por diversos motivos, el vulgo de ellos vivía ajeno a esas cuestiones y ofrecía con frecuencia ejemplos de una vida muy poco edificante. Este estado de cosas, más o menos común a las otras colonias americanas, había llamado la atención de las autoridades eclesiásticas e inducídolas a procurarle remedio.

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En 1567 el arzobispo de Lima, don fray Jerónimo de Loaisa, había convocado a concilio provincial a los obispos de su arquidiócesis. El padre San Miguel, designado por el Rey para la mitra de la Imperial, asistió a ese concilio y tomó parte en sus deliberaciones. No conocemos los acuerdos de esa asamblea, que no fueron presentados al Papa para su aprobación y que no recibieron publicidad515, pero parece que con arreglo a las decisiones del concilio ecuménico de Trento, el provincial de Lima había acordado la fundación de seminarios en cada diócesis. El obispo de la Imperial se dirigió con ese motivo al Rey para representarle la necesidad de establecer un colegio de esa naturaleza en el cual podrían hacerse los estudios menores y mayores con el rango de universidad. Fundábase además el Obispo en que en Chile no había establecimientos de educación, y en que por esta causa «la gente que en esta tierra nace, se cría más ociosa y viciosamente» pero, al mismo tiempo manifestaba que las exiguas rentas del obispado no bastaban siquiera para pagar las prebendas, ni tenía beneficios que pudieran aplicarse al sostenimiento de ese colegio. En esta virtud pedía al soberano que proveyese a esta necesidad. El Rey, después de oír al Consejo de Indias, acordó por dos cédulas de 26 de enero de 1568, pedir informe a la Real Audiencia de Chile, particularmente sobre el estado de los fondos que pudiera destinarse a esta obra, y sobre qué mercedes podría concederle, con tal «que no fuese, agrega el monarca, a costa de nuestra real hacienda»516. No ha llegado hasta nosotros el informe dado por la Audiencia. Probablemente, se limitó a expresar la pobreza general del país, la escasez de rentas del obispado y la imposibilidad de fundar el referido establecimiento sin auxilio de la Corona. Pero desde que el tesoro del poderoso rey de España estaba vacío, y además gravado con las más premiosas obligaciones, desde que el mismo soberano había declarado que la fundación no podía hacerse a costa de su hacienda, la creación de aquel colegio no pasó de ser un proyecto que honra a su iniciador517.





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ArribaAbajoCapítulo VI

Gobierno de Rodrigo de Quiroga (1575-1578)


1. Esperanzas que hizo concebir Quiroga al recibirse del gobierno; dificultades y competencias con el obispo de la Imperial. 2. Terremoto del 16 de diciembre de 1575: ruina de las ciudades australes, e inundación subsiguiente de Valdivia; levantamiento de los indios en esa región. 3. Recibe Quiroga los refuerzos que esperaba de España, y se dispone a renovar las operaciones militares; su proyecto de transportar a las provincias del norte los araucanos que apresase en la guerra. 4. El Gobernador instruye un nuevo proceso jurídico a los indios de guerra y los condena a muerte; los indios fingen dar la paz, pero continúan las hostilidades bajo las instigaciones del mestizo Alonso Díaz. 5. Primera campaña de Quiroga contra los araucanos. 6. Segunda campaña de Quiroga.



ArribaAbajo1. Esperanzas que hizo concebir Quiroga al recibirse del gobierno; dificultades y competencias con el obispo de la Imperial

La elevación de Rodrigo de Quiroga al gobierno del reino de Chile, hizo concebir las más lisonjeras esperanzas en el ánimo de los que creían posible llegar a la pacificación completa de todo el territorio. Se cuenta que muchos soldados que andaban escondidos en los bosques para no servir bajo el mando del gobernador Bravo de Saravía, acudieron ahora presurosos a tomar de nuevo las armas. Por otra parte, se esperaba un refuerzo de cuatrocientos hombres que, por disposición del Rey, debía traer de España y de Tierra Firme el capitán Losada, y se creía que con ellos se podría poner término a la guerra. Eran las mismas ilusiones que los españoles se habían forjado al comenzar el gobierno anterior.

Parece, sin embargo, que Rodrigo de Quiroga, como soldado experimentado desde los primeros días de la conquista, conocía mejor las dificultades y peligros de la situación. Al dar al Rey las más rendidas gracias por el nombramiento de Gobernador y por la merced del hábito de Santiago, le manifiesta su enérgica resolución de corresponder a la real confianza, pero, al mismo tiempo, le expresa las dificultades de la obra que acometía. «Dado, dice, que este reino está muy consumido y perdido por la continua guerra que en él ha habido y hay, conviene de nuevo fundarse el estado de él»518. Así, pues, a juicio del Gobernador, la empresa que iba a acometer tenía los caracteres de una nueva conquista.

Resuelto a esperar los refuerzos que venían de España para emprender una campaña activa y eficaz, Quiroga se limitó por entonces a tomar providencias militares puramente   —330→   defensivas. Despachó a las ciudades del sur a su yerno Martín Ruiz de Gamboa con el rango de Mariscal, y encomendó a Bernal de Mercado mantuviese la tranquilidad en la comarca vecina a la ciudad de Angol. Mientras tanto, el Gobernador quedaba en Santiago entendiendo en los negocios administrativos que le habían de acarrear no pocas complicaciones y dificultades.

La Audiencia había hecho en el último tiempo un proyecto de tasa de tributos para los indios de servicio del obispado de la Imperial. Aunque el Rey había decretado esta medida, los mismos oidores se vieron obligados a suspenderla en sus efectos, vista la absoluta imposibilidad de aplicarla, «por ser los indios, decía Quiroga, gente desnuda y tan bárbaros que no viven en pueblos ni obedecen a caciques ni entre ellos a orden ninguna, ni tienen haciendas, ni granjerías para mantenerse y dar sus tributos»519. El Gobernador comprendía igualmente que era imposible someter al pago de impuestos a indios que vivían sin orden ni sujeción social de ninguna naturaleza, y aprobó esta resolución declarando que se pondría en planta cuando el país estuviera pacificado. Pero esto dio motivo a graves cuestiones. El obispo de la Imperial, tomando argumento en que el tributo de los indios no estaba tasado, pretendió hacer por sí solo el nombramiento de curas doctrineros sin la intervención del poder civil, en contraposición de las prácticas establecidas en los dominios del rey de España. Quiroga, por su parte, sostuvo con toda energía los derechos reales, y mandó que ni los encomenderos ni los caciques socorrieran con salarios ni alimentos a los curas que no hubiesen sido nombrados con la aprobación del gobierno.

No era ésta, por desgracia, la única dificultad suscitada al poder civil por la autoridad eclesiástica. Las competencias de jurisdicción en materias judiciales habían comenzado a ser origen de serias complicaciones que la Audiencia estaba facultada para resolver. Suprimido ese tribunal, esas competencias debían dar lugar a mayores dificultades. Imposibilitado para solucionar por sí mismo estas cuestiones, y conociendo que había un grave peligro en que «los jueces eclesiásticos se saliesen con todo lo que quisiesen», como él mismo dice, Quiroga, después de oír la opinión de algunos letrados, se limitó a pedir al Rey que diese una resolución como más conviniere al real servicio520.




ArribaAbajo2. Terremoto del 16 de diciembre de 1575: ruina de las ciudades australes, e inundación subsiguiente de Valdivia; levantamiento de los indios en esa región

Estas competencias de autoridad, que debían suscitarse cada día en la colonia por todo orden de cuestiones, eran un obstáculo en la marcha administrativa, que enardecía los ánimos y agitaba a las gentes. A ellas vinieron, luego, a agregarse otras de un carácter diverso que debieron molestar grandemente al nuevo Gobernador. Antes de mucho, a fines de abril de 1575, llegaba a La Serena el licenciado Gonzalo Calderón, nombrado por el Rey teniente   —331→   de gobernador del reino. Era un abogado joven e impetuoso que venía envanecido con las prerrogativas de su cargo, y que llegó a pretender que sus facultades no eran inferiores a las del Gobernador. Desde que se trasladó a Concepción a tomar la residencia a la Audiencia, comenzaron a nacer dificultades de detalle, que luego se hicieron extensivas a sus relaciones con el mismo Quiroga.

Pero éstos no eran, en realidad, los más serios problemas de la situación. Las necesidades y apremios de la guerra, mantenían la alarma en la colonia, imponían sacrificios de toda naturaleza y preocupaban todos los ánimos. Al poco tiempo de iniciado el gobierno de Quiroga, dos fenómenos naturales, que los supersticiosos españoles llamaban prodigios, vinieron a producir el pavor y a hacer nacer los más tristes presentimientos. El 17 de marzo de 1575, a las diez de la mañana, se hizo sentir en Santiago un sacudimiento de tierra de poca intensidad, pero de bastante prolongación, que conmovió los edificios y que sin derribar ninguno, abrió algunas paredes. El pueblo tomó este temblor por aviso de Dios.

Antes de terminar ese año, ocurrió en Valdivia otro terremoto mucho más tremendo en sus sacudimientos y en sus estragos. El 16 de diciembre, hora y media antes de oscurecerse, «comenzó a temblar la tierra con gran rumor y estruendo, yendo siempre el terremoto en crecimiento sin cesar de hacer daño, derribando tejados, techumbres y paredes, con tanto espanto de la gente, que estaban atónitas y fuera de sí de ver un caso tan extraordinario. No se puede pintar ni descubrir la manera de esta furiosa tempestad que parecía ser el fin del mundo, cuya prisa fue tal que no dio lugar a muchas personas a salir de sus casas, y así perecieron enterradas en vida, cayendo sobre ellas las grandes máquinas de los edificios. Era cosa que erizaba los cabellos y ponía los rostros amarillos, el ver menearse la tierra tan aprisa y con tanta furia que no solamente caían los edificios sino también las personas, sin poderse tener en pie, aunque se asían unos de otros para afirmarse en el suelo. Demás de esto, mientras la tierra estaba temblando por espacio de un cuarto de hora, se vio en el caudaloso río, por donde los navíos suelen subir sin riesgo, una cosa notabilísima, y fue que en cierta parte de él se dividió el agua corriendo la una parte de ella hacia la mar, y la otra parte río arriba, quedando en aquel lugar el suelo descubierto de suerte que se veían las piedras. Ultra de esto salió la mar de sus límites y linderos, corriendo con tanta velocidad por la tierra adentro como el río de más ímpetu del mundo. Y fue tanto su furor y su braveza, que entró tres leguas por la tierra adentro, donde dejó gran suma de peces muertos, de cuyas especies nunca se habían visto en este reino. Y entre estas borrascas y remolinos se perdieron dos navíos que estaban en este puerto, y la ciudad quedó arrasada por tierra, sin quedar pared en ella que no se arruinase». Los habitantes de la ciudad de Valdivia se vieron reducidos a vivir a campo raso, expuestos a las lluvias, privados de alimentos y sin creerse allí mismo seguros, «porque por muchas partes, se abría la tierra frecuentemente con los temblores que sobrevenían cada media hora, sin cesar esta frecuencia por espacio de cuarenta días». Los caballos, los perros, los animales todos, corrían de un punto a otro aterrorizados, y aumentando la confusión y el pavor521.

