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ArribaAbajoLo cómico y lo grotesco en el «Poema de Orlando» de Quevedo

La crítica sobre la poesía barroca española se ha centrado, durante años, en el problema culteranismo-conceptismo. Desde la afirmación de Menéndez y Pelayo en su Historia de las ideas estéticas (capítulo IX): «Nada más opuesto entre sí que la escuela de Góngora y la de Quevedo, el culteranismo y el conceptismo», hasta la de Alexander A. Parker: «El culteranismo me parece ser un refinamiento del conceptismo, ingiriendo en él la tradición latinizante»29, subrayada años después por la de Fernando Lázaro Carreter: «El culteranismo aparece como un movimiento radicado en una base conceptista»30, el punto de mira y el de apreciación de ambas manifestaciones ha variado fundamentalmente.

En ese lapso hay que situar algunos hitos de importancia que han tenido la virtud de acercar estas dos maneras expresivas hasta llegar a hallar en ellas importantes coincidencias sustanciales. Sin olvidar la afirmación, negativa por cierto,   —78→   pero igualadora, de Antonio Machado en su Juan de Mairena (1936): «son dos expresiones de una misma oquedad», el primer intento por encontrar un común denominador para ambas manifestaciones es el breve artículo de Ramón Menéndez Pidal, «Oscuridad, dificultad entre culteranos y conceptistas»31; en él afirma: «Oscuridad, arcanidad, es principio que aparece como fundamental en la teoría del culteranismo y del conceptismo, estilos al fin y al cabo hermanos».

Además de la oscuridad, de la arcanidad, puede señalarse un segundo denominador común a la poesía tanto culterana como conceptista: la preocupación por la palabra en sí, por el verbo en acto creador. En Góngora la palabra eleva la naturaleza y el mundo cotidiano a una esfera casi mágica; la metamorfosis se opera en el significante, no en el significado. Es el poder evocador y taumatúrgico de la palabra el que transfigura en su verso el mundo de todos los días, la realidad conocida. No son las cosas o los seres los que convocan las palabras; son las palabras, sólo las palabras, las que convocan en el espíritu del poeta y en el nuestro los elementos constitutivos de ese universo refulgente.

En Quevedo, el poder creador de la palabra, en sentido inverso, se densifica hasta dar a la lengua una corporeidad casi física. La palabra no golpea sólo nuestra inteligencia, sino nuestros sentidos, y la sentimos palpitar como un ser vivo. La palabra tiene en Quevedo una densidad casi tangible, y la expresión parece modelada en materia consistente, que se dinamiza hasta el vértigo. En ciertos momentos la palabra afirma en forma tan terminante su individualidad, que la sentimos desligada, como desprendida del pensamiento, actuante por sí misma, como un arma o un cuerpo que el autor arroja con su mano. Tal, por ejemplo, en el Cuento de cuentos.

Oponiéndose a esta prioridad de la palabra sobre el pensamiento, a esta fe en la palabra en cuanto tal, en la palabra   —79→   como ente casi corpóreo y autónomo, Cervantes indica en el Prólogo a la primera parte del Quijote cuál es, para él, la misión de la palabra: dar «a entender vuestros conceptos sin intricarlos y escurecerlos». Y Lope de Vega, en la Epístola a don Francisco de Herrera Maldonado, incluida en La Circe (1624):


«Con la sentencia quiero que [el poeta] me espante
de dulce verso y locución vestida».


(vv. 289-90)                


Para Cervantes y Lope la palabra está al servicio del pensamiento.

En las preocupaciones de la crítica sobre el problema expresivo del siglo XVII español queda generalmente al margen la consideración de esta tercera forma apuntada por Cervantes y Lope: la forma natural. Sin embargo, para los hombres del siglo XVII, las divergencias se plantearon solamente entre poesía natural o clara y poesía oscura. Y no fueron los nombres de Góngora y Quevedo los llevados al campo polémico, como hace Menéndez y Pelayo, sino los de Góngora y Lope de Vega. Quevedo, por su parte, se consideró siempre seguidor en grado superlativo de las banderas de Lope: «Y Lope de Vega a los clarísimos nos tenga de su verso», dice al final de la Aguja de navegar cultos. También la crítica de los contemporáneos, generalmente sagaz, buscó divergencias antagónicas entre los estilos representativos de la poesía de entonces32.

Sin embargo, la caracterización de las manifestaciones artísticas de un determinado momento de la cultura debe necesariamente buscar puntos de contacto y no de divergencia. No es   —80→   en el patrón lingüístico donde se encontrará el denominador común de la poesía barroca española, aunque la preocupación por la lengua alcanzó entre los escritores de entonces niveles extraordinarios nunca superados. Se da en otros aspectos, por ejemplo: 1) el gusto por la poesía de tipo popular tradicional, que implica la revaloración del octosílabo (baste recordar el cultivo del romance artístico por todos los grandes escritores del período); 2) el desdén por los límites estrictos que la preceptiva clásica exigía a los géneros (las Soledades, por ejemplo, mezclan lo épico narrativo con lo lírico); 3) la abolición de la teoría de los estilos, que permite la mezcla de lo sublime no sólo con lo humilde sino con lo despreciable, lo coprológico y lo obsceno33; 4) la literatura como parodia de la literatura: Góngora, Quevedo, Lope y otros escritores menores (para referirnos sólo a la poesía) parodian en distintos grados las fábulas mitológicas, los poemas caballerescos italianos, la epopeya clásica.

Los puntos 3) y 4) dan lugar al cultivo de la gran literatura cómica y paródica, la literatura como juego, cuya importancia en el siglo XVII alcanzó notables contornos, y produjo obras tan representativas como La Gatomaquia de Lope de Vega, la Fábula de Píramo y Tisbe de Góngora, y el Poema heroico de las necedades y locuras de Orlando el enamorado de Quevedo. Aún no han sido sistemáticamente estudiados los elementos de lengua y estilo que estos escritores manejan en la creación de sus poemas paródicos. Nuestro trabajo procura, modestamente, ordenar algunos de los materiales que se dan en el Poema de Quevedo.


El «Poema de las necedades y locuras de Orlando el enamorado»

Es, entre las grandes obras cómicas que nos ofrece la   —81→   literatura del Siglo de Oro, la que se adentra más en el campo de la parodia y la que ofrece tanto en el lenguaje como en el estilo un grado mayor de estilización y virtuosismo. El arte de Quevedo, fuertemente intelectual, responde a su visión deformante y degradadora del mundo y del hombre; es arte que no imita la naturaleza (lo cual no quiere decir que sus elementos no le sean proporcionados por la observación directa); sus contactos con la realidad son frágiles y sutiles, y de esta débil relación nace el efecto sorprendente y grotesco. Grotesco es la palabra clave del arte del Orlando. Lo fundamental en el grotesco es la creación de monstruos, de naturalezas mixtas, híbridas, logradas mediante mezclas extravagantes de cosas que en sí mismas no tienen relación alguna, de elementos que provienen de campos totalmente distintos. El mundo del grotesco es peculiar y se rige por normas estéticas peculiares, que nada tienen que ver con los cánones de la belleza, y que tienden a la degradación y a la parodia. En este mundo degradado y paródico, la figura animal se mezcla con la humana, lo vivo con lo inorgánico e inerte.

Quevedo intuye, posiblemente por la observación y la interpretación de obras pictóricas (ténganse en cuenta sus indudables afinidades con el Bosco), las leyes del grotesco, y las aplica a la literatura. En buena parte de su obra satírica tanto en verso como en prosa (recuérdense los últimos Sueños, el Discurso de todos los diablos y La hora de todos) se advierten intentos de aplicación de las normas del grotesco; pero en el Orlando, sistematizadas con clarividencia sorprendente, logran el buscado y estremecedor efectismo. Tres siglos después Valle Inclán hablará de someter la deformación del mundo a una matemática perfecta: «Mi estética actual es transformar con matemática de espejo cóncavo las normas clásicas. Hay que deformar la expresión en el mismo espejo que nos deforma las caras y toda la vida miserable   —82→   de España», dice en Luces de bohemia. No otra cosa ha hecho Quevedo mucho antes de que la crítica de arte estableciera las normas fundamentales del grotesco34.

Quevedo compone sus monstruos tanto con los elementos del lenguaje como con los del mundo fantasmal que describe mediante ese lenguaje, que es, en sí mismo, también grotesco y fantasmal. Por esto es necesario distinguir desde el comienzo lo cómico y grotesco que crea el lenguaje, y lo cómico y grotesco que expresa el lenguaje. Lo primero, lo cómico verbal, es intraducible y a veces incomprensible. La palabra o la expresión cobran fuerza cómica independiente; pero lo cómico verbal está al servicio de la interpretación caricaturesca del mundo. Quevedo utiliza, pues, el lenguaje en ambos sentidos: como creación grotesca y como expresión de un mundo grotesco, de un mundo que él ve de una manera peculiar y caricaturesca.

El Poema de Orlando es, como ha visto Emilio Alarcos35, una obra de estilos entrecruzados, es decir, una obra en que el estilo sublime y el humilde o grosero se dan por lo general alternativamente. Ya señalamos que este carácter, la mezcla de estilos, es común a la literatura barroca y se advierte hasta en los grandes y muy serios poemas gongorinos; pero su intensificación,   —83→   por los efectos contrastantes y sorprendentes que produce, es elemento fundamental de la literatura cómica. Al estilo culto, presente especialmente en la descripción de la belleza de Angélica y del paisaje, convencionales ambos, corresponde el léxico latinizante, las citas mitológicas, las metáforas manieristas y el majestuoso estatismo descriptivo. Al estilo jocoso corresponden recursos idiomáticos creadores de comicidad y grotesco, y recursos estilísticos creadores, también, de comicidad y grotesco.

Nuestra atención en este trabajo está dirigida casi exclusivamente al estilo jocoso y a sus medios expresivos, tanto idiomáticos como estilísticos.




1. Recursos idiomáticos creadores de comicidad y grotesco

Para un mejor entendimiento, comenzaremos por clasificarlos:

  • 1.1. Aplebeyamiento lingüístico
    • 1.1.1.Uso de vulgarismos, frases proverbiales y voces de germanía.
    • 1.1.2. Creación idiomática de intención jocosa y significativa.
  • 1.2. Enlaces imprevistos y sorprendentes
    • 1.2.1. Enlace de elementos nominales
      • 1.2.1.1. Enlaces en el plano de lo real
      • 1.2.1.2. Enlaces abstracto-concretos
      • 1.2.1.3. Grupos sintácticos nominales
    • 1.2.2. Enlaces de verbos con complementos sorpresivos
  • 1.3. Juegos de palabras
    • 1.3.1. Paronomasias
    • 1.3.2. Dilogías
  —84→  
1.1. Aplebeyamiento lingüístico


1.1.1. Uso de vulgarismos, frases proverbiales y voces de germanía

Es recurso muy usado por Quevedo, no sólo en el Orlando y en la poesía satírica, para conseguir efectos cómicos y sorprendentes. Conocida es la aversión de Quevedo hacia los vulgarismos y las frases proverbiales, los bordoncillos, que procura reunir y ridiculizar desde sus primeras obras36. En el Orlando alternan con las expresiones del estilo culto, a veces en forma sucesiva, a veces en promiscua mezcla. Veamos un solo ejemplo: Orlando está ansioso porque amanezca, para salir en busca de Angélica, y


   «Más lucha que descansa con el lecho:
vuélvele duro campo de batalla;
con el desvelo ardiente de su pecho
a sí mismo se busca y no se halla;
y dice: "El sol y el día, ¿qué se han hecho?
¿Quieren dejar al mundo de la agalla?
¿Háseles desherrado algún caballo,
que no relinchan a la voz del gallo?"»


(II, 88)37.                


A la reminiscencia petrarquesca («e duro campo di battaglia   —85→   il letto») y a la alegoría del carro del sol, se unen, en ridícula amalgama, expresiones vulgares y ordinarísimas.

La lista de frases proverbiales y vulgarismos usados en el Orlando es muy extensa. Quevedo pareciera utilizar con deleite cuanta palabra y expresión vulgar, escatológica o procaz registra su amplísimo vocabulario. Cuando la índole del asunto resulta incitante, las amontona: así en la descripción de los gigantes (I, 50-54), o al aludir a las consecuencias del banquete en los ahítos comensales (I, 45-49), o en la urgencia de Ferragut exigiendo la entrega de Angélica:


   «Daca tu hermana u daca la asadura:
escoge el que más quieres destos dacas;
tu cuñado he de ser, u sepultura,
y los gigantes he de hacer piltracas».


(II, 26)                


o en su rápida victoria sobre los gigantes:


   «Sin parar ni decir oste ni moste
tal cuchillada dio en la panza a Urgano
que, aunque le reparó con todo un poste,
todo el mondongo le vertió en el llano».


(II, 33)                


Veamos algunos ejemplos de frases proverbiales:

  • *a trochimochi (I, 2)
  • *embocar la musa (I, 4)
  • *darse a los demonios (I, 13, 111) o a los diablos (I, 44; II, 3)
  • *escoger a moco de candil (I, 15)
  • *a puto el postre (I, 18)
  • *hacerse añicos (I, 38)
  • echar la contera (I, 45)
  • *cagar el bazo (I, 47; II, 22)
  • estar en cueros vivos (I, 52)
  • no dársele a uno un higo (I, 72)
  • *dar de barato (I, 73)
  • *revolver caldos (I, 74)
  • *escurrir la bola (I, 75)
  • —86→
  • a sangre y fuego (I, 79)
  • *ponerse a tú por tú (I, 88)
  • escoger como en peras (I, 119)
  • *en volandas (I, 119, 120; II, 44)
  • *andar a la morra [al morro] (II, 1)
  • *hacerse trizas (II, 2)
  • *correr [andar] con la mosca (II, 12)
  • *dar diente con diente (II, 24)
  • arremeter como a las caperuzas la tarasca (II, 29)
  • *no decir oste ni moste (II, 33)
  • ir con espigón (II, 45)
  • dar algo sahumado (II, 52)
  • *ir [venir] respailando [raspahilando] (II, 53)
  • en un daca las pajas (II, 54)
  • *llorar hilo a hilo (II, 55)
  • dejar a buenas noches (II, 67)
  • *no cubrir pelo (II, 69)
  • estar dejado de la mano de Dios (II, 74)
  • *venir de molde (II, 76)
  • *tan poco monta [tanto monta] (II, 77)
  • poner en cobro (II, 79)
  • *dejar de la agalla (II, 88)

Las frases proverbiales marcadas con asterisco figuran, a veces con leves variantes, en el Cuento de cuentos, «donde se leen juntas las vulgaridades rústicas que aún duran en nuestra habla», cuya dedicatoria a don Alonso Mesía de Leiva está fechada en Monzón a 17 de marzo de 162638. Podemos agregar, además, algunas voces vulgares presentes en ambas   —87→   obras: abarrisco, chisgaravís, pintiparado, maridillo, enguizgar, engarrafar [desengarrafar], tabaola, chichota, murria, tirria, votoacristo, zacapella, colodrillo, etc. Y en el Orlando solamente: barriga, panza, sobacos, zancajos, nalgas, rabadilla, cornudo, morros, vomitar, etc., etc.

