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Lope de Vega y la formación de la comedia: en torno a la tradición dramática valenciana y al primer teatro de Lope

Rinaldo Froldi



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La formación de la «comedia» española: límites de la interpretación tradicional y razones de una nueva investigación


Acerca de la formación de la comedia en España se ha llegado -a través de la crítica del siglo pasado y de la del siglo XX, eco en buena parte de las definiciones románticas y posrománticas- a un cuerpo de convicciones comúnmente aceptadas y repetidas. Se dice así que, entre finales del siglo XV y comienzos del XVI, Juan del Encina y Torres Naharro inician un teatro profano derivado de fuentes en buena parte italianas; su teatro permanece, con todo, estrechamente ligado a ambientes de corte. Sólo hacia la mitad del siglo, con Lope de Rueda, el teatro es liberado del patrocinio de los grandes, se hace popular y, a pesar de la imitación italiana, comienza a adquirir claros caracteres nacionales. En esta dirección tendría luego notable importancia Juan de la Cueva, a quien generalmente se considera como el introductor de las antiguas leyendas nacionales, extraídas sobre todo del Romancero, en la que ya tímidamente apunta a ser comedia. Pero sólo hacia el final del siglo, el teatro español, gracias al genio de Lope de Vega, se realizaría plenamente.

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La crítica suele conceder escaso relieve a aquellas manifestaciones a las que no puede atribuir una importancia determinante en la constitución del «género» comedia, como fácilmente se puede comprobar si se echa una mirada a los más difundidos manuales de historia literaria1: este es el caso del teatro, considerado clasicizante, de Lupercio Leonardo de Argensola y de Cervantes; es el caso también de los escritores valencianos, que en su mayoría son remitidos, un tanto mecánicamente, de acuerdo con el criterio de la «derivación» literaria de ascendencia positivista, a las figuras mayores que constituyen la línea fundamental de desarrollo del «género» teatral; y así, Timoneda es relacionado con Lope de Rueda; Artieda y Virués son remitidos a Lupercio L. de Argensola y Juan de la Cueva; a Guillén de Castro se le hace depender, prácticamente en su totalidad, de Lope de Vega.

Una conclusión como la que acabamos de enunciar la encontramos precisamente al final del trabajo que, todavía hoy, se reconoce como el texto más autorizado para el estudio del teatro en Valencia, es decir, la obra de Mérimée publicada en 19132. Es un ensayo   —11→   del cual no se puede, en efecto, prescindir, aunque sólo sea por la riqueza del material que en él hay acumulado. Sin embargo, se produjo en un clima cultural y según un método de investigación que hoy no corresponde ya a nuestras exigencias. Mérimée se muestra preferentemente preocupado por trazar una historia del «género» teatral en Valencia y por comprobar la existencia o no de una «escuela» valenciana que habría determinado en España el nacimiento de la «comedia», o que de cualquier modo hubiera contribuido a ello paralelamente a otras escuelas. En el curso de su investigación, este advierte que, en el siglo XVI, Valencia fue campo de múltiples direcciones culturales y que, por tanto, no existió nunca una escuela teatral valenciana digna de tal nombre; hace notar asimismo que los valencianos no tuvieron un verdadero poeta fundador de una escuela, que no fueron autosuficientes y que poseían tan sólo una extraordinaria capacidad de adaptación. La comedia nació con Lope de Vega, que la llevó a Valencia en su viaje de 1589, desarrollando de este modo allí fuerzas que estaban latentes, aunque no nos sea dable reconocerlas3.

Para llegar a estas conclusiones, Mérimée presenta una serie de interpretaciones de hechos y de juicios de las obras que no siempre resultan convincentes, y a los que tendremos que someter, en el presente estudio,   —12→   a un examen crítico. Pero, ya en principio, el planteamiento del trabajo refleja una problemática superada. No creemos ciertamente que puedan tener valor crítico efectivo los conceptos de «escuela» o de «género» tal como aparecen en la obra del crítico francés, ni que a estos pueda serles aplicado el concepto de autonomía, que es por completo de naturaleza estética, y existe en arte sólo en relación con obras aisladas, sin que por otra parte pierdan estas sus vínculos con una tradición literaria. Todas ellas se presentan entretejidas con relaciones complejas que será labor del crítico precisar, pero que, en cualquier caso, no están regidas por la simple relación de causa y efecto, que se halla, en cambio, en la base de las «derivaciones» y de los «influjos» literarios tal como los concibió la crítica positivista de la que Mérimée se muestra legítimo heredero.

Ha ocurrido también, como nuestro estudio se encargará de precisar, que Mérimée no supo liberarse, en el curso de su misma investigación científica, de algunos prejuicios o mitos derivados de la crítica romántica precedente, lo que le llevó a trastocar las relaciones o, de todos modos, a no reconocer la evidencia de los hechos por él mismo demostrados, que habrían debido en cambio abrirle el camino para sobrepasar aquellos mismos mitos y prejuicios.

Sobrevive ciertamente en el crítico francés, y acaba determinando apriorísticamente sus conclusiones sobre el teatro valenciano, la idea de un Lope de Vega, genio por naturaleza, que da forma autónoma a la comedia fuera de específicas y conscientes contribuciones de una tradición literaria, es decir, fuera de   —13→   una precisa y precisable génesis personal e histórica, como si él llevase a inconsciente maduración una disposición natural de la gente hispánica4. Diríase que, en Mérimée, el mito romántico de un Lope poeta popular y genio nacional, al perder lo que de sugestivo tenía para sus primeros descubridores5, movidos más   —14→   que por otra cosa por el sentimiento de una creída y acariciada correspondencia ideal, aparece peligrosamente teñida por un determinismo naturalista, que bien poco camino deja a la posibilidad de reconocer valores poéticos personales, anulando así también la posibilidad de una buena comprensión de los valores aislados de los poetas que habían precedido a Lope de Vega. En el caso de Mérimée, se repetía así lo que había ocurrido ya a los críticos del XIX, los cuales, bajo la influencia del mito del «portento» Lope (a pesar de que, partiendo de una concreta y documentada investigación histórica, habían comprobado determinados significativos valores en el teatro precedente), en el momento de estudiar a Lope, sobre todo sus comedias, caían en la tentación de una interpretación milagrera o, en cualquier caso, literariamente disociada de una tradición anterior.

Esto ocurrió en general a la historiografía alemana del XIX6, heredera de las soluciones de Schack7. Este   —15→   llega a reconocer, por ejemplo, que «en Valencia, poco después de la aparición de Virués, adquirió el drama igual carácter y forma» (con respecto a la comedia) y que por eso «no hay necesidad de suponer que fuese importado de Madrid», sino que, «al contrario, es de presumir que Lope, que estuvo en Valencia desde 1588 a 1595, recibió en ella estímulo y aliento para imprimir en el drama el carácter que distinguía a las comedias a cuya representación asistió, y a trasplantar a los teatros de Madrid la forma peculiar del drama valenciano»8. Y reconoce también la aportación de otros autores, como Juan de la Cueva, Lupercio L. de Argensola, Cervantes, pero no llega a poner bien en claro las relaciones entre el teatro que precede a Lope y el mismo Lope. Sostiene que la comedia se forma entre 1588 y 1590 y trata de caracterizarla genéricamente en sus estructuras externas, en sus diversos contenidos y en los varios usos métricos, pero nosotros advertimos, sin embargo, el hiato entre aquellos precedentes que parecen nacer de una trabajosa elaboración literaria y la absoluta espontaneidad que, según Schack, caracteriza en cambio a la obra lopesca: «de la misma manera que la naturaleza, tan pródiga en conceder sus dones, ostenta sin trabajo su fuerza inagotable, así también derrama Lope a manos llenas por todas partes las creaciones de su exuberante inventiva, como si fuese tan inagotable como ella. Parece   —16→   un soberano omnipotente en el maravilloso país de la imaginación, que apura los ocultos tesoros de este mundo encantado»9.

Tampoco la historiografía española está libre de la sugestión romántica que quiere un Lope poeta popular, el cual, casi de la nada, por la fuerza de la naturaleza, en contra de la literatura o fuera de ella, crea la obra maestra poética de las comedias. Por este motivo, aquel devoto, entusiasta admirador de Lope de Vega e investigador incansable que fue Menéndez Pelayo, se vio obligado, ante la igualmente evidente realidad de un Lope escritor culto y literatísimo, a crear un nuevo mito: el del poeta escindido en dos personalidades. Al gran poeta popular, creador del drama nacional, que se expresa a sí mismo y al alma del pueblo a que pertenece con genuina inspiración, se le oponía el poeta docto que pasa de un género literario a otro, buscando el éxito en la agitada república literaria de su tiempo, pero que inevitablemente, cuanto más penetraba en el difícil laberinto del arte, tanto menos poeta acababa siendo10.

Es significativa de la actitud de Menéndez Pelayo   —17→   ante la obra lopesca, la interpretación que hizo del Arte Nuevo de hacer comedias11. Para el crítico santanderino, el Arte Nuevo sería una especie de palinodia, escrita por el Lope «literato», para justificar ante sus contemporáneos doctos (y en particular ante aquellos que pertenecían a la Academia de Madrid, a quienes la obra va dirigida) las propias culpas de autor de teatro que se ha distraído de las sanas reglas del arte, las cuales no sólo conocería Lope, sino que sería su devoto seguidor, al menos fuera del teatro.

Menéndez Pelayo llega, pues, a pensar que Lope habría escrito las comedias en contra de sus mismas convicciones estéticas. Evidentemente, perdura en él la distinción, entrañable a los románticos, entre poesía y arte: por un lado, estaría el Lope verdadero poeta, el popular, que cuando escribe comedias se olvida (no se sabe cómo) de la literatura, y por otro, estaría el literato, que dedicándose a otros «géneros» o escribiendo el Arte Nuevo (no se sabe bien por qué)   —18→   entra en abierta contradicción con el verdadero poeta12. Un intento de superar esta dicotomía ha sido   —19→   el de Menéndez Pidal13. Para este, Lope de Vega no es el «literato» que hace la palinodia de su teatro popular porque cree en los preceptos tradicionales sobre el arte, sino que es el artista siempre escéptico ante aquellos mismos preceptos y que en el Arte Nuevo afirma una nueva estética distinta de la anterior. Quizá Menéndez Pidal, al encontrarse con que debía demoler una arraigada opinión contraria, ha dado demasiada importancia al valor doctrinal del Arte Nuevo, obra que a nosotros más nos parece una sabrosa sátira literaria que un tratado teorético.

Con todo, Menéndez Pidal ha definido sin duda el aspecto fundamental de aquella obra: la afirmación de principios sustancialmente distintos de aquellos que guiaban a los severos censores obedientes a las reglas académicas clasicizantes y que despreciaban la novedad de la comedia. Y, sin embargo, tampoco él consigue desvincularse por completo de la idea de que Lope sea el creador de una original, autónoma, absoluta «novedad», sin casi vínculo alguno con la   —20→   anterior tradición literario-teatral; escribe, en efecto: «tope halló la escena entre dos extremos: de un lado, la comedia dell’arte, improvisada en el momento oral y único de ser ejecutada ante el público; de otro, la obra renacentista, impresa para la lectura, sin que a veces pretendiese ser representada, por carecer de toda vitalidad dramática; Lope buscó para su comedia un valor literario que la dell’arte no tenía y a la renacentista abrumaba, a la vez que procuró un valor teatral que aquella tenía débil y esta malo; y así creó una comedia, si no oral, manuscrita simplemente, destinada en un principio sólo a audiciones reiteradas, para satisfacer la demanda del público»14.

De este modo, Menéndez Pidal simplifica excesivamente el problema, descuidando aquello que la tradición que precede a Lope había madurado en el plano al mismo tiempo literario y escénico (especialmente en Valencia, como nuestra investigación tratará de demostrar). Además, por otra parte, nos parece que cambia peligrosamente de lugar el campo de la investigación, cuando, más adelante, definiendo como tradicional la poesía teatral de Lope, la quiere remitir a los modos que él considera característicos del Romancero (... poesía contrapuesta a la erudita..., poesía no personal..., no fijada dentro de una forma concluida, en que el autor agotó la expresión de su idea..., poesía sin el último toque de perfección humana..., poesía no intangible en la angosta esterilidad de lo acabado, cosa inmutable, muerta; por lo contrario..., poesía in fieri, que desenvuelve lo mejor de su   —21→   existencia en variarse y reproducirse...)15, y concluye sosteniendo la legitimidad poética de las refundiciones, precisamente por ser característica fundamental de la comedia lo inacabado.

Llegados a este punto, se puede observar que el mismo Lope y los otros comediógrafos contemporáneos sintieron la necesidad de ocuparse de la publicación (y, por tanto, de la perpetuación literaria) de su teatro y, protestando contra las adulteraciones de los cómicos y de los impresores clandestinos, reivindicaron su carácter personal. En cuanto al proceso de transfiguración que, a través del tiempo, sufren en la conciencia literaria española determinados temas, llegando así a constituir una tradición, nos parece que, sustancialmente, el resultado es el nacimiento de siempre nuevas manifestaciones artísticas, las cuales podrán ser más o menos logradas estéticamente, pero que son siempre personales y literariamente acabadas en sí mismas16.

Pero aquí queríamos únicamente llamar la atención sobre la persistencia de lo que nosotros consideramos un error crítico, que impide, de no ser superado, la verdadera comprensión del teatro español.

Y si se quiere una ulterior prueba de lo que sostenemos (aparte del fácil control de cuanto todavía se publica en los textos más difundidos de historia literaria), bastará observar la insistente supervivencia del antiguo mito, incluso en un estudioso que se ha dedicado   —22→   al teatro de Lope de Vega con criterios de investigación puramente objetivos, con una mentalidad casi de analista de laboratorio (y que, en consecuencia, debería, por su mismo carácter experimental, estar libre de prejuicios). Me refiero a Morley, que, junto con Bruerton, es autor de una minuciosa y diligentísima obra sobre la cronología de las comedias de Lope de Vega basada en el estudio de la métrica17.

Ahora Morley, en un ensayo dedicado al estudio del teatro español (que para él se caracteriza, a diferencia del teatro de otros pueblos, por ser teatro en verso18), analiza los intentos de teatro en verso a través del siglo XVI, y subraya la oposición que los teóricos del clasicismo (sobre todo el Pinciano) hicieron a la naciente forma de la comedia, para concluir, sin embargo, que todo se resuelve en el clamoroso triunfo de Lope de Vega: «When he (Pinciano) wrote, in 1596, the turning point had been passed. Until Lope de Vega arrived, the issue between verse and prose was doubt, like other issues: the unities, the whole seriousness of drama. But Lope, the miracle of nature (sic) settled them all. His enormous creative energy, his exuberant improvisation, overflowed the dikes of restraint... Thenceforth his rivals could do nothing but follow him»19. También en él, pues, americano del siglo XX, el mito de Lope poeta por naturaleza, grato al corazón romántico, muestra tener plena supervivencia.

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En nuestra opinión, ha sido justamente la persistencia de este mito lo que impidió que se pudiese esclarecer el problema de cómo se ha formado en la España del XVI la tradición teatral de la comedia. Una ulterior prueba nos es suministrada por Mérimée (cuyas conclusiones acerca del teatro valenciano ya hemos expuesto), el cual llega a sostener que Lope no le debe nada a la tradición valenciana y que en Valencia la comedia es importada por Lope, mientras él mismo señala que el teatro en Valencia era floridísimo20, y que antes de 1600 la comedia había triunfado allí más plenamente que en ninguna otra parte21. No se comprende cómo esta ciudad, con una tradición teatral tan antigua y desarrollada y con una tal capacidad de ulterior desarrollo, no sugiriera nada a un Lope de Vega que llega allí, entre 1588 y 1589, joven y aún sin afirmarse como autor cómico.

Llegados a este punto, se hace evidente que, para resolver el problema, se precisa tener el valor de liberarse de los esquemas constituidos y afrontar una nueva investigación que se atenga a la realidad histórica sin prejuicio alguno. Será oportuno, antes de nada, volver al Arte Nuevo, de Lope, y tratar de definir mejor su significado. Después, deberá estudiarse sobre nuevas bases el problema de la relación entre la   —24→   comedia de Lope y la tradición teatral valenciana precedente.

En el ensayo que hemos citado anteriormente sobre el Arte Nuevo, don Ramón Menéndez Pidal dejó claro que, por arte, en el lenguaje de Lope se debe entender «el conjunto de preceptos tradicionales que guiaban al escritor, inútiles en su mayoría»22. Desarrollando su tesis, sostenía que la nueva estética teatral lopesca nació en estrecho contacto con un ideal platonizante que ponía a la naturaleza en primer plano, con respecto al arte racionalista de la codificación aristotélica, reflejándose en el contraste «un confuso eco de la eterna disidencia de Platón y de Aristóteles»23. También a nosotros nos parece posible contemplar la poética lopesca a partir del Arte Nuevo: no entrevemos, sin embargo, la posibilidad de reconocerla basada sobre un concepto de naturaleza en sentido platonizante, como sostiene Menéndez Pidal. El término naturaleza es usado por Lope en su primario, simple y no precisamente filosófico significado, de espontaneidad del sentimiento y de la inspiración; Lope tiende a desvincularse de los preceptos absolutos de la tradición clasicizante, para introducir un concepto de relatividad: no existe la regla absoluta tomada de los antiguos, sino que existe una regla nueva que, de cuando en cuando, se hace según la exigencia que el drama impone al constituirse24. El   —25→   cambio no significa un acercamiento a ideas platonizantes: de haber una base doctrinal en el pensamiento de Lope, me parece que sería todavía de ascendencia aristotélica. En todo caso, el Arte Nuevo señala el alejamiento de la poética de Aristóteles, entendida como summa estética, autoridad de donde deducir, como había hecho la crítica del XVI, sobre todo italiana, rigurosos   —26→   preceptos. Se puede también notar que esta obra encubre un implícito acercamiento a la Retórica aristotélica, texto que había gozado de notable consideración en el Humanismo italiano del siglo XV, después casi totalmente abandonado durante el Renacimiento de principios del XVI y que, con la crisis del Renacimiento, había sido reestudiado en Italia y fuera de ella25. Por lo que se refiere a España, ha sido Batllori26 quien ha aportado noticias seguras acerca de la decidida ventaja que la enseñanza de la Retórica aristotélica había tomado con relación a la Poética, especialmente en los colegios de jesuitas, donde entra definitivamente como texto con la Ratio studiorum de 1599.

Acercarse a la Retórica de Aristóteles quería decir renunciar a lo absoluto del discurso incontrovertible, a la demostración racionalista, renunciar, en otros términos, a la regla para orientarse hacia la libertad de un discurso que no se prefijaba fines últimos, sino que era sobre todo técnica persuasiva, invitación a la participación, es decir, búsqueda de inmediata relación entre el que habla y el que escucha, el que escribe y el que lee y, en el caso concreto del teatro, entre el   —27→   que representa y los espectadores que asisten a la representación.

Es imposible demostrar una influencia de tipo erudito y académico de la Retórica aristotélica sobre el Arte Nuevo, precisamente porque la obra lopesca no tiene en absoluto el carácter de una obra erudita o académica, pero es igualmente imposible no advertir que en esta composición (la cual, en su discursiva y horaciana forma epistolar, se presenta como una airosa autodefensa y una elegante y socarrona sátira de los pedantes), cuando se llega a su parte más propiamente preceptiva, no se va más allá de consejos prácticos sugeridos por la experiencia, que hacen del tratadillo casi una exposición técnica regida por una sustancial adhesión al concepto de arte como retórica persuasiva y no como canon racionalista. Menos se habla, por ejemplo, de contenidos que del modo de expresarlos, y las sugerencias son siempre genéricas, por la misma conciencia de la relatividad de la materia. No nos parece, por tanto, aceptable la afirmación de Menéndez Pidal de un platonismo lopesco asimilado, en su juventud, del Romancero27, y desarrollado, dentro de la antinomia estética de naturaleza y arte, en favor del primer término. De un modo mucho más sencillo, Lope contrapone la espontaneidad al artificio, la libertad interior a la servidumbre de los cánones, lo moderno y vital a lo antiguo y muerto, pero no niega nunca el arte: para él, este es sobre todo retórica, y distingue al propio como nuevo respecto al antiguo de los pedantes en cátedra, del mismo modo que, en   —28→   Italia, Bruno sostenía: «... la poesia non nasce da le regole, se non per leggerissimo accidente; ma le regole derivano da le poesie: e però tanti son geni e specie de vere regole quanti son geni e specie de veri poeti»28, y Marino afirmaba: «La vera regola è saper rompere le regole a tempo e luogo, accomodandosi al gusto corrente e al gusto del secolo»29.

Tampoco nos convence otra afirmación de Menéndez Pidal, según la cual la doctrina de la poesía sugerida por la naturaleza y no por el arte es aplicada por Lope exclusivamente al teatro y a los romances, no a los otros géneros literarios, que, en cambio, deben permanecer sujetos al arte: «Lope acata los preceptos del arte que guían en la poesía como en todas las otras ciencias, pero exceptúa una zona (teatro y romances)... que puede y aun debe sustraerse a los preceptos para abandonarse al impulso natural»30.

Es cierto, en cambio, que los mismos criterios de libertad de concepción que Lope aplica al teatro, los aplica igualmente a los otros géneros literarios. Por eso puede ser adversario del culteranismo: este multiplica en formas desproporcionadas sus búsquedas estilísticas, y se aleja de aquella propiedad de lenguaje que los argumentos tratados y el gusto de los lectores   —29→   exigen; es, sobre todo, oscuro e incomprensible y falta así a las exigencias fundamentales de una sana y moderna retórica: la espontánea libertad y la comunicabilidad del lenguaje poético31. Como puede verse,   —30→   son estos los mismos principios que rigen el Arte Nuevo.

Para Lope, la poesía nacía distinta según las exigencias de su género y según el público al que iba dirigida: por esto, el teatro puede parecer obra popular y el resto de su producción puede ser calificado de culto; pero la raíz de la que brota su poesía es siempre la misma, y su estilo puede unas veces acentuar el   —31→   aspecto docto (quizá en los dramas), otras el aspecto popular (quizá en las otras obras), pero permanece siempre, sustancialmente, denso de literatura.

No hay, pues, ruptura ideológica y teórica entre un primero y un segundo Lope; si alguna diferencia existe, esta es en todo caso de naturaleza esencialmente psicológico-moral: Lope anciano resulta a menudo más grave que Lope juvenil, pero esto es frecuente accidente humano, y en nuestro caso concreto, explicabilísimo con hechos y circunstancias de la misma vida de Lope: la consideración de esta podrá servir para una interpretación estética de la obra de madurez de Lope, como en efecto ha servido32; pero no guarda relación con la poética lopesca que, precisamente por no atenerse a los cánones, está en grado de satisfacer, de un modo dúctil, exigencias diversas.