El terremoto se había hecho sentir en todas las ciudades australes, y en todas ellas causó los más terribles estragos. «En un momento, dice el gobernador Quiroga, derribó las casas y   —332→   templos de cinco ciudades, que fueron: la Imperial, Ciudad rica (Villarrica), Osorno, Castro y Valdivia, y salió la mar de su curso ordinario, de tal manera que en la costa de la Imperial se ahogaron casi cien ánimas de indios, y en el puerto de Valdivia dieron al través dos navíos que allí estaban surtos, y mató el temblor veinte y tantas personas entre hombres, mujeres y niños». Quiroga agrega que, por su parte, había hecho todo lo posible por reparar aquellos males. «Yo he mandado hacer plegarias y procesiones, dice, suplicando a nuestro Señor aleje de sobre nosotros su indignación»522.

No salían aún los pobladores de aquellos lugares de la perturbación producida por esa gran catástrofe, cuando cayó sobre ellos otra plaga más terrible todavía. Hasta entonces habían sostenido la guerra contra los españoles, los indios de Arauco, de Tucapel y de Purén, es decir, los que poblaban las dos vertientes de la cordillera de la Costa entre los ríos Biobío y Paicaví, y en ocasiones los de más al norte, vecinos a la ciudad de Concepción. Las tribus del sur se habían mantenido en paz, prestando sus servicios a los encomenderos y acompañándolos como auxiliares en la guerra contra los araucanos. Hastiados, sin duda, de los malos tratamientos que les daban los españoles, e incitados a la rebelión por las tribus que sostenían con tan buen éxito la resistencia, aquellos indios tranquilos y pacíficos hasta entonces, se aprovecharon de la perturbación producida por el terremoto, tomaron las armas y emprendieron la guerra en marzo de 1576 con poca fortuna en el principio, pero con la más decidida resolución.

Al primer anuncio de la insurrección de los indios, y de que éstos se habían reunido cerca del lago de Riñihue, el corregidor de Valdivia, Pedro de Aranda523 y, el de Villarrica, Arias Pardo de Maldonado524, acudieron prontamente a desbaratarlos y, en efecto, después de un combate, creyeron haber restablecido la paz en aquellos lugares. Pero antes de mucho, la guerra recomenzó con mayor ardor y se extendió a la región del sur hasta Osorno. Durante los meses del otoño de 1576, y hasta en el corazón del invierno, tan riguroso en esa parte del territorio chileno, se vieron forzados los españoles a hacer campeadas, a disponer expediciones y a empeñar frecuentes combates contra los indios. Aunque casi constantemente vencedores y, aunque desplegaron gran rigor en el castigo de los vencidos, no les fue dado sofocar la insurrección. Los indios, batidos en una parte, aparecían en otra y renovaban una lucha en que parecían poner tanta tenacidad como la que habían desplegado sus compatriotas de Arauco y de Tucapel. La topografía de aquella región, la abundancia de selvas dilatadas que no podían recorrer las tropas de caballería y los accidentes todos del terreno, favorecían a los bárbaros en esta empresa525.

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En medio de esta lucha y de la situación precaria y miserable a que los sometía la destrucción de sus casas y los demás estragos causados por el terremoto de 16 de diciembre, los vecinos de Valdivia pasaron todavía por otro cataclismo no menos peligroso y aterrorizador que el mismo terremoto. Al oriente de la ciudad, en las faldas de la cordillera, el sacudimiento de la tierra había desplomado un cerro, precipitándolo sobre la caja del río que sale del lago de Riñihue y va a formar el río de Valdivia. Esos materiales formaron una especie de dique que atajaba el curso de las aguas. Subsistió este estado de cosas durante cuatro meses, aumentando considerablemente los depósitos del lago; pero a fines de abril de 1576, las aguas detenidas, engrosadas extraordinariamente con las copiosas lluvias del otoño, rompieron ese dique y corrieron con gran estrépito, desbordándose en los campos vecinos, arrancando los árboles que encontraban a su paso y arrastrando las chozas de los indios de todas las inmediaciones.

En Valdivia, los efectos de esta inundación fueron verdaderamente desastrosos. El capitán Mariño de Lobera, que desempeñaba este año el cargo de corregidor, en previsión de este accidente, había dispuesto que los vecinos de la destruida ciudad, establecieran sus habitaciones provisorias en una altura inmediata. «Con todo eso, cuando llegó la furiosa avenida, puso a la gente en tan grande aprieto que entendieron no quedara hombre con vida, porque el agua iba siempre creciendo de suerte que iba llegando cerca de la altura de la loma donde está el pueblo; y por estar todo cercado de agua, no era posible salir para guarecerse en los cerros, si no era algunos indios que iban a nado, de los cuales morían muchos en el camino topando en los troncos de los árboles, y enredándose en sus ramas. Lo que ponía más lástima a los españoles era ver a muchos indios que venían por el río encima de sus casas, y corrían a dar consigo a la mar, aunque algunos se echaban a nado y subían a la ciudad como mejor podían. Esto mismo hacían los caballos, y otros animales que acertaban a dar en aquel sitio procurando guarecerse con el instinto natural que les movía. En este tiempo no se entendía en otra cosa sino en disciplinas, oraciones y procesiones, todo envuelto en hartas lágrimas para vencer con ellas la pujanza del agua, aplacando al Señor que la movía. Cuya clemencia se mostró allí como siempre, poniendo límite al crecimiento, a la hora de medio día, porque aunque siempre el agua fue corriendo por el espacio de tres días, era esto al peso a que había llegado a esta hora, sin ir en más aumento como había ido hasta entonces. Finalmente, fue bajando el agua al cabo de tres días, habiendo muerto más de mil y doscientos indios y gran número de reses, sin contarse aquí la destrucción de casas, chacras y huertas, que fuera cosa inaccesible»526.




ArribaAbajo3. Recibe Quiroga los refuerzos que esperaba de España, y se dispone a renovar las operaciones militares; su proyecto de transportar a las provincias del norte los araucanos que apresase en la guerra

Esta doble catástrofe que había arruinado las ciudades del sur, y el levantamiento de los indios que poblaban esa región, hicieron presentir nuevos conflictos y nuevos desastres.   —334→   Quiroga, que habría querido socorrer con tropas a los españoles que en esos lugares peleaban por someter a los bárbaros rebelados, carecía de medios para prestarles ayuda. En esos momentos estaba esperando el refuerzo de quinientos hombres que debía traerle de España un encomendero de Chile que entonces se hallaba en la metrópoli, el capitán Juan de Losada, y creía que llegando éste podría emprender una campaña eficaz y decisiva que le permitiese dejar pacificado para siempre todo el país.

Ese refuerzo no llegó a Chile sino en julio de 1576. Su arribo fue una verdadera decepción. El poderoso rey de España, envuelto en Europa en las más dispendiosas guerras y con su tesoro agotado, no había podido hacer llegar hasta Chile más que un auxilio relativamente insignificante. La división auxiliar organizada en España con las mayores dificultades, había experimentado en su viaje toda especie de contratiempos, cuya historia detallada podría llenar algunas páginas instructivas para conocer la vida social y militar de las colonias americanas.

Autorizado a fines de 1573 el capitán Losada para formar la columna que debía venir a Chile, despachó algunos emisarios a enrolar gente en diversas provincias de España. Empleando sobre todo la coacción con que en esa época se hacían los reclutamientos para los ejércitos españoles, esos agentes consiguieron después de más de un año de diligencias y de afanes, tener reunidos en los alrededores de Sevilla, poco más de cuatrocientos hombres. En abril de 1575 pudieron darse a la vela en cuatro buques de la flota que zarpaba para América del puerto de San Lúcar de Barrameda.

Desde los primeros días aquella expedición comenzó a experimentar todo género de contrariedades. A su paso por las islas Canarias, desertaron algunos soldados. Más adelante, el capitán Losada cayó gravemente enfermo, y murió al llegar a la isla de la Dominica, dejando el mando de las tropas a Juan Lozano Machuca que venía a América a desempeñar un destino de hacienda en Charcas. En el puerto de Cartagena de Indias, donde la flota tuvo que hacer escala para desembarcar mercaderías, las fiebres y la deserción diezmaron las fuerzas expedicionarias. Por fin, en la región del istmo, los calores horribles del mes de junio, corrompieron los víveres que los expedicionarios traían de España, y hallaron éstos tan tristes noticias del reino de Chile, que casi todos, así soldados como oficiales, no pensaban más que en huir para sustraerse a las penalidades de una guerra cuya prolongación y cuyos horrores habían echado un descrédito completo sobre este país. Lozano Machuca hizo prodigios para evitar la deserción, solicitó y obtuvo el apoyo de la audiencia de Panamá, instruyó numerosos procesos, aplicó severos castigos; pero los desertores contaban con la protección de muchos vecinos de esa provincia y de los frailes de los conventos que les daban apoyo; y después de una demora de cinco meses en que se le agotaron sus recursos, tuvo que seguir su viaje al sur en un estado de verdadera miseria, y con sus fuerzas disminuidas considerablemente. La deserción continuó en casi todos los puertos de la costa en que los expedicionarios tuvieron que tocar antes de llegar a Chile, y sobre todo en el Perú.

Los expedicionarios arribaron a Chile a los quince meses de haber salido de España, bajo las órdenes del capitán Andrés de Molina. Sus fuerzas se componían sólo de 334 hombres y, aun, algunos de ellos eran niños de corta edad, inútiles para el servicio militar527. El   —335→   armamento de esta división era verdaderamente miserable. Traía ciento ochenta arcabuces, ocho cotas, ocho sillas y doce lanzas; y había cincuenta hombres que no tenían una espada ni género alguno de armas. Las municiones de guerra consistían sólo en cien planchas de plomo que pesaban poco más de trescientas arrobas, veinte libras de mecha de algodón para dar fuego a los arcabuces, y treinta y nueve botijas de salitre para la fabricación de la pólvora528. El mismo Gobernador no pudo disimular su descontento en la carta que escribía al Rey para darle cuenta de haber llegado este refuerzo. «Toda esta gente, le dice, llegó muy destrozada y falla de todas las cosas necesarias, y tan rotos que era compasión verlos... Algunos trajeron algún arcabuz y otros su espada, todos los más llegaron sin ningún género de armas, ni cotas, ni sillas; y para armar, encabalgar y vestir y aderezar a ellos y a los demás soldados que he juntado en esta ciudad, me he demorado hasta ahora»529. Con socorros de esta naturaleza pretendía Felipe II que sus gobernadores de Chile redujesen al vasallaje a los indomables guerreros de Arauco.