Las expresiones y voces coincidentes en el Orlando y en el Cuento de cuentos nos confirman en la idea de que Quevedo, a lo largo de su producción, se aficiona a distintos repertorios. Es evidente que el de estas dos obras es el mismo en lo que respecta a los vulgarismos. Por el contrario, el catálogo de los bordoncillos registrados en su Premática del 1600 demuestra que, excepto colodrillo, ningún otro coincide con los del Orlando. Tal vez el rastreo de estos repertorios en la obra satírica de Quevedo ayude a establecer la cronología de tanto poema aún no fechado39. Y si los repertorios lingüísticos del autor varían con los años, lo mismo ocurre con los procedimientos estilísticos40.

La lista que hemos dado de vulgarismos usados en el Orlando   —88→   puede ampliarse notablemente; creemos, sin embargo, que los ejemplos son suficientes para destacar esta tendencia lingüística de la obra.

Dentro del afán por vulgarizar la lengua, podemos considerar el aporte de la germanía, que es limitado, no sólo en el Orlando, sino en toda la obra de Quevedo, incluidas sus jácaras, donde el repertorio germanesco manejado es poco numeroso. En el Orlando señalamos apenas el uso de las voces gurullada "tropa de corchetes y alguaciles" aplicada a la reunión de los paladines (I, 48), hojarasca "espada" (II, 29), canario "el que canta [confiesa] en el tormento" (I, 40), y posiblemente guadramaña, voz híbrida usada dos veces por Quevedo (I, 52 y II, 57) con intención obscena41.




1.1.2. Creación idiomática de intención jocosa y significativa

Quevedo manifiesta a través del tiempo una creciente tendencia a la formación de monstruos idiomáticos, vocablos o expresiones híbridas, cuyos elementos pertenecen a voces distintas o simplemente parodian expresiones cristalizadas existentes. Aquí también se manifiesta el dinamismo creador de Quevedo, que se resiste a aceptar una lengua anquilosada,   —89→   buscando con estos entes de creación puramente intelectual una correspondencia con el mundo de monstruos por él también creado. En un vocablo híbrido reúne, condensándolas, las características que le interesa subrayar en el ente creado por su fantasía. Emilio Alarcos García ha analizado en un excelente estudio42 los procedimientos seguidos por Quevedo en la formación de estos neologismos que la lengua general no ha incorporado porque pertenecen exclusivamente al ámbito mental y lingüístico del poeta y a su manera peculiar de ver el mundo.

Nos limitaremos a registrar algunas creaciones idiomáticas del Orlando sin pretender sistematizarlas.

El diablo y el infierno le inspiran una buena cantidad:


   «No bien la reina del Catay famosa
había dejado el gran palacio, cuando
Malgesí, con la lengua venenosa,
todo el infierno está claviculando;
todo demonichucho y diabliposa
en torno de su libro está volando;
hasta los cachidiablos llamó a gritos
con todo el arrabal de los precitos».


(I, 83)                


En la expresión clavicular el infierno "convocar los espíritus infernales" el verbo creado, clavicular, alude a la Clavicula Salomonis, obra de hechicería atribuida a Salomón43; hallamos   —90→   además los neologismos demonichucho (formado con elementos de demonio y avechucho), diabliposa (de diablo y mariposa, es decir, "diablo que vuela"); más adelante usará el verbo diablar (I, 110) y su contrario desendiablar (I, 88), y el superlativo diablísimo (I, 120), siguiendo la tendencia quevediana de sustantivación en grado superlativo, como judísimo (I, 5)44. Los moriscos son vendesteras (I, 8) y los franceses vendepeines (I, 3); desviñar (I, 48) es "vomitar el vino"; calvarse "raparse" (II, 43) es lo mismo que chamorrarse (ídem); un converso casado con una vieja no es «cristiano viejo», sino viejacristiano (I, 6); Galalón, el medraenredos (I, 74), ahíto de comida, dispara contrapebetes45 (I, 50); desgalalonar los paladines (I, 47) es "librarlos del traidor Galalón"; Astolfo es monjoso "melindroso como una monja" (II, 7); zurdería (I, 24) es el sustantivo abstracto formado sobre la cualidad de zurdo, etc.

Más importante resulta la creación de expresiones formadas a veces sobre esquemas dados como una manera de revitalizar, de dinamizar giros, idiotismos, frases proverbiales46. Veamos algunos ejemplos:

  • -Angélica es doncellita andante (sobre el esquema «caballero andante») I, 1.
  • —91→
  • -las musas son virgos monteses («gatos, ciervos, cabras monteses») I, 4, porque viven en el Monte Parnaso.
  • -cámaras de Judas («cámaras de sangre») I, 39.
  • -indios tapados de medio ojo («mujeres tapadas de medio ojo») I, 15, es decir, con taparrabos.
  • -cumbres atapadas de medio ojo («mujeres tapadas de medio ojo») II, 6, es decir, semiocultas al declinar el día.
  • -no saber lo que se diabla («no saber lo que se tiene, se quiere», etc.) I, 110.
  • -salir a sangre y fuego («entrar a sangre y fuego») I, 79.
  • -flujo de sol («flujo de sangre») I, 55.
  • -llorar a cántaros («llover a cántaros») I, 84.
  • -andar a caza de difuntos («andar a caza de grillos, gangas», etc.) I, 3.
  • -en dos santiamenes («en un santiamén») I, 120.
  • -repicar a zorra («repicar a fiesta») I, 3047.
  • -marido en pena («alma en pena») II, 69.
  • -tambor en cueros («persona en cueros») I, 26.
  • -ceñir los ojos («ceñir la espada») II, 85.
  • -llanto costurero (derivado de la expresión «llorar hilo a hilo») II, 55.

En resumen: el aplebeyamiento lingüístico es el primer gran paso hacia la consecución del objetivo que el autor se propone alcanzar en el Orlando: la creación de una lengua que lleve implícita y en acción la esencia de lo cómico y lo grotesco.






1.2. Enlaces imprevistos y sorprendentes


1.2.1. Enlaces de elementos nominales

Pese a la riqueza que las listas anteriores revelan, no es la creación idiomática lo que más sacude nuestra atención. La lectura de los poemas satíricos, los Sueños, el Discurso de   —92→   todos los diablos y La hora de todos demuestra que, con el paso del tiempo, se intensifica de manera notable la capacidad de enlazar, en una sola expresión, elementos nominales que provienen de planos mentales diversos o que, perteneciendo al mismo plano, están muy alejados entre sí48. Llaman la atención los enlaces de elementos que pertenecen ambos al campo de la realidad, y los enlaces mixtos con elementos provenientes del campo real y del conceptual. Estos enlaces abstracto-concretos adquieren, especialmente, una espectacular realización en el Orlando. Comparaciones, metáforas, hipérboles, suponen casi siempre un salto del ingenio entre elementos disímiles, con lo cual Quevedo logra el asombro de sus lectores. Del contraste de los elementos enfrentados y del «concepto» así elaborado, surge la comicidad. Quevedo fuerza la expresión hasta los límites del absurdo. Helmut Hatzfeld, en su estudio sobre la lengua del Quijote49 utiliza reiteradamente para casos similares la expresión de Dibelius «la congruencia de lo incongruente» que nos parece significativa. Quevedo, como buen conceptista, se deleita en la conciliación de lo antitético, verdadero juego del ingenio, alarde sorprendente de audacia y versatilidad imaginativa.


1.2.1.1. Enlaces en el plano de lo real

Cuando el comparativo de igualdad se expresa por un enlace de dos términos pertenecientes al plano de lo real, éstos están tan distanciados lógicamente que su relación resulta extralógica; este procedimiento da a la hipérbole tal desmesura que provoca comicidad. Ejemplos:

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  • -el pequeño Astolfo sobre el soberbio caballo es como «lobanillo en cholla de hombre gordo» (II, 12).
  • -la boca de Ferragut «como olla que se sale / hirviendo, espumas derramó rabiosas» (II, 35).
  • -el pelo jacerino ("duro") de Ferragut es como «una peña adiamantada» (II, 49).
  • -Ferragut «cual pelota de viento dio caída / para saltar con fuerza más crecida» (II, 27).
  • -Ferragut rapado quedará «como perro chino» (II, 43)50.
  • -el tocino «como corito en piernas» (I, 33)51.

A veces la comparación de igualdad se resuelve en identidad de dos términos, ambos del plano de la realidad:

  • -los dedos de Ferragut son «manojos de abutagados sapos» (II, 56).
  • -el esmirriado Astolfo es «un alfiler armado» (II, 7).
  • -el caballo Rabicán parece «una endrina con guedejas» (I, 86); sus agudas orejas son «pico de gorrión» (ídem).

En algunos casos la violencia de los enlaces se intensifica aún más por la supresión de nexos, encabalgando dos sustantivos en aposición:

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  • -un cornudo muerto en la hoguera es «chicharrón cuclillo» (I, 7).
  • -Astolfo es, por lo flaco, «hombre astilla» (II, 14).
  • -el moro Ferragut es «ánima zancarrón» (II, 54)52.

y otras como «cuerpo broma» (II, 54), «hombre tentación» (II, 55), «miembros ganapanes y guiñapos» (II, 56), etc.




1.2.1.2. Enlaces abstracto-concretos

La forma extrema de la congruencia de lo incongruente está representada por los enlaces abstracto-concretos. De ellos nace un humorismo cuya base es el contraste; chistes de laboriosa elaboración intelectual, en que está ausente la visualización, tan fuertemente característica de Quevedo y presente siempre en el caso de los enlaces de elementos reales. En el Orlando este tipo de enlaces es muy frecuente53.

  • -Angélica «deja con solo su mirar travieso / a Carlos sin vasallos y sin seso» (I, 59).
  • -los extremeños son «bien cerrados de barba y de mollera» (I, 21).
  • -los andaluces van «cargados de patatas y ceceos» (I, 22).
  • —95→
  • -Angélica, al ver en peligro la vida de su hermano, «previno llanto y luto» (II, 50).
  • -Apolo es «el madrugón del cielo amodorrido» (II, 6).
  • -Ferragut es «un demonio con gestos de Ganasa» (II, 54)54.

Cuando el enlace abstracto-concreto expresa una comparación de superioridad Quevedo disloca aún más el pensamiento lógico:

  • -Galalón es «más traidor que las tocas de viudas» (I, 2).
  • -un caballo es «más manchado que biznieto de moros y judíos» (II, 25).
  • -el arnés está «más conjurado que las habas» (I, 87).
  • -los italianos venían «más preciados de Eneas que posones» (I, 23)55.
  • -don Hez es «más infame que azote de verdugo» (I, 40).
  • -el gigante es «más largo que paga de tramposo» (II, 31).
  • -cada esquina del bullicioso París era «pandorga de don Juan de Espina» (I, 26)56.
  • —96→
  • -el ojo turbio del caballo Rabicán está «más revuelto que yerno con su suegro» (I, 86).



1.2.1.3. Grupos sintácticos nominales

La distorsión del pensamiento lógico se produce especialmente en las construcciones de sustantivo + adjetivo, y de sustantivo + preposición + sustantivo. Las primeras implican el problema de la adjetivación, riquísima y desconcertante: llanto costurero (II, 55), abutagados sapos (II, 56), figura rabiosa y estupenda (II, 54), dientes entoldados "sucios" (II, 56), demonio bayo (I, 106), greña descomulgada (I, 7), magancesas carnes crudas (I, 39), etc. Sin embargo, el segundo tipo de construcción nominal resulta aún más efectista. Veamos algunos ejemplos:

  • -Malgesí tiene «barbazas de cometa» (I, 106) y su caballo «clines de cabo de cuchillo» (ídem).
  • -la dura pelambrera de Ferragut es «greña de cal y canto» (II, 51); por esto Angélica se espanta de ver su «testa de argamasa» (II, 54).
  • -Rabicán, el caballo de Argalía, tiene «de barba de letrado las cernejas, / de cola de canónigo las clines» (I, 86).
  • -la cabeza del gigante Argesto es «un bosque de greña yerta» (II, 34).
  • -Ferragut tiene los dientes entoldados con «harapos de pan mascado» (II, 56).
  • -la de Astolfo es «voz de títere indispuesta» (II, 9).
  • -los sones del cuerno de Ferragut son «todas las carrasperas del infierno» (II, 23).




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1.2.2. Enlaces de verbos con complementos sorpresivos

Por lo general, estos complementos inesperados dependen de un verbo de movimiento y contribuyen a provocar impresión de dinamismo. Amédée Mas ha estudiado detenidamente este aspecto, analizando los que él llama «movimientos naturales» y «movimientos artificiales» del estilo de Quevedo57, a quien considera el artista del movimiento. De aquí su tendencia a subrayar en el retrato los gestos y actitudes. Su pupila capta el movimiento y su mente lo acelera: «L'oeil de Quevedo fonctionne comme un accélérateur et un amplificateur du mouvement» (p. 224).

La predilección por verbos que expresan acciones violentas a los cuales acopla complementos totalmente inesperados, que generalmente expresan reposo, es, por su contraste, un recurso de sorpresa y comicidad. Abundan en el Orlando verbos como arremeter y arremeterse, envainar y desenvainar, injertar, embutir, bullir, hervir, chorrear, introducir, descerrajar.

Los acoplamientos de verbos de movimiento con complementos estáticos obedecen a un complejo proceso intelectual y a la tendencia conceptista del arte de Quevedo, tan relevante y significativa en el Orlando. Su mente se deleita, como observa Mas, en sustituir el orden natural por el artificial; esta tendencia es general a su espíritu: baste recordar, en otro plano bien distinto, cómo subraya reiteradamente en su poesía amorosa la convivencia de fuego y agua, y cómo «nadar sabe mi llama la agua fría / y perder el respeto a ley severa». Este impulso a «perder el respeto a ley severa» es muy característico de su arte y de su pensamiento.