Esa poética, en lo que ahora nos interesa, es decir, el teatro, consistía sobre todo en el abandono de un ideal de abstracta perfección formal o de abstractos módulos psicológicos, y en el acercamiento a formas más vivas y variadas; significaba la renuncia a la posición centralizadora del autor, creador único de una obra de arte que debe mirarse desde una sola perspectiva, y la aceptación de una postura de diálogo en la que el autor es bien consciente de los valores sentimentales y morales que constituyen el patrimonio   —32→   de su público, los cuales quiere estimular justamente porque para él la poesía es sobre todo comunicación33. Las perspectivas psicológicas, escenográficas, forma les se multiplican; la técnica gana en destreza, pero al mismo tiempo tiende a desaparecer.

Es fácil comprender con esto cómo, en el ámbito de tal poética, los contenidos dejan de tener importancia en cuanto «tesis» del autor -resultado de una personal y original meditación filosófica- y pueden consistir en una serie de principios que no se discuten, comunes al poeta y a la sociedad en que este vive. Por eso, no teatro de ideas, sino de psicología y casuística moral; el drama nace así del mundo afectivo, en antinomia con las normas de un sistema ético-religioso-social constituido, esto es, del contraste entre aquello que ni siquiera se piensa discutir (y son los principios, la verdad de fondo) y su realización concreta, que resulta terrible y dramáticamente difícil por la misma naturaleza pasional del hombre.

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Por esto la comedia lopesca es esencialmente drama de afectos agigantados en formas casi siempre ejemplares, donde, sin embargo, el didascalismo no es extrínseco o mero reflejo, sino que obedece a una precisa e íntima necesidad que se caracteriza como acto de persuasión y que, por una parte, ve al artista consciente que medita y sabe convencer, y por otra, al público, que quiere ser convencido a través de la ficción artística34.

Este proceso de sabia ilusión es contemporáneo, en las artes figurativas, del gusto barroco por las audacísimas perspectivas aéreas que, en los artesonados y en las bóvedas, fingen escenas, o cielos, o imágenes a trompe l'oeil.

Lo mismo que sería ingenuo pensar que los contemporáneos que gustaban de aquellas figuraciones fuesen a ser «prácticamente» engañados35, así también se debe creer que la conciencia del artificio era común a la conciencia del autor de teatro y de su público. De ello se deduce como lógica consecuencia que aquello que Lope de Vega, con aparente desprecio, define en el Arte Nuevo como vulgo no era un   —34→   público ignorante ni mucho menos; si bien era más rico, ciertamente, en una sabiduría más vital y práctica que doctrinal y libresca, en una sabiduría que se correspondía a la perfección con el drama que le era presentado, donde la acción generaba el lenguaje y la pasión le daba color.

E igualmente evidente es, para quien sepa leer bien, que Lope no pensaba de ninguna manera que fuese vulgo su auditorio, amante de la nueva comedia y totalmente extraño a la comedia y tragedia ajustadas a las reglas clásicas: si en el Arte Nuevo él usa este término, lo hace a propósito, es decir, asume irónicamente un nombre que sus adversarios pedantes acostumbraban a emplear para referirse al público de las comedias. Del mismo modo podrá definir a estas últimas como monstruos y llamar a sus autores (es decir, sobre todo a sí mismo) bárbaros.

Asumiendo para sí y para su comedia los apelativos de escarnio usados por sus adversarios, Lope devolvía la burla, conteniéndola, sin embargo, en una mesuradísima entonación de taimada modestia, más allá de la cual se entrevé, con todo, una comedida, distanciada, casi ariostiana superioridad. Por lo demás, no sólo aquí usó un tono discreto, sino también en las polémicas literarias, a las que, según la costumbre de su tiempo, no supo sustraerse36.

Los detractores de Lope que vendrán en los siglos siguientes tampoco se diferenciarán mucho, por lo que se refiere a la actitud y a los argumentos, de aquellos   —35→   primeros adversarios a los que el gran poeta dirigía su desenfadada ironía. Moratín escribirá37: «Nada estimaba el público en los teatros si no era de Lope: los demás poetas vieron que el único medio de adquirir aplausos era imitarle, y, por consiguiente, abandonaron el estudio de los buenos dramáticos de la antigüedad, las doctrinas de los mejores críticos y aquellos preceptos más obvios que dicta por sí solo el entendimiento sin necesidad del ejemplo ni de la lectura». Y proseguía subrayando la maravillosa facilidad inventiva de Lope, y sustrayéndolo a la acusación de haber sido el corruptor del teatro español, puesto que este «ya estaba enteramente perdido cuando él empezó a escribir». Su única culpa fue, en todo caso, «el no haber intentado corregirle»38.

En el siglo XIX, Morel-Fatio39, que se disponía a examinar el teatro español tras el entusiasmo romántico por la «espontaneidad» de la inspiración y del dictado lopescos, insistía en el carácter aproximativo de aquel teatro, debido esencialmente a la falta de cuidado literario. Así, el trabajo de lima era tan escaso como para llegar a impedir el traslado de aquel teatro de la escena al libro, de la representación a la lectura. Limitaba, además, el valor del teatro lopesco y español en general, por estar caracterizado según motivos exclusivos de la época, de la historia y de la nación española: el popularismo, la psicología superficial, la   —36→   versificación más lírica que dramática y una cierta desenvuelta puerilidad de composición40.

Y en el mismo siglo XX nos encontramos con las reservas de Azorín41: «Aparte de la cuestión moral, no comprendemos cómo esta dramaturgia ha podido, técnicamente, prevalecer. La impresión dominante que nuestro teatro clásico produce, es la de una porción de gentes irreflexivas, inconscientes, que se mueven, van, vienen, giran y tornan a girar velozmente, sin enterarse de nada ni tener conciencia de lo justo y de lo exacto».

Con diferentes matices, todos estos juicios referidos no hacen más que repetir, a lo largo de los siglos posteriores al XVII, las acusaciones de irracionalismo, vulgaridad e ignorancia de los adversarios contemporáneos de Lope.

Se puede comprobar, pues, en la historia de la crítica lopesca un verdadero y propio filón clasicista y racionalista que llega a la denegación, sin darse cuenta del apriorismo de su postura, ligada a abstractas estructuras estéticas, o, lo que todavía es más grave, a un abstracto moralismo. Pero un repudio semejante no se puede aceptar desde un punto de vista crítico, a no ser en el plano de la historia del gusto, del mismo modo que en la historia del gusto hacemos entrar a todos aquellos que han exaltado la poesía lopesca bajo el aspecto antihistórico del «fenómeno» natural y del impersonal popularismo.

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Se trata, en cambio, de reconocer lo que fue el teatro de Lope y el de sus predecesores en su plena y concreta historicidad, sin que los valores personales se dispersen en un indiferenciado historicismo idealista o sean anulados por el rigorismo de determinaciones metahistóricas. Nosotros tratamos fundamentalmente de resaltar los valores personales de la obra de arte, bien conscientes, sin embargo, de que estos se constituyen, cada uno en una particular condición histórica, en viva dialéctica entre tradición y actualidad.

Por esta necesidad de adhesión total al carácter histórico de la obra de arte nos parece -como juicio histórico- insuficiente también la calificación de «poesía popular» que Croce ha dado a la obra de Lope de Vega. Es cierto que él sustrajo en buena parte a la figura de Lope de los angostos límites en que había sido encerrada y que le confirió un más característico relieve poético42, pero es también verdad que su definición de poeta popular no va más allá de ser una indicación de carácter puramente estético, limitándose a una definición del «tono» de la poesía lopesca.

La realidad personal e histórica de la obra de Lope está por definir. Nosotros pensamos que la verdadera grandeza de Lope consiste en haber sabido crear (en correspondencia con una propia visión de la existencia coincidente con la del pueblo para el que escribía, pero de la cual él era, sólo, a un tiempo consciente   —38→   intérprete y distanciado observador) un lenguaje para el teatro, encontrando feliz equilibrio y acabamiento estético entre el lenguaje culto de la tradición literaria y el lenguaje de la inmediatez práctico-objetiva que, en el siglo XVI, se había intentado llevar a la escena.

Esta elaboración de una materia que, a la vez, fuera representable y que se adecuase a la conciencia del tiempo, y de un lenguaje teatral poético, antes que en él, se había dado sobre todo en los poetas que animaron la vida escénica de Valencia. Es decir, que se había constituido en Valencia una tradición literaria nueva a través de una serie de experiencias (las cuales intentaremos definir con una perspectiva histórica más segura) que permitían la maduración de una nueva poética teatral.

En un cierto momento de aquella tradición se insertará la personalidad de Lope de Vega, con una superior consciencia y una genialidad y vigor poéticos más poderosos.



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ArribaAbajoII

El ambiente literario valenciano y el teatro en su nacimiento como espectáculo público


Estudiar, según intentaremos en el presente capítulo, la formación de una tradición dramática valenciana significa, en primer lugar, para nosotros llegar a definir las personalidades artísticas que a esta formación han contribuido. Se trata, en otros términos, de una investigación que no se mueve en el ámbito de una concepción del género literario como evolución o determinación metahistórica, sino que atiende a precisar los valores literarios, personales siempre, en el ámbito de una realidad histórica cuyos múltiples componentes (sociales, políticos, etc.) deben tenerse en todo momento presentes.

Por otra parte, concentrar nuestra atención sobre el teatro valenciano no significa desconocer la existencia o la importancia de otros centros donde operaron autores de teatro (como, por ejemplo, los de Madrid y Sevilla): significa únicamente que, a nuestro juicio, fue en Valencia donde las estructuras de la «comedia» tomaron forma más que en otro sitio y que en Valencia tuvo lugar el encuentro con ellas por parte de Lope de Vega, el poeta capaz de impulsarlas a su triunfo definitivo.

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Por lo demás, se trata de una opinión ya expresada (si bien nunca ha sido suficientemente demostrada) por otros autores, y también a menudo negada por afirmaciones que son fruto de la influencia determinante de aquellos prejuicios contra los cuales hemos polemizado en el capítulo anterior. Es el caso de Schack43 y de Mérimée44, que llegan incluso a forzar la cronología para hacer depender el teatro valenciano de Lope de Vega.

La Barrera45 habló de Valencia como centro de aquella «distinguida escuela donde más tarde perfeccionó su gusto el gran Lope», pero no profundizó en el problema; y el mismo Menéndez Pelayo tuvo ocasión una vez de observar, al paso, que los «poetas dramáticos [valencianos], más bien que discípulos de Lope, fueron colaboradores en su obra y acaso precursores»46.

En fecha más cercana a nosotros, Henríquez Ureña, hablando de los caracteres de la comedia española, llega a esta conclusión: «Nada permite atribuir a Lope de modo exclusivo la fijación del tipo: todo sugiere la colaboración de los poetas valencianos, con prioridad probable en muchos aspectos, pero sí podemos atribuirle a Lope el triunfo»47.

Quizá quien con más decisión e insistencia ha sostenido   —41→   la importancia de la aportación de Valencia a la formación de la comedia ha sido Juliá Martínez, el cual ha proporcionado también válidas aunque parciales contribuciones para demostrarlo48, sin que, por otra parte, sus observaciones aisladas hayan estado coordinadas en una precisa y unitaria visión histórica.

Más particularmente interesado en demostrar la existencia de relaciones históricas precisas, es el intento de Atkinson49, que ve en Cristóbal de Virués un autor que, llevando a cabo, a través de un ordenado y consciente proceso, una transformación de la tragedia senequista, alcanza una forma nueva de teatro, más rica y vital, precisamente la que se ofrece como modelo a Lope de Vega cuando llega desterrado, a finales de 1588, a Valencia. Sería, por consiguiente, Virués el verdadero fundador de la comedia, aunque esta afirmación se encuentra notablemente diluida en las páginas finales del ensayo50. Nos parece poder advertir en Atkinson un error fundamental: el de haber separado arbitrariamente la figura de Virués del contexto de la tradición teatral valenciana y haber pensado en una aportación innovadora exclusiva de él.

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El examen de estas inciertas tentativas nos convence todavía más de la oportunidad de un trabajo más vasto de reconstrucción historiográfica del ambiente cultural valenciano y en particular del teatral. Naturalmente esta investigación tropieza con la grave dificultad en que se encuentra el estudioso de cualquier aspecto del teatro español del XVI, o sea la escasez de textos: circunstancia que bien señalaba ya Bataillon en 1935, previniendo a los estudiosos contra las apresuradas reconstrucciones apoyadas únicamente en los pocos textos que aún quedan51.

También Gillet, el gran editor e intérprete del teatro de Torres Naharro52, al estudiar reiteradas veces los posibles contactos entre Torres Naharro y la comedia barroca, se vio obligado a confesar su embarazo ante la inexistencia de una segura línea histórica en la tradición teatral del XVI,53 y Green, que se ha encargado   —43→   de la edición del último volumen del poeta extremeño, basándose en los papeles dejados por Gillet, al enfrontar por su cuenta el problema del teatro español del XVI, reconoce la existencia de un movimiento que va «toward a more or less conscious realization of what might be called Baroque dramaturgy»54, pero ha tenido que confesar que el campo está sustancialmente inexplorado: «The fact is that in trying to answer our question we are trying to elucidate a dimly perceived formula on the basis of a historical development still imperfectly understood»55.

Precisamente, a la comprensión de este poco conocido fenómeno histórico quieren contribuir estas páginas. Dejando aparte el equívoco de la artificiosa contraposición entre teatro clásico y teatro popular, que reduce el primero a mera literatura y el segundo a espontaneidad natural, equívoco que, a nuestro parecer, ha perjudicado durante largo tiempo la recta búsqueda, nuestra investigación será conducida desde el punto de vista de la literatura y no fuera o contra la literatura. Remitiéndonos a la realidad histórica de la cultura valenciana del siglo XVI, estudiaremos en ésta la maduración de una conciencia que opera y critica, advierte el cambio de las exigencias históricas y se esfuerza en satisfacerlas, es decir, se realiza dialécticamente.

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Se podrá entonces también hablar de teatro valenciano, pero no en el sentido de que los autores que lo representan sean originarios de Valencia o de que actúen en antagonismo con los «sevillanos» o los «castellanos», sino porque aquel hecho de cultura tiene como centro a Valencia.

Es por todos sabido que la ciudad mediterránea fue, en el XVI, un centro literario notable, abierto a la influencia italiana, bien por la importancia de su puerto, que la ponía en comunicación con las tierras italianas, dominio antes de Aragón y ahora de la España unificada, bien porque parecía haber heredado, junto con Barcelona, la antigua tradición de las estrechas relaciones entre las culturas italiana y catalana.

Por otra parte, Valencia era además un centro librero de gran importancia, y bastará recordar a este respecto el extenso estudio de Serrano Morales sobre las Imprentas de la ciudad56.

El momento que a nosotros nos interesa más para estudiar el nacimiento en Valencia del teatro como espectáculo público es la mitad del siglo, y nos parece Timoneda la figura más representativa del fenómeno. En él, en efecto, en su doble papel de autor sensible al gusto de la época y de editor particularmente dispuesto a secundarlo, parecen confluir diversas tendencias culturales de la Valencia del XVI, en un momento de crisis en que se tiende a liquidar la cultura de tipo cortés y humanista, y se lanzan las bases para la puesta   —45→   en marcha de una cultura diferente, vinculada a nuevas formas de vida moral y social.

Mérimée, que fue el primero en intentar una síntesis crítica de la figura de Timoneda con particular atención a su actividad teatral57, vio en él esencialmente al librero que se ha transformado luego -fatigosamente- en literato. Pero este severo juicio, difundido hasta nuestros días, y que goza de una mayor o menor aceptación en los manuales, debe, en mi opinión, revisarse, por ser impreciso y contradictorio: no pienso que se pueda considerar al valenciano solamente un honnête boutiquier, un vulgarisateur de profession o, en el mejor de los casos (es decir, en las Tres comedias), un estilista elegante dentro del género popular58.

Nuestra postura se acerca más a la reivindicación que de él ha hecho Juliá Martínez59, especialmente por lo que se refiere a la Turiana y a los autos, reducidos por la crítica precedente al rango de simples refundiciones de obras ajenas.

En realidad, aquel Timoneda que traduce a Plauto, teniendo bien presentes a Villalobos y a Pérez de Oliva   —46→   y al anónimo de Amberes de 155560, se deja guiar por la evidente preocupación de condensar la acción, según el gusto del público de su tiempo, es decir, se esfuerza por hacer «representables» aquellos textos; y el Timoneda que reelabora, en la narrativa y en el teatro, textos italianos, para ir al encuentro de una particular sensibilidad de sus lectores o espectadores, y que, como editor, está atento a secundar aquellas iniciativas que se salen del círculo más bien cerrado de la tradición áulica todavía triunfante en la alta sociedad de la Valencia de su tiempo, es un hombre que tiene problemas y los afronta, un hombre que se da cuenta de que algo ha cambiado y que es preciso, con nuevas iniciativas, suscitar el interés de un público más vasto.

Este espíritu de inteligente iniciativa, junto con la originalidad de las soluciones que da, es particularmente evidente en la acción que desarrolla en favor del teatro: la publicación de las obras de Lope de Rueda61 y de Alonso de la Vega62; esto, junto con la elaboración de obras personales, constituye, hacia la mitad del siglo, la acción cultural más importante para la constitución de un teatro que fuera original empeño literario, en correspondencia no con un ideal abstracto   —47→   y libresco de perfección, sino con un principio de operante y concreta inmediatez expresiva que se resuelve en la «representabilidad», es decir, en la adecuación simpática a un vasto círculo de público. El mismo Mérimée, al menos parcialmente, está dispuesto a reconocer a Timoneda el mérito de esta búsqueda, cuando subraya su interés por un teatro en prosa que fuese representable63. Pero luego no sólo no da valor a la observación, sino que esta queda disminuida de importancia, con la consabida interpretación de una supuesta popularidad contraria a la dignidad literaria; y mientras, por una parte, el crítico francés da muestras de apreciar el «estilo popular» y lo que tenía de nuevo el alejamiento del teatro cortesano de ambiente culto y tradicional, por otra, llega casi a negar el valor de aquel teatro, refiriendo su juicio exclusivamente al contenido64. Como a menudo le ocurre, Mérimée no consigue refundir los resultados de su erudita investigación en una segura visión histórica; así, no se da cuenta de la evolución que se estaba desarrollando en la España del XVI, y en particular en Valencia por su carácter urbano y comercial, hacia una cultura no cortesana ya, sino abierta también a las clases medias e incluso interesada en la participación popular.

En Valencia, desde principios del siglo XVI, había entrado en crisis la tradición literaria en lengua valenciana que, sostenida por un inteligente patriciado   —48→   urbano, tanto desarrollo había tenido en el siglo XV. A esta tradición le había inferido un golpe decisivo la unificación del reino de Aragón y Castilla bajo los Reyes Católicos; posteriormente (1523), la derrota de las Germanías hizo perder a Valencia también la eficiente iniciativa de aquella rica burguesía ciudadana que salía de la guerra disminuida con relación a la aristocracia territorial65. Triunfaba por entonces en Valencia el castellano, bien a causa de la influencia ejercida por la corte del virreinato, de emanación castellana, bien por razones históricas generales fácilmente identificables: en este momento, la unidad nacional española era ya una realidad, y los mismos intereses mediterráneos no eran sólo catalano-aragoneses, sino propiamente españoles. Con todo, Valencia seguía siendo sustancialmente una ciudad de tráfico: abierta al mar, era profundamente diferente de las ciudades del interior, menos atenta, en cierto sentido, al rigorismo ideológico y social propio de las ciudades castellanas. Antes bien, precisamente en su ámbito de ciudad decaída de un antiguo poder y esplendor, encontraba justificación el culto a una vida donde las fiestas66 triunfaban más que en ninguna otra parte y donde se explica que el mismo teatro encontrase fácil difusión. Sobre las supervivencias del antiguo espíritu municipal, capaz de acercar entre sí a las clases sociales, se iba insertando con amplitud cada vez mayor la conciencia de la unidad nacional, sentimiento   —49→   común a nobles, burgueses y gentes del pueblo, reforzado por el general sentimiento religioso (íntimamente conectado en España con las estructuras éticas y políticas).

Timoneda muestra aceptar con plena conciencia el proceso histórico en vías de desarrollo, adhiriéndose a la nueva unidad lingüística y literaria que se había creado en desarrollo paralelo a la unidad política: tan sólo en dos obras de contenido religioso (El Castell de Emaús y La Esglesia), y sólo esporádicamente en las profanas, emplea el valenciano. Como autor y editor se dedica a una decidida acción de ensanchamiento de la cultura, adoptando una postura de vanguardia crítica y revisionista ante la cultura de raigambre humanista que aún sobrevivía.

Considérese, por ejemplo, lo que representaba una obra como La Diana enamorada, de Gaspar Gil Polo, en la cultura de la época (1564)67, perfecta manifestación de una literatura de gusto petrarquesco, filtrada a través de las experiencias de Sannazzaro, de Montemayor y del platonismo tan difundido en la España de principios del XVI68. Era una aristocrática evasión, es decir, deformación de lo real, en ímpetu y contemplación idealista y en constante tensión lírica.

Por lo demás, la difusión del petrarquismo en la Valencia del tiempo está atestiguada por el amplio cultivo de la poesía lírica que continuaba una tradición antigua. El petrarquismo había ofrecido en Valencia,   —50→   con Andreu Febrer, con Jordi de Sant Jordi y con Ausias March, grandes manifestaciones poéticas en lengua catalana; más recientemente, se había expresado en castellano con Boscán y Garcilaso, en forma para todos ineludible. Otra prueba de esto nos la ofrece Gil Polo, que, en su novela pastoril, inserta el célebre Canto del Turia69, en el cual, por boca del dios que personifica al río que atraviesa Valencia, loa a los varones célebres y estraños que viven en la ciudad. Si ponemos atención en los nombres, nos damos cuenta de que casi todos o son poetas líricos o han cultivado la lírica junto con otros géneros literarios. Sin hacer mención de los autores que no pertenecen a los años que ahora nos interesan (mediados del siglo XVI) -si bien vale la pena, ciertamente, hacer notar de pasada que autores como Juan Fernández, Jaime Gazull, Luis Crespí de Valldaura, Bernardo Fenollar, etc., dan testimonio de la continuidad en el tiempo de una tradición arraigada, y explican cómo aquel particular gusto se había constituido sólidamente-, encontramos en la enumeración de Gil Polo a autores pertenecientes a diferentes clases sociales y dedicados a diferentes profesiones, pero vinculados por una común afición a la poesía lírica. Recordaremos a Andrés Martí Pineda, un notario, cuyas obras en valenciano fueron publicadas por Timoneda; o bien hombres de armas o políticos como don Pedro Luis Garcerán de Borja y don Juan de Borja, don Juan Aguilón Romeu de Codinats, el músico Luis Milán, el matemático   —51→   Jaime Juan Falcón, el comerciante y poeta épico Jerónimo Semper.

Por otra parte, el hecho de que esta afición a la poesía lírica, entendida como superior manifestación de elegancia espiritual, perdure durante todo el siglo, explica el nacimiento o auge en Valencia de las academias, verdaderos lugares de reunión de la intelectualidad del tiempo.