Venciendo grandes dificultades para juntar gente y para equiparla, Quiroga llegó a contar en Santiago más de cuatrocientos soldados españoles y un cuerpo de mil y quinientos indios amigos con que estuvo listo para abrir la campaña en los primeros días de enero de 1577. El monarca español había dispuesto poco antes que los indios más bulliciosos y turbulentos de Chile fueran desterrados al Perú, para alejarlos así de los lugares en que podían hacer mal. Los encomenderos de Chile, por su parte, pretendían de tiempo atrás que los indios araucanos que se tomasen en la guerra, fueran trasladados a Santiago y principalmente a Coquimbo, donde la población indígena se hacía más escasa cada día, y donde querían utilizarlos en los trabajos de las minas530. El virrey don Francisco de Toledo, que por su parte era mucho menos caritativo que el Rey con los indígenas, y que cometió con los indios peruanos actos de la más dura crueldad, había dado a este respecto instrucciones un poco diferentes. «El castigo de los indios rebelados, escribía en marzo de 1574 a la Real Audiencia de Chile, se haga en algunas cabezas por la orden que más pareciere que serán atemorizados los enemigos, y que los demás no sean castigados a cuchillo sino trasladados a la provincia de Coquimbo, desgobernándolos, como se dice, para que allí puedan sacar oro para los soldados que mantienen la guerra». Cuando en 6 de marzo del mismo año   —336→   nombró a Rodrigo de Quiroga general en jefe del ejército de Chile, lo autorizó expresamente para que pudiendo sujetar «algún buen golpe de indios rebeldes, ahora sea combatiendo multitud de ellos o en cabalgadas o facciones particulares, pueda traer hasta seiscientos o setecientos a la provincia de Coquimbo para que asegurándolos de la fuga con desgobernarlos de un pie, puedan andar en las minas de oro y sacar con que se pueda mejor sustentar la guerra y pagar los soldados con menos vejación y molestia de los súbditos y vasallos de Su Majestad». Desgobernar a un indio, en el lenguaje de los conquistadores, era cortarle el pie poco antes del nacimiento de los dedos; y esta bárbara operación ejecutada frecuentemente sobre los prisioneros de guerra, o sobre los indios de servicio que se habían fugado, los reducía a un estado de invalidez que casi no les permitía volver a la guerra y que los reducía a servir en las faenas de los españoles sin esperanza de fugarse531.

Rodrigo de Quiroga, que debía estar acostumbrado a este género de espectáculos, y que, además, tenía que satisfacer las exigencias de los encomenderos que pedían más indios para el trabajo de los lavaderos de oro, se inclinaba naturalmente al plan del Virrey. Al partir a campaña, expresaba a Felipe II las esperanzas que tenía de consumar la pacificación de todo el reino. «Para mejor conservarla, añadía enseguida, después de pacificados estos indios, convendrá destinar una buena parte de los rebelados de su tierra para los valles y minas que hay en esta ciudad y La Serena, y así lo pondré en ejecución dándome Dios vida, porque conviene así a vuestro real servicio y a la quietud de esta tierra; y por esta vía serán castigados de sus delitos, y conservarse ha la paz, y con el provecho que sacarán de las minas y labores de tierra donde fueren desterrados, se dará entretenimiento a algunos vasallos de Vuestra Majestad, se sustentarán las fronteras, y vuestros reales quintos serán acrecentados y no se consumirán en el gasto de guerra»532. Los indios que sabían por una dolorosa experiencia la suerte que les estaba reservada, estaban bien determinados a frustrar los inhumanos proyectos de los crueles conquistadores.




ArribaAbajo4. El Gobernador instruye un nuevo proceso jurídico a los indios de guerra y los condena a muerte; los indios fingen dar la paz, pero continúan las hostilidades bajo las instigaciones del mestizo Alonso Díaz

El 8 de enero de 1577 salía de Santiago Rodrigo de Quiroga al frente de las tropas españolas y de los indios auxiliares que había reunido. Como todos los gobernadores que le habían precedido en el mando de la colonia, llevaba la ilusión de hacer una campaña decisiva que le permitiera pacificar todo el país. Al efecto, había impartido sus órdenes para que se le   —337→   reuniesen las tropas de la región de Valdivia, que estaban bajo las órdenes de Ruiz de Gamboa, y las que se hallaban en Angol con Bernal de Mercado. Creía completar así un ejército que impusiera miedo a los impertérritos araucanos.

En su marcha debió sufrir un primer desencanto. Aquellos bárbaros se mantenían resueltamente sobre las armas y parecían desafiar todo peligro. El 2 de febrero atacaron Angol y pusieron en gran aprieto a sus defensores. Bernal de Mercado recibió varias heridas en el combate, pero logró rechazar al enemigo y castigar con pena de muerte a los prisioneros que tomó. Ruiz de Gamboa, marchando a reunirse con el Gobernador, tuvo que sostener otra batalla en que dispersó y castigó duramente a los indios con nuevas ejecuciones capitales, pero sin lograr escarmentarlos533.

Estos sucesos llenaron de rabia al Gobernador y a los que formaban su séquito. Seguro todavía en el poder de sus armas, resolvió hacer a los indios una guerra sin cuartel y sin piedad. Pero antes, quiso legalizar sus proyectos de sangre y de exterminio instruyendo a los bárbaros un proceso semejante a aquél que el licenciado Herrera había formado bajo el gobierno de Francisco de Villagrán534. «En la provincia de Reinohuelén, donde comienza lo que está de guerra, dice el mismo Quiroga, procedí por vía jurídica contra todos los indios rebelados. E hice información de todos los delitos que han cometido desde que se alzaron y rebelaron la primera vez hasta entonces, crieles un defensor a quien di traslado del cargo que les hice; y concluso el proceso, los sentencié y condené a muerte natural»535. Este procedimiento que en nuestro tiempo parece extraño y ridículo, tenía una gran importancia entre los soldados conquistadores del siglo XVI. La decisión judicial que recaía en cada uno de estos singulares procesos, debía tranquilizar la conciencia de los soldados, demostrándoles que la guerra que se hacía a los indios era legalmente justa, e imponer silencio a los que predicaban en contra de ella y contra las matanzas de enemigos. La prueba que se rendía en la información, estaba encaminada a demostrar que las hostilidades dirigidas contra los bárbaros no eran guerra de conquista sino la que legítimamente podía hacerse contra súbditos rebelados. Probábase así que los indios se habían sometido voluntariamente al rey de España, pero que inducidos más tarde por sus malos instintos, habían faltado a los deberes del vasallaje y habían tomado las armas para cometer toda clase de crímenes y de atrocidades. Aquellos procesos en que se probaba todo lo que se quería sin la intervención de los verdaderos interesados, o dando a éstos una representación irrisoria por medio de los defensores que les nombraban sus enemigos, y que, sin embargo, servían de fundamento para tan graves determinaciones, son una de las más curiosas muestras del criterio moral de esa época.

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Terminado este proceso por la declaración de guerra sin cuartel a los araucanos, Quiroga avanzó hasta Quinel, donde se le juntaron las tropas que venían del sur. Su ejército llegó a contar casi quinientos soldados españoles536, y dos mil quinientos indios auxiliares. Allí distribuyó los cargos militares entre los capitanes más caracterizados, dando a Ruiz de Gamboa el de Coronel, esto es, de primer jefe después del Gobernador, y a Bernal de Mercado el de maestre de campo. Informado por sus espías de que en la orilla norte del Biobío, en el sitio denominado Hualqui, los indios enemigos se fortificaban en número considerable, Quiroga marchó rápidamente sobre ellos, los atacó el 8 de marzo y los puso en completa dispersión obligándolos a refugiarse al otro lado del río.

Quiroga abría la campaña con un ejército más numeroso y mejor equipado que los que en los años anteriores habían expedicionado en la Araucanía. Esas fuerzas, por otra parte, marchaban concentradas en un solo cuerpo, contra el cual las hordas desorganizadas de los bárbaros no podían medirse en una batalla. Favorecidos por la estación de otoño, que hace bajar el agua de los ríos, los españoles pasaron a vado el Biobío con toda comodidad, y fueron a acampar en el mismo territorio que por tantos años había sido teatro de la guerra, sin encontrar por ninguna parte la menor resistencia. Convencidos los indios de que no podían acometer empresa alguna contra ese ejército, recurrieron al usado expediente de fingir que daban la paz, esperando tener en breve una oportunidad favorable para sublevarse de nuevo.

Los españoles, muy escarmentados por la experiencia, no podían dar crédito a estas promesas de sumisión; pero, sin olvidar ninguna precaución militar, suspendieron por el momento la ejecución de los castigos que traían proyectados, y avanzaron hasta Arauco donde construyeron otra vez un fuerte y galpones para resguardarse de los rigores del invierno que se anunciaba lluvioso. En los primeros tiempos pudieron contar con víveres suministrados por los mismos indios que se fingían pacíficos y sumisos.

Pero aquella situación no podía durar largo tiempo. Desde que Quiroga hizo volver al norte una parte de los auxiliares que había llevado consigo, comenzaron los indios de guerra a hacer sus habituales correrías. Robaban los caballos de los españoles, asaltaban a los que viajaban desprevenidos y ejercieron crueles venganzas sobre los indígenas que les habían prestado auxilio. Un mestizo llamado Alonso Díaz, que hacía poco se había pasado a los indios, y que estaba destinado a adquirir una gran celebridad como general de sus ejércitos, era el principal instigador de estas hostilidades. En sus trabajos estaba eficazmente ayudado por un cacique de Lebu a quien los españoles habían bautizado con el nombre de Juan. Prisionero de los conquistadores años atrás, ese cacique había sido enviado al Perú, pero había vuelto poco más tarde a Chile con el gobernador Bravo de Saravia, y en la primera ocasión que se le presentó, huyó a juntarse con los suyos para ayudarlos en la guerra. Esos dos caudillos que conocían de cerca la táctica de los europeos, llevaban a los indios un contingente de experiencia militar que debía serles de gran utilidad. Seguramente eran ellos los que estimulaban los robos frecuentes y, a veces, considerables de cabalgaduras para organizar entre los bárbaros fuerzas de caballería que habían de hacerlos invencibles antes de mucho tiempo.

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No queriendo dejar impunes estas hostilidades, dispuso Quiroga que algunos de sus capitanes hiciesen campeadas en el territorio enemigo, aun, en medio del corazón del invierno. El maestre de campo Bernal de Mercado, a la cabeza de cerca de doscientos soldados, recorrió a fines de julio los campos de la costa del sur de Arauco, y en Millarapue tomó trescientos cincuenta prisioneros, ocho de los cuales eran caciques o jefes de tribus. «Pronuncié un auto, dice Quiroga, en que mandé que se ejecutase en estos indios presos la sentencia de muerte que yo di contra ellos y contra los demás rebelados, la cual pena por entonces la mandé suspender; y en el entretanto mandé que estos indios fuesen llevados a la ciudad de la Serena, y que allí se les cortase un pie a cada uno, y trabajasen en las labores de las minas de oro para ayudar al gasto de la guerra, y que los caciques fuesen llevados al visorrey del Perú»537. En el campo español se temió un momento que los caudillos araucanos intentaran un ataque para libertar a los prisioneros que debían ser remitidos por mar a Coquimbo; pero los bárbaros no quisieron acometer una empresa que habría sido infructuosa, y las órdenes de Quiroga se cumplieron con inflexible puntualidad.