Con frecuencia tiende a convertir verbos intransitivos (brotar, sudar, etc.) e impersonales (granizar, amanecer, llover, etc.) en transitivos y pronominales. Veamos a continuación varios casos de sorpresivos enlaces de verbo y complemento:

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  • -adargarse con los cogotes (I, 50)
  • -anegarse [el mar] en diablos (I, 118)
  • -brotar hornos ardientes por los ojos (II, 68)
  • -cernir el cuerpo en desgarrones (I, 37)
  • -clavicular el infierno (I, 83)
  • -chorrear amaneceres (I, 55)
  • -chorrear prólogos de luz (I, 55)
  • -desabrochar las coyunturas [a Argalía] (II, 40)
  • -descoser y trinchar gigantes (II, 33)
  • -desgarrar jetas (I, 35)
  • -desmenuzar y chuchurrar a Argesto (II, 34)
  • -despachurrar a Urgano (II, 34)
  • -destilar [el sol] pálido el día (I, 103)
  • -devanar el cuerpo en cruces (II, 13)
  • -embutirse [la sala] de colosos (I, 54)
  • -escupir [Orlando] humo y ceniza (I, 63)
  • -espeluznarse el monte encina a encina (II, 24)
  • -estar [Reinaldos] devanado en pringue y telaraña (I, 38)
  • -fulminar relámpagos de perlas "reír" (I, 59)
  • -granizarse [el viento] en diablos (I, 117)
  • -guiñar con los hocicos (I, 38)
  • -hablar circes y sirenas "decir mentiras" (I, 64)
  • -hacer [los ojos de Angélica] riza en las estrellas (I, 57)
  • -hervir de alcagüetas (I, 3)
  • -hervir de guitarras (I, 22)
  • -llover demonios a cántaros (I, 118)
  • -postrar cielos y rayos (I, 62)
  • -quedar [los paladines] atronados de belleza (I, 81)
  • -rechinar por los ijares (I, 63)
  • -resollar [el aire] demonios (I, 118)
  • -rezumarse de mentises (I, 38)
  • -sorber [a Angélica] con miraduras (II, 40)
  • -sudar caldo (II, 78)

La lista, no completa, es suficientemente demostrativa. Los   —99→   enlaces de verbos (generalmente de movimiento) con complementos inesperados (generalmente estáticos) producen, por su contraste insólito, sorpresa y comicidad.






1.3. Juegos de palabras

Como barroco y conceptista es Quevedo muy afecto a los juegos de palabras, verdadera acrobacia del ingenio. Cultiva limitadamente la paronomasia («más fácil que sutil», según Gracián, Agudeza, discurso 32), y en abundancia la dilogía, dificultada a veces por el zeugma. El equívoco, «ese significar a dos luces», es el resultado buscado por Quevedo con la utilización de palabras de doble acepción. Gracián considera que Quevedo fue el inventor de los «equívocos continuados», de la «conglobación de equívocos exagerados», y agrega: «Son poco graves los conceptos por equívoco, y así más aptos para sátiras y cosas burlescas que para lo serio y prudente» (Agudeza, discurso 33). En efecto, es en la obra satírica donde Quevedo les presta mayor atención. No hay en el Orlando «conglobación de equívocos» como en otras composiciones suyas58, pero algunos son bastante complicados. Para A. Mas «Quevedo est le roi du chiste, et son chiste consiste presque toujours en un jeu de mots»59. Hemos visto que el chiste en Quevedo tiene otros muchos caminos, pero el juego de palabras es quizá (especialmente la dilogía) el más complicado. Veremos algunos casos en el Orlando:


1.3.1. Paronomasias

  • -«desventuradas aventuras» (I, 1).
  • —100→
  • -«embocadas os quiero [a las musas], no invocadas» (I, 4), cuyo sentido obsceno es evidente.
  • -«no quiero yelmo, casco ni casquillo» (II, 42).
  • -«agora juegue cañas o canillas» (II, 9)60.



1.3.2. Dilogías

  • -«no me infundáis, que no soy almohadas» (I, 4)61.
  • -«y aquel ante vilísimo, mezquino / de las pasas y almendras que primero / se usó con martingalas y con gorras» (I, 33)62.
  • -Don Hez «estaba pobre, aunque le daban todos» (I, 41). Dar en su doble sentido de "donar" y "castigar".
  • -«La cocina te toca, y no la sala / pues es tu inclinación revolver caldos» (I, 74), dice Reinaldos a Galalón63.
  • -«El rey Grandonio, cara de serpiente, / barba de mal ladrón cruel y pía» (I, 24)64.
  • —101→
  • -«Sorda París a pura trompa estaba / y todas trompas de París serían» (I, 26)65.
  • -«caballo más manchado / que biznieto de moros y judíos» (II, 25).
  • -«rucio a quien no consienten ser rodado / los brazos de su dueño ni sus bríos» (II, 25); rodado en su doble acepción de "manchado" y participio del verbo rodar.
  • -«Tu hermana me darás y sahumada / por si el temor ha hecho de las suyas» (II, 58)66.
  • -Ferragut «iba de todas suertes emperrado» (II, 71), es decir, "rabioso" y "rodeado de perros".
  • -Astolfo «monta a caballo, mas tan poco monta / que le tiene el caballo y no le siente» (II, 77)67.
  • -Los diablos que, a pedido de Angélica, llevan a Malgesí hacia el reino de Galafrón, dicen a la Bella: «perdona que no va en dos santiamenes, / porque como son cabos de oraciones /   —102→   no admiten semejantes postillones» (I, 120)68.
  • -El Emperador llama a don Hez «cuco canario» (I, 40)69.

Hay un caso de disociación, el más raro de los juegos de palabras: el caballo Rabicán es llamado así «no por el brío, / mas por ser de un rabí perro judío» (I, 85).

Los ejemplos abundan y el lector los descubrirá no siempre fácilmente. Las leyes aparentemente disparatadas y fuera de lo común que rigen estas asociaciones responden a una visión del mundo también disparatada y fuera de lo común. O, a la inversa, la lengua promueve, crea esa realidad descoyuntada e ilógica; pues muchas veces son las palabras, con su pintoresquismo descriptivo, las que crean la ficción; son ellas, en sí mismas, criaturas de arte.








2. Recursos estilísticos creadores de comicidad y grotesco70

Vamos a referirnos ahora a aspectos que atañen no ya al significante sino al significado. Veremos con qué elementos, o mejor dicho, con qué combinaciones de elementos dispares y extralógicos crea Quevedo el universo grotesco del Orlando.

  —103→  

El Poema (1712 versos), como es sabido, está inconcluso. Consta de dos cantos en octavas reales (122 estrofas el primero; 91 el segundo) seguidos de una octava con la que se abre el canto tercero. Si admitimos por una parte que a Quevedo parece faltarle aliento para llevar a cabo obras muy extensas o de clara estructura (su Marco Bruto inconcluso y su Política de Dios tan desordenada), y por otra, que su espíritu se presta mejor a la composición poética breve y ceñida, habría que rendirse a la suposición de que en el Orlando le faltó entusiasmo para llevar adelante obra de tan trabajado estilo. Sin embargo, el tono sostenido, sin altibajos, de los dos cantos que poseemos, y el abrupto corte después de la única estrofa del tercero, tan en el estilo general del poema (es un amanecer mitológico burlesco), hacen pensar en una interrupción involuntaria, debida a un agente externo, o en una pérdida, más que en un abandono. Lo cierto es que el poseer sólo un fragmento limita nuestra consideración exclusivamente al plano idiomático, ya analizado, y al de los recursos estilísticos, cuyos aspectos más importantes proponemos:

  • 2.1. Degradación animalística y cosificante
  • 2.2. Humanización del mundo natural y de lo inerte
  • 2.3. Dinamismo y vértigo
  • 2.4. Transformismo y automatización

2.1. Degradación animalística y cosificante

La animalización de lo humano responde a la visión degradada del hombre; se ejerce no sólo sobre los aspectos físicos, sino sobre gestos, actitudes, acciones. Generalmente procura, además, una caracterización psicológica del personaje, como se ve en los retratos de que hablaremos luego.

Los asistentes a las justas convocadas por Carlomagno en París forman, en general, una turba de pícaros sucios y malolientes, o de rústicos y groseros ejemplares. Los «españoles» (Quevedo parece referirse a los castellanos), sobrios   —104→   y orgullosos, son excepción; gallegos, asturianos y extremeños (éstos llevan los sombreros adornados con cordones de chorizos) son valientes, pero de ordinariez y desaseo poco comunes. A medida que se pasa de lo gregario a lo individual, se van delineando los rasgos animalísticos, que llegan a su punto culminante en la descripción del banquete ofrecido por el Emperador. Aquí los paladines revelan su psicología a través de características zoológicas: Galalón, el traidor, frunce los hocicos (I, 38); Reinaldos, pringoso y desarrapado, gruñe como no lo hicieran dos manadas de suegras (I, 39); don Hez, el cornudo esgrimista, «ángulos corvos esgrimía [sobre su testa] teniendo las vacadas por apodos» (I, 41). Cuando se arrojan sobre la viandas -tocinos, perniles, salchichones, pasteles colmados de moscas, natas, quesos, aceitunas, amén de las bebidas-, el aspecto bestial de los comensales se vuelve repugnante, subrayado por la borrachera general, los vómitos y otros detalles coprológicos. Quevedo fuerza los símiles hasta llegar a la identificación total, y cuando el son de los clarines anuncia la llegada de Angélica, «en pie se ponen micos, lobos, zorros» (I, 48). Ya no son hombres animalizados, son animales revueltos en hedionda barahúnda. Pero el cuadro aún debe completarse: Angélica es precedida por cuatro gigantes que colman la apetencia hiperbólica de Quevedo (I, 50-54); de aspecto feroz y horrenda catadura, no responden, sin embargo, al carácter lujurioso que la literatura de la época atribuye generalmente a los salvajes. Son, simplemente, elementos reforzadores del valor estético que en este cuadro cobra lo bestial y contribuyen al efecto contrastante que va a determinar la aparición inmediata de la resplandeciente princesa del Catay. Estos gigantes despiden un apestoso olor animal, van en cuatro patas, tienen picos por narices; en su pelambrera habitan lobos y osos, erizos, lagartos y marranos; de sus axilas penden telarañas. El autor recurre también en esta descripción a la trasmutación en elementos vegetales: los bigotes son bosques, el vello de los colosales pechos se identifica con zarzas, tinteros ("neguillas") y escaramujos. La estilización figurativa recurre además al proceso cosificante: son cuatro montañas; y se llega a la máxima   —105→   complejidad al calificar la «cosa» con predicativos aplicables sólo en el ámbito humano: son «cuatro humanos cerros en cueros vivos». Las cuatro estrofas y media que abarca esta descripción son la amplificación de un solo verso de Boiardo:


«quattro giganti grandissimi e fieri».


(I, 22)71                


La palabra gigantes desencadena en nuestro autor una resonancia de carácter grotesco y caricatural, que se presta a la hipérbole desmesurada; el texto italiano es para él sólo un estímulo, un acicate para desplegar su magnífico virtuosismo estilístico.

En esta atmósfera pestilente y grosera, donde los límites entre lo humano y lo zoológico son inexistentes, irrumpe Angélica «chorreando amaneceres» (I, 55). Su belleza trastorna el cuadro: los paladines, aún dentro de la animalización, adquieren un nimbo poético: son «mariposas en sus tornos» (I, 57), y visualizan en esta imagen el viejo y convencional emblema. A partir de este momento, Quevedo se esfuerza por orientar la hipérbole en sentido opuesto: a la degradación sucede la idealización de la belleza femenina mediante el uso de cánones manieristas realzados frecuentemente por la originalidad quevediana. El efecto contrastante «monstruosidad-belleza» que tan bien vio Dámaso Alonso en el Polifemo de Góngora72 se da aquí con intensidad mucho mayor.

Dos personajes están especialmente caracterizados a través de rasgos animalísticos y cosificantes: Astolfo y Ferragut; esta caracterización procura reflejar lo psicológico. A veces el autor   —106→   describe los rasgos animalísticos de manera estática; otras veces hace actuar al personaje como si fuera en realidad la bestia; entonces los verbos sustituyen a los sustantivos y adjetivos.

Astolfo y Ferragut representan dos personalidades opuestas: Astolfo es el petimetre, el «lindo» cuidadoso de su rizado jopo; esmirriado, presumido y afeminado, descuenta su éxito ante Angélica. Ferragut es el sarraceno libidinoso y corajudo, monstruo irascible repleto de lujuria; éste asumirá preferentemente las características del cerdo, y también las del perro y el jabalí; el otro, las de insecto, gusano o avecilla y, a veces, gesticulaciones de zorra. Veámoslos actuar: Ferragut aparece en el Padrón del Pino «bufando en torbellinos desafíos / y con ladridos de mastín prolijo» (II, 25); sus manos son «manojos de abutagados sapos» (II, 56)73; su voz es de gallo (II, 39); es más sanguinario que un lobo (II, 33) y al verse burlado por Angélica brama, ladra, aúlla (II, 68); se califica a sí mismo de verriondo74 (II, 70) y, rapado, se compara a un perro chino (II, 43); la Bella afirma «que no puede enseñarse sino en jaula» (II, 55). Estos rasgos animalísticos se completan con los cosificantes: es un «escollo armado» (II, 25); su brazo, «una entena» (II, 26); sus entrañas «unto y caldo» (II, 32)75; su pelo «una peña adiamantada» (II, 49); su testa es de argamasa (II, 54); su greña, de cal y canto (II, 51); su boca, «una olla que se sale hirviendo» (II, 35). En la batalla con Argalía cae y rebota «cual pelota de viento» (II, 27); al arremeter contra los gigantes semeja la tarasca (II, 29) quitando las caperuzas a los mirones durante la procesión del Corpus; su colodrillo es su yelmo (II, 42); su coronilla, un cerro (II, 49). Los volcanes de su ira (II, 44) exhalan fuego (II, 69); y en el vértigo hiperbólico, Quevedo califica a Ferragut y Argalía en combate, de «dos Etnas que martillan dos Vulcanos» (II, 48).

  —107→  

Por el contrario, el inglés Astolfo, «lindo en migaja» (II, 23)76, semeja, por contraste sobre un fornido caballo, «como en torre muy alta y descollada... un cernícalo y un tordo / o sobre alto ciprés la cogujada» (II, 12); Argalía le ve llegar «como quien mira moscas o gorgojos / y desde lejos cucaracha u grillo» (II, 21); derribado por su contrincante, se oculta en el prado, y los gigantes «para cogerle andaban por los llanos / como quien busca pulga con las manos» (II, 22), imagen eficacísima que visualiza los movimientos rápidos, repentinos y cautelosos a la vez de los gigantes; luego, pasado el peligro, el inglés «arrastrando a manera de gusano / saca el hocico y todo el campo espía» (II, 74); aquí Astolfo está presentado como un monstruo híbrido, un gusano con hocico; pero es la palabra hocico la que lleva a la imagen siguiente: «sale como zorra / que hambrienta a husmo de los grillos anda; / aquí tuerce la oreja, allí la morra / por si rumor alguno se desmanda» (II, 75). La identificación de los gestos del duque inglés con los de la zorra (no zorro, y obsérvese la intencionalidad del femenino) vivifican la imagen de manera notable. Sin embargo, es también la técnica cosificante la que da a la figura de Astolfo toda su grotesca ridiculez: parece un alfeñique (II, 7), un alfiler armado (ídem), un hombre astilla (II, 14), un cascabel armado (II, 21); y sobre el caballo, «lobanillo en cholla de hombre gordo» (II, 12).

Es interesante comparar la descripción del Astolfo quevediano con la de Boiardo, que nos lo presenta como un hermoso y elegante guerrero a quien no arredran sus derrotas:


   «Signor, sappiate ch'Astolfo lo inglese
non ebbe di bellezze il simigliante;
molto fu ricco, ma più fu cortese,
leggiadro e nel vestire e nel sembiante.
La forza sua non vedo assai palese,
chè molte fiate cadde del ferrante.
—108→
Lui solea dir che gli era per sciagura,
e tornava a cader senza paura».