Mientras la antigua tradición de los Juegos Florales continuaba en las justas poéticas, la más reciente tradición de las reuniones doctas en casa de ciudadanos renombrados70 tenía su desarrollo en las academias. La más célebre de estas fue la de Los Nocturnos, que duró desde 1591 hasta 1594; más tarde (1600), Carlos Boyl intentó constituir la academia de Los Adorantes, sin éxito, y, del mismo modo, en 1616, Guillén de Castro fracasará en la empresa con su academia de Los Montañeses del Parnaso. El fracaso de estas últimas iniciativas es prueba de que, al empezar el siglo XVII, el gusto había cambiado ya, pero queda el hecho incontestable de que a la primera academia, la de Los Nocturnos, pertenecían precisamente los mayores autores del teatro valenciano, como Rey de Artieda, el canónigo Tárrega, Gaspar de Aguilar y Guillén de Castro, es decir, todos aquellos (excepto Cristóbal de Virués) a los que la crítica ha agrupado hasta ahora en la definición totalizadora de «escuela de Valencia»: aquella que luego sería, para esa crítica, una derivación de la lopesca «popular» y «natural»   —52→   comedia nueva. Esos poetas demostraron, perteneciendo a la Academia de Los Nocturnos -y su producción da de ello firme testimonio-, asimilarse en gran parte a un gusto estrictamente literario, que podía incluso llegar a la práctica de un intenso ejercicio de formas sobre una temática convencional (por no decir frívola)71.

Así, pues, si bien por una parte la cultura en la segunda mitad del XVI tendía a asumir una orientación no aristocrática ya, debido a su interés por un público más extenso, por otra no rehusaba continuar el idealismo literario tradicional, un poco convencional, un poco formalista, entremezclando las reminiscencias corteses y petrarquistas o en general humanistas, y exasperándolas a menudo en formas ya barrocas, sobre todo, aunque no exclusivamente, en el campo de la lírica.

Claro testimonio de las complejas y también contradictorias condiciones de la cultura valenciana de mitad de siglo es la obra de Luis Milán El Cortesano72, madurada a través de la experiencia vivida por el autor, que había sido cortesano en el palacio de Germaine de Foix73, donde había desempeñado el oficio   —53→   de músico. En la obra se declara expresamente74 la intención de que circulara entre las damas, en lugar del Cortesano, de Castiglione, conocido en España por la traducción de Boscán de 1534; pero el libro, más que una definición idealista de las características y de las calidades del perfecto cortesano, resulta, como bien ha observado Romeu i Figueras75, «una porta oberta per on irromp joiosament la vida lleugera, despreocupada i àdhuc maldient de la burgesia i de la noblesa valenciana de començaments del segun terç de segle XVI». Sobre un fondo, pues, cortesano, que se complace tanto en los debates verbales entre damas y caballeros como en los juegos y diversiones de tradición medieval, se inserta, poderosa, la fuerza de un ambiente predominantemente ciudadano y burgués, que no cree en los ideales corteses más allá del juego y de la convención palaciegos.

En esta situación cultural, la importancia de Timoneda está en la selección que lleva a cabo en favor de experimentos vitales frente a la declinante costumbre cortesana: así se explica su interés por una literatura religiosa «popular» y edificante, por el romancero, por una narrativa de tono anecdótico y estilo familiar y, naturalmente, por el teatro.

Para apreciar adecuadamente la importancia de Timoneda en este campo, será oportuno que nos detengamos a examinar las características del teatro en Valencia anterior a él.

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En la primera mitad del XVI, había tenido un carácter exquisitamente cortesano. Recuérdese el Coloquio de las damas, de Juan Fernández de Heredia, que fue representado en 152476 en la corte de Germaine de Foix y del marqués de Brandeburgo. Bastará observar el argumento de la obra para comprender su carácter de típico pasatiempo de corte: Colloquio en el qual se remeda el uso, trato y platicas que las damas en Valencia acostumbran hazer y tener las visitas que se hazen una a otras. Introduzense cinco galanes y cinco damas de quien andan seruidores, una dueña y una donzella, un capellan y un rey de armas que estando las damas y los galanes en su visita, desafia a los galanes de parte de otros cinco cavalleros: acceptan el desafio y acabase con un torneo.

En sustancia, la obra no es otra cosa que la trasposición en escena de las costumbres de corte, no sin alguna que otra vivaz o maliciosa indirecta irónica (si bien hoy resulta difícil comprender las alusiones), o la brillante, incontrolada irrupción de personajes y   —55→   modos de la vida «burguesa» y popular, que hace de contrapunto al rebuscado ritmo de la vida aristocrática; pero, sustancialmente, el interés literario se resuelve en el juego elegante de una sociedad que gusta de verse literariamente representada.

No tienen carácter distinto los espectáculos que, en la corte de la misma Germaine de Foix o de su tercer esposo, el duque de Calabria, organizó entre 1530 y 1538 Luis Milán; sólo que la música y las danzas tenían particular importancia, dando a todo el espectáculo un carácter de pantomima, semejante a las organizadas en Nápoles por Sannazzaro (por ejemplo, en 1492, con ocasión de la toma de Granada)77.

Milán, en su Cortesano, no nos ha conservado el texto completo, sino una síntesis de los dos espectáculos. La farsa de las galeras representa la aventura de un grupo de caballeros que, tras haber zarpado de Rodas, logran alcanzar Valencia; pero en el viaje pierden, por obra de los moros, las naves con sus damas. Los moros se han refugiado en Denia; el capitán cristiano los encuentra y los conduce a Valencia, donde cada uno de ellos es desafiado por un caballero y vencido. Así, cada caballero recupera a su dama. Se alzan cantos de amor, y un gran baile final, en el que toman parte también los moros, cierra la representación.

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La montería del Rey de Troya no es más que un pretexto para presentar en forma de parejas en escena los grandes personajes de la leyenda homérica: Troilo y Polixena, Héctor y Andrómaca, Príamo y Hécuba, Corebo y Casandra, Eneas y Creusa, etc. Encontramos aquí un gusto humanista por la evocación clásica con la abundancia del espectáculo: todo sobre el fondo de una música refinada78. Lo mismo puede decirse de ciertas «fiestas de mayo» que Milán, tomándolas de modelos italianos, hizo representar en el jardín del palacio real de Valencia, y de las que nos ha conservado un ejemplo en El Cortesano79.

Junto a estas exhibiciones escénicas, que se caracterizan como típicos pasatiempos de corte en la primera mitad del siglo, en Valencia se manifiestan otras orientaciones culturales, entre ellas la búsqueda de una acción dramática, compleja y elaborada literariamente, basada en el gran modelo en prosa de La Celestina, y el intento de asumir los modos, propios del teatro italiano cortesano, de Torres Naharro. En 1521 se publica en Valencia un libro que contiene tres obras, y son precisamente la Comedia llamada Thebayda, la Comedia Ypolita y la Comedia llamada Seraphina80, la primera y la tercera escritas en prosa, con la inserción de algunas poesías; la Ypolita, en verso,   —57→   a la manera usada por Torres Naharro en su Propalladia (1517)81.

Estas obras no tienen valor como ejemplos de teatro «de acción», pero constituyen un importante precedente literario para la formación del mismo. La Thebayda, después de los estudios de María Rosa Lida de Malkiel y de Mac Pheeters82, que se inclinan a remitirla a los primeros años del siglo y a señalarle un origen andaluz83, ha sido atribuida por Trotter84 a los años 1519-1520 con válidas argumentaciones.

Tras la edición valenciana, se hizo una reimpresión en Sevilla en 1546. Timoneda no duda en citarla85 al lado de La Celestina como ejemplo de comedias que había que superar, cuando con sus propias Tres comedias intente hacer obras en prosa representables: se tratará, en efecto, para él, de dar un nuevo y apropiado valor a la calificación de género «cómico», sustrayéndolo al ambiente demasiado cerrado desde el punto de vista literario de la lectura cortés o de la recitación ante un selecto auditorio.

En efecto, La Thebayda, que, según su desconocido autor, pertenece al género cómico por el carácter medio   —58→   de su contenido -pues no trata de reyes y de grandes señores- y por el final feliz tras la peripecia, en obsequio de la tradición retórica medieval, urde una trama novelesca en la que el hijo del duque de Tebas, don Berintho, venido a España para servir al rey, se enamora de una noble joven, Cantaflua; los dos jóvenes son atormentados durante tres años por la lucha entre su pasión y el escrúpulo moral que los inhibe, hasta que, mediante la intervención de una mujer «discreta», se casan en secreto, resolviéndose felizmente todo con la aprobación del casamiento por parte de los padres, que han llegado al conocimiento de los hechos.

Es, pues, una comedia para ser leída y basada en el diálogo (este último empleado como un medio particularmente adecuado a la inmediata realización expresiva de la acción y apto para reflejar los matices psicológicos de los protagonistas), que obedece, en suma, a un bien preciso modelo literario, el de La Celestina, aunque resulte infinitamente inferior en cuanto a valor estético86. Sobreabundan los elementos cultos, los temas polémicos e intelectualistas de carácter predominantemente discursivo-narrativo, que se alternan con los paréntesis líricos de los romances o la inserción de cartas compuestas retóricamente, siguiendo una tradición propia de la literatura cortés del XV. Todo esto se combina con un diálogo que es vivaz conversación cortesana, y en el cual se exalta,   —59→   como bien observó la señora Lida de Malkiel87, el lenguaje sutil de los enamorados, pero se representa con vivo interés también el mundo de los siervos, especialmente en la figura del rufián.

En suma, una serie de elementos mal conectados, pero capaces de despertar curiosidad e interés, y que, a más de treinta años de distancia, suscitaban la atención de Timoneda, si bien él se daba cuenta de que debían ser ofrecidos de otro modo al público, en una versión literaria que estuviese por completo desligada de los residuos de la tradición cortés; no una recitación para pocos, sino un espectáculo para muchos.

No muy distintas consideraciones se podrán hacer a propósito de La Seraphina, toda ella escrita en prosa, como La Thebayda, y también evidentemente derivada de La Celestina: la historia de una joven que, casada con un hombre impotente, cede al amor de un cortejador, el cual logra penetrar en su casa con la ayuda de un siervo; este, a su vez, había conseguido vencer antes la en apariencia severa custodia de la madrastra de Seraphina. También aquí nos hallamos en presencia de una intriga típicamente novelesca que acentúa los tonos eróticos y las situaciones escabrosas.

Más interesante es, en cambio, la Comedia Ypolita88 por estar escrita en versos de pie quebrado, y escénicamente dispuesta y organizada para la representación. Evidentemente, el autor se ha inspirado en Torres Naharro, tanto por el empleo del metro como por la división en cinco actos, pero no ha sabido   —60→   en absoluto transformar la historia, derivada de La Celestina, en acción dramática.

Obsérvese la exposición del argumento que precede a la obra: Ypolito, cauvallero mancebo de illustre y antigua generacion, natural del reyno de la Celtiberia, que al presente se llama Aragon, se enamoró en demasiada manera de una donzella llamada Florinda, huerfana de padre, natural de la provincia antiguamente nombrada Betica, que al presente se llama Andaluzia, y poniendo Ypolito por intercessor a un page suyo llamado Solento, estoruaua cuanto podia porque Florinda no cumpliesse la voluntad de Ypolito. Pero ella compelida de la gran fuerza de amor que a la contina la atormentaua, concedió en lo que Ypolito con tanto ahinco le importunaua, y assi ouieron complido efecto sus enamorados desseos. Intercediendo ansi mismo en el proceso Solisico, page de Florinda y discreto más que su tierna edad requeria y Jacinto, criado de Ypolito malino de condicion, repunó siempre y Carpento, criado ansi mismo de Ypolito, hombre arrofianado, por complazer a Ypolito, no solamente la parecian bien los amores, pero era deuoto que el negocio se pusiesse a las manos y assi todas las cosas ouieron alegres fines, vistiendo Ypolito a todos sus criados de brocado y sedas por el plazer que tenia en asi auer Florinda, donzella nacida de yllustre familia, concedido en su voluntad seyendo la más discreta y hermosa y dotada en todo genero de virtud que ninguna donzella de su tiempo.

La acción es pobre, los personajes se extienden en largas peroratas atestadas de citas clásicas, el mismo elemento lírico que, a veces, se deja asomar en los   —61→   monólogos, con la intención de darles más vida, es escaso e insulso.

Es interesante, por consiguiente, la Ypolita, como intento de reducir a una breve acción escénica el tema celestinesco, pero es una obra estéticamente y teatralmente frustrada.

No se tiene noticia de la representación de la Ypolita y también carecemos de datos ciertos acerca de la Égloga pastoril, publicada por Kohler y atribuida al año 151989. Mérimée90 sostiene que esta égloga deriva de Juan del Encina, mientras que Juliá Martínez91 opina que en ella predominan motivos realistas y alusiones históricas concretas, los cuales probarían su origen valenciano; señala también su apartamiento del tema amoroso, fundamental en Encina. Las cuestiones eróticas ocuparían sólo incidentalmente al autor, que ha dedicado, en cambio, su interés a los acontecimientos dolorosos de su ciudad, en aquel tiempo bajo la peste y amenazada por los moros92. A nuestro parecer, la égloga es testimonio de   —62→   una compleja y fatigosa empresa literaria, y no puede ni ser explicada como una pura y simple derivación de Juan del Encina ni ser sobrevalorada por su originalidad. El autor es persona culta, y va elaborando una composición en estrecho contacto con una serie de preceptos literarios, sin excluir algún que otro enlace con una tradición catalana del siglo XV, de la que tenemos alguna noticia93, y no sin eco de una tradición narrativa local a menudo dialogada (ej., Tirant lo Blanch).

Por otra parte, Encina está, con todo, presente, y está presente también Jorge Manrique, el cual es casi parafraseado allí donde el poeta se dilata cantando la triste condición de la ciudad abandonada en contraste con el anterior lujo y fastuosidad (vs. 156-170); hay aquí huellas de la narrativa italiana de los cuentos (el motivo, por ejemplo, del encantador); hay, en suma, el esfuerzo por organizar una materia variada (crónica local, sentimiento lírico del dolor antes, y luego de la alegría, una vez salvado el peligro, intriga amorosa, acción mágica) en una composición dramática, sobre la base de un fondo bucólico, al gusto humanista.

Es fácil, por lo demás, encontrar relaciones entre esta égloga y la que aparece en la Cuestión de amor, publicada en Valencia en 151394, obra que es indudablemente   —63→   fruto del directo intercambio cultural entre Valencia y el ambiente napolitano. La égloga tiene un carácter más cortés, y se encuentra perfectamente en su lugar en un libro que podemos considerar como epígono de la novela sentimental del XV, en el cual hay innumerables y convencionales referencias a todo tipo de literatura y donde se encuentran incluso mezcladas la historia y la novela. Si no fuera porque esta égloga se mantiene en el plano de una placentera divagación de salón sobre un tema amoroso, y reproduce en versos lo que ya había sido narrado en el libro, en un capítulo anterior, la égloga de 1519 revela mayor libertad respecto a la convención pastoril y también una mayor soltura en la versificación.

Otro ejemplo de la confluencia de varios motivos literarios en la constitución de una obra dramática es la Farça a manera de tragedia, publicada en Valencia en 1537 (de la que existe sólo un ejemplar en el British Museum de Londres) y editada por H. A. Rennert95. Para Mérimée, la obra deja ver la influencia   —64→   superficial de Juan del Encina, la aún más fuerte de Torres Naharro96, y hasta rivalizaría con la Comedia Himenea. También Juliá Martínez está de acuerdo97 en poner de relieve esta influencia, además de la de La Celestina; constituye, ciertamente, el intento de organizar una acción dramática partiendo de una serie de elementos de diverso origen, y tiene en común con la égloga de 1519 la preocupación por su representabilidad.

La división en cinco actos puede hacerse remontar fácilmente a Torres Naharro y al teatro italiano, pero aquí obedece, sobre todo, a una hábil distribución de la materia en función escénico-dramática. Más nuevos y variados por las notas cómicas son los actos internos; más lírico el primero e insistente en el tono trágico el último, sobre todo en los dos monólogos de Torcato y Liria antes de darse muerte.

De notable interés es el personaje de Gazardo, un bobo, ya, en el verdadero sentido de la palabra, que no está relegado a una función de contorno o contrapunto, sino que está allí insertado como protagonista,   —65→   y que, en su absurda insensibilidad moral y estupidez humana, llega a tener algo de grotesco.

Pero lo que sobre todo llama la atención en esta obra y constituye, a nuestro parecer, su mayor valor -no observado hasta ahora por la crítica- es la capacidad expresiva del autor, que está atento a los matices psicológicos y que, de cuando en cuando, hace hablar a sus personajes ora con un lenguaje cómico, ora más delicadamente refinado y sentimental, ora (Carlino) sutilmente lúcido y mordaz, adecuado, en suma, al carácter y a la situación.

Por otra parte, nótese que también en la Farça se está lejos de intereses de tipo cortés, y sólo en apariencia los personajes conservan el carácter pastoril tradicional, mientras en sustancia expresan sentimientos humanos comunes, y el interés del autor se concentra sobre su manifestación verosímil y humanamente aceptable.

No tenemos noticias acerca de la representación de esta obra, que fue quizá también, como las anteriores, representada solamente en el salón de la corte o de un palacio señorial. Con todo, es un hecho que denota la existencia de intereses humanos más vastos y menos específicos que los que habían caracterizado hasta entonces a las églogas y a las farças corteses, y se convierte, por tanto, en un precioso testimonio del proceso evolutivo de la cultura teatral en Valencia.

Pero, llegados a este punto, debemos tomar en consideración otros dos factores de gran importancia para comprender la ulterior evolución de la cultura teatral valenciana, uno y otro estrechamente conectados con la cultura italiana. Me refiero a la agudización, por   —66→   una parte, de la problemática en torno al teatro, que había tenido su principio en la aportación de los autores italianos de la primera parte del XVI y de los teóricos que introducen la casuística aristotélica, y por la otra, a la influencia directa de los cómicos italianos que comienzan sus actividades en España.

De que estos hechos sean una realidad concreta nadie duda, empezando por los más importantes estudiosos del teatro valenciano, tantas veces citados, Mérimée y Juliá Martínez. Por lo demás, faltan numerosas pruebas directas, si bien las pocas que poseemos bastan, sin embargo, para autorizarnos a aceptar como indiscutible la realidad de aquellos hechos.

El texto más importante de los que desarrollan en España la doctrina clasicizante de aquel teatro, que se había formado siguiendo las huellas de la que en Italia operaba desde principios del XVI (piénsese en las comedias de Ariosto y en los intentos trágicos de Trissino o de Speroni, obras todas que nacen de una auténticamente preocupada intención de dotar a la literatura vulgar de un «género» que le faltaba, teniendo siempre a la antigüedad como modelo), es el del Pinciano (1596)98, es decir, una obra del final del siglo que revela a cada paso el contacto con la doctrina italiana de Vida, Castelvetro, Scaligero, etc.; pero que debemos también considerar como el resultado último de un proceso de asimilación de las doctrinas clasicistas iniciado en España desde el final del XV, aunque los primeros autores de tratados de poética y retórica (Nebrija, J. Luis Vives, Fox Morcillo, García Matamoros,   —67→   Arias Montano, El Brocense) muestran, en general, desprecio por los textos vulgares y se preocupan sólo de estudiar los modelos de la antigüedad clásica.

Por lo que respecta a Valencia, poseemos algunas noticias significativas; ya en 1499, la cátedra de poesía y elocuencia en el Studi general estaba ocupada por el italiano Giovanni Partheni99, y, posteriormente, la corte de Germaine de Foix, sobre todo después de su matrimonio con Fernando de Aragón, duque de Calabria, había acogido a hombres de cultura italianos, y el duque había hecho trasladar muchos libros a Valencia desde la biblioteca de Nápoles100. Los estudios de retórica debieron de ser intensos, ya que en 1552 se publicaba en Valencia un compendio para uso práctico de las Institutiones Oratoriae, de Andomaro Taleo101, obra del valenciano Pedro Juan Núñez, a quien sabemos también autor de comentarios a la Retórica y a la Poética de Aristóteles102.

En el Studi general, además, los estudiantes que seguían el curso de latín tenían por costumbre representar, en determinadas solemnidades, comedias en lengua latina bajo la guía de su profesor103. Así, desde 1521 hasta 1584, tal cargo fue desempeñado por Juan Angel Conçalbez, de quien nos ha quedado testimonio   —68→   de que dirigió el espectáculo de una comedia de Plauto y de otra sacada de los Coloquios de Erasmo104. Tenemos además, y es muy importante para nosotros por estar dirigida en gran parte al teatro, la obra de Lorenzo Palmyreno105. Era este un humanista originario de Alcañiz y profesor en Valencia, primero de griego y después de retórica, desde 1562 aproximadamente hasta su muerte, que tuvo lugar hacia 1579-80. En su obra principal, Rhetorica, publicada en Valencia en 1567106, inserta fragmentos de sus comedias (Lobenia, Sigonia, Octavia), de las que sabemos que la primera fue representada en Valencia el 13 de enero de 1546 y las otras sucesivamente (y naturalmente antes que él las insertase en gran parte en su Rhetorica).

Mérimée ha demostrado107 el carácter escolástico de tales composiciones en latín, donde el castellano o el valenciano entran sólo alguna vez para traducir o explicar una expresión latina que el autor teme no vaya a ser comprendida por su auditorio. Los modelos son Plauto y Terencio, seguidos con libre contaminatio; en cuanto a las reglas clásicas, están seguidas con un cierto escrúpulo, pero sin pedantería.

Es, sin embargo, significativo el hecho de que, reemprendiendo la actividad teatral tras algún año de   —69→   silencio, Palmyreno108 escribiera la Fabella Aenaria (1574), una obra donde el castellano predomina netamente y en la que él mismo declara no haberse atenido a las leyes de la comedia terenciana para imitar las farsas hispánicas, y esto con el fin de complacer al vulgo, o sea a su público: los estudiantes de la Universidad, que tanto entusiasmo muestran tener por los espectáculos públicos, hasta el punto de abandonar las clases y emplear en ello tanta parte de su dinero109.

Si observamos bien, tenemos ante litteram, en apoyo del drama español, un argumento que será característico en la defensa que Lope hace de la comedia: el deseo de complacer al público, el cual, a fin de cuentas, representa la conciencia de lo que es válido o no en el gusto de la propia época, concebir el arte no en una estática y abstracta perfección típica, sino en su capacidad de corresponder a la vitalidad humana.

En el ámbito de la que debió de ser la animada discusión en torno al teatro y a sus reglas y que debió de ser más extensa de lo que dejan entrever los testimonios que nos ha sido posible recoger, la gran concesión de Palmyreno, es decir, de un humanista y rétor universitario, es tanto más significativa, y da testimonio de que en 1574, en Valencia, en la Universidad, precisamente en el ambiente que es siempre el más académico, la conciencia de la nueva realidad artístico-literaria había entrado de forma inevitable.

En cuanto al otro aspecto que hemos indicado como muy importante para comprender la evolución del teatro español, es decir, la aportación directa de los cómicos   —70→   italianos, debemos igualmente señalar que son escasos los documentos históricamente seguros que se hallan a nuestro alcance, pero, con todo, resultan suficientes para presumir que también este elemento tuvo importancia.