Estos castigos, sin embargo, no amedrentaron a los indígenas. Lejos de eso, se confirmaron en su plan de hostilidades, y una noche pretendieron pegar fuego al campamento de los castellanos. Una nueva campeada, dirigida personalmente por el anciano Gobernador, emprendió el castigo de los autores de este atentado. Un sobrino de Quiroga, que como él llevaba el nombre de Rodrigo, tuvo la buena fortuna de apresar, después de un combate, al cacique Juan de Lebu y a otros siete jefes de tribus, a quienes se quiso dar un castigo ejemplar. Estos últimos fueron ahorcados en los árboles; pero aquél fue bárbaramente empalado, como lo había sido Caupolicán en 1558538. Así, pues, si las operaciones militares de los indios no tuvieron por entonces aquella impetuosidad y aquella decisión de otros tiempos, sus incesantes hostilidades debieron hacer comprender a los españoles que jamás reducirían a una paz estable y efectiva a esas hordas indomables de guerreros tan resueltos y porfiados. Durante todo el invierno de 1577, los indios no habían dado a los conquistadores casi un solo día de perfecta tranquilidad.



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ArribaAbajo5. Primera campaña de Quiroga contra los araucanos

La primavera vino a dar mayor actividad a las operaciones de la guerra. Martín Ruiz de Gamboa había partido para Valdivia a someter a los indios de esa región que permanecían rebelados. Quiroga, con unos trescientos sesenta soldados, salió de Arauco el 14 de octubre, recorrió la provincia de Tucapel, teatro en los años anteriores de tantos combates, pero donde no encontró entonces la menor resistencia. Penetrando, por fin, en la cordillera de la Costa, o de Nahuelbuta, para pasar al valle central, tuvo que sostener su retaguardia un combate en la quebrada de Purén, con pérdida de un soldado, pero sin que los indios consiguieran entorpecer su marcha. Una vez libre de este peligro, Quiroga dispuso expediciones y correrías por los campos de las inmediaciones, y hasta las dilatadas vegas de Lumaco, en que sus soldados talaban los sembrados de los indios, quemaban sus chozas y apresaban a todas las personas, así hombres como mujeres y niños, esperando por estos medios reducirlos a la paz. Los bárbaros, muchos de los cuales usaban ya caballos con singular maestría, sabían evitar cuanto les era dable esta obstinada persecución de los españoles.

«En una correduría, dice Quiroga, se prendieron la mujer e hijos del cacique principal de esta provincia, de los coyuncos539, el cual tenía cautivo a un soldado llamado Diego de Fuentes, que le cautivaron habrá veinte años en un desbarate del capitán Zárate. Este cacique (que un viejo cronista llama Ulpillán) acordó de dar en rescate de este soldado por su mujer e hijos; y a los 18 de este presente enero (1578) lo rescató. Negocio ha sido éste que no se ha visto otro tal en estas partes después que se descubrieron y conquistaron, porque los indios son tan crueles que, en prendiendo al español, lo matan»540. Así, pues, aquella guerra cruel y desapiadada, comenzaba, en medio de sus horrores y devastaciones, a civilizar a los indios, haciéndoles comprender que era ventajoso respetar la vida de los prisioneros para rescatar a sus propios parientes que hubieran caído en poder de los españoles o para obtener algunos objetos que despertaban su codicia.

Hasta entonces Quiroga no había empeñado ninguna batalla formal contra los indios araucanos ni había penetrado siquiera a los lugares en que éstos se habían hecho fuertes, y habían obtenido algunas de sus más espléndidas victorias. En las faldas orientales de la cordillera de la Costa, y cerca del Biobío, estaban las provincias de Mareguano y Catirai, cortadas por ásperas y montuosas serranías donde los indios de guerra tenían su centro de   —341→   acción, y donde, en años atrás, habían derrotado en dos grandes batallas a Pedro de Villagrán el mozo, y a don Miguel de Velasco. Allí habían construido sus fortalezas de palizadas, en cuyas estacas tenían clavadas noventa calaveras de españoles muertos en los anteriores combates, como si con ellas quisieran desafiar a los conquistadores. De esos lugares salían las bandas que iban a robar caballos o a inquietar a las tropas de Quiroga.

En los primeros días de febrero de 1578, resolvió el Gobernador expedicionar sobre esa región. El maestre de campo Bernal de Mercado reconoció aquellas posiciones; y confiado en el número relativamente considerable de las fuerzas que componían su ejército, propuso el ataque inmediato. Por más que algunos jefes apoyasen este parecer, Quiroga no quiso empeñar el combate, y después de ligeras escaramuzas, resolvió dar la vuelta a Arauco541. Los indios cobraron mayor soberbia cuando vieron que sus enemigos, aun en el número considerable en que estaban, no habían osado atacarlos en aquellas posiciones. Esta confianza los determinó a tomar una actitud más resuelta y agresiva.

Para volver a la plaza de Arauco sin dar un extenso rodeo, los españoles debían atravesar de nuevo esas montañas, llegar a la costa por donde ahora existen las poblaciones de Coronel y de Lota, y seguir al sur por los caminos vecinos a la playa. Allí se alzaban las serranías de Marigueñu y de Laraquete tan funestas en 1554 a Francisco de Villagrán, que había legado su nombre a la primera de ellas. Quiroga se hallaba en Andalicán (Colcura) el 20 de marzo con todas sus tropas y, aunque viejo y enfermo, hasta el punto de ser transportado en una silla, dirigía personalmente las operaciones militares. Temiendo que en la cuesta de Marigueñu o Villagrán estuviese emboscado el enemigo, dispuso que Bernal de Mercado con algunas compañías se adelantase en exploración. En efecto, antes de mucho descubrió grupos de indios que tomaban la fuga para atraer a los españoles a los bosques en que estaba oculto el grueso de sus fuerzas. El maestre de campo era demasiado experto en negocios de guerra para dejarse engañar por esta estratagema de los indios. En vez de perseguir a los fugitivos tomó posiciones para esperar todo el grueso del ejército, y adelantando artificiosamente la exploración, descubrió que un número considerable de enemigos defendía aquellas peligrosas alturas.

Los españoles acamparon a dos tiros de arcabuz de las posiciones enemigas resueltos a esperar la mañana siguiente para continuar la marcha y empeñar la batalla si era necesario. Pasaron toda la noche, que era perfectamente oscura, sobre las armas, para prevenir cualquier sorpresa. Los indios, por su parte, no bajaron de las alturas, pero a cada rato hacían oír espantosas griterías, provocaciones y amenazas, o disparaban sin orden ni concierto algunos tiros de arcabuz, cuyo manejo no habían podido aprender convenientemente. Al amanecer del 21 de marzo (1578), Quiroga, a pesar de sus años y de sus enfermedades, se hizo montar a caballo, distribuyó sus tropas dando a Bernal de Mercado el mando de la vanguardia, a Ruiz de Gamboa el de la retaguardia; y poniéndose él mismo a la cabeza del centro y de la artillería, ordenó romper la marcha y empeñar el combate. La gloria de la jornada recayó principalmente sobre el experimentado e impetuoso maestre de campo. Después de siete u ocho cargas dadas con tanta resolución como acierto, rompió los espesos pelotones   —342→   de indios poniéndolos en dispersión y abriéndose camino para pasar adelante y para continuar la persecución de los fugitivos. Algunos escuadrones enemigos que cayeron por los flancos sobre la retaguardia fueron derrotados por Ruiz de Gamboa. El combate se hizo general en todas partes y aun el centro del ejército español se había visto atacado; pero en todas partes también la resistencia fue bien sostenida, de suerte que los indios tuvieron que dispersarse dejando el campo sembrado de cerca de doscientos cadáveres entre los cuales se contaban los de algunos de sus caudillos542.




ArribaAbajo6. Segunda campaña de Quiroga

Esta victoria, como las otras que los españoles habían alcanzado en las campañas anteriores, no había de conducir a ningún resultado medianamente decisivo. Aquella guerra tenía todas las condiciones necesarias para ser interminable. Los conquistadores, en número insuficiente para hacer efectiva la ocupación de todo el territorio disputado, no eran en realidad dueños más que del terreno que pisaban, mientras que la población indígena mucho más numerosa, resuelta a resistir a todo trance a la dominación extranjera, favorecida, además, por las condiciones del suelo, de los bosques, de las montañas y de las ciénagas, se adiestraba más y más en el arte de la guerra, aprendía de sus enemigos el uso del caballo y la manera de defenderse, y preparaba cada día ataques y asechanzas que si no le aseguraban una victoria eficaz, cansaban a los españoles, debilitaban sus fuerzas y, a la larga, los reducían a la impotencia.

En esa época, además, a pesar de los triunfos de los castellanos, la guerra se hacía cada día más desfavorable para ellos. Circunscrito en sus principios a una sola región de aquel territorio, el levantamiento de los indígenas, como contamos, se había extendido a otras provincias que durante largo tiempo habían estado de paz. En Valdivia, en Villarrica y en sus contornos, la guerra ardía con menos ímpetu que en Arauco, pero obligaba a los vecinos y capitanes de esas localidades a vivir con las armas en la mano, y a hacer constantes correrías para desbaratar las juntas de indios, destruir las palizadas en que se defendían y para resguardar sus propias posiciones muchas veces amenazadas por asaltos y sorpresas. La guerra incesante en esa región no parecía alarmar seriamente al gobernador Quiroga, pero lo obligaba a dividir sus fuerzas, a enviar socorros a Valdivia y, por lo tanto, a debilitar el ejército con que tenía que hacer frente a los formidables y obstinados araucanos. Martín Ruiz de Gamboa había recibido el encargo de combatir la insurrección de los indios de Valdivia. Hizo, en efecto, dos penosas campañas y obtuvo sobre los rebeldes ventajas aparentes en varios encuentros; pero la paz no volvió a restablecerse. Los indios, aunque perdieron muchos de sus guerreros, se replegaban a las montañas y a los bosques y, aun, atravesaban la cordillera de los Andes; pero luego volvían a reaparecer en diversos lugares, convencidos   —343→   de que en esa lucha incesante habían de fatigar a sus opresores, agotar las fuerzas de éstos y reconquistar por fin la suspirada independencia543.