(I, 60)                


Quevedo lo transforma en un ser ridículo y para la descripción de su figura ecuestre aprovecha otra fuente literaria: su propia letrilla satírica «Éste sí que es corredor, / que los otros no». González de Salas la recogió en el Parnaso con la nota: «Está escrita a sujeto particular, en ocasión de haber salido a jugar cañas» (Bl, 727-29). Quevedo, al reelaborar la figura de Astolfo, ha tenido presente a este «sujeto particular», tal vez un letrado, y ciertas imágenes y expresiones se dan en ambas composiciones, como la pequeñez y flacura de los dos jinetes, visualizada en imágenes de notable efecto plástico y de procedimiento cosificante: así, el letrado es «espárrago barbado», «lesna a la jineta», «sanguijuela en anzuelo». La interpretación quevedesca de Astolfo, tan distante de la de Boiardo, obedece posiblemente a la imagen previa del justador de la Plaza Mayor, el «espárrago barbado», el letrado flaquísimo que muchos reconocerían en la caricatura de Quevedo. Esta «actualidad periodística» que caracteriza la literatura satírica en general, y muy especialmente la de nuestro autor, quizá esté también presente en la caracterización de algunos personajes del Orlando. Pareciera sugerirlo, además de estas coincidencias que hemos señalado, la feroz dedicatoria «al hombre más maldito del mundo» y la sustitución del anónimo intérprete del rey Balugante, «il trucimanno» de Boiardo, por don Hez, «embelecador de geometría, falso esgrimidor», trasunto de su irreconciliable enemigo Pacheco de Narváez.

Como hemos visto en los dos retratos analizados, el de Ferragut y el de Astolfo, el autor aplica el procedimiento estilístico metamorfoseante que ha utilizado en el retrato del Dómine Cabra (antes de 1605) y en el de la Dueña Quintañona (Sueño de la Muerte, 1622) entre otros. La comparación de estos retratos nos lleva a la conclusión de que la animalización como factor degradante se intensifica con los años. En el caso de Cabra hay una sola imagen animalizante:   —109→   «el gaznate largo como de avestruz»; en el de la Dueña Quintañona varios rasgos físicos se trasmutan en imágenes animalísticas, pero Quevedo establece claramente, mediante nexos, que se trata de semejanzas: «una cara de la impresión del grifo»; «la boca... de hechura de lamprea... con sus pliegues de bolsa a lo jimio». En el Orlando la semejanza elude, con frecuencia, los nexos y se transforma en identidad: «El rey Grandonio, cara de serpiente» (I, 24); «... por más que [Malgesí] afligido gruña y ladre» (I, 119); «en pie se ponen micos, lobos, zorros» (I, 48), etc. La cosificación, en cambio, integra los cuatro retratos, y contribuye, más que la animalización, a la sensación de automatismo, a la impresión de muñecos animados que estas figuras producen. Siempre se da en estos retratos la desintegración de la figura humana en cuanto tal, el tratamiento de sus miembros por separado, la identificación de esos miembros con elementos que provienen de mundos diversos. El retrato humano resulta así una composición monstruosa y heteróclita, sin coherencia, pura lucubración intelectual. Spitzer, en un estudio ya clásico77, analizando con sorprendente penetración el retrato de Cabra, considera que es la desintegración de la figura humana lo que produce comicidad, gracias al automatismo que le confieren los miembros en actuación independiente.

El notable poder visualizador de Quevedo no se aplica a traducir los resultados de la observación directa, sino a combinarlos en nuevos productos de su ingenio, en personajes deshumanizados y fantasmales, en creaciones irreales, en juegos de apariencias.

Más raramente la animalización trasciende el plano de lo humano y se aplica entonces al diablo, a lo inerte y a los seres mitológicos. Malgesí llega al Padrón montado a la jineta en un «demonio bayo» (I, 106); cuando Angélica abre el nefando cuadernillo de las fórmulas mágicas, los demonios salen volando y «uno brama, otro chilla y otro pía» (I, 118).   —110→   Los sonidos se asimilan a gritos animales: en el París ruidoso de los festejos, «allí las gaitas rígidas gruñían; / a bofetadas por sonar ladraba / el pandero...» (I, 26).

La degradación de los seres mitológicos se da en varios grados: descienden al plano humano, a veces en sus aspectos más groseros o ridículos y aun al plano animalístico. Este procedimiento se ve especialmente en los cuatro tratamientos de la hora mitológica (tres amaneceres y un atardecer)78:


   «Ya el madrugón del cielo amodorrido
daba en el occidente cabezadas,
y pide el tocador, medio dormido,
a Tetis, y un jergón y dos frazadas...»


(II, 6)                


Apolo, con su gorro de dormir, constituye una figura grotesca; otras veces se habla de la barriga de la blanca Aurora, que llora y hace pucheros (I, 11); o de la murria del sol y el ceño de la Tricara [la luna] (I, 12). En un caso se desciende hasta lo animal: el Sol naciente es comparado a un pichón: «en el nido del Sol, adonde el suelo, / entre si es, no es, le ve en mal pelo» (I, 11)79.




2.2. Humanización del mundo natural y de lo inerte

En sentido inverso a lo anterior (la animalización o cosificación degradantes), Quevedo anima el mundo de las cosas, de los objetos, dándoles vida, o atribuyéndoles rasgos físicos humanos, o imprimiéndoles movimientos y gesticulaciones propias de hombres, o haciéndoles sufrir, como a ellos, la acción de agentes externos. La tendencia dinamizante del autor en el estilo bajo prefiere la acción a la figuración, es decir que los verbos activos que expresan acciones humanas son preferidos a los sustantivos o adjetivos que suponen atribuciones   —111→   o descripciones estáticas. Pero en general la humanización supone, juntamente, figuración y acción; esta acción, con frecuencia, implica un acto regido por la voluntad o el entendimiento. En ocasiones atribuye a lo inanimado cualidades anímicas que se manifiestan mediante adjetivos de contenido espiritual: así, cuando Galalón, el despreciable traidor, hunde los ojos en el plato, «el desdichado plato se retira / y a los diablos se da de que le mira» (I, 44); las bragas de Galalón, después de los estragos del banquete, son calificadas de infelices (I, 49); y el vino no se le subirá a la cabeza, pues «sin duda estará quedo / por no mezclarse allá con tanto enredo» (I, 46), lo cual supone una voluntaria actitud del vino, dictada por el razonamiento. Para indicar la frecuencia de las libaciones de los paladines y la rapidez con que el vino se les sube a la cabeza, recurre a la identidad «brindis = postas» (en el sentido de "persona que corre y va por la posta"): «los brindis / con el parte de los cueros [botas de vino] / llevan, con su corneta y postillones / correos diligentes y ligeros» (I, 34)80.

Las viandas presentadas en el banquete también participan de estos caracteres:


   «Como corito en piernas, el tocino
azuza todo honrado tragadero;
cocos le hace desde el plato al vino
el pernil en figura de romero;
y aquel ante vilísimo, mezquino81,
de las pasas y almendras, que primero
se usó con martingalas y con gorras,
junto a los orejones hechos zorras».


(I, 33)                


El tocino, por su grasitud, es comparado a un desaseado corito ("asturiano") descalzo, al que los glotones paladines   —112→   «dejaron en los güesos» (I, 36); el pernil «en figura de romero» ("disimuladamente") hace muecas al vino82; sigue luego el juego de palabras con ante, ya explicado, y finalmente la trasmutación de los orejones en borrachos, por estar embebidos en vino.

Durante el combate de Ferragut y Argalía, la humanización de lo inanimado es especialmente notable y la lucha misma cobra, gracias a este ingrediente, una vida tan relevante que la arranca del marco puramente descriptivo para llevarla al de la acción, impulsada por la voluntad, la argucia y la brutalidad, no de los contendientes, sino de las armas mismas: son las espadas las que dan torniscones ("pellizcos") (II, 46); la nube de polvo que levantan los combatientes esconde a los luchadores, y acortando el día (pues oscurece el cielo), hace crecer el suelo (II, 48). El estruendo de las armas deja de ser una sensación puramente auditiva para encarnar en diablos y hombres:



   «Ni demonios que van con espigones83
huyendo de reliquias, conjurados,
ni en la sopa revueltos los bribones,
ni cañones de bronce disparados,
ni pleito en procesión por los pendones,
—113→
ni pelamesa de los malcasados,
ni gallegos en bulla, ni calderas
en choque de vasares y espeteras,

   se puede comparar con el estruendo
que resonó del choque y cuchilladas...»


(II, 45-46)                


La tendencia a humanizar y animizar lo inanimado se da con gran frecuencia en los elementos del mundo natural, y aparece con notable asiduidad en las descripciones paisajísticas realizadas en estilo elevado. Cuando Quevedo pasa de las formas extremas del barroquismo a las formas manieristas más almibaradas y convencionales, la humanización de los elementos naturales o inertes tiende a la elevación de los objetos a un plano de idealización. Por ello es tan reiterado el procedimiento de humanización y animización en los fragmentos en que utiliza el estilo sublime. En estas descripciones los elementos naturales actúan movidos por impulsos de naturaleza humana: Favonio bebe los perfumes del azahar (I, 94); el limón contrahace ("imita") los pechos virginales (I, 93); el agua razona entre las guijas (I, 98); las ramas de los árboles conversan con el Céfiro mientras las hojas callan (ídem); el peral teme ("presiente") su fruto (I, 93); el granado reprende a la piña (ídem); y el olmo requiebra a la vid (I, 95). El mar ríe o llora mientras el río agoniza en perlas ("desemboca en el océano") (I, 100).

También los elementos de la naturaleza ostentan, mediante adjetivos, cualidades anímicas: así, la piña que no brinda su fruto es calificada de avarienta, y el granado que muestra sus semillas de ufano (I, 93); y si la flor del naranjo es ingrata al cielo (I, 94), el olmo es agradecido a la celosa vid que lo esconde entre sus hojas y pámpanos (I, 95). En el ocioso cristal de la laguna se refleja la luz lunar (II, 18). El paisaje se humaniza, se animiza, se sensibiliza, y si bien es convencional desde el punto de vista descriptivo, tiene algo de romántico en esa identificación con el alma y el ser humanos. Veamos una estrofa significativa:

  —114→  

   «Cayó muda la noche sobre el suelo,
sobrada de ojos y de lenguas falta;
sin voz estaba el mar, sin voz el cielo;
la luna, con azules ruedas, alta,
hiere con mustio rayo el negro velo,
maligna luz que la campaña esmalta;
yace dormido, entre la yerba, el viento,
preso con grillos de ocio soñoliento»


(II, 86)                


Esta animización del paisaje pertenece al mundo del petrarquismo, bello y sofisticado; pero en el Orlando adquiere una intensidad mayor que en sus predecesores, tal vez con la finalidad de lograr un máximo efecto contrastante. Señalemos de paso que el paisaje, casi ausente en la obra quevedesca, se hace presente en el Orlando en forma no sólo convencional sino hasta con rasgos de indudable modernidad, como en II, 18.

Pero en el estilo bajo es donde se manifiesta genialmente la originalidad de Quevedo; en él la humanización de lo inerte no obra como forma de elevación, sino de comicidad; los diversos elementos provenientes de distintos planos de la realidad se combinan según distintos procedimientos grotescos que se suelen presentar mezclados; Quevedo crea así monstruos de gran eficacia cómica, y cuando la acumulación es densa el efecto grotesco es más relevante. Por ejemplo: Angélica tiene en prisión a Astolfo...



«cuando de Ferragut oyó en el cuerno
todas las carrasperas del infierno.

   Espeluznose el monte encina a encina;
el sol dicen que dio diente con diente;
y al duro retumbar de la bocina,
Angélica, las manos en la frente,
apuntaló la máquina divina».


(II, 23-24)                


El movimiento creador salta del plano de las cosas (el cuerno) al humano (las carrasperas) y al demoníaco; luego une lo inerte (el monte) y lo cósmico (el sol) con lo anímico, atribuyendo a ambos acciones reveladoras de pánico: espeluznarse   —115→   "pararse los pelos" (pelos = encinas) y dar diente con diente, expresión vulgar e irreverente con respecto al astro rey; después la cosificación de los ojos (máquina) que el adjetivo remonta de inmediato al plano divino.




2.3. Dinamismo y vértigo

Todo lo expuesto anteriormente nos lleva a otro carácter fundamental del grotesco: el dinamismo, que suele enfatizarse hasta el vértigo. El paso continuo de un plano a otro, de la realidad a la infrarrealidad o a la suprarrealidad, supone movimiento; la acción de lo vivo y de lo inerte también supone movimiento. Amédée Mas ha estudiado preferentemente este aspecto en el capítulo dedicado al estilo, y recuerda con este motivo el soneto a Floralba (Bl 353) cuyo título, debido sin duda a González de Salas, reza: «Quiere que la hermosura consista en el movimiento» y cuyo último terceto dice:


   No puede en la quietud difunta hallarse
hermosura, que es fuego en el moverse,
y no puede viviendo sosegarse.


Esta tendencia dinamizante, general al barroco, se intensifica en la poesía satírica de Quevedo, en los Sueños y especialmente en La hora de todos. En el Orlando alcanza también notables contornos. La estrofa que describe la borrachera general y la vomitona consiguiente es muy representativa:


   «Echaban las conteras al banquete
los platos de aceitunas y los quesos;
los tragos se asomaban al gollete;
las damas a los jarros piden besos;
muchos están heridos del luquete;
el sorbo al retortero trae los sesos84;
—116→
la comida que huye del buchorno
en los gómitos vuelve de retorno».


(I, 45)                


El resorte principal del dinamismo es la animación y animización de lo inerte, el prestar sensibilidad a lo insensible. Como va dijimos, la preferencia por ciertos verbos de movimiento unidos a complementos sorpresivos (chorrear amaneceres, hervir de alcahuetas, rezumar mentises, etc.) subraya el carácter dinámico. En el canto I, cuando Angélica abre el cuadernillo de los conjuros del mago Malgesí «se granizó de diablos todo el viento»; y la estrofa siguiente es un modelo de asociaciones incoherentes entre verbos de movimiento y figuraciones demoníacas, en danza vertiginosa:


   «En demonios la tierra se escondía,
y el propio mar en diablos se anegaba,
y demonios a cántaros llovía,
y demonios el aire resollaba;
uno brama, otro chilla y otro pía,
y en medio del rumor que se mezclaba
dijo una voz que andaba entre los ramos:
"A tu obediencia cuantos ves estamos"».


(I, 118)                


El pareado final de la octava, como es frecuente, restablece el equilibrio y sirve de basamento a la estrofa.