Está documentada la presencia de cómicos italianos en Sevilla en 1538110 y la representación de una comedia italiana de Ariosto en 1548 en Valladolid111, también la representación, entre 1556 y 1559, en la corte de Felipe II, de comedias italianas por parte de Antonio Vignali, un miembro de la Accademia degli Intronati de Siena112; sabemos además que, con una pragmática de 1534, Carlos V impuso a los comediantes (y la misma palabra revela el origen italiano)113 vestir de modo que fuesen fácilmente identificables. Este documento prueba que el comienzo de la actuación de compañías regulares y transeúntes de cómicos debió producirse por aquellos años, y que aquel tipo de vida, precisamente por ser nuevo, debió despertar considerables sospechas. Hay más: nos parece lícito atribuir el hecho de que las protestas fuesen tan agudas   —71→   como para dar lugar a medidas especiales, a que el acrecentamiento de la desconfianza estuviese provocado por la circunstancia de que aquella costumbre había sido importada por extranjeros.

La llegada de estas compañías de cómicos suscitó mucho entusiasmo y creó seguidores entre los españoles. El primero de los cuales fue probablemente el sevillano Lope de Rueda, que luego será celebrado por Cervantes, Lope de Vega, Juan de la Cueva, Agustín de Rojas y Juan Rufo, como el iniciador de la comedia española. Se fueron también traduciendo textos de cómicos italianos, y de ellos nos ha quedado alguna noticia. Sabemos, por ejemplo, que el índice de los libros prohibidos de 1559 condenaba las traducciones españolas de obras114 como Il Sergio, de Ludovico Fenarolo, de 1550, y La Ramnusia, de Aurelio Schioppi, traducida al español del bergamasco, asimismo en 1550115.

El repertorio de los cómicos italianos debía de comprender, por tanto, obras de preciso carácter y valor literario y obras más propiamente d’arte, es decir, confiadas a la habilidad de la casi improvisación de los actores. Y esto está probado por la misma producción de Lope de Rueda, que, primer gran discípulo de los italianos, tiene una producción variada. En las obras de mayor envergadura es clara su procedencia italiana116, mientras que en los célebres pasos,   —72→   Lope es más original y muestra mayor interés en los efectos escénicos y en los golpes de gracia de fácil comunicabilidad.

Cierto es que Lope de Rueda, ya en 1554, debió de haber formado una compañía propia117, dando quizá alguna representación en Valencia en los años sucesivos; ciertamente allí residió en 1559 y en 1560, allí contrajo matrimonio118 y por aquellos años desarrolló una gran actividad organizando espectáculos, como lo prueban las frecuentes alusiones que a él están dirigidas en El Cortesano, de Luis Milán (editado como sabemos en 1561), donde se le recuerda como farsante por antonomasia.

Por estos años debió de tener lugar su encuentro con Timoneda, que, en 1559, publica sus Tres comedias119; Valencia inicia también por entonces su gran actividad teatral, atestiguada entre otras cosas por el hecho de que, en aquellos años, una calle de la ciudad debió de adoptar el nombre de Carrer de les Comedies, según el testimonio de Orellana120 en 1566, probablemente porque allí, en alguna posada (el Hostal   —73→   del Gamell quizá)121 o en un local a propósito, se daban los espectáculos públicos.

Al llegar a Valencia Lope de Rueda, encontraba un ambiente particularmente apto para acogerlo y hallaba en Timoneda un apasionado experimentador, un hombre inteligente que se había dado cuenta de que la comedia ya no podía tener su campo de acción exclusivamente en el plano literario de la narrativa dialogada o de las convenciones pastoriles, con versos demasiado uniformemente líricos como para poder representar una complejidad de acción verosímil que agradara al público, y había ensayado por eso el experimento de las Tres comedias en prosa, poniendo todo su empeño en el logro de su representabilidad. En efecto, así dice él en el «Prólogo» a las Tres comedias:

Quan apazible sea el estilo comico para leer puesto en prosa y quan propio para pintar los vicios y las virtudes (amados lectores) bien lo supo el que compuso los amores de Calisto y Melibea y el otro que hizo la Tebaida. Pero faltauaales a estas obras para ser consumadas poderse representar como las que hizo Bartholome de Torres y otros en metro. Considerando yo esto, quise hazer comedias en prosa, de tal manera que fuessen breves y representables: y hechas como paresciessen muy bien assi a los representantes como a los auditores, rogaronme muy encarescidamente que las imprimiesse, porque todos gozassen de obras tan   —74→   sentenciosas, dulces y regozijadas. Fue tanta la importunacion que no pudiendo hazer otra cosa, he sacado por agora entretanto que otras se hazen estas tres a luz, es a saber: la Comedia de Amphitrion, la de los Menemnos y la Carmelia y pues esto yo lo hago por el fin que tengo dicho, creo que todos lo aprovaran por bueno y sino la intención me salva. Valete.

En efecto, en sus comedias, Timoneda no hace más que elaborar, sobre traducciones españolas de Plauto122 en las dos primeras comedias (Amphitrion y Menemnos) o sobre otro material literario de diversa procedencia en la Carmelia, una acción dramática que él acerca lo más posible al gusto del público123. Se evitan los largos monólogos, se trata de reducir la narración en favor de la acción, la atención se concentra en la intriga, adquiere importancia el simple, se introduce un consciente anacronismo en las costumbres y se hacen alusiones a localidades españolas124 y a acontecimientos recientes125, pero sobre todo tiene aquí su comienzo el empleo de un lenguaje vivazmente inmediato y comunicativo, que se asimilaba a la lengua hablada.

La crítica, que hasta ahora no ha visto en Timoneda más que al librero, burdo amañador de textos ajenos, ha caído así en un grave error, porque ha enjuiciado su producción partiendo de la confrontación con los modelos áulicos o con lo que será la comedia   —75→   del siglo XVII. Es decir, no ha sabido acercarse a Timoneda con criterio histórico y en relación con sus intenciones, consistentes por entonces en la voluntad de realizar un tipo diferente de literatura, que debía encontrar en el contacto directo con el público su razón de ser y su límite. Evidentemente, Timoneda no hacía más que lo que contemporáneamente hacía Lope de Rueda, el cual, partiendo de los modelos italianos, conocidos directamente gracias a los commedianti, con los que había entrado en contacto en Sevilla o en algún otro sitio o a través de la lectura, tenía entre manos la elaboración de algo original, no tanto en el contenido o en la invención como en el lenguaje, es decir, en la expresión.

Timoneda, que sintió (entre los primeros en la Valencia de aquel tiempo) la exigencia de este teatro nuevo, y al cual su profesión de editor confería una particular posibilidad de ser difusor de un gusto literario, entabló amistad con Lope de Rueda y también con su discípulo, asimismo sevillano, Alonso de la Vega, que por aquellos mismos años se encontraba en Valencia y hacía allí representar sus comedias.

Se formó así en torno a Timoneda un círculo de innovadores, en el que las discusiones debieron de ser frecuentes y los intercambios culturales significativos, también porque la condición de librero de Timoneda debía de favorecer el contacto con toda la clase intelectual de la Valencia del tiempo y con cuantos hombres de cultura se encontrasen de paso por la ciudad del Turia. Es aquí, por consiguiente, donde nace una nueva poética (es decir, la conciencia crítica de lo que   —76→   el teatro representado exige), al mismo tiempo que se constituye de un modo plenamente consciente una tradición teatral decididamente vinculada a la literatura. El «Prólogo» de Timoneda a sus Tres comedias es bastante representativo a tal respecto, y su actividad de editor de obras teatrales, «porque todos representantes y auditores gozassen de ellas», lo es aún más. En 1564, Timoneda publica su Turiana126; en 1566, las Comedias de Alonso de la Vega127; en 1567 publica, de Lope de Rueda, el Deleitoso128 y las Cuatro comedias y dos coloquios pastoriles129 (sin contar los Dos diálogos pastoriles de Juan de Vergara)130; en 1570 publica el Registro de representantes, con pasos,   —77→   preferentemente, de Lope de Rueda131 (dejando aparte sus propias obras teatrales de contenido religioso, que son el Ternario espiritual y los Ternarios sacramentales, de 1558 y 1575132, respectivamente).

En la recopilación titulada Turiana (1564), Timoneda abandona la prosa y adopta el metro, donde, sin embargo, no lleva a cabo ninguna innovación porque se sirve de lo que ya Torres Naharro había hecho uso; en efecto, sólo en dos obras, que son las de contenido más serio, la Tragicomedia Filomena y el sainete alegórico La razón, la fama y el tiempo, emplea las quintillas yuxtapuestas formando décimas (abaab - cdccd), mientras que en las otras composiciones, de contenido más divertido, más en tono de farsa, emplea las quintillas con la rima abbaa, que se enlazan mediante un pie quebrado133.

El cambio debe de tener una justificación y sería demasiado expeditivo resolver el problema quitándole la paternidad de toda La Turiana a Timoneda, como algunos han hecho134. Nosotros somos de la opinión de Juliá Martínez, que atribuye la obra al escritor valenciano, basándose en consideraciones objetivas y estilísticas, así como en el hecho irrebatible de que cada vez que Timoneda publicaba obras de otros, lo dice expresamente: no se comprende qué razón podía   —78→   llevarle, precisamente sólo en el caso de La Turiana, a hacerse pasar por autor de obras ajenas135. Pero aún más importante es la comprobación de que aquí se vuelven a encontrar los elementos que caracterizaban las Tres comedias, y también aquí se encuentra de nuevo el gusto típico de Timoneda por combinar motivos de diversa procedencia para elaborar algo nuevo. Juliá Martínez habla acertadamente de «afán de novedad y lucimiento de vasta lectura»136; y eso precisamente explica la variedad de los contenidos, mientras que la regularidad del uso métrico es una prueba más para pensar en la obra de un solo autor.

El paso de la prosa al verso fue quizá debido a la necesidad que advertía de acrecentar el interés del público, el cual debía de encontrar en la forma musical del octosílabo rematado por quintillas motivo de una mayor participación y emoción. Pero se trataba también de acentuar el gusto popular asimilado a la realidad cotidiana, siguiendo el modelo de los pasos de Lope de Rueda, ya que ahora se traían a escena soldados, clérigos llenos de defectos, moros, ciegos, mendigos, ladrones, lazarillos, comerciantes, carreteros, campesinos, etc. Podía Timoneda traer también personajes de la antigua mitología, como en La Filomena, pero para reconducirlos al plano más simple y corriente de la vida, tal como su público la concebía e interpretaba. Es significativa, a este propósito, la constante   —79→   inserción del simple que pone su contrapunto bufonesco incluso a las escenas de mayor tensión trágica de La Filomena.

Demasiada poca atención se ha dedicado a esta obra, la cual nos parece la más significativamente empeñada en la realización de un teatro que consiguiera un feliz equilibrio entre la agilidad mímica de los pasos y el carácter más literario de las obras destinadas hasta entonces solamente a la lectura; el tema es grave y antiguo, pero la realización totalmente moderna. El esfuerzo de Timoneda se concentra en reducir la antigua leyenda a una serie de breves y esenciales episodios, que ponen a los personajes directamente en acción. Las ocho partes en que se divide la tragicomedia se suceden con incesantes cambios de escena, rápidamente, casi con técnica cinematográfica. Nada le es concedido al puro y simple relato, poco a las efusiones líricas. Se trata de llevarlo todo a escena, incluso el violento episodio en que Tereo arranca la lengua a Filomena, o el del trágico banquete al final del cual, tras tener la horrenda revelación, Tereo cae muerto en escena. Es una anticipación de lo que comúnmente se llama senequismo, y que sin duda por influencia italiana penetrará en el teatro español posterior, pero que aquí responde sobre todo a una necesidad de comunicación directa. Por lo demás, en el teatro español, el senequismo no es sólo un mero recurso literario, sino que se atiene a la viva exigencia de una más inmediata comunicabilidad con el público137.

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En La Filomena, el espectáculo entendido como búsqueda de efectos intensos sobre los oyentes pre domina, a expensas naturalmente de valores más profundos. Ya no hay preocupaciones de tipo intelectual: no queda sombra de la trágica fatalidad que pesaba sobre la leyenda antigua. Aquí se presenta sólo la inmediatez de las pasiones; y recibe la posibilidad de una necesaria distancia para contemplarlas y representarlas, del moralismo que se deja ver con claridad a lo largo de toda la acción, y se concreta en la sentencia de la despedida:


Quán mal que le sucedió
al supremo Rey Tereo
su sucio y bestial desseo,
pues la vida le costó.



Vemos aquí claramente presentarse una característica fundamental de la futura comedia española, que conducirá siempre los temas, extraídos de la historia o de las leyendas antiguas, a la moralidad de la propia época, y quedará siempre moralista, de una forma más o menos fusionada con los valores propiamente estéticos.

En 1566, Timoneda publica las comedias de Alonso de la Vega, modernamente editadas por Menéndez Pelayo138. Este, en su amplia introducción a los textos139,   —81→   hace pesar sobre Alonso de la Vega un juicio decididamente desfavorable: «Su tosquedad y desaliño es tal, que revela una pluma enteramente iliterata, sin que por eso deba calificarse de escritor popular, ni mucho menos de inventor dramático»140. Lo considera inferior a Lope de Rueda y a Timoneda, y le reconoce un simple valor documental.

Podemos aceptar esta última afirmación desde el punto de vista de que el valor documental es ciertamente superior al estético, pero en ningún modo podemos aceptar la afirmación de una ausencia total de carácter literario. Antes bien, la misma empresa de Alonso de la Vega se realiza en el plano literario, y no está desprovista, por lo menos, de destreza. El autor se muestra preocupado principalmente por dar movimiento a la acción y por desarrollar en diálogo representable temas de la narrativa. Escribe en prosa como el primer Timoneda y como, por lo demás, hace Lope de Rueda en la mayoría de los casos. En dos de sus Tres comedias, la Tholomea y La Duquesa de la Rosa, trata dos motivos que también se encuentran en dos patrañas de Tímoneda (la I y la VII).

Se ha querido establecer la precedencia de Alonso sobre Timoneda141, pero de poco sirve llegar a tal conclusión, bien porque uno y otro se han valido de una tercera fuente, bien porque, probablemente, dados los lazos de amistad existentes entre ellos, ambos eran conscientes de que estaban elaborando un mismo tema   —82→   de distinta manera, y tan verdad es esto, que Timoneda no tiene ninguna dificultad en declarar al final de sus patrañas: «Deste cuento pasado hay hecha comedia, que se llama Tholomea»142. «Deste cuento pasado hay hecha comedia, llamada La Duquesa de la Rosa»143.

No es difícil entrever en las tres comedias los elementos literarios de que Alonso de la Vega se sirve para su composición; elementos por él aprendidos, ciertamente, en contacto con Lope de Rueda y los italianos, y no asimilados, sino adoptando de ellos lo que de más sugestivo e interesante tenían, aquello que los hacía capaces de causar impresión en el público. Hay una burda sensibilidad artística en Alonso de la Vega que le impide delinear con exactitud y de un modo unitario una acción dramática, y que, en cambio, le empuja a multiplicar las experiencias y a buscar efectos, los cuales no son únicamente de naturaleza escénica y teatral, -sino también culta; aunque el mundo de la cultura (la mitología, por ejemplo) no es acogido en sus posibilidades efectivas de sugerencia poética, sino sólo en cuanto podía tener de fascinante para un público medio, atraído por lo remoto y legendario. Elementos de la comedia de Plauto se mezclan con el motivo mágico del nigromante, que se convierte en deus ex machina en La Tolomea, dispuesta en ocho escenas y construida sobre el fácil motivo de los hermanos cambiados y que adoptan los dos el mismo nombre de Tolomeo. Uno de ellos parece haber dejado encinta a su hermana, mientras que luego   —83→   se revela que es la prima, y puede así efectuarse la boda. Pero la trama está complicada con una serie de episodios menores, de escenas bufonescas, de apariciones imprevistas -por obra del nigromante-, de personajes mitológicos como Cupido, Febo, Orfeo y Medea, sin que por otra parte falte el ermitaño, el niño amenazado de muerte y luego salvado y la protagonista, Argentina, que se disfraza de hombre.

Los mismos ingredientes entran en la composición de la Seraphina, también escrita en ocho escenas. La protagonista es una joven a quien su madre envía desde Roma a casa de un amigo de su padre, en Nápoles, para sustraerla a los pretendientes, que se la disputaban. El hijo de este, Atanasio, se enamora de Serafina, la cual, sin embargo, no quiere saber nada de él, porque desea casarse con el hombre más bello de todos, inducida por un nigromante que le habla de Cupido, cuyo retrato le presentará más tarde en un escudo. Pero Cupido mismo, invocado por Atanasio, concede al joven arco y flechas, con una de las cuales hiere a Serafina. Esta se desvanece y él, creyéndola muerta, se mata. Cuando Serafina vuelve en sí y descubre a Atanasio muerto, se mata a su vez en el preciso momento en que llega una carta desde Roma favorable a su casamiento con Atanasio. Todo esto mezclado con abundantes incidencias menores y no siempre apropiadas: el robo de un cofrecillo precioso, por parte de Atanasio, a quien su padre mete en la cárcel; las dilaciones pastoriles de la escena VII; las burlas del simple y del nigromante. La obra sabe a centón de repertorio cómico y a la novellistica, y en conjunto resulta inconexa.

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La mejor de las tres comedias es sin duda La Duquesa de la Rosa, como ya señaló Menéndez Pelayo144. Esta obra, sin estar dividida en un número preciso de escenas, es más unitaria y coherente, vista como cuento fabuloso y caballeresco. La princesa de Dinamarca, antes de casarse y de ser duquesa de la Rosa, había amado al infante de Castilla, el cual había estado en su corte y le había dejado un anillo como señal de reconocimiento. De vuelta de su peregrinación a Santiago, la duquesa es hospedada en Burgos por un cortés caballero desconocido; este, durante el banquete, se le da a conocer poniendo el anillo en la copa que le hace presentar para beber. Pero también está enamorado de la duquesa el mayordomo, que, al ser rechazado, urde un vil engaño. El marido cree adúltera a la duquesa, la encierra en la cárcel y la condena a morir en la hoguera de no presentarse en el plazo de tres meses un caballero que se haga su campeón y venza en duelo al mayordomo. Dulcelirio se presenta sin darse a conocer, gana el certamen, y sólo después que ha muerto el duque descubre su identidad para casarse con la duquesa.

No es que no falten aquí también las divagaciones y las dilaciones extemporáneas, porque al margen de la trama fundamental tienen lugar escenas cómicas y líricas (el simple, el fanfarrón, el bachiller pedante, la romería, las figuras alegóricas del Consuelo, de la Verdad y del Remedio, que confortan a la duquesa en la cárcel, etc.); pero el tono novelesco del conjunto se mantiene a lo largo de toda la obra, y el lenguaje   —85→   mismo, que en las dos primeras comedias tenía pesadas caídas en la lengua burdamente realista junto a momentos de pretendida y fatigosa literatura, aquí está más fundido en un tono medio, sobre todo cuando se narra el asunto principal. Y las mismas divagaciones se insertan en la historia mejor de como ocurre en otros dramas, donde dichas escenas (lo que, por lo demás, ocurre también en Lope de Rueda) son pasos que se pueden aislar de la trama.

Timoneda, como hemos visto, publica dos colecciones teatrales de Lope de Rueda en 1567, es decir, cuando el sevillano había muerto ya. Probablemente buena parte, si no todas las obras de las dos colecciones, habían sido representadas en torno a 1560 en Valencia; de dos de ellas (Eufemia y Medora) resulta lógico pensar que incluso fueron escritas allí, ya que su acción, derivada de modelos italianos, se sitúa en Valencia precisamente145. Al publicarlas, Timoneda se cuida de advertir cómo los textos que reproduce no habían sido escritos para ser impresos, y que él se vio obligado a suprimir aquellas partes que estaban repetidas o fuera de sitio, a la vez que pone todo el contenido bajo la corrección de la santa madre Iglesia146. Es un testimonio importante, porque nos asegura de que la preocupación principal de Rueda fue la de actor. Él encarnó prácticamente en escena aquella dirección que Timoneda siguió más bien en el plano   —86→   teórico y compositivo. Es opinión por todos admitida que Rueda siguió modelos italianos en sus comedias, y la crítica ha llegado en esta cuestión a precisiones definitivas147. Se ha afirmado por lo general la originalidad de Rueda en los pasos; sin embargo, Vian, insistiendo en reconocer el origen italiano de las representaciones teatrales en España, ha propuesto la hipótesis de que también los pasos deben ponerse en relación con el teatro italiano del arte148. El problema debería dilucidarse mediante una investigación adecuada.

A nosotros ahora nos interesa hacer notar sobre todo que allí donde tenemos la posibilidad de confrontaciones directas con las fuentes149, vemos que la imitación se realiza con arreglo a criterios típicos de la obra de Rueda, el cual escribe como guiado por una particular sensibilidad teatral y por un gusto de la palabra dialogada más vivo que el de sus modelos, impregnados de literatura libresca. El número de los personajes está considerablemente reducido150; escenas enteras son suprimidas151, se introducen elementos mímicamente sugestivos152. Pero, sobre todo, se   —87→   busca un lenguaje de inmediato enlace con el gusto y con las costumbres de un público medio, habituado al lenguaje familiar cotidiano. La empresa literaria de Rueda se orienta, por consiguiente, hacia un vivaz objetivismo, tanto más acentuado cuantos más personajes simples y humildes se pintan. Este carácter adquiere una mayor evidencia en los pasos, donde la brevedad de la acción y el carácter modesto de los contenidos compromete al autor en la búsqueda de efectos de escena. Mímica y recitación debían de tener la mayor importancia, como nos lo atestigua el mismo Cervantes, el cual, refiriendo haber visto actuar de joven a Lope de Rueda, evoca como más vivos en su recuerdo algunos papeles que el autor-actor debía de interpretar con señalada maestría: «Entremeses ya de negra, ya de rufián, ya de bobo, ya de vizcaíno; que todas estas cuatro figuras y otras muchas hacía el tal Lope con la mayor excelencia y propiedad que pudiese imaginarse»153. Sin embargo, debido al particular carácter «teatral» de los pasos, ligado más que al valor intrínseco del texto a los efectos histriónicos y, por consiguiente, a la habilidad interpretativa (a semejanza de lo que ocurría en la italiana commedia dell’arte), se hace difícil enjuiciar estas breves composiciones desde el punto de vista estético. Por ello, mucho menor efecto debió de causar Lope de Rueda a quien no tuvo la posibilidad de verlo actuar en escena; así ocurre en el caso de Lope de Vega, el cual, aun estando de acuerdo con los autores que lo habían celebrado como el inventor del teatro público en España154,   —88→   hace algunas reservas acerca del valor intrínseco de sus comedias y de sus pasos155, aunque elogie los Coloquios pastoriles, que obedecen más a una tradición literaria culta156. Lo mismo le ocurrirá a Baltasar Gracián157.