Así, pues, a pesar de los triunfos alcanzados en su última campaña, los españoles que defendían el fuerte de Arauco y los campos inmediatos, pasaron en 1578 un penosísimo invierno, no sólo por las lluvias que ese año fueron excepcionalmente abundantes, y por las privaciones consiguientes a una estación tan rigurosa, sino por la necesidad de mantenerse sobre las armas. Su incomunicación con el resto del país fue casi completa durante seis largos meses. Al asomar la primavera, se disponía Quiroga a recomenzar la campaña cuando llegó a su campo el mariscal Ruiz de Gamboa trayéndole las más alarmantes noticias. La insurrección del sur, lejos de detenerse, tomaba cada día mayor cuerpo y se hacía amenazadora. Gamboa había salido de Valdivia por mar y venía a buscar socorros. Quiroga se vio en la necesidad de darle setenta hombres, y de encargar al licenciado Calderón, su teniente de gobernador, que marchase a Santiago y La Serena a hacer otros reclutamientos de tropas para continuar la guerra. Los colonos debían pasar por nuevas exacciones y nuevos sacrificios para remontar un ejército que comenzaba a deshacerse sin haber sido derrotado, pero sin haber obtenido ninguna ventaja real y positiva. Aquel estado de cosas debía ser desesperante para los hombres que querían vivir en paz y ejercer alguna industria lejos del teatro de tantos y tan infructuosos combates.

Aunque Quiroga no quedó más que con doscientos cincuenta hombres, comenzó desde octubre a correr la tierra, como se decía entonces, es decir, a hacer campeadas para disolver las juntas de indios enemigos, a destruirles sus sembrados y a coger como prisioneros a los que habían tomado o podían tomar las armas. Habiendo atravesado la cordillera de la Costa, o de Nahuelbuta, por la quebrada de Purén, acampó en la tarde del 26 de noviembre en el pequeño valle de Guadava, a poca distancia de las vegas de Lumaco. Parece que nada hacía presumir a los españoles la proximidad del enemigo; pero pocas horas antes de amanecer el día siguiente, se vieron atacados de improviso por un ejército considerable de indios que, cayendo con gran ímpetu sobre el campamento, se apoderaron de muchos toldos o tiendas de campaña. Repuestos de la primera sorpresa, los castellanos se reorganizaron, se defendieron enérgicamente y pusieron a los indios en completa dispersión (27 de noviembre de 1578). Los vencedores tuvieron, sin embargo, que llorar la muerte del capitán Rodrigo de Quiroga, sobrino del Gobernador, mancebo de gran valor, y uno de los más resueltos organizadores de aquella defensa. Su cabeza estaba agujereada por una bala de arcabuz. De las averiguaciones que se hicieron, resultó que dos soldados castellanos estaban conjurados para dar muerte a ese capitán, y que, en el fragor de la pelea, hicieron fuego sobre él. Ambos culpables fueron ahorcados pocos días después.

Como ocurría casi invariablemente después de cada victoria, los españoles creyeron que aquel desastre habría escarmentado a los indios. Sin embargo, aún no había pasado una   —344→   semana cuando Quiroga, que se hallaba en Angol, siempre achacoso y enfermo, supo que los indios se reunían de nuevo al norte de esa ciudad, y que, por tanto, corrían gran peligro de caer en una emboscada los refuerzos de tropa y de municiones que esperaba de Santiago. El maestre de campo Bernal de Mercado salió en su busca con un cuerpo de arcabuceros. En la tarde del 5 de diciembre, cuando ya había tomado su campamento para pasar la noche, fue asaltado por numerosos escuadrones de bárbaros; pero se defendió con tanto vigor que antes de mucho rato los puso en dispersión causándoles pérdidas considerables, y ejerciendo en los prisioneros los castigos que seguían a cada victoria.

El siguiente día llegaba al campamento el licenciado Calderón con cien hombres bien vestidos y armados que había reunido en Santiago, con una abundante provisión de ganado, de municiones, de cuerdas para mechas de los arcabuces y con muchos otros artículos de guerra. Quiroga se preparaba para proseguir la campaña contando con estos nuevos elementos que engrosaban considerablemente su poder militar. Pero antes de iniciar las operaciones, el 12 de diciembre, recibió un mensajero de Santiago que le comunicaba las noticias que más podían alarmar a un servidor del católico rey de España. El vasto océano Pacífico, que hasta entonces no habían navegado más que las embarcaciones castellanas, era recorrido en esos momentos por naves de extranjeros y de protestantes que habían osado ejercer sus depredaciones en las mismas costas de Chile. Ante una novedad semejante, Quiroga creyó que su deber le mandaba desatender la guerra contra los indios y trasladarse a Santiago a organizar la defensa del reino contra cualquier ataque de los enemigos del Rey y de la religión. Fueron inútiles las representaciones que le hicieron algunos de los suyos para demostrarle que ni por el estado de su salud ni por la situación del país debía emprender un viaje de esa clase. El Gobernador apartó de su reducido ejército ochenta soldados de los mejores, y a su cabeza se puso en marcha precipitada para la capital544. Vamos a ver cuál era el motivo de tanta alarma y de un viaje tan imprevisto y precipitado.





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ArribaAbajoCapítulo VII

Fin del gobierno de Quiroga (1578-1580). La expedición de Francisco Drake


1. Organización y partida de Inglaterra de la expedición de Francisco Drake. 2. Correrías de Drake en las costas de Chile; presa hecha en Valparaíso; los ingleses son rechazados en la Mocha y en La Serena. 3. Esfuerzos de Quiroga para comunicar al Perú la noticia de estos sucesos y para atender a la defensa del reino. 4. Continuación de las operaciones militares contra los indios. 5. Muerte de Rodrigo de Quiroga. 6. Últimos años de Francisco de Aguirre.



ArribaAbajo1. Organización y partida de Inglaterra de la expedición de Francisco Drake

«El año 1577, así como en España y toda la Europa pareció en la misma región del aire el más famoso cometa que se ha visto, también se vio en estos reinos (Chile), a los 7 de octubre, con una cola muy larga que señalaba al estrecho de Magallanes, que duró casi dos meses, el cual pareció que por el estrecho había de entrar algún castigo enviado de la mano de Dios por nuestros pecados»545. Con estas palabras comienza un caracterizado escritor de   —346→   esa época, la relación de la primera entrada de los protestantes en el océano Pacífico, suceso que debía alarmar sobremanera a todos los pobladores de las colonias del rey de España, y que produjo el viaje de Rodrigo de Quiroga, de que hemos hablado en el capítulo anterior.

El jefe de esta audaz expedición era Francisco Drake, uno de los más insignes marinos que haya producido Inglaterra. Hijo de un pobre vicario puritano cuya familia había sufrido por mantenerse fiel a sus doctrinas religiosas, Drake había hermanado su puritanismo con su pasión por las aventuras. Vender negros en las colonias, matar españoles, saquear los buques que cargaban oro, eran a juicio del joven marino, la obra de «el elegido de Dios»546. En estas empresas, Drake había recorrido el mar de las Antillas, desembarcado en las tierras vecinas, y batídose algunas veces como un héroe; y su nombre, que estaba destinado a ser el terror de las costas de España y de sus colonias, adquirió desde entonces un gran prestigio entre sus compañeros de armas. La crueldad con que sus compatriotas prisioneros fueron tratados por los vasallos de Felipe II, algunas deslealtades que éstos cometieron en esos combates, y junto con esto, también, el encono que habían creado las luchas religiosas del siglo XVI, inflamaron su ánimo, y lo llevaron a jurar un odio eterno a los españoles. Su carrera posterior, que lo ha hecho famoso en la historia, no tuvo más propósito que el satisfacer este insaciable sentimiento de odio y de venganza.

Cuéntase que en una de sus correrías en la región del istmo de Darien, Drake se internó en las tierras guiado por un jefe indio, subió a las más altas colinas, y desde la cima de un árbol corpulento, divisó el vasto océano descubierto por Balboa, donde hasta entonces no había flotado más que el pabellón del rey de España. «Nuestro capitán, dice una antigua relación, dando gracias a Dios omnipotente por su bondad, le pidió que le diese vida y le permitiese navegar esos mares con un buque inglés. Llamando entonces a todo el resto de nuestra gente, explicó especialmente su petición y sus propósitos a Juan Oxman, si Dios quería recompensarlo con esta felicidad. Oxman, al oír esto, protestó que con la gracia de Dios, él acompañaría a nuestro capitán en esta empresa»547. En efecto, Oxman fue fiel a Drake. De acuerdo, sin duda alguna, con él, en 1575 hizo una segunda expedición a la región del istmo; y después de las más audaces aventuras que no tenemos para qué contar   —347→   aquí, ese intrépido marino cayó prisionero de los españoles y fue transportado a Lima con sus compañeros para sufrir la pena de muerte548.

Francisco Drake, entretanto, sin conocer el desenlace de aquella empresa, hacía aprestos para otra enormemente difícil en esa época, pero más practicable. Oxman había construido embarcaciones en la región del istmo para pasarlas a brazo de un mar a otro. Drake concibió el proyecto de penetrar en el océano Pacífico por el canal que había descubierto Magallanes, y que después de él muy pocos se habían atrevido a navegar, porque ese derrotero estaba envuelto en la más misteriosa reserva. Inglaterra se hallaba entonces en paz con España; nada habría podido autorizar un acto de abierta hostilidad amparado por el gobierno inglés. Pero este estado de cosas era más aparente que real, porque existía entre ambos pueblos y entre ambos gobiernos una animosidad profunda que daba lugar a frecuentes actos de disimulada hostilidad que las ideas morales y políticas de ese siglo casi no permitían apreciar como violación de la paz. Bajo la autoridad de un cronista inglés contemporáneo de esos sucesos549, se ha contado que Drake fue presentado a la reina Isabel por uno de sus chambelanes, que ésta lo recibió afectuosamente y que dispensó su protección a la atrevida empresa que meditaba, pero que no quiso darle título ni patente escrita que comprometiese la responsabilidad de su gobierno. Los españoles, por su parte, creyeron entonces y han quedado creyendo siempre que la expedición de Drake había sido preparada con la intervención directa de la Reina, que violaba así con toda audacia el estado de paz en que aparentemente vivían ambas naciones550.

Sin embargo, la participación de la Reina en aquella empresa se limitó según parece a darle su consentimiento. El renombre de Drake le atrajo protectores de otra naturaleza, esto es, negociantes que ofrecían gustosos sus capitales para participar en los beneficios de la expedición. Equipáronse cinco embarcaciones, la más grande de las cuales no medía más que cien toneladas, pero perfectamente provistas de víveres, de armas y de cuanto pudiera necesitarse en el viaje, y se reunieron en torno del intrépido marino ciento sesenta y dos hombres dispuestos a acompañarlo en su peligrosa empresa. A pesar de la extensión de estos aprestos, el objetivo de la expedición se guardó con la más esmerada reserva. Después de una primera tentativa para salir al mar, de que fue necesario desistir y volver al puerto a causa de una violenta tempestad, la escuadrilla de Drake se hacía a la vela en Plymouth el 13 de diciembre de 1577.

En tierra se contaba que aquella escuadrilla zarpaba con dirección a Alejandría. De esta manera, el gobierno español, que mantenía una embajada en Londres, no tuvo el menor motivo de alarma por la partida de esa expedición, y no sólo no pensó en hacerla detener en los mares de Europa, sino que ni siquiera comunicó a sus colonias el peligro que las amenazaba.