Pero donde el Orlando muestra el mecanismo dinamizante en acción desencadenada es en el canto II, en el combate de Ferragut y Argalía. Desde su aparición en el Padrón del Pino (II, 25) el fiero Ferragut es una máquina en acción: de un salto ve la cima de un cerro (II, 28); de una cuchillada achica a Lampordo, «dejándole en el llano / sin piernas: de gigante medio enano» (II, 32); luego despachurra a Urgano, parte la jeta a Argesto, deshace los livianos ("bofes") de Turlón y clama por más gigantes. Esta urgencia, este frenesí se traduce en el reclamo de Angélica, que su erotismo exacerbado exige:

  —117→  

   «"Dame -le dijo Ferragut- tu hermana,
que la quiero sorber con miraduras,
y ha de ser mi mujer, u esta mañana
te desabrocharé las coyunturas;
no me gastes arenga cortesana
ni me hagas medallas y figuras;
tu muerte en mis palabras te lo avisa:
no quiero dote, dácala en camisa"».


(II, 40)                


Y ante la negativa del hermano, se traba la descomunal batalla y el movimiento se acelera:


   «Y diciendo y haciendo y en volandas
salta sobre el caballo y arremete
con acciones furiosas y nefandas,
y como espiritado matasiete...»


(II, 44)                


Repentinamente la acción se detiene, se arremansa en los símiles de la estrofa 45:


«Ni demonios que van con espigones...».


La falta de verbos en modo personal, la anáfora mantenida regularmente, determinan un alto expectante y nervioso que precede la acción desencadenada que sigue. Esta técnica de corte de la narración heroica en un momento álgido es propia de la literatura caballeresca. En la estrofa 46 se nos presenta otra vez a los contendientes en plena lid, ardientes por el sol y el coraje; y la estrofa 47 marca el clímax de este gigantesco crescendo al reunir, caóticamente, 18 verbos de movimiento en sólo 6 versos:


   «Se majan, se machucan, se martillan,
se acriban y se punzan y se sajan,
se desmigajan, muelen y acrebillan,
se despizcan, se hunden y se rajan,
se carduzan, se abruman y se trillan,
se hienden y se parten y desgajan».


(II, 47)                


  —118→  

Frenesí, figuras que se contorsionan, se descoyuntan, se pulverizan; y repentinamente, a partir de la estrofa 58, Angélica, en elevado estilo y tono campanudo, en un extenso discurso anuncia su decisión de morir antes que acceder a las exigencias del sarraceno. No falta en el fragmento ni siquiera la alusión al amor como fuego, tan insistente en el Poema a Lisi, ese fuego que consumió las «medulas que han gloriosamente ardido», pero que sobrevive más allá de la muerte que Angélica invoca:


   «"Ven, cerrarás en honda sepoltura
el fuego más discreto y más altivo
que ardió humanas medulas; ven y cierra
mucho imperio de amor en poca tierra"».


(II, 60)                


A pesar de todo, hay cierta intención zumbona en las cuatro estrofas que abarca la pomposa declamación de Angélica, y el retruécano se encarga de subrayarla; pero sirven de contraste a la loca barahúnda precedente, confirmando una vez más la técnica de vaivén estilístico que caracteriza el poema, combinación sostenida de movimiento y reposo.




2.4. Transformismo y automatización

La imaginación dinámica de Quevedo deriva, en su exacerbación, hacia otros dos caracteres del grotesco: el transformismo y la automatización.

Nada es, al final, lo que comienza siendo al principio. Las fronteras entre realidad y apariencia se esfuman; no es fácil saber dónde termina el ser y comienza el parecer. «El retrato de Cabra -dice Spitzer- nos coloca justamente sobre esta frontera en que la realidad se vacía de su sustancia para disiparse en la ilusión». Esta tendencia al transformismo se advierte en Quevedo desde sus obras tempranas: un poder de visualización prodigioso unido a una notable capacidad intelectual que le permite asociar, sintetizándolos, los más alejados elementos, son los pilares sobre los que se asienta este don de ver el mundo en constante mutación, en movimiento perpetuo. A veces procede por comparaciones que se caracterizan   —119→   por los violentos e incongruentes enlaces de elementos:


   «Fue más larga que paga de tramposo,
más gorda que mentira de indiano,
más sucia que pastel en el verano,
más necia y presumida que un dichoso...»


(Epitafio de una dueña, Bl 567)                


Otras veces desaparecen los nexos comparativos, como en el romance que comienza «Viejecita, arredro vayas», en el que la vieja, Doña Momia, es «cecina del otro siglo», «responso sobre chapines / alma en pena con soplillo», «frutilla del ataúd», «sueño de Bosco con tocas», etc. Al describir su rostro dice que es


«cara forjada en encella
según arrugas atisbo,
muesca de planta de pie,
suelo de queso de Pinto».


(Bl 978)                


Lo que resulta evidente es la deshumanización, la irrealidad de los personajes formados, como ha observado Spitzer, por una suma de miembros sin relación alguna entre sí. Quevedo capta gestos y actitudes y convierte a sus personajes en muñecos, en fantasmas articulados, sin sensibilidad, sin alma, privados del poder de trasmitir emoción alguna. Hay en ellos una rigidez que los hace actuar como autómatas. Por esto, Astolfo tiene «voz de títere indispuesta» y es un alfiler o un cascabel armado, al igual que su modelo, el letrado justador, que es «de trapos, como muñeca».

La cosificación es elemento fundamental en el automatismo con que proceden estos muñecos, estos títeres, movidos por el ingenio taumatúrgico de Quevedo, como si fueran máquinas, verdaderos peleles animados. Así, la vida queda reducida a un frío mecanismo. La rapidez abrumadora y caótica con que proceden, la hipérbole exacerbada que subraya esta acción, arrebatan al lector y lo despeñan por el torrente   —120→   incontenible de las palabras. Los personajes repiten incontrolados la misma acción o superponen unas a otras, como si un delicado mecanismo se hubiera repentinamente descompuesto. Argalía machaca a coces a Malgesí (I, 114); éste, dando crujidos desaparece por los aires (I, 122); durante el sorteo que va a establecer la prioridad en el combate por ganar a Angélica, la escena cobra cierto aire de manicomio:


«añusga Ferragut, atisba Orlando,
estase haciendo trizas Oliveros,
Montesinos se está desgañitando
y todos juntos quieren ser primeros».


(II, 2)                


Ferragut es, sin disputa, el máximo representante del automatismo que se manifiesta en acción torrencial. Ahí está trinchando, descosiendo y despachurrando gigantes; ladra, bufa y resuella; descarga sin control tajos y reveses; arde en brutal erotismo. Fantasma enfurecido, en febril movimiento sin pausa, antes de desaparecer en persecución de Angélica lo vemos corriendo y gritando por los cerros:


   «Tales cosas, corriendo por los cerros,
iba gritando, y de uno en otro prado;
tras él en varias tropas corren perros:
iba de todas suertes emperrado;
y con son de pandorga de cencerros
bate al caballo el uno y otro lado,
le pica y le atolondra a mojicones
y el pescuezo le masca a mordiscones».


(II, 71)                


Personaje fuera de quicio, fantoche articulado, Ferragut es el retrato grotesco más feliz de Quevedo. Su medio expresivo es el grito, el alarido, el aullido. La automatización caracteriza su avasallador dinamismo. Bergson ha dicho que lo ridículo y risible es «cierta rigidez mecánica que se observa allí donde hubiéramos querido ver la agilidad despierta y la flexibilidad viva de un ser humano». La caricatura refleja esta rigidez; pero en Quevedo la caricatura llega a lo grotesco   —121→   porque la realidad ha sido, no petrificada, no exagerada, sino trocada por otra realidad monstruosa en la que se ha anulado todo sentido del equilibrio, en la que se han mezclado elementos totalmente diversos animados por un dinamismo vertiginoso que, llegando a los límites del absurdo, destruye hasta sus últimos vestigios la armonía de la personalidad humana.

Para la creación de sus monstruos Quevedo recurre, pues, a una mezcla de elementos animales, vegetales, humanos e inanimados; estos elementos, lejos de integrarse, obran movidos por mecanismos extrahumanos, en un mundo quimérico y extravagante, que ha perdido su proporción y su sentido. Pero además, Quevedo crea con palabras, y sólo con ellas, monstruos idiomáticos. Obra sobre la realidad circundante y sobre el lenguaje aplicando en ambos casos las mismas normas artísticas -las reglas del grotesco- que, antes que otro escritor de nuestra lengua, él había descubierto y sistematizado.







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ArribaAbajoEl infierno en la obra de Quevedo

La idea de que el hombre es un peregrino en la tierra, de notable arraigo en la Edad Media, se manifiesta en toda la obra de Quevedo, tanto en la de sesgo filosófico y ascético, como en la de intención satírica y moralizante.

La vida del hombre es, simplemente, una forma dilatada de la muerte; es, como dice en La cuna y la sepultura, la navegación del alma en el navío del cuerpo; y agrega más adelante: «Dentro de tu propio cuerpo, por pequeño que te parezca, peregrinas». Y en un verso de un soneto: «Vivir es caminar breve jornada». El hombre, peregrino, caminante, ¿hacia dónde? Quevedo sabe que las Postrimerías nos aguardan, pero su concepción del tiempo circular (el porvenir no nos aguarda, sino que viene hacia nosotros: por venir) nos convierte en un punto de la eternidad que nos envuelve y circunda: somos apenas un mundo pequeño y aterrado, un «nudo frágil del polvo y del aliento», un «espíritu en miserias anudado». En este tiempo circular e infinito, vida y muerte se confunden; más aún, son una misma experiencia, porque el hombre es un ser para la muerte, nacido para ella. Por eso puede decir que la vida es «muerte viva»; y afirmar en la canción El escarmiento: «muriendo naces y naciendo mueres». Y en el Sueño de la Muerte:

  —124→  

«La muerte no la conocéis y sois vosotros mismos vuestra muerte: tiene la cara de cada uno de vosotros, y todos sois muertes de vosotros mismos. La calavera es el muerto, y la cara es la muerte; y lo que llamáis morir es acabar de morir, y lo que llamáis nacer es empezar a morir, y lo que llamáis vivir es morir viviendo»85.


Muerte omnipresente, como en el majestuoso soneto que comienza «Miré los muros de la patria mía», y que se cierra con esta afirmación sobrecogedora:


«y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte».


Ley ineludible y forzosa: «mas si es ley y no pena, ¿qué me aflijo?».

Estoicismo cristiano, senequismo traspasado de eternidad, que, desde su juventud, informa su pensamiento influido por Justo Lipsio, el jefe de la escuela neo-estoica, muerto en 1606. La correspondencia latina con este notable filósofo y filólogo belga, sus lecturas y su asimilación de Séneca, Epicteto y Focílides, a quienes tradujo a lo largo de su vida, dan fe de su adhesión a esta doctrina.

El senequismo cristiano es una faceta, amplia y profunda, de su humanismo hispánico, un humanismo que, como dice Alexander A. Parker, «violenta la lógica de los valores humanos»86, pues necesita de lo sobrenatural para encontrar sentido a lo humano. Lejos ha quedado el humanismo renacentista,   —125→   que coloca al hombre en el centro de la creación y que glorifica la razón humana. La visión del hombre es, para el humanista español del siglo XVII, mucho más compleja y paradójica; el optimismo renacentista ha sido sustituido por una indagación angustiosa sobre el poder de la razón para distinguir la realidad de la apariencia; aquella afirmación jactanciosa de Pico della Mirandola en su De hominis dignitate: «el hombre es un gran milagro», será sustituida en la España de los últimos Austrias por un concepto amargo y negativo: el hombre es malo e hipócrita.

Es natural que ese sentimiento de la muerte unido al espectáculo de una humanidad degradada por el pecado, llevase a Quevedo a la consideración de las categorías teológicas llamadas Postrimerías o Novísimos: Muerte, Juicio, Infierno y Gloria. Que la idea de las Postrimerías está presente en su pensamiento lo aseguran estas palabras al final del Prólogo («A quien leyere») con que encabeza la última pieza del ciclo de los Sueños, el Sueño de la Muerte: «... yo seré sietedurmiente de las Postrimerías»87.

A tres de las Postrimerías -Muerte, Juicio, Infierno- se aplicó su pensamiento, pues por razones obvias derivadas de su concepto del hombre, la gloria no entró en su consideración sino excepcionalmente. Es el Infierno, lugar de castigo y expiación, lo que atrae sus preferencias a lo largo de más de veinte años; el infierno y sus moradores, hombres y demonios. De estas meditaciones surgen, fundamentalmente, el ciclo de los Sueños y el Discurso de todos los diablos, aunque encontramos sus elementos dispersos, de manera circunstancial, en otras obras.

Por esto es injusta la actitud de algunos críticos que le reprochan no haberse elevado, como Dante, de la peregrinación infernal a una progresiva purificación que culminará en la luz total, incorpórea del Paraíso. Nada más diferente que la Comedia y los Sueños, aunque Quevedo cite a Dante al comienzo del Sueño del Juicio Final, pero en la versión reformada y rebautizada de 1631, en que la obrita aparece con el nombre de Sueño de las calaveras.

  —126→  

Los llamados Sueños y Discursos en la primera edición (Barcelona, 1627), fueron escritos entre 1605 (probablemente) y 1622. El nombre completo, muy significativo, es Sueños y Discursos de verdades descubridoras de abusos, vicios y engaños en todos los oficios y estados del mundo. Retengamos dos palabras: oficios y estados; y lo de Sueños y Discursos. Como ha señalado sagazmente Raimundo Lida, la dualidad del título subraya la doble actitud del autor: visionario y predicador88. A la visión o sueño corresponde la sátira; al sermón o discurso, la moralización.

Muy conocidos en copias manuscritas, su influencia fue notable, como en el caso del Buscón, antes de ser dados a las prensas. Tres de ellos tienen nombres que aluden directamente a las Postrimerías: Sueño del Juicio Final (1605?), Sueño del Infierno (1608), Sueño de la Muerte (1622). Los otros dos, El alguacil endemoniado (entre 1605 y 1608) y El mundo por de dentro de 1612, no suceden en el más allá, ni son sueños. El alguacil ocurre en Madrid, en la iglesia de San Pedro; El mundo por de dentro es una vigilia fantástica que tiene lugar en un espacio imaginario, ciudad irreal, suma y cifra del mundo. A este ciclo de obras visionarias que ocurren en el Infierno, debemos agregar el Discurso de todos los diablos (1627), de asunto y técnica similares; Quevedo dice en su prólogo, al que llama «Delantal del libro»: «Ésta es de mis obras la quintademonia, como la quintaesencia»89.

Cuando en 1631, en Madrid, vuelven a publicarse junto con otras obras, los Sueños han sido modificados para satisfacer a la censura; el título general ha sido cambiado en Juguetes de la niñez y travesuras del ingenio, y también los particulares de cada sueño, que se llaman ahora: Sueño de las calaveras, El alguacil alguacilado, Las zahúrdas de Plutón, El mundo por de dentro (único que conservó su nombre original)   —127→   y La visita de los chistes. Es que la alusión a las Postrimerías (Juicio, Infierno, Muerte) en los títulos de obras de tipo jocoso, parecía, si no herético, por lo menos poco respetuoso. Y al sustituir el Infierno por las zahúrdas de Plutón, se transfería toda irreverencia al mundo pagano90.