Salvo las reservas de Valbuena Prat158, los pasos constituyen hoy la producción más elogiada de Rueda.   —89→   Quizá tal juicio, en la situación actual de la crítica, precise de una demostración más motivada. Se ha insistido mucho en el «carácter popular» del contenido y del lenguaje empleado159, pero no se ha llegado, a nuestro parecer, a justificar estos elementos desde el punto de vista estético.

Sin embargo, ahora no nos urge tanto resolver este problema como observar que el Rueda gran actor es el primero que instaura la práctica regular de un teatro dirigido a un vasto público e inicia con su compañía la profesión de comediante, buscando un lenguaje nuevo que fuera instrumento de inmediata comunicación y confiriese carácter literario a la realidad de la vida más humilde: de él, ciertamente, se acordará Cervantes y se acordará también la picaresca.

Gran importancia tuvieron para el éxito de Rueda la novedad del género que introducía ante el público y sus extraordinarias facultades de actor: debía de arrebatar verdaderamente a los espectadores, y se puede decir que, por estar ajeno a las grandes preocupaciones ideológicas o morales y totalmente absorbido por una urgencia de creador a quien guía un vivaz instinto teatral, no se preocupó de profundizar los temas y los personajes de su teatro, ni de reconocer el valor cultural de su novedad.

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Pero es aquí donde interviene Timoneda, el cual procede de modo que el teatro en Valencia adquiera un carácter cultural preciso. Tiene perfecto conocimiento del fenómeno que se está desarrollando160 y, viendo en Rueda su iniciador, se cuida de publicar aquellos textos que este no había pensado publicar; aún más, se convierte en portavoz de la nueva dirección literaria161, dedicándose él mismo, entre otras cosas, como hemos visto, a una vasta actividad teatral.

La conciencia de lo que es teatro nuevo se difunde: sabemos que, en 1574, Palmyreno se ha convertido ya a las farsas hispánicas162; y dentro de poco, Rey de Artieda dirá que «el antiguo al fin se acaba»163.



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ArribaAbajoIII

La «comedia» valenciana y Lope de Vega


El reconocimiento que Timoneda hizo en Valencia de la validez literaria del teatro de Lope de Rueda, después de su éxito entre el público, tiene un riguroso significado histórico, porque señala el advenimiento de un género nuevo, desligado del rigorismo de modelos literarios clásicos o convenciones de ambientes áulicos, y empeñado, en cambio, en un efectivo esfuerzo de comunicación con un extenso círculo de oyentes.

Siguiendo las huellas de Lope de Rueda, otros actores se comprometieron en la empresa y llegaron a ser célebres, pero de ellos no tenemos más que el recuerdo de sus contemporáneos. Bastará hacer mención aquí de aquel comediante a quien Cervantes cita como digno continuador del arte del sevillano, Nabarro: «Sucedió a Lope de Rueda, Nabarro, natural de Toledo, el cual fue famoso en hacer la figura de un rufián cobarde»164.

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Por otra parte, siguen teniendo gran vigencia también los italianos. Acerca de la actividad de los cómicos italianos en esta última parte del siglo, tenemos noticias bastante precisas, que, justamente en fecha reciente, Shergold165 y Falconieri166 han intentado ordenar. Sabemos, así, que el célebre Alberto Naselli, llamado Ganassa167, llegó a Madrid en 1574 (según algunos, actuó en España antes168); también, que Stefanello Bottarga actuó en 1583 en Valencia169; que los italianos tuvieron una parte muy importante en la introducción de las máquinas teatrales y, en general, en el desarrollo de la técnica escénica; que representaron en España comedias de carácter literario170 y commedie dell’arte, en las cuales tenían tanta parte los lazzi171.

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Todo esto ocurría en una época de indudable crisis de la civilización renacentista italiana, que, en el nuevo clima rigorista y organizador de la Contrarreforma, iba tratando de constituir, por el camino manierista, una cultura diferente que respondiese a las inquietas exigencias nuevas.

Estas formas teatrales cómicas italianas, herederas del Renacimiento, habían decaído del plano áulico en el que habían surgido, pero se difundían ahora por toda España, importadas de Italia; y penetraba también en las esferas más altas la cultura que aquella crisis iba expresando, y que se caracterizaba, sobre todo, por la exigencia viva de una renovada y ordenada sistematización regida por un fuerte deseo de excepcionalidad espiritual, por un sentido más vivo de la realidad, por la necesidad de una más amplia comunicación, por la conciencia de los valores éticos del arte.

En este clima se explica cómo en España, ante el éxito de la nueva forma de arte que amenazaba con deslizarse hacia una burda reproducción de la realidad o a esquematizarse en fórmulas, tipos y gestos fijos, con una finalidad meramente y mediocremente hedonista, los literatos advirtiesen, por una parte, las inmensas posibilidades del teatro dentro de estas mismas exigencias éticas y estéticas, y, por otra, la necesidad de una disposición del nuevo género en formas de arte más coherentes, con vistas a un orden, a una disciplina y a principios teóricos, que no fuesen, sin embargo, abstracción doctrinal, sino que se organizasen en contacto con la misma experiencia.

Esto significaba, tras el abierto reconocimiento por parte de Timoneda del carácter literario del teatro representado,   —94→   estrechar aún más los lazos entre literatura y escena: reforzar y profundizar lo que ya Lope de Rueda y Alonso de la Vega habían iniciado, es decir, la reducción de los distintos géneros literarios (en su caso la novellistica en especial) al género representable: Timoneda mismo -como se ha visto- había llegado incluso, si bien con resultados discutibles desde el punto de vista estético, a recrear con la Filomena una antigua y trágica fábula mitológica.

Los varios géneros literarios estaban allí prontos a suministrar el material que el género naciente necesitaba, según un proceso explicable y natural, por el cual la tradición más antigua y rica en formas se convertía en guía y sugerencia para la más joven e inexperta.

Este proceso, que tiene su desarrollo en los años que siguen a 1575, ha sido estudiado hasta ahora por la crítica como un repentino despertar de intereses, sobre todo hacia el género trágico, en el que resonaba aún la solemnidad de la épica; casi una violenta oposición al género cómico popular. Así, se ha colocado poco más o menos en la misma línea a autores completamente distintos, como Bermúdez, Rey de Artieda, Lupercio Leonardo de Argensola, Virués, Cervantes172,   —95→   y se ha llegado a ver, por otra parte, en el docto y libresco Juan de la Cueva al iniciador de un teatro nacional popular. Simplificación sumaria y expeditiva, alejada de la realidad histórica.

  —96→  

El gallego Bermúdez173 tradujo un drama del portugués Antonio Ferreira (1528-1569), que había surgido en el ambiente humanista de Coimbra y estaba inspirado en la historia de la infeliz Inés de Castro, casada con el infante Pedro y muerta por orden del Rey. Luego, Bermúdez compuso por su cuenta otra obra, desarrollando el mismo tema hasta la venganza del infante Pedro, que quiso hacer reina a Inés de Castro después de muerta.

Bermúdez publicó las dos tragedias -Nise lastimosa y Nise laureada- en 1577 en Madrid, reuniéndolas bajo el título de Primeras tragedias españolas174. Constan de cinco actos, emplean exclusivamente metros italianos y parecen inspiradas en las reglas de Trissino175.

Se ve claramente por estas simples indicaciones que las obras de Bermúdez han nacido en un ambiente absolutamente particular, conservador más que innovador, bastante diferente de aquel que sabemos existía en Valencia.

En efecto, de muy distinta forma se presenta la tragedia Los amantes, del valenciano Rey de Artieda176,   —97→   escrita sólo pocos meses después de la obra de Bermúdez. Es importante hacer notar que Rey de Artieda tenía conocimiento de las obras de Bermúdez, como él mismo revela en la epístola a don Tomás de Villanova que sirve de prefacio a Los amantes:


ya de los coros ni hay rastro ni sombra,
aunque impressos los vi, no ha muchos meses,
en dos Nizes, que assi el autor las nombra177.



Artieda pretende alejarse de las formas del teatro antiguo, que, en el caso de las dos Nizes, sólo se le presentaba como una curiosa supervivencia o un inútil arcaísmo. Más claro aún resultará el pensamiento de Rey de Artieda, si se extiende la cita a lo que, en la epístola (la cual plantea de modo bien preciso una confrontación entre teatro antiguo y moderno), precede y sigue al terceto antes citado:


Pero como lo antiguo al fin se acaua,
diez tablas, dos tapices y una alfombra,
hinchen aquella fabrica tan braua,
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
   Mas como lo que montan, señor, peses,
boluernos a los coros, es boluernos
los graves y antiquisimos arneses.
   Ya no queremos tanta heuilla y pernos,
bastan los que nos siruen a la justa:
mas bien garbados, llanos y modernos.
   Digo que España está en su edad robusta,
y como en lengua y armas valga y pueda,
me parece gustar de lo que gusta.



  —98→  

Artieda confirma su aversión hacia todo rigorismo de tipo arqueológico y su adhesión a la plática española: además de la abolición del coro, rehúsa los cinco actos y acepta la división en dos partes, cada una de ellas dividida, a su vez, en otras dos, rechaza las reglas que predicaban un abstracto decoro y se burla irónicamente de la mitología clasicizante178. En cualquier caso, permanece cerca de aquel refinado ambiente cultural, predominantemente lírico, que hemos dicho era característico de Valencia y que nos parece oportuno definir como petrarquesco, destinado a continuarse en el docto juego de las Academias. Este aspecto se manifiesta claramente en el parangón que, siempre en la epístola dedicatoria, hace con los Trionfi, de Petrarca:


aquí no hay hidra, furia ni Centauro,
solo hay un caballero y una dama,
que pretenden ganar a Laura el lauro,



y se confirma también en el texto de la tragedia, donde, entre otras cosas, se incluye la traducción de un soneto del Canzoniere179.

El argumento de la tragedia es una leyenda local, mezclada con un cuento de Boccaccio: la infeliz historia de los amantes de Teruel; Marcilla, no pudiendo a causa de su pobreza casarse con Isabel de Segura, parte de Teruel en busca de fortuna, habiendo prometido Isabel esperarlo siete años. Él vuelve pocas horas después del vencimiento del plazo, y encuentra   —99→   que Isabel acaba de casarse. Muere de dolor, mientras pide un beso a la que no podrá ya ser su esposa, y ella muere a su vez sobre su cadáver, al que ha querido acompañar en las honras fúnebres180.

El interés de esta leyenda, que debía de ser conocida en Valencia, se acrecienta en la representación de Rey de Artieda gracias a precisas referencias a hechos y costumbres que tratan de caracterizar de un modo realista la historia181.

Mérimée habló de la concentración del autor en el tema psicológico y de su atención a lo patético, descubierto en la intimidad de los personajes182, mientras que Juliá Martínez llama la atención más bien sobre la búsqueda de un efecto dramático en la contraposición de las pasiones, si bien le parece que los hábitos académicos del literato y su frialdad retórica han puesto freno a un arrebato sentimental más libre183.

Un cierto embarazo literario está indiscutiblemente presente en la tragedia. Mancini184 ha definido acertadamente ciertas divagaciones eruditas (como las de   —100→   Marcilla, que busca consuelo en los clásicos latinos o que compone sonetos) «frammenti culturali esibizionistici», y, al enjuiciar en su conjunto la tragedia, ha hablado «d’ingenua scheletricità, anchilosata da una mancanza di tecnica, di gusto, di profondità psicologica e, soprattutto, d’intensità espressiva»185.

En efecto, la limitación de esta tragedia consiste en no haber sabido Artieda hacer dramáticas, acción viva, las pasiones. Pesa demasiado la «narrativa» tradicional; hay demasiado relato y escaso movimiento. Por otra parte, las escenas de ambiente, que deberían servir de fondo a la historia principal y conducir la «segunda acción», quedan separadas de la historia fundamental, son pausas y nada más. Pero se trata de un límite casi inevitable para alguien que inicia una tradición, como en el fondo hace Artieda.

Digna de atención es, por otra parte, la versificación de Los amantes, donde, al lado de los versos italianos, se deja buena parte a las coplas reales; y, en los cuatro actos, son frecuentes las variaciones de metros. También este hecho nos confirma la libertad de la búsqueda de Rey de Artieda, autor sin duda docto, pero nunca pedante, más abierto ciertamente al futuro que condicionado por una tradición erudita, como equivocadamente nos ha sido presentado hasta ahora186.

  —101→  

Nuestra interpretación está avalada también por la noticia de que Rey de Artieda escribió, además de Los amantes, otras obras, de las que sólo nos han llegado los títulos: Los encantos de Merlín, Amadís de Gaula y El príncipe vicioso, tres composiciones que debían de ser más bien comedias que tragedias y de las que por el simple título se puede deducir, al menos para las dos primeras, su origen caballeresco, quizá no sin influjo de Gil Vicente.

En cuanto a la fecha, es probable que estas obras no disten mucho de la que señalamos para Los amantes (1577 o, como máximo, primeros meses de 1578)187. Por lo demás, Agustín de Rojas, en su Viaje entretenido,   —102→   pone una de estas al lado de las obras de Argensola:


hizo entonces Artieda
sus Encantos de Merlín
y Lupercio sus tragedias188,



y sabemos que Argensola escribe sus tragedias alrededor de 1580-1581189.

Argensola las compuso e hizo representar de joven en Zaragoza; eran tres: la Filis, la Isabela y la Alejandra; las dos últimas no se publicaron hasta 1772 en el Parnaso español, de López de Sedano190. Dejan ver estas una preocupación erudita superior ciertamente a la de Rey de Artieda, y son más italianizantes; pero, como bien han demostrado Crawford191 y Green192, se orientan sobre todo hacia Giraldi Cinzio, el cual, como se sabe, era un reformador del teatro en   —103→   sentido senequista y contrarreformista, o hacia su seguidor Ludovico Dolce.

Green193 ve en Argensola (que, por lo demás, a lo largo de toda su vida será un literato rígido y austero) la intención de escribir tragedias de clara impronta cristiana y fuerte matiz moralista. La fuerza dramática es inferior a la de Rey de Artieda: hay más declamación, mayor dureza expresiva y superabundancia de citas literarias194, menor variedad métrica. Predominan claramente los metros italianos: tercetos y octavas195.

El empleo simultáneo de metros italianos y españoles induce a Green196, siguiendo los pasos de Crawford, a sostener la influencia de Juan de la Cueva -que, como es sabido, representó sus obras en los teatros de Sevilla entre 1579 y 1581 y las publicó en 1583197- sobre Argensola. Tal hipótesis no nos convence en absoluto; antes bien, sentimos la necesidad de aclarar, llegados a este punto, algunos conceptos fundamentales y suprimir ciertos equívocos y prejuicios que, a nuestro parecer, han falseado la interpretación de la figura de Juan de la Cueva y la definición de su importancia histórica.

  —104→  

Baste decir que se ha llegado incluso a escribir198 que Juan de la Cueva habría influido en el mismo Rey de Artieda, mientras que es por todos sabido que en 1577 y 1578, cuando Artieda componía Los amantes, Juan de la Cueva se encontraba en Méjico y no había emprendido todavía ninguna actividad teatral199. Llevados, sobre todo, por el carácter sugestivo de los argumentos de algunas de sus obras inspiradas en las leyendas nacionales, tales como La muerte del rey don Sancho, Los infantes de Lara, Bernardo del Carpio, y por su Ejemplar poético, de 1606, interpretado como un elogio de la comedia y de sus propias obras a un tiempo, se ha ido repitiendo demasiado a menudo que Juan de la Cueva es el precursor del teatro nacional, verdadero maestro de Lope de Vega, el más grande de los dramaturgos españoles de la segunda mitad del XVI.

Llegaron oportunamente, por eso, en 1935, las precisiones de Bataillon200, que expuso argumentos, a mi juicio incontestables, contra el supuesto influjo del sevillano sobre Lope de Vega, poniendo así en entredicho la importancia histórica que le ha sido falsamente   —105→   atribuida. En efecto, sus contemporáneos y sucesores no lo conocen como poeta dramático; Cervantes no lo alude en tal sentido ni tampoco Lope, y sólo cuatro versos le dedica Agustín de Rojas201 para atribuirle el mérito, que no le pertenece, de haber introducido «figuras graves» de reyes y reinas en el teatro202.

Argumentar, como se ha hecho, sobre una gran rivalidad entre Cueva y Lope significa confiar exclusivamente en hipótesis no confirmadas por elemento concreto alguno, y es, por otra parte, una tesis insostenible si se piensa en las costumbres de Lope de Vega, siempre más bien pródigo en elogios, incluso para sus adversarios; aparte de la decisiva consideración de que basta leer los dramas de Juan de la Cueva para darse cuenta de que es inadmisible en Lope de Vega un sentimiento de celos o envidia hacia tales obras. A nosotros nos parece realmente que Juan de la Cueva fue un autor de segundo orden en la vida literaria sevillana, y que Bataillon está en lo cierto cuando dice que, simplemente, fue más afortunado que otros para la posteridad por haberse cuidado de publicar sus obras en una época en que el teatro no gozaba de tal honor203.

  —106→  

Por lo demás, quienes han escrito después de Bataillon sobre el teatro de Juan de la Cueva, no le han restituido ya la importancia que la crítica de herencia romántica le había atribuido. Así, por ejemplo, Guerrieri-Crocetti204, aun considerando valiosos el Ejemplar poético y la conciencia crítica del sevillano, y opinando que su producción representa un importante punto de arranque para el teatro nacional del XVII, afirma que «Juan de la Cueva fu soprattutto un letterato, che visse soltanto i problemi dell’età sua e li accettò con animo paziente... Nonostante certi motivi di gusto popolare che premevano nel sottosuolo del   —107→   suo spirito non seppe staccarsi dal petrarchismo... sentí d’altra parte le esigenze di tutti quei problemi letterari che l’aristotelismo della Controriforma veniva suscitando nelle coscienze del tempo: arte di classe, inquadrata e disciplinata nel rigore delle unità, di dignità eroica e di un contenuto storico, didattico, morale... Tutte le sue opere, anche quelle teatrali, rappresentano lo sforzo disperato di realizzazione e di adattamento: sono esperimenti letterari, non creazione di aperta simpatia: presuppongono la regola, la legge, la ricerca, il modello, lo studio»205. Observaciones justísimas que, a nuestro juicio, confirman la debilidad y el carácter pasivo del pensamiento del sevillano y la falta de vitalidad teatral de su producción.

Ni siquiera Morby206, proponiéndose demostrar -a través del examen de las indicaciones teóricas contenidas en la Epístola dedicatoria a Momo de la primera edición de su teatro (1583), además de aquellos fragmentos del Viaje de Sannio (1585), del primer Coro Febeo, de 1587, y del segundo Coro Febeo, inédito, que prepararían la más madura síntesis del Ejemplar poético- que la poética de Juan de la Cueva tiene una evolución coherente, consigue, a nuestro juicio, sustraer a Cueva de sus demasiado patentes contradicciones, las cuales se debían exclusivamente a la mediocridad de su espíritu. Por otra parte, el mismo Morby llega a escribir: «Cueva’s own plays had already violated all his stated precepts»207.

  —108→  

Por último, el intento de Wardropper208 de revalo rizar a Juan de la Cueva no conduce a nada, porque el análisis que hace del Don Sancho, al intentar descubrir su valor dramático, se queda en un simple análisis de contenido, mientras que nos parece de dudoso sentido crítico la afirmación según la cual «Lope recusa el arte por la naturaleza, mientras que Cueva sólo permite que la naturaleza se asome a su teatro»209.

Es verdad, en cambio, que las obras de Cueva nacieron, entre 1579 y 1581, como una experiencia juvenil de intención predominantemente culta, en conformidad, por lo demás, con el ambiente sevillano de aquellos años210, donde una tradición teatral se había formado ya con Mal Lara211 y otros, pero carente sin duda de una conciencia crítica teatral que la guiase. Mal Lara, con toda probabilidad, había tratado de hacer un teatro de tipo clasicizante, y Juan de la Cueva deja ver su falta de seguridad no sólo en el texto de sus dramas, sino también en el mismo Ejemplar poético, que suena, sí, como elogio de la Comedia, entonces (1606) triunfante, pero que es totalmente contradictorio. Lope se burla amablemente de las reglas en su Arte Nuevo; Juan de la Cueva busca en cambio el compromiso porque no sabe desvincularse   —109→   de la regla, del precepto; en la transformación ideológica de la historia de su tiempo, adopta una actitud más pasiva que activa, porque, si bien es cierto que aplaude la novedad, demuestra no entenderla en su más auténtico y profundo significado.

Por lo demás, sus obras teatrales revelan claramente graves limitaciones; las comedias son embrolladas y caóticas, sus dramas históricos, como bien ha observado Chaytor212, «are loosely constructed, while his characters are little more than lay figures declaiming monologues», y lo mismo puede decirse de sus tragedias clasicizantes: los temas y personajes están tratados más épicamente que escénicamente: Juan de la Cueva no tuvo un verdadero sentido del teatro. Creo que precisamente por este motivo los contemporáneos no lo tomaron en consideración, mientras que luego las generaciones siguientes, desde el romanticismo en adelante, lo han exaltado por el error crítico de haberlo creído precursor del teatro lopesco, basándose en el hecho de que había escogido algunas leyendas nacionales, transmitidas por las crónicas y por los romances, para extraer de ellas el argumento de algunos de sus dramas213, considerados por la misma razón «populares». Demasiado poco nos parece para considerar a Juan de la Cueva como el mayor dramaturgo español de la segunda mitad del XVI y como el precursor de Lope de Vega.

Volviendo ahora, después de este necesario excursus,   —110→   a nuestro tema, nos parece poder afirmar que, así como debe excluirse una influencia directa de Juan de la Cueva sobre Rey de Artieda, del mismo modo debe excluirse sobre Argensola, cuyas obras, contemporáneas de las del sevillano, nacen en un ambiente cultural alejado y diferente. Tampoco el estudio de la métrica puede convencernos de lo contrario. En efecto, Argensola usa estrofas y versos, como las quintillas y versos sueltos, el soneto y la lira, que Cueva no usa nunca, y además emplea abundantemente los tercetos (45 por 100 en la Isabela y 20 por 100 en la Alejandra), que Cueva usa siempre con un porcentaje más pequeño214.

Sólo podemos poner en relación a los tres dramaturgos por la búsqueda común de un teatro literario, siendo entre los tres indudablemente Rey de Artieda el que posee mayor sentido de la escena y una más consciente libertad de composición.

Elementos éstos que volvemos a encontrar en otro poeta valenciano, Cristóbal de Virués, acerca del cual la crítica ha insistido en general sobre dos puntos: el fuerte influjo del senequismo de origen italiano en su obra y el carácter moral de la misma215. Juicios acep tables sin más y sobre los que, por otra parte, orienta el propio Virués en el Prólogo a la edición de 1609   —111→   de sus obras216: «En todas ellas, aunque hechas por entretenimiento y en juventud, se muestran eroicos i graves exemplos morales, como a un grave i eroico estilo se deve», y que se desprenden de toda su producción, incluidas las obras líricas. El propósito moralista, como sabemos, no era extraño a la tradición valenciana, y aquí cobra un particular significado y una conciencia más precisa a través del estudio de la doctrina de Giraldi Cinzio217.