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ArribaAbajo2. Correrías de Drake en las costas de Chile; presa hecha en Valparaíso; los ingleses son rechazados en la Mocha y en La Serena

No entra en el cuadro de nuestro libro el referir en sus incidentes la historia de esta memorable expedición, considerada generalmente una de las más brillantes y maravillosas campañas navales que se hayan llevado a cabo bajo el pabellón inglés. Merecería con justicia esta estimación si sólo se tomara en cuenta el heroísmo de los expedicionarios y la magnitud de los resultados de su empresa; pero Drake salía al mar a practicar operaciones ilícitas que en nuestro tiempo habrían sido castigadas como piráticas y que la moral menos escrupulosa no puede dejar de condenar. Durante nueve meses que empleó en la navegación del Atlántico, el osado capitán apresó indistintamente los buques españoles y portugueses que hallaba en su camino; y a pesar de su interés por penetrar cuanto antes en el Pacífico, se había visto forzado, por diversos motivos, a detenerse en algunas islas o en varios puntos de las costas.

Pero el gran teatro de sus proezas estaba en el otro mar. El 20 de agosto de 1578, la escuadrilla de Drake reducida a sólo tres naves, entraba en el estrecho de Magallanes por su boca oriental. Pocas veces los antiguos exploradores de aquellos desconocidos y peligrosos canales fueron más afortunados que éste en los primeros días de sus reconocimientos. Sin experimentar otras contrariedades que el frío de la estación, Drake recorrió felizmente gran porción del estrecho, y el 24 de agosto iba a fondear cerca de unas islas, a la más grande de las cuales dio el nombre de Isabel, que conserva hasta ahora. Después de renovar allí sus provisiones mediante una abundante caza de pájaros niños, o pingüinos (Spheniscus Humboldti), los expedicionarios continuaron su viaje; y el 6 de septiembre entraban por fin en el océano Pacífico.

Los navegantes observaron aquí que este océano merecía mejor el nombre de Furioso. En efecto, desde el día siguiente fueron asaltados por una de esas tremendas tempestades que con tanta frecuencia se hacen sentir en aquellos mares. La escuadrilla, sacudida y dispersada por la tormenta, fue arrastrada mucho más al sur; Drake y sus compañeros reconocieron algunas de las numerosas islas que circundan la extremidad austral del continente y seguramente llegaron hasta el cabo de Hornos; pero las noticias que han consignado los diarios de navegación no bastan para trazar precisamente su itinerario ni la extensión de estas exploraciones, que por esto mismo las ciencias geográficas no pudieron aprovechar por entonces551. Se sabe sí que el 15 de septiembre observaron un eclipse total de luna552, y que   —349→   fueron ellos los que dieron el nombre de «nubes magallánicas», a las dos más hermosas nébulas celestes del hemisferio austral.

Cerca de dos meses duraron esas terribles tempestades que estuvieron a punto de desorganizar por completo la expedición. Una de las naves se perdió en aquellos mares; otra se vio arrastrada de nuevo a los canales del Estrecho. Después de esperar inútilmente allí a sus compañeros, y creyendo que éstos habrían perecido en la tormenta, los tripulantes de esa nave dieron vuelta a Europa. La escuadrilla expedicionaria quedó así reducida a un solo buque, que mandaba en persona el mismo Drake. Otro hombre de menos resolución que ese incontrastable capitán, habría desistido de una empresa que exigía, sin duda, elementos y recursos mucho más abundantes que aquéllos de que podía disponer. Por el contrario de eso, cuando la tempestad se hubo calmado, el 30 de octubre, y cuando pudo renovar sus provisiones con una nueva caza de pájaros niños en aquellas islas, Drake, aprovechando los vientos reinantes en la primavera, desplegó sus velas hacia el norte a desafiar con una sola embarcación del porte de cien toneladas, todo el poder colonial de los españoles553.

El 25 de noviembre llegaba en frente de la pequeña isla de la Mocha, situada, como se sabe, en la costa de la Araucanía, y cerca de los 38 grados y medio de latitud sur554. Sus habitantes, indios pacíficos que cultivaban la tierra y que criaban algunos ganados, entraron en relaciones con los expedicionarios, y en cambio de varias bagatelas, dieron a éstos dos guanacos gordos y algunas otras provisiones. Alentado por este recibimiento, Drake envió el día siguiente a tierra a dos marineros para hacer aguada; pero apenas hubieron desembarcado, fueron apresados y muertos por los indios. El capitán, seguido de nueve hombres, se acercó a la isla en una chalupa para tomar venganza de aquella perfidia, pero fue recibido por una nutrida descarga de flechas de que resultaron heridos casi todos los ingleses. Drake había recibido un golpe en la cabeza y un flechazo en la mejilla, debajo del ojo derecho. Los ingleses han avaluado en quinientos hombres el grueso de los guerreros que los atacaron en la Mocha y, aunque seguramente esta cifra es muy exagerada, la desigualdad numérica era tan considerable, que sin contar con las dificultades del desembarco, toda tentativa de lucha bajo tales condiciones habría sido una verdadera insensatez. Sin embargo, aquellos audaces aventureros que, como los castellanos, se creían también los representantes genuinos de Dios, tenían plena confianza en la protección del cielo, que imploraban reverentemente al ejecutar algunas de sus depredaciones. «Nuestro General, dice una antigua relación, a pesar de que habría podido vengar aquella ofensa con poco peligro, deseando más preservar de la muerte a uno solo de los suyos que destruir un centenar de enemigos, confió a Dios la reparación de ese agravio, deseando que el único castigo de esos indios fuese que ellos conocieran a quién habían ofendido, que no era a un enemigo sino a un amigo, no a un español sino a un inglés que estaba dispuesto a auxiliarlos contra sus opresores». Como debe suponerse, aquellos bárbaros debían confundir en una sola nacionalidad a todos los   —350→   europeos, pero en esta ocasión no había faltado quien los instruyese sobre el particular. Drake y sus compañeros se retiraban de la Mocha persuadidos de que esos isleños los habían atacado por error, creyéndolos españoles, por haberles oído pronunciar algunas palabras en castellano. Mientras tanto, de los documentos españoles aparece que la población de esa isla era compuesta de indios sometidos al régimen de repartimientos, y que dos castellanos que allí vivían, pusieron sobre las armas a los indígenas y organizaron la resistencia contra los ingleses555.

En la tarde de ese mismo día se hicieron a la vela los ingleses. A falta de cirujano, un mancebo de poca experiencia curaba los heridos durante la navegación. Los expedicionarios tenían, además, que pasar por muchas otras privaciones y, sin embargo, lo soportaban todo con ánimo resuelto. El 30 de noviembre llegaban a un punto de la costa situado aproximadamente a los 32 grados, sin duda, el puerto que nosotros llamamos Papudo, o alguna de las caletas vecinas. Drake envió en el acto un bote para inquirir qué recursos podría suministrarle ese lugar; y ese bote encontró a un indio que pescaba tranquilamente en su canoa. Habiéndole hecho algunos obsequios, ese indio volvió a tierra, y puso a los ingleses en comunicación amistosa con los indígenas que habitaban en la vecindad. Drake obtuvo de esta manera un cerdo, algunas gallinas, huevos y otros víveres de que necesitaba, y supo que en el puerto de Valparaíso, a pocas leguas de distancia, se hallaba un buque español ocupado en completar su carga para darse a la vela. Esos indios no habían visto nunca otros extranjeros que los españoles. Tomando por tales a los ingleses, y sin tener la menor sospecha de las intenciones de éstos, pasaron cinco días en las mejores relaciones y, por último, uno de ellos se ofreció a servirles de práctico para trasladarse a Valparaíso.

Drake hizo su aparición en este puerto el 5 de diciembre556. Había allí, en efecto, una embarcación española de propiedad de Hernando Lamero, piloto experimentado, que recorría estos mares desde algunos años atrás en empresas comerciales557. Ese buque acababa de llegar de Valdivia trayendo una partida considerable de oro en polvo, y se había detenido en Valparaíso para cargar una gran cantidad de botijas de vino que debía llevar al Perú. Practicábase esta operación en medio de la mayor tranquilidad, y sin que se temiese el menor peligro. Nadie en ese puerto podía sospechar la presencia de un buque inglés en las aguas del Pacífico. El arribo inesperado de Drake no despertó tampoco la alarma, de manera que este capitán se apoderó por sorpresa de la nave de Hernando Lamero sin que se osara oponerle la menor resistencia. Un marinero español alcanzó a tirarse al agua, y llevó a tierra la noticia de lo que acababa de ocurrir a bordo. Fue tanta la turbación que se produjo en   —351→   Valparaíso, que todos sus habitantes, que probablemente no pasarían de veinte, se entregaron a la fuga dejando abandonadas sus casas y sus mercaderías.

Durante tres días, Drake se ocupó en cargar todo lo que podía serle útil. En los galpones de Valparaíso halló víveres en gran abundancia, carne salada, tocino, harina y otros artículos que solían llevarse al Perú. Este comercio había tomado en esa época un considerable desarrollo a consecuencia del rápido acrecentamiento de la producción agrícola de Chile. Los ingleses cargaron o destruyeron más de tres mil botijas de vino de esta tierra. Pero la porción más valiosa de aquella fácil presa, fue el oro en polvo que un documento contemporáneo de la más incuestionable autoridad, avalúa en cerca de veinticinco mil pesos de oro o, lo que es lo mismo, en unos sesenta o setenta mil pesos de nuestra moneda558. Los ingleses no respetaron las habitaciones del puerto, ni una pequeña y modesta iglesia que habían construido los españoles. Los vasos sagrados de esa iglesia fueron dados como parte de presa a Francisco Fletcher, el vicario puritano que servía de capellán a los expedicionarios.

El 8 de diciembre partía Drake de Valparaíso, arrastrando consigo el buque apresado y todas las mercaderías que había podido cargar. Dejaba en tierra a los marineros españoles de ese buque y al indio que le había servido de práctico, pero se llevaba a un piloto, griego de nacionalidad, que por haber navegado largos años en el Pacífico conocía perfectamente estas costas. Guiado por este piloto, Drake se acercó el 19 de diciembre a la bahía de la Herradura, con la esperanza de hallar en ella o en otra caleta la nave de que lo había separado la tempestad en las inmediaciones del estrecho de Magallanes. Sabiendo allí que pocas leguas al norte estaba la ciudad de La Serena, y creyendo, sin duda, que podría apoderarse de ella sin más dificultades de las que había hallado en Valparaíso, envió a tierra doce hombres; pero los vecinos de la ciudad habían recibido aviso de la expedición inglesa, y estaban preparados para resistirla. Formaron una pequeña columna de infantería y de caballería, y salieron resueltamente por los caminos inmediatos a la playa al encuentro de los invasores. Los ingleses, exagerándose el número de sus enemigos559, no se atrevieron a empeñar combate, se dispersaron de carrera por entre las rocas de la costa y ganaron el bote. Uno de los suyos, llamado Ricardo Minivez, que por un arrojo semejante a la locura quiso quedarse en tierra, fue bárbaramente destrozado por los españoles, sin que sus compatriotas pudieran socorrerlo.