Para presentar una humanidad condenada nada mejor que ubicarla en el Infierno; para presentar el mundo de los muertos nada mejor que una visión; para presentar una visión nada mejor que simular un sueño. Los Sueños y el Discurso de todos los diablos, junto con La hora de todos se inscriben en la literatura visionaria, aunque no se den en cada una de estas obras todos los elementos.

La literatura visionaria es de largo arraigo en la época clásica y en la Edad Media, desde el canto XI de la Odisea, donde Ulises cuenta a Alcinoo su viaje al más allá para consultar el alma de Tiresias; pasando por el tantas veces imitado, recordado y saqueado Canto VI de la Eneida, donde el viaje de Eneas al Infierno en busca de su padre Anquises está relatado con detallismo notable, hasta la salida por la puerta de marfil, la de los sueños falaces. En fin, el Sueño de Escipión, de Cicerón, sobre todo en el comentario de Macrobio, los diálogos de Luciano, la Consolación de la Filosofía de Boecio, uno de los libros más leídos en el Renacimiento y el Barroco.

En la Edad Media, la literatura visionaria encuentra cultores múltiples: la Visión de San Pablo, recordada por Dante; la de Alberico, que no se limita al Infierno, pues el monje   —128→   asciende, guiado por San Pedro y dos ángeles, al Paraíso; el Purgatorio de San Patricio, de origen irlandés, cuya primera versión latina es del siglo XII, de notable trascendencia en la literatura occidental; baste recordar, en la española, los nombres de Lope de Vega, Pérez de Montalbán y Calderón de la Barca91.

Pero es la Comedia de Dante el arquetípico sueño medieval, relato de una visión puramente intelectual. Las tres cánticas de que se compone corresponden a las tres regiones en que la escatología cristiana divide el reino de la otra vida. La obra es una inmensa alegoría del viaje del alma, desde la selva oscura del pecado hasta la luz de la bienaventuranza en el Paraíso. El Infierno es, en la Comedia, el lugar oscuro; cuando el poeta y su guía, Virgilio, salen de esa montaña invertida que es el Infierno, divisan las estrellas y comienza el ascenso hacia la luz. El Infierno dantesco, reino de la culpa y el castigo, acusa una distribución muy cuidada en nueve círculos descendentes, algunos subdivididos. Está concebido como región de cuerpos físicos, que actualizan en el más allá su vivir en la tierra. Baste recordar a Paolo y Francesca, en el segundo círculo, corriendo abrazados a impulso de un viento tormentoso que simboliza el amor-pasión.

En el Infierno de Quevedo también hay una visio corporalis, de cuerpos físicos, de formas concretas. También los personajes que lo habitan actualizan su vivir en el mundo; pero, en general, en el Infierno de Quevedo hay pocos castigos y, cuando los hay, no están jerarquizados, porque tampoco están jerarquizados los pecados. Esta diferencia fundamental con el Infierno dantesco contribuye al desorden que advertimos en el de Quevedo; desorden que se traduce en una topografía imprecisa, borrosa, apenas algo más arquitecturada en el Sueño del Infierno. En el Discurso de todos los   —129→   diablos lo califica de «casa de suyo confusa, revuelta y desesperada, y donde nullus est ordo»92.

Quevedo trata más de los pecados que de los pecadores. Esos pecados se encarnan en representantes de actividades humanas o de estamentos sociales; pero raramente en personas determinadas. Él mismo lo afirma en el «Prólogo al ingrato y desconocido lector» del Sueño del Infierno:

«Pues lo primero guardo el decoro a las personas y sólo reprendo los vicios»93.


Y en el párrafo final reitera la afirmación:

«... certificando al lector que no pretendo en ello ningún escándalo ni represión, sino de los vicios»94.


Cuando aparecen personas reales y concretas, se trata de personajes históricos muy alejados en el tiempo, tras los cuales, a veces, se vislumbra alguna personalidad contemporánea. Así, en el Discurso de todos los diablos, el largo fragmento en que hablan los validos de los emperadores de la antigüedad deja traslucir la figura del Conde-Duque de Olivares95.

En cuanto a la población infernal, al no estar jerarquizados los pecados no lo están tampoco los pecadores, como en Dante (2.º círculo, los lujuriosos; 3.º, los golosos; 4.º, los avaros y los pródigos; 5.º, los iracundos; etc.). Si Dante los agrupa por su pasión pecaminosa, Quevedo lo hará por oficios y estados (sastres, pasteleros, mercaderes, taberneros,   —130→   médicos, boticarios; reyes, caballeros, villanos, etc.), tal como reza el título de la edición de 1627: Sueños y Discursos de verdades descubridoras de abusos, vicios y engaños en todos los oficios y estados del mundo. Si Dante presenta la humanidad toda, Quevedo dirige su atención preferentemente a la sociedad española de la decadencia filipina; si Dante presenta a los hombres en su ser esencial, Quevedo los presenta en su ser social. La intención y sus alcances son bien distintos. La Divina Comedia muestra el camino del conocimiento de la Verdad revelada; Quevedo expone un cuadro satírico de la sociedad contemporánea. Sátira al servicio de la moralización: he aquí el carácter fundamental de estos escritos extravagantes y risueños, que tienen por escenario el infierno. En este submundo infernal es posible reírse, hacer chistes, ensayar la agudeza burlesca, terreno en el que Quevedo logra su mayor efectismo. Lo jocoso afloja el clima apocalíptico, de danza macabra, que impone el desfile incesante de los condenados. El autor ríe de las visiones infernales. El Sueño del Juicio Final termina con esta insólita afirmación: «Diome tanta risa ver esto [el Infierno], que me despertaron las carcajadas. Y fue mucho quedar de tan triste sueño más alegre que espantado»96.

Esta representación de los oficios y estados del mundo muestra a los hombres en grupos, tipificados, inindividualizados; de aquí el gusto por los sustantivos colectivos: cáfila, muchedumbre, legión, bandada, chusma, lechigada, parva, caterva, tropa, recua, y aun vómito: «En esto hizo otro vómito de sastres el mundo», dice en el Sueño del Infierno97. Sin embargo, Quevedo se irá liberando con el tiempo de esta   —131→   tendencia agrupacionista; ya en el Sueño del Infierno se destacan individualidades aisladas y se incrementan los personajes históricos; esta nueva actitud llegará a su culminación en el Discurso de todos los diablos, sin duda alguna la obra en prosa más difícil y compleja de nuestro autor. Pero ya en el Sueño del Juicio Final aparecen tres personajes históricos que representan la traición y la herejía, y que se repetirán en las visiones siguientes: Judas, Mahoma y Lutero.

Los Sueños y el Discurso de todos los diablos son ejemplarios humanos. La figura humana, con absoluta exclusión de toda otra -pues los demonios también la adoptan-, domina el escenario. En el Sueño del Infierno afirma:

«Y doy fe de que en todo el infierno no hay árbol ninguno, chico ni grande, y que mintió Virgilio en decir que había mirtos en el lugar de los amantes»98.


La única descripción de la naturaleza que se da en el ciclo de los Sueños la encontramos al principio del Sueño del Infierno: se trata de un prado ameno paradigmático, donde «platicaban las fuentes entre las guijas y los árboles por las hojas; tal vez cantaba el pájaro...»99; pero este paisaje está situado fuera de la región infernal, allí de donde parten las dos sendas alegóricas. En los Sueños Quevedo no practica, como en casi ninguna de sus obras, la descripción naturalista. Observa el mundo con el cerebro, no con los ojos, como dice Loretta Rovatti100.

Esta predilección por la figura humana da al autor oportunidad para ejercer su arte inigualable de caricaturista. Retratos grotescos y deshumanizados, admirables por la técnica empleada, son los del Licenciado Calabrés en El alguacil   —132→   endemoniado, el de la Dueña Quintañona, Don Diego de Noche y Fray Jarro en el Sueño de la Muerte, el del Desengaño en El mundo por de dentro.

El reino de los muertos se describe en el Sueño del Juicio Final, El alguacil, Infierno y Muerte. El Infierno propiamente dicho, como lugar de castigo, en los tres últimos mencionados, y también en el Discurso de todos los diablos.

Un frío intelectualismo preside estos relatos, en los que sueño y visión son recursos que harán viable la intención crítica y satírica, y también la expresión de imágenes subconscientes, nacidas en las profundidades de la psiquis.

El Sueño del Juicio Final se desarrolla en el Valle de Josafat, lugar del Juicio según la tradición cristiana. Sólo al final el autor entrevé el Infierno por una garganta en la roca. El yo autoral, como en todas las obras del ciclo, está presente y es el narrador. Un narrador testigo, un espectador, que, además, describe y juzga y que a veces dialoga con los muertos y con los diablos. Dormido, sueña que presencia el Juicio Final.

El ángel hace sonar la trompeta y los muertos salen de sus tumbas; la descripción de la resurrección de los muertos es una de las páginas más estupendas de la prosa de Quevedo: las almas buscan sus cuerpos, o, mejor dicho, las partes de sus cuerpos, para rehacerse como hombres antes de presentarse al Tribunal: orejas, piernas, lenguas, brazos, ojos, cabezas, tripas, buscan su antigua alma para revestirla. Y es de ver cómo las almas rehuyen los miembros que las indujeron a pecar: los lujuriosos escapan de sus ojos, los maldicientes rechazan sus lenguas, los ladrones huyen de sus manos, los escribanos no quieren saber nada con sus orejas. Y cómo los cuerpos eluden sus propias almas, cargadas de pecados: «un escribano que no le venía bien el alma y quiso decir que no era suya». Esta disgregación de un todo en sus partes, que cobran vida por sí y actúan independientemente, es uno de los rasgos sobresalientes del grotesco como categoría artística. Los cuerpos, finalmente, se conforman: cabezas intercambiadas, almas calzadas al revés, los cinco sentidos que se acomodan en las uñas de la mano derecha   —133→   de los mercaderes. La desrealización es total. El recuerdo del Bosco, especialmente el de El jardín de las delicias y de Los siete pecados capitales, es ineludible. La modernidad de Quevedo nos subyuga en esta escena de submundo, de dinamismo dislocado, de agresivo surrealismo. Al respecto, repito unas palabras de Sergio Fernández:

«... Quevedo surge como el gran surrealista de la literatura de todos los tiempos. Pero tal es su genio, que si hubiéramos de decirlo en términos de una cultura plástica, en él hallaríamos elementos fauvistas, expresionistas, cubistas y abstraccionistas. Como Goya, es una Summa Artis...»101.


Un procedimiento similar utiliza en el Sueño de la Muerte, cuando una voz convoca a los personajes de las frases hechas y de los bordoncillos:

«En esto estaba, cuando se oyó una voz que dijo tres veces:

-Muertos, muertos, muertos.

Con esto se rebulló el suelo y todas las paredes, y empezaron a salir cabezas y brazos y bultos extraordinarios. Pusiéronse en orden con silencio.

-Hablen por su orden, dijo la Muerte»102.


Y aquí comienza propiamente «la visita de los chistes». Estos «muertos, muertos, muertos» son Pero Grullo, Mari Castaña, El rey que rabió, Chisgaravís, Cochite-hervite, la Dueña Quintañona, Trochi Mochi, Diego Moreno y otros muchos que se encarnan y desfilan, sustituyendo a los reiterados figurantes (pasteleros, sastres, boticarios, médicos, poetas) de los Sueños anteriores. Quevedo renueva así el elenco, y pone a su vez más de manifiesto su preocupación por un ideal lingüístico   —134→   en el que, si bien no caben las atrevidas invenciones de los culteranos, tampoco tienen lugar las formas momificadas y estúpidas de la lengua vulgar103.

Si tenemos el poder de visualizar estas escenas, admiraremos la fantasía y el humor negro de esta danza macabra, que no tiene par en nuestra literatura, salvo en otras páginas del mismo Quevedo. Por ejemplo: en el Sueño de la Muerte el Marqués de Villena, taumaturgo y alquimista, transformado en jigote104, hirviendo dentro de una redoma, se integra y se desintegra al compás de las noticias que del mundo le da el autor:

«... y vi un jigote que se bullía en un ardor terrible y andaba danzando por todo el garrafón, y poco a poco se fueron juntando unos pedazos de carne y unas tajadas, y de éstas se fue componiendo un brazo, un muslo y una pierna, y al fin se zurció y enderezó un hombre entero»105.


El diálogo entre el narrador y el Marqués es un típico diálogo de los muertos a la manera lucianesca, y en él se presenta un panorama crítico de la época. Apuntan aquí los temas políticos, que tanta importancia cobrarán en el Discurso de todos los diablos.

En el primero de los Sueños, el del Juicio Final, el autor contempla el espectáculo desde «una cuesta muy alta», y observa el movimiento convergente de los muertos hacia la sala del Tribunal. Quevedo aplica la técnica del desfile de figuras, el enfilage, técnica entremesil que practica en todas   —135→   estas piezas, pero que no está ausente ni del Buscón, ni de muchas de sus obras menores, ni de sus entremeses, ni de La hora de todos. Las figuras pasan, se muestran, a veces actúan, y desaparecen. Son rasgos característicos el fragmentismo y la desconexión, que imitan el mecanismo onírico, y liberan al autor de toda necesidad de estructuración; nada más asistemático y caprichoso que estas obras visionarias: no hay argumento; hay un fluir humano que recuerda la Danza de la Muerte, pero sin la jerarquización de personajes. Este fluir está entrecortado de vez en cuando por escenas breves, por diálogos mínimos, por chistes y juegos de palabras, algunos de los cuales Quevedo gustará de repetir en varias obras106. Son como paréntesis que detienen por un instante la corriente humana, y que sosiegan la fuerte dinámica del espectáculo.

En sentido opuesto, la grandiosidad del Tribunal presidido por Dios exige estatismo. Quevedo revela en esta obra juvenil notable sentido del ritmo de la acción, alternando dinamismo y estatismo. Dios, los ángeles custodios, los apóstoles, los evangelistas, los diez mandamientos que alegorizados guardan la puerta, mantienen silencio y calma. La descripción de Dios debió de ser para Quevedo un serio desafío. En pocos trazos este cultor del movimiento pinta la quietud del Cosmos:

«Dios estaba vestido de sí mismo... el sol y las estrellas colgando de la boca, el viento quedo y mudo, el agua recostada en sus orillas, suspensa la tierra...»107.


Dios está identificado con su creación. La expresión «Dios estaba vestido de sí mismo», al principio de la escena del Tribunal, se corresponde al final con «Cristo subió consigo   —136→   a descansar en sí los dichosos por su pasión». Respeto y reverencia por las Personas divinas.