Virués publicó cinco tragedias, que Mérimée considera escritas en el período de 1580-1586218. Tenemos fechas más precisas, fijadas (pero no justificadas) por Moratín219; son estas: 1579, La gran Semíramis y La cruel Casandra; 1580, Atila furioso; 1581, La infelice Marcela y Elisa Dido. Las fechas que Moratín atribuye al antiguo teatro español no son siempre atendibles, pero tampoco se puede decir que estén indicadas con superficialidad; en este caso concreto hay motivos, señalados por Cecilia Sargent, que las hacen considerar aceptables. Observa, en efecto, la estudiosa americana la circunstancia de que la Alejandra de Argensola tiene por tema una intriga cortesana, motivo común a todas las obras de Virués220, y hace   —112→   notar una alusión del prólogo de la Isabela que parece dirigida al autor de la Elisa Dido221.

Ya que, como se ha visto, las dos tragedias de Argensola fueron compuestas alrededor de 1580-1581, las fechas de Moratín resultan razonablemente aceptables222 y nos confirman la posición de iniciador, de innovador, que ocupa Virués y que le fue atribuida por alguno de sus contemporáneos223. Es precisamente   —113→   este reconocimiento, que tiene como máximo exponente a Lope de Vega, lo que nos hace poner en duda la interpretación habitual que reduce a Virués a un modesto representante del teatro senequista clasicizante. Es el propio Virués quien viene en nuestra ayuda, precisándonos sus intenciones: «En este libro ai cinco Tragedias de las cuales las cuatro primeras estan compuestas auiendo procurado juntar en ellas lo mejor del arte antiguo i de la moderna costumbre, con tal concierto i tal atencion a todo lo que se deue tener, que parece que llegan al punto de lo que en las obras del teatro en nuestros tiempos se deuria vsar»224. Cuando se propone hacer obra clasicizante, lo indica expresamente: «La ultima Tragedia de Dido, va escrita toda por el estilo de Griegos i Latinos con cuydado i estudio»225. Adviértase cómo Virués siente la necesidad de poner de relieve la diferencia, precisamente porque aquello era algo excepcional: una empresa extraña a sus intereses habituales.

En plena consonancia con el ambiente valenciano, advirtió cuando compuso sus obras el problema de su representabilidad: los mismos «horrores» tienen una explicación dentro de esta exigencia; así como la reducción de su materia a tres actos, que ofrece mayor dinamismo y evita la dispersión; y la presencia, en fin, de muchos elementos que muestran ya a estas obras alejadas del rigor teórico de la tragedia. Se observa esto especialmente en La cruel Casandra y La infelice Marcela, llamadas tragedias sólo por sus finales   —114→   funestos, pero que se caracterizan por un enredo y por personajes que serán típicos de las comedias226.

A este respecto, el análisis de las obras es significativo: Virués, en Semíramis, toma el argumento de Justino y Diodoro Siculo, pero no tiene el escrúpulo de atenerse a la historia; antes bien, añade muchos detalles inventados, introduce elementos anacrónicos, caracteriza con un gusto totalmente subjetivo y a base de fuertes acentos moralistas el corrompido ambiente cortesano e incorpora el juego, escénicamente interesante, de los disfraces.

En Atila furioso, que es una fábula con rasgos y conclusión truculentos, situada en el habitual y corrompido ambiente de la corte, la fidelidad a la historia es todavía menor. Hay influencias directas de Séneca227; y en lo inseguro de los elementos combinados y en la débil construcción del conjunto, abundan los elementos novelescos. Baste pensar en el comienzo, que parece el verdadero y propio principio de una comedia: Gerardo ama a la reina, esta ama a un paje de corte que no es otro que Flaminia disfrazada y esta última ¡es una muchacha que mantiene relaciones con el rey Atila!

La cruel Casandra tiene como fondo una vaga indicación histórica, la corte de León; pero es una obra totalmente de fantasía, con un complejo enredo sostenido por la diabólica crueldad de la protagonista, la cual, por ambición y maldad, siembra la corte de   —115→   muertes, hasta que ella misma muere atravesada por una espada; todo esto representado con efectismos e incongruencias, pero no sin una cierta habilidad para crear suspense.

Por último, La infelice Marcela, con sus tonos menos violentos, con su vivacidad novelesca (sin que falten las escenas que la señora Sargent ha llegado a definir como cuadros de costumbres228), está directamente sacada de la caballería ariostesca.

Tan sentida está la necesidad de la dinámica escénica en Virués, que incluso en el experimento académico que es su Elisa Dido llega a introducir una acción secundaria, como es la pasión por Dido que sienten Seleuco y Carquedonio, a su vez amados por Ismenia y Delbora.

Nos parece haber demostrado suficientemente lo que tiene de absurdo considerar a Virués como un truculento escenificador de horrores y calificarlo, como ha hecho Ludwig Pfandl, de autor de sangrienta fantasía, educada en los campos de batalla229. El mismo análisis de la métrica nos da idea de un Virués innovador, que, alejado de la pedantería retórica, mezcla metros de la tradición española con metros italianos: es el primero que usa el romance, y precisamente en La infelice Marcela230; por otra parte, es bastante variado en la alternancia de los versos231.

  —116→  

A nuestro juicio, la preocupación por la representabilidad era en él superior a la del respeto a abstractas reglas; estamos, por lo demás, en los años en que los espectáculos se iban intensificando y en que se hacía sentir más aguda en los literatos la necesidad de dominar el nuevo género, que, naturalmente, no podía prescindir de las exigencias del público232.

En Valencia se advierte la necesidad de un teatro estable y, en septiembre de 1582, se le reconoce al hospital el derecho de monopolio sobre los espectáculos233; se habilita para ello la sala de la Confraría de Sant Narsis, en tanto que se transforma en teatro La   —117→   Casa de la Olivera, que es inaugurada el 22 de junio de 1584234; poco después, se adapta para el teatro La Casa dels Santets, empleada como sala suplementaria en el caso de que se encontrasen en Valencia dos compañías a la vez235. La instalación de estos teatros es la prueba más segura de la gran importancia que habían alcanzado en Valencia las representaciones de los autores de que hemos hablado, y, probablemente, de algún otro del cual no nos ha quedado testimonio alguno por no haber sido impresas sus obras. Fue también frecuente la actuación de compañías italianas; de algunas tenemos testimonios seguros en los documentos recogidos por Mérimée; tres, por ejemplo (entre ellas la del famoso Bottarga), representan allí en 1583, una en 1585 y otra en 1589236.

Un mayor desarrollo debía de tener la tradición que se había constituido en Valencia con la aparición de la figura del canónigo Tárrega. Se ha convertido en un lugar común de la historia de la literatura considerar al canónigo Tárrega como perteneciente a la escuela lopesca, y no cabe duda de que la responsabilidad de esta interpretación se remonta en primer lugar a Mérimée, el cual sostuvo que el canónigo se formó, junto con Aguilar, Boyl y Ricardo del Turia, en el ejemplo de Lope de Vega tras la llegada de este a Valencia237. Que tal interpretación se ha incorporado como hecho firme a la historiografía, parece evidente si se observa que Crawford, en su libro sobre el drama   —118→   español anterior a Lope de Vega, no aludió siquiera a Tárrega porque evidentemente lo consideraba como un simple discípulo del Fénix. Pero la cronología desmiente esta interpretación, y de ello parece haberse dado cuenta Valbuena Prat cuando escribe: «Se ve por la misma cronología que era más un prelopista de la anterior generación que un discípulo del creador de Peribáñez, y muchos de esos aspectos se notan en sus comedias heroicas y de tema contemporáneo». Sin embargo, el crítico no extrae de su observación las oportunas consecuencias238.

En efecto, Tárrega, que nace entre 1553 y 1555239, ya de joven debió de dedicarse a la actividad poética y dramática, dado que, en la colación del beneficio de la capilla de San Pablo de la catedral de Valencia, de 8 de enero de 1577, se alude a él como escritor240. No nos parece, por tanto, aceptable la idea de Mérimée, según la cual el canónigo habría esperado a la revelación teatral lopesca de 1589 para dedicarse a la escena241. Añádase a esto que, aunque no es imposible, tampoco parece fácilmente creíble que Tárrega iniciase su carrera teatral sobre los treinta y cuatro o treinta y cinco años de edad.

Sólo Serrano Cañete y Juliá Martínez han sostenido la originalidad de Tárrega242. A nosotros nos parece   —119→   que, por los elementos mismos que nos ofrece Mérimée, se puede fácilmente llegar a demostrar la incongruencia de sus conclusiones; estas nos parecen no tanto deducidas de los hechos como inducidas por la idea preconcebida de un Lope creador absoluto y prodigioso de la comedia.

Mérimée atribuye a 1589, año que piensa fuera el de la llegada de Lope a Valencia, El prado de Valencia, de Tárrega243. No se comprende cómo, apenas llegado a Valencia, pudo Lope influir sobre un poeta local hasta el punto de conducirlo inmediatamente a escribir una obra de indudable madurez y experiencia, aparte el hecho, que está aún por demostrar, de que Lope, en 1589, tuviera ya configurada la idea de lo que va a ser la comedia y de que hubiese escrito ya algunas; por el contrario, esta hipótesis debe excluirse, como más adelante demostraremos.

Por otra parte, no es nada probable que El prado de Valencia sea la primera obra escrita por Tárrega; antes bien, el examen de las estructuras y de la versificación   —120→   nos induce a creer que, por lo menos otras dos obras (de las tres que el mismo Mérimée, partiendo del análisis de la métrica, considera las más antiguas), son anteriores al Prado244. Estas son: La duquesa   —121→   constante y Las suertes trocadas y torneo venturoso. Además, en nuestra opinión, también El esposo fingido pertenece a la primera producción de Tárrega.

La duquesa constante revela en el enredo la influencia de la commedia y de la novellistica italianas, y presenta semejanzas con La infelice Marcela de Virués. Basta observar la trama de la comedia, cuya acción está ambientada en Italia, para darse cuenta de su carácter245 y para advertir los puntos de contacto   —122→   con la citada obra de Virués: el motivo de la traición de Torcato, a quien el duque, su señor, había confiado, al partir, su esposa (también en La infelice Marcela, Alarico, encargado de la custodia de la protagonista, quisiera violentarla); el del naufragio, el del veneno (que allí mata y que aquí sólo adormece). Elementos todos de tradición novellistica, ya presentes en buena parte del teatro precedente, pero que aquí están elevados a una más estricta dignidad expresiva y a mayor coherencia dramática.

El encuentro entre los elementos de vitalidad escénica y dignidad literaria se ha realizado: Tárrega es, a un tiempo, hábil metteur en scène y brillante, placentero literato; fueron las cualidades que lo distinguieron como académico de Los Nocturnos246. Cervantes, en el «Prólogo» de sus Comedias, nota como rasgos dominantes de Tárrega «la discreción e los innumerables conceptos»247.

Métricamente, La duquesa constante es la más variada de las comedias; emplea -y sólo en ella ocurre- lo mismo tercetos que versos sueltos, y las quintillas son en su mayoría coplas reales (como en Artieda). Este uso abundante de las quintillas (70 por 100), y casi exclusivamente en la forma de coplas reales, se encuentra en El esposo fingido, que tiene claramente su origen en la narrativa, y donde se recurre a elementos   —123→   de fuerte emotividad que dejan ver ecos de Virués y de su gusto senequista, como, por ejemplo, la crueldad femenina de Clodosinda, la escena en la que Teodosia es marcada a fuego, el empleo de veneno, el traslado del cadáver de Clodosinda a la que está atado el cuerpo vivo de Teodosia con la boca apretada por tenazas (si bien después se descubre que la marca a fuego era fingida, que Clodosinda sólo había sido adormecida por la poción bebida, no envenenada, y las dos mujeres son encontradas vivas en el sepulcro en el que habían sido abandonadas: la aparente tragedia se resuelve en pura comedia).

Totalmente cómica es la trama de Las suertes trocadas; la comedia tiene un desarrollo lento, sirviéndose de largos relatos y monólogos: un complicado enredo se desarrolla mediante amores mezclados con los celos de costumbre y habituales cambios de objetos entre los protagonistas que dan lugar a equívocos. La parte más declaradamente cómica es sostenida por la figura del estudiante pobre, que no se encuentra en ninguna otra comedia excepto en la de La duquesa constante, quizá como recuerdo de su experiencia en Salamanca, donde Tárrega había estudiado alrededor de 1576248, recuerdo todavía vivo al comienzo de su carrera teatral.

En la comedia abundan las escenas bufonescas, como los debates entre Sabina, Camilo, Enrico y el Conde, las de la locura del Conde, del cambio de trajes entre el Conde y el estudiante, de la batalla que el Conde libra con el príncipe Faustino utilizando un   —124→   bastón como arma y la escena final, consistente en un torneo espectacular, con rasgos de farsa.

Nos parece que una obra como esta ha extraído múltiples aspectos de la comedia italiana triunfante entonces por España, y que es un claro intento de decidida fusión entre literatura y materia mímica, con explícita renuncia en la parte literaria a los tonos graves de un Artieda o de un Virués; se han desarrollado en ella aquellos elementos que los dos citados autores sentían como esenciales para el éxito teatral, pero que no lograron fundir bien a causa de ciertas pretensiones áulicas impuestas por el género trágico elegido.

El sistema métrico de Las suertes trocadas, que ha reducido mucho el empleo de los metros italianos, conservados sólo en algunas octavas y en dos sonetos, alterna redondillas y romances, lo que significa que Tárrega ha seguido el ejemplo de Virués, en especial de La infelice Marcela, simplificando o haciendo más ágil el movimiento escénico y la recitación, al reducir el porcentaje de las octavas (del 16 al 3,7 por 100) y al eliminar los versos sueltos249.

En plena conformidad con su espíritu sereno, no muy profundo pero indudablemente cordial y vivaz   —125→   y no exento de agudeza250, Tárrega inicia verdaderamente lo que llamamos la comedia española. El prado de Valencia parece obra segura y de madurez por el feliz equilibrio de los elementos que la componen: la pintoresca representación del ambiente local que crea una oportuna perspectiva escénica y psicológica en que se sitúan los personajes, el sutil juego galante de amores y celos, los mismos recursos novelescos, como el simulado ataque de los moros, que resuelve el asunto. Muchos son los motivos que hacen de esta obra ya una verdadera comedia: el tema del amor como fundamento de toda la acción; la presencia del sentimiento del honor, si bien este no irrumpe en las formas agudas que serán propias del teatro del siglo XVII251; la figura de Don Juan, que es la de un galán252 en el sentido exacto de la palabra; el ritmo creciente del movimiento escénico; la brillantez a menudo conceptuosa del lenguaje, la duplicidad de la intriga amorosa, que adquiere un mayor interés con la inserción de las figuras del Capitán y de la desenfadada y simpatiquísima Beatriz, utilizada por el poeta para poner en marcha los equívocos que mueven la   —126→   acción y también para poner en su boca un sabroso moralizar que debía de gustar al público, haciéndolo participar de un modo más intenso en el espectáculo253.

Y aún más: en El prado de Valencia, el papel de mayor comicidad es confiado a un lacayo, que, sin tener todas las prerrogativas del gracioso, posee ya las fundamentales de ser servidor del protagonista y aficionado al vino.

Es jocosa la figura de Felicia, la madre beata: una acertada caricatura que da color a la escena. El lenguaje empleado por los personajes alterna momentos de más fuerte tensión lírica -no sin ecos o citas cultas, muchas de ellas procedentes del Orlando furioso- con momentos de un más inmediato y vigoroso realismo.

Desde el punto de vista métrico, El prado de Valencia emplea los metros que luego predominarán en la comedia española: redondillas, quintillas, romance, octavas, soneto, versos sueltos, con una decidida preferencia en el uso de las quintillas (según habíamos   —127→   notado ya en El esposo fingido) por el esquema de la copla real.

Esta preferencia no se advierte en las otras obras de Tárrega, como en general no se encuentra en el más importante teatro español de los últimos años del siglo XVI ni del siglo XVII, y es motivo de que las otras obras que se conservan de Tárrega, con el esquema métrico simplificado en quintillas, redondillas y romances, con algún que otro raro soneto y escasas octavas y -en una ocasión- endecasílabos sueltos, se consideren posteriores a las ya examinadas.

Aparte la métrica, cuyo estudio es ciertamente utilísimo e ineludible para todo investigador que se ocupe del teatro español, pero que no puede considerarse como criterio exclusivo para resolver problemas de fechación o atribución, otras muchas observaciones podrían hacerse acerca del teatro de Tárrega, analizando el resto de su producción, pero no es esto ahora nuestro fin254.

  —128→  

Sin embargo, consideramos que debe realizarse un estudio atento y minucioso del tema, y estamos seguros de que podrá dar nuevas indicaciones útiles para calificar a un autor injustamente sacrificado por la crítica. A nosotros, por ahora, nos basta con haber comprobado, a través del examen de aquellas obras suyas que razonablemente pueden considerarse como más antiguas, la consecución por Tárrega de un tipo de espectáculo escénico que presenta las características fundamentales de la comedia española.

Junto al nombre de Tárrega, los contemporáneos ponen generalmente el de Gaspar de Aguilar; Cervantes cita juntas, como ejemplos de comedias libres de «disparates» y compuestas por «entendidos poetas», La enemiga favorable, de Tárrega, y El mercader amante, de Aguilar255; y Lope de Vega, en la Arcadia,   —129→   reúne los retratos de los dos autores en el templo sagrado de la inmortalidad («al canónigo Tárrega, al valenciano Aguilar»256); un recuerdo más preciso les dedica en el Laurel de Apolo257:


Al siempre claro Turia
hiciera Apolo injuria,
si no ciñera de oro justamente
del canónigo Tárrega la frente,
que ya con su memoria alarga el paso
para subir al palio y al Parnaso
con Gaspar Aguilar, que competía
con él en la dramática poesía.



Mientras que, en el caso de Tárrega, nos ha sido posible indicar de un modo aproximado el comienzo de su producción (la cual, por lo demás, se cierra en el breve espacio de pocos años; apenas ingresa en el umbral del nuevo siglo, pues Tárrega murió en 1602), por lo que se refiere a Aguilar encontramos mayor dificultad en establecer la cronología de sus obras, ya que, siendo unos seis u ocho años más joven que Tárrega, vivió hasta 1623.

Para clasificar cronológicamente su producción, Mérimée se valió sobre todo del estudio de la métrica, que es un elemento significativo, aunque, como ya observamos, no puede ser considerado como único y capaz de excluir otros criterios. La abundancia de endecasílabos sueltos y de tercetos hace suponer a Mérimée que La gitana melancólica es la comedia más   —130→   antigua de Aguilar258; se desarrolla en un ambiente histórico, pues narra un asunto amoroso durante el asedio de Jerusalén por el emperador Tito, y es una obra de movimiento bastante desordenado259.

Más significativa resulta la comedia de El mercader amante260, que es ciertamente anterior a 1605, puesto que Cervantes la recuerda en la primera parte del Quijote. Esta comedia, en efecto, no sólo es más lograda artísticamente, sino que se mueve con claridad en el ámbito de la tradición valenciana. Se representa en ella un episodio de vida burguesa: el mercader Belisario, indeciso entre el amor de dos jóvenes mujeres, Labinia y Lidora, se finge pobre y puede así comprobar la naturaleza calculadora e interesada de Lidora, que lo abandona, y la fiel devoción de Labinia. Terminará casándose con esta última, que resiste al asedio de Don García, un noble que quiere superar a su rival valiéndose de su mayor prestigio social. Trama simple, desarrollada con elegante soltura de movimientos y amenizada con la introducción de personajes menores, como el egoísta padre de Labinia y las figuras de los siervos.

El mayor interés del autor se concentra en la representación psicológica de los personajes (todos bien   —131→   caracterizados individualmente), aunque se inclina más a proporcionar un retrato de costumbres que a perfilar tipos. Aguilar se muestra fino observador de la realidad humana y sutil recreados de la misma en elegantes elementos de diálogo escénico (obsérvese, por ejemplo, el empleo alusivo y conceptuoso de los términos de la profesión mercantil aplicados a la actividad amorosa).

Tampoco en él el tema del honor se presenta con caracteres exacerbados: está atenuado por una cordialidad humana que sabe acercarse de un modo simple al ánimo popular y burgués, al cual son extraños los grandes conflictos espirituales.

Se ha observado261 que Aguilar carece de matices al tratar la psicología femenina, pero no se le puede inculpar por esto: es un rasgo común a la conciencia de la época, que limitaba las posibilidades de la mujer a unos pocos sentimientos elementales; en el teatro español, la mujer aparecerá siempre espiritualmente pobre. Sólo alguna que otra vez, la norma será infringida con clara intención, presentándose entonces la figura de la protagonista, por su misma condición excepcional, como particularmente idónea para una función ejemplar262.

Por eso, el estudio de los personajes será sobre todo estudio de figuras masculinas; en La suerte sin esperanza, lo que va a interesar principalmente a Aguilar es el caso de conciencia del protagonista,   —132→   como, por lo demás, le ocurre a Tárrega, cuya comedia El esposo fingido trata un caso análogo de bigamia. Es cierto que Tárrega resulta más intenso y dramático, pero, repetimos, Aguilar es preferentemente intérprete de sentimientos comunes y su estilización escénica resulta más acusada.

Así ocurre también en La venganza honrosa, donde una adúltera es muerta por su marido con la plena aprobación del padre de ella; todo sucede sin tensión trágica ni heroísmo intenso. Y no es, como dice Mérimée, «un drame bourgeois» que «prétend montrer le sort habituellement réservé aux épouses infidèles»263, sino algo que dramáticamente brota de la reflexión sobre el contraste entre norma constituida y pasión humana. Esto no por un moralismo apriorístico, sino por adhesión profunda a aquellas mismas normas ético-sociales, que para Aguilar valen en la vida más que todos los sentimientos y las pasiones:


porque la mujer honrada,
quiere por estar casada,
mas no por querer se casa264.



De igual modo, también cuando el poeta aborda temas solemnes, como, en Los amantes de Cartago, el mítico amor de Sofonisba y Masinisa, la antigua historia es tratada sin peso de erudición y atraída a la problemática moral contemporánea.

Sin adentrarnos en un análisis minucioso del teatro   —133→   de Aguilar, observamos que, aun no rehusando nada de lo que la tradición local le ofrecía, desarrolla libremente formas personales que lo caracterizan de modo que permite excluirlo de una decidida e irrevocable dependencia del teatro lopesco, aunque permanezca próximo a él por comunidad de ideales y de principios265.

Todo esto confirma la existencia en Valencia de una vivísima tradición teatral cuando Lope de Vega llegaba a esta ciudad por vez primera en 1588 (y por segunda vez en 1599).

El mismo Guillén de Castro, que, según algunos, inició en Valencia su actividad de dramaturgo hacia 1583266, y según otros267, un poco más tarde (de cualquier forma, antes de 1599, año en que se puede hablar razonablemente de una posible influencia lopesca), en aquellas de sus obras que pueden considerarse más antiguas, como, por ejemplo, El amor constante, El caballero bobo, Los mal casados de Valencia, de muestra formar parte de un gusto y de una tradición locales cuyos elementos resultan fácilmente reconocibles268.