Drake se detuvo todavía en las costas del norte de Chile hasta después de mediados de enero de 1579. Ocupose en reparar algunas averías, y esperaba también encontrar en esas latitudes a aquellos de sus compañeros que la tempestad había dispersado cerca del estrecho. Esta demora habría dado tiempo a que llegara al Perú la noticia de la presencia de los ingleses en estos mares; pero eran entonces tan escasos los buques que los recorrían, que   —352→   Drake pudo continuar su viaje, cometer con una audacia inaudita muchas otras depredaciones en todas las costas del Pacífico, y regresar a Europa, dando una vuelta entera al globo, sin haber hallado en otras partes la resistencia vigorosa y eficaz que le habían opuesto los indios de la Mocha y los vecinos de La Serena560.



  —353→  

ArribaAbajo3. Esfuerzos de Quiroga para comunicar al Perú la noticia de estos sucesos y para atender a la defensa del reino

Rodrigo de Quiroga, como ya dijimos, se hallaba en las inmediaciones de Angol cuando tuvo la primera noticia de estos graves acontecimientos. Supo entonces que en Valparaíso habían desembarcado los luteranos, como se decía entonces, y que se habían apoderado de un buque español y de su cargamento. Creyendo que su presencia en Santiago podría ser útil para remediar los males causados por los ingleses y para impedir nuevos desembarcos, se puso en marcha precipitada, y llegaba a la capital antes de fines de diciembre de 1578.

En esos momentos, los funcionarios que desempeñaban el gobierno en Santiago, habían tomado ya las disposiciones que consideraban más útiles y urgentes. Organizose apresuradamente en la ciudad una compañía de arcabuceros que se puso bajo las órdenes del capitán Francisco Peña, y que habría partido para Valparaíso si los ingleses no se hubieran apresurado a reembarcarse y a darse a la vela. El corregidor Gaspar de la Barrera había despachado   —354→   un emisario a Coquimbo para anunciar la aparición de los ingleses y para recomendar que sin pérdida de tiempo se diese aviso al Perú por los caminos de tierra561.

Los oficiales reales se habían apresurado a comprar un buque que acababa de llegar a Valparaíso de los puertos del sur; y a pesar del peligro que en esas circunstancias ofrecía la navegación del Pacífico, se hacían los aprestos para despacharlo al Perú. Quiroga aceleró estos trabajos cuanto le era dable. Confió el mando de ese buque al piloto Hernando Lamero, que arrostrando cualquier peligro quería llevar al Perú la noticia de la expedición inglesa y lo hizo partir para el Callao el 14 de enero de 1579. En las cartas que en esa ocasión escribió a Felipe II y al virrey del Perú, Quiroga les daba cuenta de la tentativa de Drake, y les pedía encarecidamente que le enviaran algunos socorros de armas y municiones demostrando, al efecto, el desamparo en que se hallaba Chile para defenderse contra esa clase de enemigos. El Gobernador recordaba en sus cartas que siendo común el peligro para todas las colonias, era deber de éstas el auxiliarse mutuamente.

Pero esos socorros no podían llegar con la presteza conveniente. Mientras tanto, a principios de febrero se supo en Santiago que los ingleses, después de sufrir un rechazo en Coquimbo, habían seguido su viaje al norte, y que se habían detenido en la costa de Copiapó para hacer algunas reparaciones en sus naves. Inmediatamente se preparó una expedición contra los extranjeros. Armose de cualquier modo otro buque mercante llamado San Juan, que acababa de llegar del sur, pusiéronse a su bordo noventa buenos soldados, y se le lanzó al mar a combatir a los herejes y a quitarles la presa de que se habían apoderado. Pero ese buque llegó a aquellos lugares muchos días después de la partida de Drake, de tal suerte que aquel esfuerzo del Gobernador no produjo resultado alguno562.

Los gobernantes de este país sabían que Drake había penetrado en el Pacífico con otras naves. Los mismos marinos ingleses habían referido esto en Valparaíso cuando trataban de inquirir noticias acerca del buque que se les había separado en las inmediaciones del estrecho. Así, pues, la partida de los ingleses no calmó los temores que su primera aparición había hecho concebir. Durante algunos meses mantuvo Quiroga vigías en varios puntos de la costa, y se repitieron frecuentemente rumores alarmantes de haberse visto en tales o cuales lugares uno o más buques de apariencias sospechosas; y cada uno de estos avisos era un motivo de alarma en todas partes. Desprovisto de los elementos necesarios para atender a la defensa del país, Quiroga se había apresurado a pedirlos con urgencia a España y al Perú; pero como sabía demasiado que esos socorros habían de tardar mucho, se propuso también proporcionarse armas por otros medios. Intentó fundir en Santiago algunos cañones pequeños de bronce, con la esperanza de que si este ensayo le salía bien, podría fabricar otras piezas de mayor calibre563. Parece que esta tentativa no produjo entonces más que una   —355→   desconsoladora desilusión. Algunos años más tarde se trató de repetir el ensayo, pidiendo, al efecto, operarios a España, sin conseguir tampoco un resultado más favorable.




ArribaAbajo4. Continuación de las operaciones militares contra los indios

La presencia de los ingleses en las costas de Chile había venido a sembrar la alarma y a paralizar, puede decirse así, las operaciones de la guerra contra los araucanos, cuando Quiroga se forjaba la ilusión de poder pacificar el país en pocos meses más. «Los indios rebelados, escribía al Rey, estaban ya tan quebrantados, y traíalos yo tan perseguidos, que sin ninguna duda entendía este verano acabarlos de castigar y pacificar si la ocasión de la venida de los ingleses y alzamiento de los indios de las ciudades de Valdivia y Villarrica, donde ha sido necesario acudir, no les hubiera dado alguna respiración. Pero yo espero en la divina bondad que muy presto serán pacificados; y en poniendo en orden las cosas de esta ciudad, dándome Dios salud, volveré a la guerra y pacificación de estos indios»564.

Pero el animoso Gobernador no se hallaba en estado de realizar esta promesa. Quiroga contaba entonces cerca de ochenta años; y su salud, largo tiempo robusta y vigorosa, había caído en un estado de completa decadencia. Durante todo el año anterior había pasado constantemente enfermo, a tal punto que de ordinario en las marchas en que quería acompañar a sus tropas, era cargado en una silla, si bien en presencia del enemigo se hacía montar a caballo. El último viaje que acababa de hacer trasladándose a marchas forzadas de Angol a Santiago en los días más ardientes del verano, produjo una grave alteración en su salud. Quiroga cayó a la cama y sufrió entre otros accidentes un tumor gangrenoso en un pie que lo tuvo a las puertas de la muerte565. Desde su lecho dispuso que Martín Ruiz de Gamboa tomase a su cargo la dirección de las operaciones militares, y que Bernal de Mercado en su rango de maestre de campo, sostuviese la campaña en las inmediaciones del Biobío. Uno y otro jefe hicieron cuanto les era posible en favor de la pacificación de aquellos territorios; pero todos sus esfuerzos, como debía suponerse, fueron tanto más ineficaces cuanto que la insurrección de los indios, circunscrita por largo tiempo a una porción limitada del territorio, se había extendido en los últimos años a la región del sur.

En el principio, los españoles habían hecho poco caso de la insurrección de los indígenas de Valdivia y de Villarrica. Provocada por unos pocos indios a quienes se quería sacar de sus tierras para llevarlos al norte, había cundido prontamente en todas aquellas provincias, a pesar de la actividad y de la dureza con que los españoles acudieron a reprimirla. Los indios fueron muchas veces derrotados; pero los dispersos se refugiaban en los bosques, trasmontaban las cordilleras cuando era necesario, y volvían a reorganizarse al otro lado de los Andes para recomenzar las hostilidades. «Hase entablado allí una guerra que temen que   —356→   durará más que la de Arauco, escribía un contemporáneo, y los soldados huyen de ella y quieren andar más en la de antes»566. En efecto, la campaña contra los indios del sur, que estaba destinada a una larga duración, despertaba en la tropa una resistencia invencible. La muerte de algunos soldados heridos en esos combates, hizo creer firmemente que los indios de Valdivia y de sus inmediaciones conocían ciertas yerbas con que envenenaban sus flechas, y con que producían heridas incurables. Los españoles habían experimentado el efecto de esas armas terribles en la América tropical y, aunque en Chile no habían visto nunca armas envenenadas, bastó que se esparciera el rumor de que los indios de la región del sur comenzaban a usarlas, para que se produjese la alarma y la inquietud567.

La situación de Bernal de Mercado no era menos angustiosa. Las tropas de su mando no bastaban para emprender operaciones de alguna importancia, pero tuvieron que sostener combates más o menos sangrientos. Los indios de guerra ejercían sus depredaciones entre las tribus que se habían sometido a los españoles, y con este propósito pasaron el Biobío y llegaron hasta las orillas del Itata. Bernal de Mercado, que corrió a su alcance, fue atacado de improviso una noche, y tuvo que sostener un peligroso combate de que, sin embargo, salió vencedor. «Certifico a Vuestra Excelencia, escribía al virrey del Perú, que en las veces que he peleado con estos indios en el discurso de veinte y siete años de guerra, que han sido hartas, sólo ésta he peleado por sólo escapar la vida»568. El maestre de campo había solicitado en vano el envío de algunos socorros que consideraba indispensables. Sea porque el temor de ver reaparecer a los ingleses en cualquier punto de la costa no permitiera a los gobernantes el desprenderse de un solo soldado, o porque las enfermedades de Quiroga hubiesen producido el desconcierto administrativo, Bernal de Mercado pasó tres meses sin recibir comunicación alguna de sus superiores, al mismo tiempo que estaba obligado a vivir sobre las armas de día y de noche.

Una situación semejante no podía dejar de producir el descontento. Hiciéronse sentir enseguida los más alarmantes síntomas de desmoralización. Además de algunos actos de insubordinación, que el maestre de campo no podía castigar con la energía necesaria, muchos soldados abandonaban el servicio y tomaban la fuga. Como las condiciones físicas del país, su aislamiento y su incomunicación, no permitían salir de él para buscar un asilo en las otras colonias, esos desertores fueron muchas veces aprehendidos y castigados con la pena capital; pero hubo algunos que lograron llegar a La Serena, y apoderándose allí por sorpresa de una pequeña embarcación, se hicieron a la vela para el Perú sustrayéndose a toda persecución. Ante este desconcierto, Bernal de Mercado, diciéndose viejo, fatigado por más de   —357→   veinte años de una guerra tan infructuosa como abrumadora, y pretextando que estaba imposibilitado físicamente por la obesidad que había adquirido su cuerpo, dejó el mando que desempeñaba esperando obtener en Santiago una recompensa de sus servicios que le permitiese, decía, pasar el resto de sus días en una condición más tranquila569. El capitán Juan Álvarez de Luna, que servía en la región del sur bajo las órdenes del mariscal Ruiz de Gamboa, tomó el cargo de maestre de campo.