Otras alegorías recuerdan las del Infierno de la Eneida, y participan en las acusaciones contra los precitos: la Desgracia, la Peste, las Pesadumbres. Entre todas ellas destaca la alegoría de la Locura, formados sus cuatro costados por una tropa de poetas, músicos, enamorados y valientes, «gente en todo ajena de este día»108. ¿Qué significan aquí la Locura y su cortejo? Locura es la dispersión, la distracción, la alienación del hombre. Locura es no pensar en las Postrimerías, única certeza. Locura es la atención a lo mundanal y el olvido de lo eterno. Locura es estar ajeno y olvidado del juicio de Dios; y los artistas, los enamorados y los soldados que flanquean a la Locura son «gente en todo ajena de este día», porque buscan la fama, el amor y la gloria militar, bienes mundanos. «La vida es toda muerte o locura», dice Quevedo en una de sus cartas109. No hay, pues, alternativa.

La utilización de la alegoría en la literatura visionaria está consagrada desde la antigüedad. Quevedo que, como vemos, la utiliza desde el primero de sus Sueños, la incrementará en los restantes. Y la alegoría mejor lograda en estas obras visionarias es la de la Muerte en el Sueño homónimo110. Quevedo recurre a un personaje alegorizado con frecuencia, la Muerte, pero en él la figura acusa una originalidad avasalladora. Es la Muerte con su cortejo lo que hace de este Sueño una especie de Triunfo de la Muerte. Ella domina la escena, con sus atributos antitéticos, enumerados caóticamente, que, sin embargo, constituyen dos series antagónicas: por una parte coronas, cetros, mitras, tiaras, seda y oro, diamantes y perlas; por otra hoces, abarcas, caperuzas, monteras, pellejos, garrotes, guijarros. De esta manera Quevedo pone de manifiesto la omnipresencia, la intemporalidad   —137→   y la universalidad de la Muerte, que pisa con pie igual «pauperum tabernas regumque turres». La Muerte pronuncia un solemne discurso de corte estoico sobre sí misma, en el cual maneja también dos series de conceptos: en una los que representan apariencias (nacer, vivir, morir); en otra los que representan realidades (empezar a morir, morir viviendo, acabar de morir).

En otra ocasión Quevedo nos da otra alegoría, bien distinta, de la Muerte; es en el Poema heroico a Cristo resucitado, una extensa composición en cien octavas reales, que relata el descenso de Cristo a los Infiernos para rescatar a los Padres de la Ley antigua, desde Adán a San Juan Bautista, y su ascenso a los cielos seguido por ellos. En este Poema la Muerte está figurada según la alegoría tradicional: el esqueleto pálido, la calavera, la guadaña:


«fiera y horrenda en la primera puerta
la formidable Muerte estaba muerta».


(vv. 95-96)                


El gusto por la alegoría se intensifica con los años: en el Sueño de la Muerte nuevas figuras alegóricas: la envidia, la discordia, la ingratitud. Y acompañando a la Muerte en su tribunal, diversas muertes o muertecillas: la muerte de frío, la muerte de hambre, la de miedo, la de risa. Pero donde el recuerdo de las alegorías de la Eneida, canto VI, es más vivo, es en el Poema a Cristo resucitado, ya mencionado. Jesús llega a las puertas del Infierno, donde


   «En el primero umbral, con ceño, airada,
la Guerra estaba en armas escondida;
la flaca Enfermedad desamparada,
con la Pobreza vil, desconocida;
la Hambre perezosa, desmayada;
la Vejez corva, cana e impedida;
el Temor amarillo, y los esquivos
Cuidados, veladores, vengativos».


(vv. 65-72)                


  —138→  

Son las alegorías virgilianas: Morbi, Egestas, Fame, Senectus, Metus, Cura; y en la estrofa siguiente Letum, el Sueño «a la Muerte helada parecido». Y además están Cerbero, las tres Furias, las Parcas, Carón con su amarilla barca, Eaco y Radamanto. Como vemos, un infierno pagano y literario, en el que no falta el recuerdo del Canto IV de la Jerusalén libertada de T. Tasso; un infierno cristiano con una escenografía clásica111. Pero en el Poema a Cristo resucitado, cosa que no ocurre en los Sueños, el Infierno se contrapone al Paraíso, descripto con los atributos del prado ameno: lugar en eterna primavera, poblado de flores, los pájaros que cantan con «docta armonía», la brisa que acaricia («con respeto anda el aire entre las rosas»). En fin, un tópico literario bien administrado.

Volvamos al infierno. Dijimos que desfilan en este reino del espanto fundamentalmente los oficiales integrantes de gremios y los profesionales. Es lo que la crítica denomina el «desfile gremial». Pero ya asoman en el Sueño del Juicio Final personajes del Antiguo Testamento, de la mitología griega y de la historia. Éstos, justamente, ponen de manifiesto un carácter distintivo de este submundo: la atemporalidad. Judas, Mahoma y Lutero conviven con Adán, Orfeo, Herodes y Pilatos; y entreverados con ellos, tipos sociales contemporáneos del autor: gente de justicia (escribanos, jueces, abogados, procuradores, alguaciles, letrados y corchetes); oficiales (médicos, boticarios, despenseros, filósofos, poetas, sastres, mercaderes, taberneros, pasteleros, maestros de esgrima, barberos, cómicos, etc.); representantes de estamentos sociales (reyes, caballeros); tipos morales (avarientos, ladrones) que se intensificarán en las obras visionarias posteriores. La humanidad toda, desde Adán, pero en manifiesta correspondencia con el mundo contemporáneo.

En esta abigarrada presencia humana del Sueño del Juicio Final se establecen ya claramente las categorías de condenados   —139→   que desfilarán en las obras visionarias posteriores: 1) oficiales y profesionales; 2) miembros de estamentos sociales; 3) tipos morales; 4) figuras urbanas; 5) personajes históricos y mitológicos. Se advierte gran prudencia con la nobleza, el clero y la monarquía.

A partir de El alguacil endemoniado, la segunda pieza del ciclo, el Infierno como lugar de residencia se va perfilando. En este Sueño, el diablo que habita en el alguacil será el informante, pues ya hemos dicho que El alguacil no ocurre en el Infierno, sino en un templo madrileño. El Licenciado Calabrés, que Fernández Guerra identificó con Genaro Andreini, capellán del Conde de Lemos, a quien está dedicada la obra, procura exorcizar a un alguacil poseído por el demonio. El alguacil permanece mudo y es el demonio quien lleva la voz cantante, dialoga con el Licenciado y con el narrador, y protesta por su triste destino: convivir con un alguacil, pues, dice, «soy demonio de prendas y calidad». Quevedo destila aquí su odio contra la gente de justicia, que tanto y tan bien conocía, gracias a sus pleitos interminables por el señorío de la Torre de Juan Abad, a sus causas judiciales, a sus varios encarcelamientos.

El diablo que habita en el alguacil va mencionando a los pobladores del Infierno, y, al mismo tiempo, conformando una vaga topografía: «en distintos compartimientos», «detrás», «más abajo», «en un apartado muy sucio», «en una mazmorra». Pero el Infierno en sí mismo no configura un espacio concreto. Lo importante son quienes lo habitan, es decir, el Infierno son los condenados: «Todo el infierno es figuras», dice el autor. Los habitantes del Infierno pertenecen a unas pocas categorías, que se reiterarán en los Sueños sucesivos, y de las cuales algunas merecen un tratamiento atento: son éstas los poetas, los enamorados y los reyes. Los poetas son tantos que el Infierno «hierve en poetas»; pero son los poetas de comedias los que suscitan las mayores burlas del autor, que habla, en este caso y en muchos otros, por boca del demonio. Quevedo contribuye así a enriquecer un tema que encontramos con frecuencia en la Edad de Oro: la burla del poeta de comedias. Es notable cómo, en el caso de los poetas, los castigos no provienen   —140→   de los demonios, sino que son ellos entre sí los que se martirizan, dándose golpes y tizonazos; o se atormentan al oír alabar las obras ajenas. De tal modo se actualiza en el infierno la lucha terrena, que tan bien conocía Quevedo. ¿O es que Infierno y mundo son la misma cosa? La idea se va concretando lentamente: muchas veces el castigo proviene de nosotros mismos, porque el mal nos habita. Los poetas vuelven a preocuparlo en el Sueño del Infierno: es una bandada de hasta cien mil aposentados en una jaula. Quevedo se explaya aquí en la crítica a sus colegas, a los que llama «orates del infierno», aún sujetos a la dura ley del consonante y a la metaforía petrarquista, ya lugar común, que merece la burla de los diablos. Estos poetas andan cargados «de pradicos de esmeraldas, de cabellos de oro, de perlas de la mañana, de fuentes de cristal»112. En este caso, su castigo y su pena consisten en soportar su propia poesía. En el Discurso de todos los diablos se da otra variante: el poeta de los pícaros.

¿Y los enamorados? Los hay de distintos sujetos: del dinero, de las propias palabras y obras, de las mujeres; estos últimos están, además, prolijamente subclasificados, desde los esperanzados hasta los enamorados de las viejas.

Dos aspectos atraen nuestra atención en El alguacil: a) el lenguaje como generador de situaciones infernales; y b) la presencia de un tipo especial de demonio, el diablo predicador, que analizaremos luego.

En cuanto a lo primero -el lenguaje como generador de situaciones- un párrafo notable pone de manifiesto el valor de la palabra que, para Quevedo, constituye una realidad viva, tanto que de ella puede depender el destino de los hombres. Los condenados están aposentados, no según su naturaleza, sino de acuerdo con caprichos lingüísticos que provienen del contenido dilógico de algunos vocablos; así, el sastre   —141→   es aposentado con los maldicientes, porque como éstos «corta de vestir»; el sepulturero con los pasteleros; el homicida con los médicos; los mercaderes con Judas, porque todos venden; el ciego va con los enamorados; y el mohatrero con los venteros, porque dan gato por liebre, etc. El conceptismo de Quevedo resplandece en este fragmento, y crea la realidad fantástica113.

El Sueño del Infierno, de 1608, es el mayor esfuerzo de Quevedo por sistematizar la visión y por estructurar el espacio infernal, al mismo tiempo que enriquece notablemente la galería de figuras. Parece indudable que en 1608 Quevedo conoce ya el Infierno de Dante, y que se esmera en emularlo o, por lo menos, que lo ha asimilado. Ante todo, aparece un guía, el Ángel de la Guarda, que bien pronto será olvidado, pero cuya desvaída presencia al comienzo demuestra la preocupación por una forma más ortodoxa de literatura visionaria114. En El mundo por de dentro un viejo, el Desengaño, guiará al autor-narrador por el laberinto del mundo, y con su voz «trompicada en toses y en juanetes de gargajos» desnudará a los hombres de sus falsas apariencias para mostrar a su interlocutor la triste realidad.

Pero en el Sueño del Infierno el autor desecha el sueño, que sí aparece en Dante («tant'era pieno de sonno») y nos dice el porqué: «los sueños las más veces son burla de la fantasía y ocio del alma»115. Nada de visiones falaces; Quevedo no quiere salir, como Eneas, por la puerta de marfil. Por esto afirma: «Vi... lo que se sigue por particular providencia de   —142→   Dios»116. En el Sueño de la Muerte, sin embargo, vuelve al sueño y al guía que es la Muerte misma, que lo arranca de su lecho para llevarlo, vivo, «a hacer una visita a los difuntos».

La topografía del Infierno, tan sumaria en los Sueños anteriores, se complica en el Sueño del Infierno, sin alcanzar, empero, precisiones. Siguen las vaguedades: una hondura muy grande, un pasadizo muy oscuro, una gran zahúrda, una laguna, un cerro, un cercado, algunos escalones, etc. El autor, huyendo de los condenados, pasa por lugares oscuros y cenagosos. Hay, sin embargo, una dirección descendente que lo llevará a un cuartel donde están los herejes antes y después de Cristo, desde los ofiteos hasta Lutero. A la puerta, las figuras alegóricas: la justicia de Dios, el vicio, la malicia, la inobediencia, la blasfemia. Y finalmente, pasando por la galería de los emperadores (ninguno español) y guiado por un demonio, llega el autor al lugar más profundo, el camarín de Lucifer, inspirado quizás en la judeca dantesca. ¿Quiénes lo habitan?: miles de cornudos, alguaciles, médicos, aduladores, mendigos, madres postizas, suegras terceras y las «vírgenes hocicadas» (o «rociadas» en otras versiones) puestas en un vasar, como si fueran tazas penadas. Esta sola enumeración basta para justificar lo ya dicho: no hay una jerarquización de los pecadores; más aún, algunos de los aquí incluidos ni siquiera parecen haber pecado. Confusión y abigarramiento, máximo desorden, caos. La anti-norma es la norma de este Infierno.

A partir del Sueño del Infierno, a la galería de representantes de oficios (sastres, cocheros, bufones, zapateros, pasteleros, mercaderes, gente de justicia, barberos, médicos, boticarios, despenseros, etc., etc.), de estados (un escudero, un caballero), de tipos morales (necios, desaprensivos, malos confesores), de figuras urbanas (rameras, dueñas, hermosas que hechizan), se agregan los alquimistas, astrólogos, fisiognomistas y, finalmente, los herejes. Se amplían así los marcos y se varía la condición y calidad de los pobladores del Infierno. Los intereses de Quevedo parecen dirigirse ahora a otros tipos humanos, que en general representan pecados mucho   —143→   más graves que los de los sastres o los despenseros: los pecados de la inteligencia y del espíritu. Junto a Mahoma y Lutero, las sectas antiguas y los herejes modernos. Largas listas de nombres que necesitan una anotación justa y sabia.

En 1627, en el Discurso de todos los diablos, aparecen, como hemos dicho, los temas políticos, que relacionan esta obra con la Política de Dios (1626) y con el Marco Bruto (1644). El yo narrador desaparece, salvo en fugaces oportunidades. Tampoco hay viaje del autor al más allá; se trata de una recorrida de Lucifer por sus dominios, para poner orden en ellos. Por esto el subtítulo es: Infierno enmendado. Le acompañan en esta visita tres denunciadores: el entremetido, la dueña y el soplón. Cuando la censura objetó el título original, Quevedo lo sustituyó justamente por El entremetido, la dueña y el soplón; discurso del chilindrón legítimo del enfado.

El desfile gremial está aquí casi ausente. Quedan algunas figuras que recuerdan las del ciclo de los Sueños: la tapada, la vieja afeitada, el padre de hijos ajenos, el tramposo, la mujerzuela. Otros personajes como «Nadie me entiende», «Pero», «Punto crudo», se corresponden con las figuras de los chistes del Sueño de la Muerte. Pero la sátira saturnal o microsátira ha desaparecido casi del todo. Se advierte, en cambio, la fuerte influencia de Plutarco, Suetonio, Luciano. Tres ideas fundamentales presiden esta obra: 1) formas de gobierno (tiranía y república); 2) teórica y práctica del gobierno; 3) grandeza y miseria del privado.