  —134→  

También Miguel Beneito, que actuó en Valencia a finales de siglo y allí murió en 1599269, por lo que podemos juzgar de la única comedia que de él nos queda (y a la que, sin embargo, no daremos la importancia que le ha atribuido Juliá Martínez270), entra en esta tradición. Mesonero Romanos consideraba esa obra «de mérito tan escaso» como para no juzgarla digna de ser publicada271, y Mérimée272 dice de ella que es «une oeuvre sage, correcte, réfléchie, à laquelle manque seulement 1'inspiration». La obra resulta desordenada y carece de motivos dramáticos profundos: es típica, sin embargo, de aquel gusto que domina en Valencia a finales de siglo, y constituye un interesante documento de la difusión que tuvo. Fue, precisamente, con este gusto y esta consciente tradición teatral con lo que Lope de Vega se encontró a su llegada a Valencia, desterrado de la corte273, en el año 1588.

No repetiremos ahora aquí cuanto por otros274 se   —135→   ha escrito ya acerca del período valenciano de Lope; sólo haremos notar el hecho de que debió de penetrar en los ambientes más animados de la vida literaria y teatral de la ciudad elegida para su exilio, y en la cual hizo imprimir muchos de sus primeros romances. En Valencia dejará un recuerdo lo bastante vivo como para recibir a su retorno, once años más tarde, calurosa acogida. En 1599 era ya un literato ilustre; pero en la época de su primer viaje llegaba con sus veintiséis años y una vida a las espaldas rica de aventuras, pero aún no madura en experiencias literarias seguras, especialmente en el campo teatral.

Mérimée, que, en cambio, vio en él al importador en Valencia de la comedia, se dejó llevar por el error del prejuicio, heredado de la crítica romántica, de un Lope todopoderoso, creador absoluto de la comedia, o por la aceptación literal de ciertas afirmaciones de Lope mismo, como la que se lee en el Arte Nuevo (vs. 219-221), a propósito de las comedias:


yo las escribí de once y doce años,
de a cuatro actos y de a cuatro pliegos,
porque cada acto un pliego contenía.



Se ha observado cómo Lope tendía a hacerse pasar por más joven de lo que en realidad era; así, por ejemplo, hablando de su expedición a la isla Terceira, dice   —136→   haberla realizado a los quince años, cuando en realidad tenía veintiuno275.

Hoy, después de los estudios en torno a la cronología de las obras de Lope de Vega, en especial los de Buchanan276, Hämel277, Morley y Bruerton278, y de la serie de revisiones parciales o puntualizaciones que los han acompañado, no podemos ya creer en las míticas fechas sugeridas por el mismo Lope o por su biógrafo Montalbán, a las cuales había dado crédito Mérimée, y antes que él, Menéndez Pelayo. Los resultados de dichas investigaciones llevan, en efecto, a conclusiones que permiten replantear la interpretación de Mérimée y, en general, toda la cuestión de las relaciones entre Lope y el teatro que le precedió.

Observaremos, ante todo, que sólo nos ha quedado una obra de Lope anterior con seguridad a 1588: Los hechos de Garcilaso de la Vega y moro Tarfe279. Es   —137→   la única comedia de Lope distribuida en cuatro actos. En la versificación abundan los metros italianos, que constituyen el 46 por 100, con particular abundancia de tercetos (22 por 100), metro empleado por Lope en considerables porcentajes sólo en sus obras más antiguas280. Las mencionadas características externas denotan una indiscutible anterioridad, pero esta encuentra confirmación en la observación de otras más propiamente internas, y la primera de todas, la de la grácil estructura dramática. Los dos primeros actos, ambientados en la ciudad mora de Granada, se separan argumentalmente y estilísticamente de los otros dos, los cuales se desarrollan casi exclusivamente en campo cristiano. Los primeros presentan la rivalidad de Tarfe y Gazul por la bella Fátima y la reparación que Tarfe ofrece a Alhama, seducida por él en su juventud y con quien ahora va a casarse. Con estas escenas, Lope ha querido probablemente presentar el carácter violento y primitivo del protagonista moro. Los otros dos actos nos ofrecen, en cambio, la figura del joven campeón cristiano Garcilaso de la Vega, noble y valeroso, que acudirá al desafío contra el parecer   —138→   del rey cristiano, y vencerá a Tarfe en singular combate. En el tercer y cuarto acto aparece la figura alegórica de la Fama, primero para exhortar a Garcilaso a las armas y a la gloria, luego para describir el combate entre Tarfe y Garcilaso, que finge desarrollarse fuera de escena. La versificación ofrece contrastes; al tono lírico, casi de idilio pastoril de las escenas amorosas de los dos primeros actos, sucede en los siguientes un tono épico. Más bien que poner en movimiento o entretejer una verdadera acción dramática, se escenifican episodios. Posee el contenido patriótico de otros dramas de la época, como la Isabela (1580-81), de Lupercio Leonardo de Argensola, y la Numancia (1580-1585?), de Cervantes (en los cuales aparece la figura alegórica de la Fama)281, y deriva del Romancero282, si bien Lope no emplea el romance, sino que, como Juan de la Cueva, lo vierte en redondillas.

Los hechos de Garcilaso no constituyen, por consiguiente, una verdadera comedia, sino un intento   —139→   dramático en el plano precisamente de los que venían realizando por entonces Argensola, Juan de la Cueva, Cervantes y el anónimo autor de la Gran comedia de los famosos hechos de Mudarra (1583)283.

Otra comedia se nos ha conservado como la más antigua de Lope; él mismo confiesa haberla escrito de muy joven: se trata de El verdadero amante, que ha llegado a nosotros refundida y corregida, pero aún con vestigios de su estructura primitiva; también debía de estar dividida en cuatro actos284. En ella predominan los elementos líricos y la grácil trama dramática. Observaciones parecidas se pueden hacer a   —140→   propósito de La pastoral de Jacinto285, comedia que Lope dice haber escrito de joven y que Montalbán señala como su primera obra en tres actos286.

No empezamos a tener una documentación más segura acerca de las primeras obras de Lope de Vega hasta fines de 1588. Debieron de ser representadas a principios de 1589 en Granada (y quizá poco antes en Sevilla) dos comedias. En efecto, López Martínez encontró un documento sevillano que atestigua cómo el cómico Gaspar de Porres autoriza a su colega y competidor Mateo de Salcedo para que, tras su actuación en Sevilla, represente durante el período de las festividades navideñas de 1588, y hasta el 6 de enero de 1589, las comedias de Lope Las ferias de Madrid y Los celos de Rodamonte287. De la primera ha quedado una copia fechada en Granada a 17 de enero   —141→   de 1589288, que se conserva en la Biblioteca de Palacio de Madrid. En efecto, Lope de Vega era amigo íntimo de Gaspar de Porres, al cual sabemos que entregaba o enviaba comedias para representar289. Es razonable pensar que las dos obras fueran escritas poco antes o poco después de su destierro de Madrid (1588) y que las entregara en exclusiva al amigo para su representación.

El examen de algunas particularidades del texto confirma esta hipótesis. Examinemos en primer lugar Las ferias de Madrid290. Sobre el agitado fondo de la animada vida madrileña en tiempo de feria, salpicada de amores y gentilezas (se presenta, sobre todo, la costumbre de ofrecer los caballeros regalos a damas desconocidas), se mueve una acción dramática basada en un sombrío episodio, aunque luego la conclusión es feliz. El protagonista, Leandro, corteja y es correspondido por ella, a una dama, Violante, a quien su marido, Patricio, desatiende. Este, sin embargo, es   —142→   celoso de su honor, y habiéndose dado cuenta de la traición, oculta su identidad y consigue hacerse amigo de Leandro y obtener de él las más íntimas confidencias. Decide entonces descubrir la intriga al suegro para que este mate a su hija adúltera. Pero el suegro, en cambio, mata al yerno, y se justifica así:



Padre soy: quien padre fuere
ponga los ojos en mí.

Si yo a mi hija mataba
como adúltera y lasciva,
dejaba deshonra viva
que para siempre duraba.
El honor ha de vivir:
es mujer y pudo errar,
y yo padre y perdonar,
y este mortal y morir.

El irme será mejor,
quien me culpare, él se aflija;
que yo, sin matar mi hija,
he defendido mi honor291.



La comedia se concluye con la promesa de matrimonio de Violante y Leandro. Se trata de un argumento claramente novelístico, y Bruerton ha pensado encontrar su fuente en un cuento de Straparola292.   —143→   Sin embargo, Lope dedica al desarrollo de la acción dramática fundamental poco más de la mitad de los versos de la comedia; los otros sirven para presentarnos el animado cuadro de la vida de Madrid en tiempo de feria y su vida nocturna, descrita a través de las aventuras desenfadadas de cinco alegres amigos. Se diría que Lope revive aquí, con íntima nostalgia, su alegre vida madrileña aún no turbada por disgustos y preocupaciones. Pero hay también un episodio autónomo que nos desvela con seguridad el momento de la composición y la disposición psicológica de Lope: en el acto III, una de las hazañas del grupo de los amigos trasnochadores (que se han quedado en cuatro porque Leandro está ocupado en cortejar a Violante) es la de encaminarse disfrazados al desposorio de una de sus habituales amigas fáciles, Rosalinda, llevando cada uno una cédula satírica. Son escritos ofensivos que provocan la reacción de los demás invitados, los cuales protestan contra aquellos enmascarados, que vienen


... a afrentar los hombres
con sátiras envueltas en letrillas293.



El recuerdo de los panfletos satíricos de Lope dirigidos a Elena Osorio y a su familia es evidente; todo, en fin, lo que dicen tres de los cuatro amigos y el contenido de sus cédulas no deja lugar a dudas. Lope, de un modo indirecto, recuerda con hastío a Elena, que ha preferido un amante más adinerado. Es ya, en esbozo, la imagen del rico indiano, que será el Don Bela de La Dorotea.

  —144→  

El personaje Roberto, disfrazado de indiano, dice, en efecto:


Oíd la mía, que en el traje indiano
imito aquel galán de mi señora
que atropelló mis años de servicio
por el oro divino e poderoso294,



y lleva una cédula con estos herméticos versos:


«No por mí, sino por vos,
tierra donde yo nací».
«No por vos, sino por mí»,



que explica así a los amigos, que no los entienden:


Habla el indio primero con la tierra,
diciendo que le quiere su señora
por la tierra donde hay tanta riqueza:
y luego el oro responde a la tierra
que no por ella fue querido el indio
sino por el que al fin lo vence todo295.



Adrián, que se ha disfrazado de botarga, habla de este modo mientras señala su cédula:



Decís muy bien. Mi cédula se mire
acomodada al hábito y la barba
de aquel viejo marido de mi dama
que ya, como sabéis, es rico y viejo:

       «Lo que en el gusto amoroso
      mi dama no satisfago
      con las galas se lo pago»296.



  —145→  

Por último, el personaje Claudio:



Yo me finjo un pastor que fue querido
y que por pobre me dejó mi dama
o, por mejor decir, por otro rico:

       «Dejas un pobre muy rico
      y un rico muy pobre escoges;
      si te ofendo no te enojes»297.



La escena, que no afecta al asunto dramático fundamental, es autónoma, casi como un «desahogo» humano del autor. No hay duda de que alude al momento de su alejamiento definitivo de Elena Osorio, cuando había abandonado toda esperanza de recuperar el perdido amor. Ello y la nostalgia afectuosa con que añora la vida despreocupada de Madrid parecen elementos seguros para pensar que la obra fue escrita a finales de 1587 o a principios de 1588 y cedida este último año a Gaspar de Porres. Indudablemente, el genio poético de Lope se muestra aquí con toda viveza, especialmente en las escenas descriptivas de la vida madrileña. No se puede decir lo mismo de la parte más propiamente dramática; deja mucho que   —146→   desear tanto en la construcción de conjunto como en la fuerza expresiva de las que debían ser escenas fundamentales del tema, trágico en el fondo.

Aún menos sólido nos parece el movimiento escénico en Los celos de Rodamonte298 -que es una rápida acumulación de episodios extraídos de los poemas caballerescos de Boiardo y Ariosto-, ya duramente juzgada por Menéndez Pelayo299. Se trata, en realidad, de un intento de reducir a drama un material literario conocido, que, sin embargo, no logra organizarse en una acción continua y coherente. Sólo aquí y allá, la versificación se enciende en alguna que otra efusión lírica más vivaz.

Métricamente, la comedia presenta un signo característico de su temprana composición: su alto porcentaje de tercetos, el 18 por 100, que la coloca al lado de Los hechos de Garcilaso (21,9 por 100) y de Las ferias de Madrid (17,4 por 100); son los tres porcentajes de tercetos más elevados de todo el teatro lopesco.

Que la obra, por último, pertenezca al mismo período que Las ferias de Madrid o que sea tan sólo un poco posterior, nos es confirmado por el preciso recuerdo de la pasada historia amorosa que Lope pone en boca del personaje de un pastor, a quien da el nombre de Belardo (tan usado por él como apodo poético propio). El pastor Belardo es introducido para consolar a Mandricardo de sus pesares amorosos, y lo   —147→   hace con estas palabras, que suenan a producto de una experiencia personal:


que un tiempo fui querido:
fe mantuvo y tuve fe;
olvidóme y olvidé,
aborrezco aborrecido
que aunque perdí la ocasión
no he perdido la memoria300.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
que ya, como vos, me vi
a medida del deseo,
y ya, como veis, me veo
llorar el bien que perdí301.



Hay otra obra en que el personaje Belardo es introducido de modo autobiográfico, y, esta vez, no como secundario, sino como protagonista: Belardo el furioso302, de la cual no poseemos una segura documentación útil para fijar la fecha; pero algunos de sus elementos internos nos la hacen suponer anterior a Las ferias de Madrid y a Los celos de Rodamonte. Ya Menéndez Pelayo303 había advertido que el primer acto es el verdadero esbozo primitivo de la que será la acción de La Dorotea. En la pastorcilla Jacinta está   —148→   representada la voluble Elena, que presta oídos a los consejos del viejo tío Pinardo (= Gerarda de La Dorotea) y antepone al pobre Belardo el más rico Nemoroso (= Don Bela). Lope complicó luego la trama, entremezclando con el motivo autobiográfico el totalmente literario de la locura de Orlando. Hizo, por tanto, que el protagonista se volviese loco de amor, y, a continuación, desplegó toda una serie de recursos (dramáticamente bastante débiles en verdad) para hacerle recobrar el sentido y permitirle gozar del amor de Jacinta, arrepentida de su traición. El momento psicológico en que fue escrita la comedia es, sin duda, el de la primera fuerte turbación del enamorado abandonado que, no obstante, alimenta todavía esperanzas de un nuevo acercamiento (por lo demás, se sabe que Lope fue amante clandestino -durante poco tiempo- de Elena Osorio, cuando esta aceptaba ya el amor del nuevo y más rico pretendiente). Un soneto de la comedia, que ha sido muy estudiado por la crítica304 (Querido manso mío que venistes), revela con fuerte intensidad lírica la condición de Lope, más inclinado elegíacamente a la súplica y a la esperanza que no al insulto y a la violencia305. Consideramos,   —149→   por consiguiente, que la comedia es de fines de 1587.

Estética y teatralmente es debilísima. El mismo primer acto, que Menéndez Pelayo encontraba bastante dinámico, se apoya más en largos monólogos que en acciones dramáticas. Los otros dos están constituidos por episodios separados entre sí, más ensamblados que fundidos. La figura de Belardo, que, como se ha dicho, quiere ser un calco de la de Orlando furioso, es a veces ridícula, y los encantamientos ideados para devolverle la razón resultan pueriles. La acción se estanca, y la conclusión no está justificada por verdaderas premisas connaturales al drama.

Un tono diferente, una acción dramáticamente más viva y un diálogo más adecuado al servicio de la acción son, en cambio, los que aparecen en Las burlas de amor306, comedia de claro origen narrativo con inserción de motivos pastoriles. Hay en ella un pasaje, ya advertido por Montesinos307, en que el poeta revela   —150→   una más serena distancia de la dolorosa situación del abandono y del mismo drama de la condena.

Cercana a ella en el gusto por lo novelesco y la búsqueda de ágiles efectos dramáticos, está la comedia de El nacimiento de Ursón y Valentín308, donde asimismo aparece de un modo fugaz el elemento autobiográfico. El pastor Belardo es representado como aquel que a su propia costa ha aprendido cómo se debe uno comportar en el juego del amor:


aquesto y más aprendí:
de aquella que yo adoré
¡buen discípulo quedé!
¡bien puedo matar por mí!309.



Las dos comedias ahora indicadas están próximas incluso por la versificación310; se nota en ellas, respecto de la primera producción lopesca, una fuerte   —151→   disminución en el porcentaje de los tercetos (Las burlas de amor, 11,9 por 100; El nacimiento de Ursón y Valentín, 8,6 por 100) y la aparición del romance por primera vez entre las comedias hasta ahora examinadas311. Recordemos que, en el teatro valenciano, el romance ya había sido empleado por Virués en La infelice Marcela y que Tárrega lo usa en todas sus primeras obras, ya comentadas por nosotros. Resulta fácil relacionar el evidente cambio producido en el teatro lopesco con su contacto con el teatro valenciano, dado que las dos comedias fueron ciertamente elaboradas durante el período de su exilio en Valencia (1588-89).

Al desterrado debió de interesar especialmente el teatro de Tárrega, el cual, siguiendo los pasos de la última producción de Virués, como ya hemos visto, se había instalado preferentemente en el plano de un gusto por lo novelesco en formas escénicamente movidas y organizado según una dinámica que ya es la de la comedia312.

Afines a las dos obras que acabamos de comentar son otras dos en las cuales los elementos narrativos se mezclan con los pastoriles. Se trata de El ganso de oro313 y de El hijo venturoso314. En ambas aparece la pareja Belardo-Belisa (recuerdo del reciente matrimonio de Lope con Isabel de Urbina), y ambas están,   —152→   como Las burlas de amor, ambientadas en Italia: la acción de Las burlas de amor y de El ganso de oro se desarrolla en Nápoles, y la de El hijo venturoso, en Milán. Resulta lógico pensar en derivaciones de cuentos italianos; por lo que se refiere a una de ellas, el precedente italiano está demostrado de un modo seguro315.

Más cerca, en cambio, de El nacimiento de Ursón y Valentín (sobre todo por lo que se refiere al protagonista, que, como Ursón, se educa lejos de la madre y crece salvaje, dando muestras después, sin embargo, de una fortaleza no sólo física y revelando su propia nobleza) está la comedia de El hijo de Reduán316, si bien es más débil en su organización dramática.

Pero la obra que, sin lugar a dudas, revela la decisiva influencia del ambiente y del teatro valencianos sobre Lope de Vega es El Grao de Valencia317. Desde el comienzo del primer acto se expresa en ella un admirado entusiasmo por el mar y una continua contraposición del rigor del clima castellano con la dulzura y la riqueza de la naturaleza valenciana318; no falta un hábil elogio de la nobleza del lugar, que suena a diplomática captatio favoris319. Gran importancia tiene aquí por su vitalidad escénica el hecho de recurrir   —153→   al ambiente local, especialmente con la introducción del tema de «los moros» y de su continua amenaza de desembarcos, motivo que, coincidiendo con la realidad histórica, era frecuente en el teatro valenciano.

Como conclusión del análisis hasta aquí llevado se puede, por consiguiente, observar que Lope, antes de llegar a Valencia, había realizado tan sólo tentativas dramáticas gobernadas por un gusto eminentemente literario, por no decir libresco, incierto entre lo épico y lo lírico. En efecto, Los hechos de Garcilaso constituyen un intento de llevar a escena un tema heroico del Romancero, mientras que El verdadero amante y La pastoral de Jacinto escenifican temas pastoriles. Los celos de Rodamonte y Belardo el furioso se mueven en los dominios de la tradición poética épico-caballeresca.

Ninguna de esas obras es comedia en su específica significación, ni lo es la que, entre los dramas más antiguos, alcanza los mejores resultados poéticos, es decir, Las ferias de Madrid, con su mezcla de temas distintos no resueltos en unidad.

Después de estas obras, se nota ya, en Las burlas de amor y las demás piezas antes citadas, la existencia de una textura dramática más organizada y unitaria y la presencia de personajes y acciones que legitiman el uso del término comedia en su específico sentido histórico.

En efecto, Valencia debió de significar para Lope el encuentro con un teatro que había sabido asimilar plenamente la literatura y crearse un lenguaje propio: sobre todo a través de las obras de Tárrega, el gran   —154→   exiliado debió de reconocer las infinitas posibilidades que el nuevo género ofrecía. Con las obras escritas en Valencia320, Lope revela un sentido más seguro del teatro, cediendo, incluso, a veces, a una excesiva admisión de recursos escénicos de bajo valor. Definitivamente, adoptó la distribución de las comedias en el sintético dinamismo de los tres actos, innovación que, por lo demás, él reconoció a Virués321, y de la que no está excluido que hubiese tenido ya noticia en Madrid, antes del destierro. Es también probable que   —155→   Lope eligiese para su exilio precisamente Valencia por su fama de ciudad rica y culta y, sobre todo, por la curiosidad de conocer aquel ambiente teatral del que habría oído hablar a actores, como su amigo Gaspar de Porres.

Advirtió, por otra parte, la importancia de las figuras cómicas características, que quizá ya conocía del teatro dell’arte italiano322, pero que estaban bien presentes en el teatro valenciano: motivo que él irá desarrollando hasta la creación de lo que será llamado el gracioso323.

  —156→  

Dio una más variada pero más ligera y armoniosa organización métrica a la comedia, y empezó a definir de un modo apropiado como protagonistas a los personajes del galán y de la dama.

Sobre todo, dejando al margen el influjo de la tradición de la lírica y de la épica, descubrió el diálogo brillante y hasta conceptuoso como instrumento fundamental de realización de una acción dinámica, capaz de interesar y mover a un público variado. El mismo Lope, por lo demás, reconoció la grandeza del canónigo Tárrega, como ya hemos recordado324, demostrando respetarle y admirarle. Por otro lado, la tradición dramática valenciana encontraba en Lope a quien sabía interpretarla y continuarla, profundizando sus motivos esenciales.

No es posible, por tanto, seguir creyendo al cabo de nuestro análisis en una «escuela valenciana» formada por Lope: la verdad es que Lope, con su llegada a Valencia en 1588, aprendió más que enseñó, lo que -desde luego- no quita nada a su grandeza de poeta dramático, capaz, en breve tiempo, de superar a sus modelos y alzarse luego con una verdadera «monarquía cómica».

Una prueba más de la relación de sucesión entre   —157→   Tárrega y Lope es ofrecida por Baltasar Gracián, que, en el «Discurso XLV» de su Agudeza y arte de ingenio, traza una línea fundamental del teatro cómico español y, después de haber hablado de Lope de Rueda, juzga que «el canónigo Tárrega aliñó ya más el verso y tiene muy sazonadas invenciones», para añadir: «sucedió325 Lope de Vega con su fertilidad y abundancia».