ArribaAbajo5. Muerte de Rodrigo de Quiroga

Pero esta mudanza ocurría a mediados de abril, a entradas del invierno, es decir, en la época en que se suspendían casi invariablemente cada año las operaciones militares. Por entonces mandó el Gobernador disolver los campamentos y distribuir las tropas en las ciudades. «Cuando llegue la primavera, con el favor divino, escribía el animoso Quiroga al virrey del Perú, saldré en campo con todo el ejército, porque yo querría dejar en quietud y sosiego este reino antes de mi muerte, y así lo he procurado y procuraré con todas mis fuerzas».

Rodrigo de Quiroga no pudo, sin embargo, cumplir este compromiso. Su salud, más y más quebrantada cada día, casi no le permitía tomar conocimiento de los negocios de gobierno, y con mayor razón le impidió salir a campaña en la primavera de 1579, como lo tenía proyectado. El mariscal Ruiz de Gamboa, su yerno, y hombre de toda su confianza, era el verdadero Gobernador de la colonia en aquellas circunstancias. En efecto, después de entender en la adopción de algunas medidas administrativas, salía en agosto a dirigir las operaciones militares.

Éstas no tuvieron importancia particular. En un sitio que los indígenas llamaban Chillán, entre los ríos Itata y Ñuble, estableció Ruiz de Gamboa un fuerte, y puso allí una guarnición encargada de impedir que los indios del otro lado del Biobío llegasen en sus correrías hasta estos lugares. Este establecimiento fue el origen de la ciudad de Chillán, fundada el año siguiente. Los diversos accidentes de la campaña por esta parte del territorio rebelado fueron más o menos insignificantes.

No sucedía lo mismo en la región del sur. La rebelión de los indios de Valdivia y de sus inmediaciones, tomaba cada día mayor y más alarmante desarrollo. En la primavera de 1579, el maestre de campo Álvarez de Luna salía de aquellas ciudades con un cuerpo de ochenta soldados para reunirse en Arauco con el mariscal Ruiz de Gamboa. Apenas llegado a la Imperial, supo que las fuerzas que había dejado a sus espaldas, eran vigorosamente atacadas por los indios; que éstos habían dado muerte a algunos españoles y que la situación de las ciudades del sur se hacía cada día más peligrosa. Le fue forzoso detener su marcha y enviar socorros a aquellas poblaciones.

Mientras tanto, el gobernador Rodrigo de Quiroga veía desde su lecho de enfermo desvanecerse una a una las ilusiones de los que, como él y como algunos de sus capitanes,   —358→   habían estado creyendo en la próxima pacificación de todo el país. Después de seis años de gobierno, y de numerosos combates en que la victoria había estado casi constantemente de parte de los españoles, los negocios de la guerra tenían un aspecto mucho más triste para éstos que en 1575, cuando Bravo de Saravia entregaba el mando supremo en medio de las acusaciones que lo habían desprestigiado. Quiroga, además, recibido por los colonos en medio de las manifestaciones del entusiasmo, había contado con el apoyo decidido que éstos le prestaron, y tuvo también a su disposición los auxilios de tropas que el Rey le enviaba de España. A pesar de todo, la rebelión de los indios, limitada hasta hacía poco a una porción reducida del territorio, se había extendido considerablemente a la región del sur tomando vastas proporciones, y haciéndose cada día más sólida y consistente. Si no se puede decir que esta desconsoladora situación aceleró la muerte del Gobernador, es evidente que ella debió amargar mucho sus últimos días.

Rodrigo de Quiroga pasó los postreros meses de su vida casi sin tomar participación en las cosas de gobierno. Aunque durante su administración había tenido que sostener todo orden de cuestiones con el poder eclesiástico, como hemos contado, y como todavía tendremos que contar, era tan ardoroso creyente como el más fanático español de su siglo. Postrado en la cama por la vejez y por las dolencias, vivió consagrado a las prácticas devotas, rodeado de frailes, a cuyos conventos había distribuido la mayor parte de sus bienes, y falleció tranquilamente el 25 de febrero de 1580. Su cadáver fue sepultado con gran pompa en la iglesia de los padres mercedarios, a cuyo establecimiento en Chile había contribuido con cuantiosos donativos. Sus parciales y sus favorecidos, que eran muy numerosos, deploraron su muerte con manifestaciones de dolor que quizá no había merecido ninguno de sus predecesores.

Contaba en esa época Rodrigo de Quiroga ochenta años aproximadamente570. Había pasado en Chile los últimos cuarenta de ellos, y como se habrá visto en los capítulos anteriores, había desempeñado en la conquista de este país uno de los papeles más importantes y más honorables. «No se le conoció vicio en ninguna suerte de cosa, ni lo tuvo, tanto fue amigo de la virtud», dice un cronista contemporáneo. Y queriendo este mismo escritor dejarnos el retrato físico y moral de Quiroga, dice lo que sigue: «Era hombre de buena estatura, moreno de rostro, la barba negra, cariaguileño, nobilísimo de condición, muy generoso, amigo en extremo grado de pobres, y así Dios le ayudaba en lo que hacía; su casa era hospital y mesón de todos los que la querían». Otro cronista contemporáneo, don Pedro Mariño de Lobera, ha completado este retrato con estas palabras: «Fue Quiroga hombre de muy buenas partes, como fueron sobriedad y templanza y afabilidad con todos; por lo cual   —359→   era muy bien quisto, querido y respetado en todo el reino; y por no descender a todas las muestras de mucha cristiandad que eran manifiestas a todos sus conocidos, las reduzco a una sola que fue las muchas limosnas que hacía de ordinario, gastando con los pobres y los soldados descarriados, treinta mil pesos de oro que tenía de renta cada año, de suerte que se amasaban en su casa ocho a doce mil fanegas de pan para los pobres entre otras semejantes obras pías que iban a este paso»571.

Es justo declarar que Quiroga no merece sino con ciertas restricciones estos desmedidos elogios que le han tributado algunos de sus contemporáneos. Como todos sus predecesores, y como la mayor parte de sus sucesores, Rodrigo de Quiroga tuvo también adversarios que dirigieron al virrey del Perú y al rey de España las más ardientes acusaciones contra su administración. Reprochábasele el espíritu de estrecho favoritismo con que repartía las gracias y favores entre sus adictos y paniaguados, la docilidad con que se dejaba gobernar por algunos de sus consejeros y otros defectos que tal vez exageraba la pasión572. La verdad es que Quiroga, sin poseer las grandes cualidades de otros capitanes de su tiempo, estuvo exento de muchos de sus defectos, y que la superioridad moral que se le atribuye es puramente relativa.




Arriba6. Últimos años de Francisco de Aguirre

Rodrigo de Quiroga era uno de los últimos sobrevivientes entre los heroicos soldados de la memorable campaña de 1540. Había venido del Perú con Pedro de Valdivia, había asistido a la fundación de Santiago y durante cuarenta años de guerra, de fatigas y de privaciones, había servido a la conquista de Chile. Más feliz que otros de sus compañeros, Quiroga había visto premiados sus servicios, y no sólo poseía una fortuna considerable, como producto de sus repartimientos, sino que el Rey lo había honrado confiándole el más alto puesto de la colonia.

En esa época, vivía en una condición bien diferente otro de aquellos viejos soldados de la conquista. Después de haber desempeñado un papel muy importante en los años anteriores, y de haber producido agitaciones y alborotos que amenazaron la tranquilidad pública, Francisco de Aguirre llevaba en La Serena una vida retirada y modesta, y pedía casi humildemente al Rey la remuneración de sus servicios.

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Se recordará que don García Hurtado de Mendoza, al llegar a Chile en 1557, había apresado a Aguirre y enviádolo al Perú junto con Francisco de Villagrán. Este tratamiento no había merecido la aprobación del Rey y de sus más inmediatos representantes. Lejos de eso, Felipe II confió a Villagrán el gobierno de Chile, y el virrey del Perú, conde de Nieva, dio a Aguirre el mando de la dilatada provincia de Tucumán. En 1564, cuando la conquista de esa región estaba a punto de perderse, Aguirre obtuvo sobre los indios señaladas ventajas, y con mano firme y vigorosa asentó sólidamente la dominación española. Pero su carácter violento e impetuoso descontentó a muchos de los suyos, y provocó una rebelión que estuvo a punto de costarle la vida. En ese mismo tiempo (1568) la autoridad eclesiástica de Charcas lo citaba ante su propio tribunal para someterlo a juicio por haber proferido algunas proposiciones heréticas. Entonces no existía aún en el virreinato del Perú el terrible tribunal de la Inquisición, que sólo fue instituido en 1570.

El proceso de Francisco de Aguirre terminó por la solemne abjuración de sus errores que se le obligó a hacer ante el obispo de Charcas en 1 de abril de 1569573. Esa abjuración revela que entre los soldados de la conquista que nos parecen tan religiosos y fanáticos, había algunos que no sometían del todo su razón a las creencias dominantes, y demuestra, además, que Aguirre debió poseer un carácter independiente y una boca libre para expresar sus convicciones. Aguirre no creía en la castidad de los clérigos; pensaba que más útiles servicios que éstos prestaban a la sociedad los herreros que sabían componer una espada o un arcabuz; sostenía que las excomuniones sólo eran temibles para los hombrecillos de poco espíritu y de escasa resolución; y que la autoridad que él ejercía como jefe militar estaba más arriba que la de todos los eclesiásticos.

A fines de ese mismo año, volvía Aguirre a desempeñar el cargo de gobernador de Tucumán. Fueron tantas, sin embargo, las quejas que contra él se formularon, que el virrey del Perú don Francisco de Toledo se creyó en el deber de enviar un visitador a esa provincia. Se acusaba a Aguirre de tratar mal a los españoles y, peor aún, a los indígenas; y la información recogida en esta ocasión confirmó estos hechos. El Virrey acordó separarlo del mando, nombrando en su lugar gobernador de Tucumán a don Jerónimo Luis de Cabrera574. En 1576, el arrogante capitán volvía de nuevo a Chile, y se establecía modestamente en la ciudad de La Serena que él mismo había fundado en 1549, y donde tenía su repartimiento de tierras y de indios.

Tres años más tarde, Francisco de Aguirre dirigía al Rey una reverente súplica en que después de recordar los servicios que él y los suyos habían prestado a la Corona, acababa   —361→   por pedir las mercedes y recompensas a que se creía merecedor575. No sabemos qué resultado tuvo su solicitud. Es probable que Aguirre, que en esa época debía frisar en los ochenta años, muriese poco después sin alcanzar a ver la providencia del Rey a su petición.








 
 
Fin Tomo II