En Valencia, además, Lope de Vega tuvo ocasión de discutir sobre teatro, valiéndose de la tradición crítica y académica local, que de allí a poco se manifestaría en la Academia de Los Nocturnos; debió así de madurar en él una conciencia crítica más precisa de lo que el teatro representaba en la cultura del tiempo. Cuando más tarde volvió a Valencia, en 1599, ya seguro dominador de la escena española, encontró en Guillén de Castro al que, siendo aún joven, tras sus primeros intentos llevados a cabo en la órbita de la tradición local, tenía genio y capacidad para desarrollarla en formas más decididamente innovadoras y en consonancia con la conciencia de la época.

Es justo distinguir, como hace Juliá Martínez326, dos épocas en la producción de Guillén de Castro, porque la segunda llegada de Lope extingue las características de la tradición local; esta ingresa en la órbita lopesca casi espontáneamente, dado que no presentaba elementos irreductibles con aquella comedia de la   —158→   que, por el contrario, había sido un fundamental esbozo precursor.

Por el mismo motivo, Ricardo del Turia327 y Carlos Boyl328, al comienzo del siglo XVII, podrán compartir teóricamente el ideal lopesco de la comedia moderna sin las reticencias ni los rebuscamientos de compromiso de Juan de la Cueva, precisamente porque veían resolverse en Lope, del modo más coherente, la propia tradición local.

Bajo todos los aspectos, el encuentro entre Lope y la producción valenciana era la consciente resolución de un proceso histórico.

La comedia, como toda expresión artística, no es la milagrosa, improvisada y aislada invención de un genio por naturaleza ni tampoco es la impersonal manifestación de una raza o de una nación, sino que se forma en el surco de una tradición literaria constituida por obras de distintas personalidades creadoras, las cuales, interpretando humanas exigencias, no constituyen el objeto de la historia, sino su inteligente sujeto animador.

En la tradición dramática valenciana, sin duda la más robusta y consciente del siglo XVI español, Lope de Vega se insertó con un superior vigor poético e ingeniosa fertilidad, dándole nuevo, más rico y más profundo rumbo. No debe, por tanto, extrañar que, después del triunfo de Lope, para la posteridad, la comedia llegase a ser por antonomasia «lopesca», lo   —159→   que no autoriza -desde luego- al historiador a contentarse con semejantes simplificaciones y a olvidarse de todos los hechos y circunstancias, entregándose a lo sugestivo de una fácil mitología sentimental.

Hemos buscado, con nuestro ensayo, dar una dimensión más razonable y verdadera a un momento significativo de la cultura española329.





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ArribaApéndice

Reflexiones sobre la interpretación del Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo, dirigido a la Academia de Madrid, de Lope de Vega


Como «uno de los escritos peor entendidos de la literatura española» ha sido recientemente definido el Arte Nuevo por J. F. Montesinos330, con una aserción tal vez tajante, pero de cuyo valor objetivo no se puede disentir razonablemente cuando nos detenemos a estudiar la fortuna crítica de aquel escrito lopesco. En las páginas que anteceden331 me he propuesto una interpretación del mismo, esforzándome por situar el texto en su realidad histórica y por estudiarlo fuera de los prejuicios en torno a la constitución y a los caracteres de la comedia española, que, a mi juicio,   —162→   habían perturbado las investigaciones precedentes, aun las más significativas, como las de Menéndez Pelayo332, Morel-Fatio333 y Menéndez Pidal334.

Me propongo aquí añadir a aquellos argumentos algunas reflexiones basadas en el análisis de ciertos pasajes del texto que me parecen particularmente significativos, y en la observación de su disposición interna, con vistas a ofrecer una contribución a la recta inteligencia del Arte Nuevo.

Ya el título de la obra -compuesta a principios del siglo XVII335- merece atención, no tanto por la   —163→   dedicatoria a aquella Academia de Madrid, cuya identidad no se ha establecido aún con segura documentación histórica336, cuanto por el adjetivo nuevo referido al arte, y la precisión temporal en este tiempo, que delimitan rigurosamente el tema. Se trata, para Lope, de resolver el problema de si la nueva comedia triunfante puede o no ingresar en el ámbito de los géneros literarios que una larga tradición crítica, humanística y renacentista había codificado rigurosamente a lo largo del quinientos, y que había hallado en España su más coherente expresión en la Filosofía antigua poética del Pinciano (1596). Es indudable que el problema debía ser vivo, de palpitante actualidad, a fines del XVI y principios del XVII, objeto de discusiones entre los doctos que asistían al triunfo del nuevo género. Este se afirmaba, en estrecho contacto con la participación del pueblo en el fenómeno teatral, contra la tradición humanística, basada en paradigmas clásicos y en una visión restringida -limitada a una minoría culta- de la actividad literaria.

Lope de Vega, desde el principio de su exposición, se muestra consciente de que sus oyentes, desde lo alto de una posición cultural cerrada y dogmática, al   —164→   invitarle a escribir el Arte Nuevo, quieren ponerlo en situación embarazosa, pidiéndole lo imposible: la justificación crítica de un género fruto de un gusto inferior -el popular- que no participa de la verdadera dignidad literaria, la cual es, sobre todo, arte, o sea estudio y norma:


Mándanme, ingenios nobles, flor de España,


(v. 1)                



. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
que un arte de comedias os escriba,
que al estilo del vulgo se reciba.


(vs. 9-10)                


El tono de la respuesta de Lope está a medio camino entre una reverente (aunque fingida) modestia y una sonrisa socarrona; parece conceder algo a los adversarios, reconociendo su propia culpa:


Que lo que a mí me daña en esta parte
es haberlas escrito sin el arte.


(vs. 15-16)                


Poco antes ha ironizado mordazmente sobre la habilidad teórica, abstracta, de los académicos, juzgados por él, evidentemente, como pedantes:


Fácil parece este sugeto y fácil
fuera para cualquiera de vosotros
que ha escrito menos de ellas y más sabe
del arte de escribirlas y de todo.


(vs. 11-14)                


Frente a personas tan ricas de doctrina, ¿qué puede hacer Lope sino justificarse? Y la justificación se desarrolla en los versos siguientes (17-32): el tono   —165→   continúa siendo sutilmente irónico, pero las afirmaciones son conscientes, y nos ofrecen las razones humanas e históricas del trabajo lopesco; no es que él no haya aprendido en sus años estudiantiles las buenas reglas humanísticas, o que las haya olvidado después: es que, observando la situación del teatro que le rodea, se ha dado cuenta de que en España no se hacen comedias al modo antiguo, de donde ha sacado la certeza de que quien las escribiese así estaría condenado a un fracaso seguro. Sus obras, lejos de obedecer a ignorancia, suponen una aceptación de la realidad:


Escribo por el arte que inventaron
los que el vulgar aplauso pretendieron,
porque, como las paga el vulgo, es justo
hablarle en necio para darle gusto.


(vs. 45-48)                


Forma parte del juego lopesco de burla de sus pedantes opositores, la aceptación de la terminología despectiva que -lo sabe bien- usaban estos contra el nuevo teatro y quienes lo escribían. Y así, se llama a sí mismo bárbaro (vs. 26 y 39), junto con cuantos han contravenido las reglas de los antiguos; trata a su público de vulgo (vs. 27, 37, 47; 46: vulgar aplauso), y llega a afirmar que el suyo es un hablar en necio (v. 48). A la vez, se divierte en hacer un alarde de erudición en torno a las «reglas» de la verdadera comedia (vs. 49-60), para después concluir el largo y sostenido período poético con un verso de tono humilde, casi de habla familiar, abiertamente irónico:


¡Mirad si hay en las nuestras pocas faltas!


(v. 61)                


  —166→  

En este nuestras no se debe ver un plural mayestático; alude a lo que Lope añade poco después, y que había dicho en los versos 22-23; representa su conciencia de tener una pre-historia. Él ha desarrollado la comedia española partiendo de bases previas; no es carente de significación el que mencione específicamente a Lope de Rueda (v. 64).

Vuelve a adoptar, a partir del verso 77, el tono erudito, con un discurso acerca del origen y evolución de la comedia, haciendo abundantes citas de textos clásicos, para rematar con una nueva y hábil boutade (vs. 128- 130), insinuando sus escrúpulos por haber exagerado con tanta aportación de doctrina, lo cual le hace temer que haya podido aburrir a sus oyentes. ¿Por qué lo ha hecho? Era necesario para demostrar que resultaba impertinente y absurda la petición de los académicos:


Porque veáis que me pedís que escriba
arte de hacer comedias en España,
donde cuanto se escribe es contra el arte.


(vs. 133-135)                


Lope podrá responder, no mediante una poética codificada del tipo de aquella en que parecían creer los académicos, sino expresando su parecer a través de su experiencia de poeta creador, de sus obras basadas en una concepción distinta del teatro. En sustancia, se burla de quienes creen en el arte como algo estático, inmutable en su formulación dogmática:


Si pedís arte, yo os suplico, ingenios
que leáis al dotísimo utinense
Robortelo;


(vs. 141-143)                


  —167→  

él sabe que de la inspiración natural puede brotar una nueva forma poética, pero sabe también que esta necesita una norma artística propia. Así como no basta la regla abstracta, tampoco es suficiente la espontaneidad natural con que, normalmente, se identifica el desenfrenado y erróneo gusto popular; precisará elegir un camino que corra por enmedio de los dos extremos:


Que, dorando el error del vulgo, quiero
deciros de qué modo las querría,
ya que seguir el Arte no hay remedio,
en estos dos extremos dando un medio.


(vs. 153-156)                


Con el tono de chanza característico de todo el poema, Lope va desarrollando un pensamiento preciso y claro: los académicos habían creído proponerle una dificultad insoluble, pero él la salva. Sabe que en las obras teatrales que le habían hecho alzarse, para decirlo con Cervantes, con la monarquía cómica337, está presente una norma, un principio informador, un nuevo arte en suma, que escapa al rigorismo pedantesco de los académicos, pero que no por ello niega la necesidad de un orden interno y de una finalidad en la obra teatral. Antes bien, de la misma tradición crítica aristotélica, Lope podía extraer argumentos que corroboraran su propio concepto del teatro, vinculándolo todavía más a la tradición local, al encuentro entre el   —168→   gusto del poeta y del público, a exigencias históricas, en definitiva, más que a principios abstractos o a modelos impersonales de perfección.

A partir del verso 157, Lope desarrolla una serie de preceptos, enunciados con el tono de afables consejos, que representan las principales características de la comedia española, ante todo la de la variedad del tema, que mezcla reyes y plebeyos (vs. 157-158) y lo trágico y lo cómico (vs. 174-175),


que aquesta variedad deleita mucho.


(v. 178)                


A continuación, Lope sostiene la oportunidad de la unidad de acción y de una variedad que no resbale hacia lo episódico (vs. 181-185), y se advierte claramente que la justificación del precepto -si podemos llamarlo así- es inherente a la búsqueda de un teatro que se organiza como acción, y no deriva del escrúpulo de respetar un canon. Confirma esto la escasa atención que dedica a la unidad de tiempo (y vuelve a aflorar el tono chancero: como ya se ha perdido el respeto a Aristóteles, se le puede seguir perdiendo al transgredir este consejo suyo [vs. 189-190]) y el precepto de la unidad de lugar. En otros términos: el tiempo es vinculado a la acción, la cual, aunque unitaria como conviene que sea, puede desarrollarse -especialmente en los temas históricos- en un período extenso; ello evita a Lope el convencionalismo inútil de fijar términos precisos; de lo cual saca una nueva y humorística conclusión: si estas comedias «nuevas», que rebasan los términos de un sol (tiempo fijado por   —169→   una interpretación literal y angosta del texto aristotélico), no gustan,


no vaya a verlas quien se ofende.


(v. 200)                


Después, Lope desciende a consejos técnicos más menudos, deducidos de su propia experiencia como dramaturgo338: el tema debe ser escrito previamente en prosa, bien repartido en tres actos (vs. 211-212) -y con la alusión a Virués (vs. 215-218), vuelve a referirse a la tradición española, en la cual se siente instalado-; la acción ha de desenvolverse con oportuna graduación, de tal modo que, para mantener tenso   —170→   el interés de los espectadores, la solución no se presente hasta el final (vs. 234-235); la escena debe estar siempre llena y animada (vs. 240-245); tiene que haber correspondencia entre el estilo empleado por los personajes y su condición social (vs. 246-263), y siempre ha de ser próximo a la realidad, sin cultismos inútiles (vs. 264-268); el comediógrafo debe cuidar la caracterización psicológica de los protagonistas, ofreciendo así al actor la posibilidad de encarnar su personaje con verosimilitud (vs. 269-276). Y esto, aunque la acción se aparte de la realidad cotidiana, como en el caso del disfraz varonil de las mujeres, que place por ser excepcional, con tal de que sea verosímil, no imposible (vs. 281-285). El poeta ha de saber, además, engañar al público en el desarrollo de la trama, para que la solución produzca sorpresa (vs. 302-304). Lope desciende también a tratar problemas específicos de técnica literaria, aconsejando el uso de determinados sistemas métricos en función del contenido (vs. 305-312), el empleo de algunos recursos retóricos en el verso (vs. 313-318), y de un sabio hablar equívoco (v. 323) que constituye un oportuno engañar con la verdad; o bien afronta el problema de los contenidos, sugiriendo los que más interesan al público:


Los casos de la honra son mejores,
porque mueven con fuerza a toda gente;
con ellos, las acciones virtuosas,
que la virtud es dondequiera amada.


(vs. 327-330)                


Siguen consejos sobre las dimensiones de la comedia (vs. 338-340): sus límites deben ser soportables por   —171→   el público; sobre la prudencia en el manejo de la sátira, porque aquel que


      infama
ni espere aplauso ni pretenda fama;


(vs. 345-346)                


para volver después al tema inicial de su personal e irónica modestia, que llega a la confesión de culpabilidad: ha dado preceptos de bárbaro (v. 363), dejándose llevar de la vulgar corriente (v. 365), por donde, en el extranjero, adquirirá fama de ignorante (v. 366).

Pero inmediatamente, con eficaz contraste, estampa la consciente afirmación de su propio valor, enunciada con imprevista severidad:


sustento en fin lo que escribí.


(v. 372)                


Lope conoce el valor de su teatro, y sabe que las 483 comedias que lleva compuestas hasta aquel momento son válidas tal como son, y así han gustado a su público, que ha sabido encontrar en ellas la realidad varia y compleja de la vida:


Que en la comedia se hallará de modo
que, oyéndola, se pueda saber todo.


(vs. 388-389)                


Terminado este examen del Arte Nuevo, parece que han aflorado algunos motivos dignos de ser expuestos aquí con particular relieve. En primer lugar, el claro reconocimiento, por parte de Lope, de la existencia   —172→   de una tradición teatral española que le ha precedido (no faltan las menciones explícitas de autores, como Lope de Rueda, Virués y Miguel Sánchez, y el implícito recuerdo de Timoneda, editor de Lope de Rueda [vs. 65-661])339. Pero es consciente de los límites y vacilaciones de aquella producción, y sabe que la ha superado con una obra artística más profunda y valiosa. Falta, por el contrario, la polémica contra un activo teatro clasicizante, que, por lo demás, no existió nunca en España, y del cual Lope no parece tener ni siquiera noticia exacta de cómo podía ser, ya que, como ejemplo de obras que siguen el arte antiguo, cita los entremeses de Lope de Rueda (vs. 71-73)340. Fue la crítica del setecientos, por particulares exigencias polémicas, la que sugirió la idea de una oposición entre teatro regular y teatro lopesco, hasta el punto de erigir en campeón del primero al propio Cervantes; o hasta afirmar la existencia de una «tragedia» española clásica del quinientos, en oposición a la comedia nacional y moderna. Y como, en parte, esa idea fue acogida por la historiografía posterior, hasta nuestros días341, parece oportuno aquí manifestar que la polémica de Lope de Vega apunta exclusivamente contra los teóricos pedantes que discuten académicamente acerca de cómo debe ser el teatro, sin preocuparse de su real comunicabilidad con el público; Lope, por el   —173→   contrario, desea ser intérprete, con su teatro, de muy precisas exigencias del momento; no persigue un abstracto ideal de perfección, sino que se vuelve hacia el pasado inmediato, para continuarlo y renovarlo.

En segundo lugar, debe ponerse de relieve el firme reconocimiento del valor literario de la comedia, no entendida como puro espectáculo o juego mímico, sino ligada a una personalidad creadora, que no obedece al puro instinto (naturaleza), sino a una norma artística interior (arte): concepto que Lope repite a menudo a lo largo de toda su obra. Bastará citar dos pasajes particularmente claros, a este propósito: El arte poético, aunque es verdad que tiene principio de la naturaleza, ¿qué bárbaro no sabe que el arte la perfecciona?342,


Que si arte y natural juntos no escriben,
sin ojos andan y sin alma viven343.


Es absoluta la oposición de Lope a la norma racionalmente abstraída de modelos o derivada del principio de autoridad, al modo del aristotelismo académico, vivo aún en su tiempo. Sin embargo, algunos postulados fundamentales del pensamiento estético de Aristóteles habían sido incorporados por el propio Lope (por ejemplo, los de la verosimilitud, unidad de acción, decoro de los personajes), y constituían las bases para el desarrollo de una nueva y personal articulación artística. Por lo demás, la actualización del aristotelismo, fuera del rigorismo interpretativo típico,   —174→   sobre todo, de los italianos, es característica de toda la cultura estética española entre el quinientos y el seiscientos. Para permanecer dentro del campo de la estética teatral, el Pinciano, por ejemplo, no se muestra absolutamente rígido en el precepto que prefiere la tragedia en cinco actos a la de tres; sobre el tema, sentencia: Cada uno puede sentir como quisiere, que la cosa no es de mucha esencia344; Cascales, que se muestra rígidamente aristotélico en las Tablas poéticas, considerando las comedias hermafroditos, unos monstruos de la poesía345, escribirá más tarde una Epístola al mismo Lope, en defensa de las comedias y representaciones dellas346; y en González de Salas, el aristotelismo adquiere decididamente un nuevo significado, en plena armonía con la cultura que, posteriormente, recibirá el nombre de barroca347.

En tercer lugar, queriendo precisar más claramente la actitud de Lope de Vega, parece necesario subrayar que él cree en una norma interna de la obra de arte, hallada por el artista mismo. El suyo no es puro empirismo, como quizá demasiado a menudo se ha afirmado, no es tanto aquel naturalismo acogido a ideas platónicas de que habla Menéndez Pidal348 cuanto   —175→   una consciente reelaboración de algunos temas aristotélicos (los de lo verosímil y el didascalismo estético, sobre todo), coincidentes con algunas exigencias de la vida política, social, religiosa de su tiempo. De allí nacía una concepción de la poesía más «realista» y una mayor concentración en la organización subjetiva de la obra de arte; ello explica el acentuado valor dado a la retórica, como instrumento técnico fundamental de la expresión. No cree -al modo renacentista- en el discurso incontrovertible, en la linealidad de la perspectiva artística, sino que se da cuenta de que el deber del discurso consiste en someterse, casuísticamente, a un esfuerzo de persuasión, y que el arte no tiene una polaridad única, sino que ha de tener en cuenta al público, con sus gustos y sentimientos. Esto es, no se trata de un splendidum otium, sino que desempeña una amplia función social: los literatos serán así pocos todavía, y estarán en una posición privilegiada a condición de que sepan dirigirse desde lo alto a un vasto público, y hacerse intérpretes de exigencias que no sean exclusivamente subjetivas.

El teórico no podrá dar, por tanto, más que consejos técnicos (es justamente lo que hace Lope, aunque se han tomado como consejos generales, por pura y simple empiria) con la conciencia de su valor relativo; no enunciará nunca principios absolutos, será siempre el ingenio del poeta el que dé forma nueva y mejor a la naturaleza349.

  —176→  

El examen del Arte Nuevo conduce a una última observación. Se refiere al «contenido» propio de la comedia: Lope se limita (vs. 327-330) a subrayar sólo algunos argumentos que juzga más apropiados, por cuanto son más gratos al público, como son los de la honra y la virtud. Estamos siempre al nivel de una poética que, preocupada por el valor de la «comunicación», se dirige, sobre todo, a la conquista y persuasión del público. Esto se logra con la presentación escénica de cualquier argumento, ya de origen histórico o legendario, ya puramente literario o que, sin más, se inspire en la vida de todos los días (y es expediente destinado a excitar de continuo la curiosidad del público, al cual debía interesar particularmente el verse retratado, o encontrar en la escena temas y personajes ya conocidos por él a través de las leyendas, los romances, los libros de caballería, la historia, etc.); o bien, con la interpretación de esos mismos motivos, según una problemática esencialmente psicológica y de casuística moral, que es la problemática más cercana a la condición humana e histórica del público: el variado mundo de los afectos, en dramático contraste con la exigencia del respeto a un código moral, religioso y civil, rigurosamente definido. En otros términos, no es que Lope proponga temas que sean resultado de una personal y original meditación filosófica (de aquí las tantas veces subrayada ausencia de una problemática profunda, universalmente humana), sino que, en el ámbito de un sistema ideológico constituido y firme, respetuoso con los fundamentales   —177→   principios morales, religiosos y civiles de la España de su tiempo, presenta una galería de personajes, los cuales, en lucha con sus pasiones, se mueven dramáticamente para la realización y el triunfo de aquellos principios mismos. Lope hace así suyo el concepto típicamente contrarreformista de un arte que representa, en forma deleitosa, determinadas verdades al pueblo, y cumple de ese modo el precepto de enseñar divirtiendo. Justamente esta preocupación «barroca» por el público y este esfuerzo de comunicación con él es lo que puede explicar que la crítica tradicional, especialmente la romántica, haya considerado a Lope poeta «popular» o lo haya elevado, sin más, hasta representar la conciencia de su gente, a través de un proceso de deformación, movido por inducciones sustancialmente nacionalistas.

Una lectura inteligente del Arte nuevo conduce también a esto: a comprender claramente que el teatro de Lope corresponde a una precisa realidad histórica; no se confunda, por ello, el barroco con el romanticismo, no se haga de Lope una expresión ingenua e impersonal de una colectividad metahistórica, no se disuelva a Lope en un mito extrapoético.

Visto en su exacta perspectiva histórica, Lope se nos aparece como poeta y dramaturgo culto, consciente del lugar eminente que la sociedad de su tiempo concede a los literatos y artistas que, sin turbar el sistema ético, religioso, social y político constituido, antes bien, reforzándolo, adoptan una función de guía moral de la opinión pública (particularmente realizable a través del teatro).

  —178→  

En cuanto al Arte nuevo, se nos muestra como un garboso sermo horaciano, que contiene una elegante y socarrona sátira de los pedantes, sugerida a Lope por la conciencia segura del valor que posee su obra teatral, apoyada en una ironía cuya finura constituye la última prueba, si fuera necesaria, de que el autor no fue un espíritu lego, sino un ingenio de primera magnitud.



 
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