Los condenados, personajes históricos en general, mantienen entre ellos diálogos y conversaciones, riñen y se atacan. La agresividad los caracteriza. Este infierno se hunde con los gritos, los insultos y el escándalo. Los condenados se despedazan y usan como armas no sólo puñales, sino libros y hasta los propios miembros ardientes:

«Tirábanse unos a otros, por falta de lanzas, los miembros ardiendo; arrojábanse a sí mismos, encendidos los cuerpos, y se fulminaban con las mismas personas»117.


  —144→  

Se presentan en grupos. El infierno está ahora dividido en cancillerías, y se mencionan muy pocos elementos que permitan conformar un espacio característico. Extensas escenas sustituyen el enfilage, aquí muy debilitado. La más importante es una reunión de privados, donde cada uno (todos son personajes históricos) relata su actuación en el mundo y su destino, y generaliza sobre la suerte de los validos en general. Este destino está simbolizado en la pelota con que juegan, símbolo en verdad válido para todos los que detentan el poder:

«Decía Santabareno [valido del Emperador León de Macedonia] tomando la pelota: "Éste es el poderoso hinchado de viento. Pone el príncipe toda su fuerza en levantarlo de un voleo, y anda en el aire, mas siempre bamboleando y mientras le dan dura en lo alto; y en no dándole cae, y en descuidándose, se pierde; y si le dan muy recio, revienta, y en lo alto se sustenta a puros golpes"»118.


¡Qué presente todavía en la mente del autor la triste historia de don Rodrigo Calderón, el favorito de Felipe III, ajusticiado en 1621! Evidentemente, a Quevedo le preocupan ahora cosas más serias que burlarse de los pasteleros o hacer chistes sobre los médicos. En este Discurso de todos los diablos el homo politicus pasa a primer plano y desplaza al homo ludens. Quevedo, en un afán de objetividad, deja hablar a los que fueron en el mundo gobernantes poderosos, emperadores y reyes, privados y legisladores. La seriedad de sus argumentaciones, que convierte esta última visión del infierno en un pequeño y desengañado tratado de regimine principum, está aliviada de vez en cuando por breves intervenciones de personajes tipológicos ya conocidos. Pero la intención del autor está ahora puesta de manera expresa en tema grave: el estado social y político en tiempos de Felipe IV. Crítica política y censura moral.

  —145→  

Y a todo esto, ¿qué pasa con los diablos? En la dedicatoria del Alguacil endemoniado al Conde de Lemos, Quevedo menciona, siguiendo a Psello, seis clases de demonios: ígneos, aéreos, terrenos, acuáticos, subterráneos y lucífugos. E inmediatamente los identifica con los alguaciles: criminales, soplones, porteros, escudriñadores de honras y levantadores de falsos testimonios, etc.

En el Sueño del Infierno los demonios comienzan a incrementarse y, además, a distinguirse mediante rasgos físicos y atributos: uno mal barbado, otro corcovado y cojo, otro «lleno de cazcarrias, romo y calvo», «un diablo zambo, con espolones y grietas, lleno de sabañones». Y todos capones, calvos, sin cejas ni pestañas. Una multitud (siete u ocho mil) de deformidades. Pero es en el Discurso de todos los diablos donde la variedad llega a su más alta cifra: además de Lucifer y de Satanás, hay un demonio sumiller, un demonio fiscal, uno despeado, y multitud de diablillos, diablazos, demoñuelos, diablos de mala muerte, más el diablo del tabaco, el diablo del chocolate, el de cohecho, el de las monjas, el de los juzgamundos, etc. Y entre las diablas, que también las hay, se destaca la diabla Prosperidad, de la cual depende en buena medida el aumento de la población infernal119. Ciertamente son diablos sin personalidad y casi diríamos sin funciones claramente determinadas. En el Sueño de la Muerte no hay prácticamente diablos y casi tampoco hay infierno. Cuando los hay, su misión es muy limitada. Son los hombres, no los diablos, los reales pobladores del infierno.

Pero un diablo llama nuestra atención: el diablo predicador. Aparece ya, como se ha dicho, en El alguacil endemoniado, donde pronuncia dos discursos, uno sobre los reyes y otro en defensa de los pobres, además del apólogo de Astrea, la justicia, que se subió al cielo porque nadie quiso   —146→   aposentarla en su casa. Esta sorprendente figura, el diablo predicador, tiene a su cargo la moralización, es decir, que Quevedo habla por su boca. Pero el autor comenta en este mismo Sueño: «Cuando el diablo predica el mundo se acaba». El diablo predicador es, pues, figura del Anticristo y de los falsos profetas que aparecerán al final de los tiempos. Pero este supuesto carácter no tiene manifestaciones trascendentes en los sermones, casi diríamos de púlpito, del diabólico predicador.

Este diablo predicador, cuya presencia se intensifica en el Sueño del Infierno, conserva la sutileza del ángel y una notable clarividencia de razonamiento. Pero no se trata de razonamientos en cuestiones sobrenaturales o teológicas, como vemos en el teatro de Calderón, donde Lucifer diserta sobre los planes y los misterios de Dios, bien que sólo por conjeturas. Las ideas patrísticas y tomistas sobre el demonio, que informan su intervención en los autos sacramentales calderonianos, no aparecen en Quevedo. En Calderón el demonio procura la destrucción moral de la humanidad; en Quevedo, por el contrario, prodiga conceptos morales, amonesta a los hombres por sus pecados, indica el recto camino del bien, y en este Sueño del Infierno, donde pronuncia siete sermones, llega a decir palabras sabias sobre la misericordia de Dios:

«... que de la piedad de Dios se ha de fiar, porque ayuda a buenos deseos y premia buenas obras; pero no todas veces con consentimiento de obstinaciones. Que se burlan así las almas que consideran la misericordia de Dios encubridora de maldades y la aguardan como ellos la han menester, y no como ella es, purísima e infinita, en los santos y capaces de ella, pues los mismos que más en ella están confiados son los que menos la dan para su remedio. No merece la piedad de Dios quien, sabiendo que es tanta, la convierte en licencia y no en provecho espiritual. Y de muchos tiene Dios misericordia, que no la merecen ellos. Y en los más es así, pues nada de su mano   —147→   pueden, sino por sus méritos, y el hombre que más hace es procurar merecerla»120.


Son los diablos quienes alaban la misericordia «purísima e infinita» de Dios. Quevedo presenta así el tópico del mundo al revés, el viejo tema que propone la inversión como una forma de la locura. Pero también dan lecciones de estoicismo, como se ve en este mismo Sueño, en el majestuoso sermón sobre la Muerte, en boca de uno de ellos, donde resuenan ecos del ya mencionado y desolador soneto «Miré los muros de la patria mía»:

«¿A qué volvéis los ojos que no os acuerde la muerte? Vuestro vestido que se gasta, la casa que se cae, el muro que se envejece, y hasta el sueño cada día os acuerda de la muerte, retratándola en sí»121.


Sobre otros muchos temas sermonea el demonio. También en el Sueño del Infierno pronuncia un discurso contra el linaje, la honra y la valentía, dirigiéndose a un hidalgo que se resiste a ser condenado, invocando su ejecutoria. Es una pieza notable en la que el diablo nos desconcierta con afirmaciones que parecieran reñidas con el pensamiento del autor, de noble cuna:

«Toda la sangre, hidalguillo, es colorada... Y el que en el mundo es virtuoso, ése es el hidalgo, y la virtud es la ejecutoria que acá respetamos»122.


Y más adelante:

«Reímonos acá de ver lo que ultrajáis a los villanos, moros y judíos, como si en éstos no cupieran las virtudes, que vosotros despreciáis»123.

  —148→  

La figura del Maligno agrega a sus aspectos grotescos esta faceta inusitada. El tradicional odio a Dios, propio de su naturaleza, se transforma aquí en desprecio por el hombre. El demonio quevedesco, de escaso discernimiento teológico, no aparece como instigador del pecado. A veces parece estar animado más de un espíritu de justicia que de iniquidad: nunca se presenta, como en Calderón, identificado con la culpa, el vicio, el pecado. Es, diríamos, un demonio doméstico, sin grandeza, sin carácter épico, al que la sátira ha empequeñecido. Tanto, que en el Discurso de todos los diablos Lucifer decide enmendar el infierno y poner en vereda a esa caterva de demonios holgazanes, entretenidos y poco responsables, «un haz de diablos viejos y llenos de telarañas y mohosos»; unos duermen, otros roncan, otros se entretienen en el mundo. El diablo de los ladrones llega maniatado y empujado por corchetes que, dirigiéndose a Lucifer, vociferan:

«Señor, este diablo no sabe lo que se diabla, ni vale un diablo, y es vergüenza que sea diablo, porque no trata de hacer sino que se salven los hombres»124.


Los diablos, por lo que parece, son menos malos que los hombres. Son, en verdad, pobres diablos. Entonces, el «supremo maldito», el «lucero amotinado», «abriendo por boca un sima» y «empinando el aullido» llama a la Buena Dicha, la diabla Prosperidad, por la que todos los hombres se perderán; la prosperidad es la mejor aliada del Infierno, mientras que los defensores del hombre son el dolor y la persecución. Porque Prosperidad significa comodidad, dinero, paz; y se logra fundamentalmente mediante la hipocresía.

El carácter moralizador del Discurso de todos los diablos se pone de manifiesto en este sermón con que se le da fin, dejando «a los hombres advertencia». Quevedo confía en este objetivo didáctico, pues la pieza se cierra con una manifestación de esperanza, para la cual recurre a un versículo   —149→   del cántico de Zacarías (Lucas, I, 71): «Seremos salvados de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odian»125. El estoicismo que da sentido a La cuna y la sepultura y a su poesía metafísica, está de manifiesto también en su obra de inspiración infernal: sólo el desdén de los bienes mundanos salvará al hombre. Y el sufrimiento es la mejor escuela de perfeccionamiento interior.

Finalmente, una reflexión: ¿Qué es el Infierno de Quevedo? Una geografía vaga, habitada por demonios poco caracterizados y por una humanidad condenada, tratada a veces en forma genérica, pero en la que, a medida que pasan los años, se van destacando algunas personalidades. Nos interesan, sin embargo, menos las figuras históricas que las fantasiosas, productos de su ingenio, de su capacidad de caricaturista, de su genialidad para el manejo del grotesco. Es que el Infierno quevedesco es lugar de burlas y risas, entre las cuales el autor desliza verdades dolorosas y de las cuales surge una visión del hombre. Visión escalofriante y desoladora. El hombre está dañado por el pecado y la vanidad, por la hipocresía y el afán de lucro. Tras este desfile carnavalesco se adivina el profundo sentimiento de desengaño, como observó Spitzer con respecto al Buscón. ¿Son, pues, obras que expresan una cosmovisión barroca?

La lengua usada, en la que también triunfan las leyes del grotesco, que desrealiza y pulveriza la realidad para recomponerla sobre cánones propios, ilógicos y antinormales, es un verdadero monumento al conceptismo; lengua cuajada de hallazgos estéticos inusitados y sorprendentes, nueva realidad lingüística que disloca la normatividad aceptada. Virtuosismo estilístico, derroche verbal, juego creador. Por esto las obras visionarias de Quevedo son de tan difícil lectura,   —150→   y ponen a prueba a cada momento nuestra imaginativa. ¿Son, entonces, productos de un esteticismo puro?

Son ambas cosas: reflejo de una visión barroca y desolada del hombre y del mundo, y productos estéticos de alta valía. La deshumanización y la desrealización mediante la degradación animalística o cosificante son las técnicas preferidas para presentar este infierno que es, en resumidas cuentas, el mundo de los hombres. Un mundo de apariencias engañosas, de representación e hipocresía. Tras la máscara, la realidad corrompida. El Infierno está en el corazón del hombre. Y quizá el infierno de los hombres sea peor que el de los demonios. Por esto, en el Discurso de todos los diablos, cuando el demonio impone como castigo a los condenados el volver a nacer, éstos, «afligidos y tristes, se sepultaron en un silencio medroso». Y uno de ellos evoca entonces los distintos momentos de la vida humana, desde la concepción hasta la muerte, pasando por las enfermedades de la niñez, la escuela y sus castigos, la juventud con la pasión de la carne y la tiranía del amor, la edad adulta con sus cuidados y desengaños, la vejez con su miseria física y los herederos esperando y rogando... Y el pobre precito grita: «No, no volviera por donde vine por cuanto tiene el mundo»126. Visión apocalíptica y trágica, pesimismo corrosivo.

Pero no dramaticemos demasiado: Quevedo es, esencialmente, un espíritu crítico y satírico; y la sátira y la crítica necesitan cebarse en materia corrupta, y engendran formas agresivas y violentas. Y es también un moralista, un censor inclemente que vive con angustia la decadencia española. Esa decadencia moral de la España áurea, cuya contemplación torturó su ánimo desde la juventud hasta la muerte. En una de sus epístolas latinas a Justo Lipsio, escrita antes de los 25 años, exclama: «De mi España ¿qué diré que no sea con gemido?». Y ya a las puertas de la muerte, en carta a don Francisco de Oviedo, su amigo, manifiesta profundo desaliento ante el acabarse de su España: «Esto, señor don Francisco,   —151→   ni sé si se va acabando ni si se acabó. Dios lo sabe; que hay muchas cosas que pareciendo que existen y tienen ser, ya no son nada, sino un vocablo y una figura»127.

Amor y dolor de España. Las obras visionarias de Quevedo están también dictadas por ese dolor y por ese amor.



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ArribaAbajoPara la revaloración de los entremeses de Quevedo

Los entremeses de Quevedo han sido poco estudiados por la crítica. Sin embargo es este subgénero teatral un campo apropiado para el ejercicio de uno de los aspectos más talentosos, quizá el realmente genial de su vena de escritor: la representación de una sociedad degradada y de sus tipos característicos en forma caricaturesca e hilarante. Para ello se vale de dos elementos esenciales del grotesco: el retrato y la creación idiomática. Estos elementos, que aparecen en sus obras más representativas, como el Buscón, los Sueños, La hora de todos, el Discurso de todos los diablos, y en ese corpus poético-satírico que marca, ya sin disputa, el ápice de su originalidad, encuentran en este género teatral menor un cauce apropiado a su expresión. Sin embargo, durante décadas, la crítica consideró los entremeses de Quevedo como producciones sin importancia. El primero en revalorizarlos fue el hispanista italiano Guido Mancini128 seguido por Eugenio Asensio129.

  —154→  

De su carácter de «relleno» (se representaban entre los actos de las comedias), deriva su nombre, «entremés», palabra que, como «sátira» y «farsa» acusa un origen relacionado con la ingestión. Su tono era obligatoriamente festivo; los personajes, de rango inferior («porque entremés de rey jamás se ha visto», dice Lope de Vega en el Arte nuevo de hacer comedias); su extensión, breve, lo cual determina la concentración de lo cómico; su finalidad, el deleite. En la segunda década del siglo XVII comienza el auge del «entremés de figuras», es decir, se debilita el argumento para dar lugar a un desfile de tipos característicos de deformidades y extravagancias sociales o morales. Estas «figuras» eran personajes estereotipados, de todos conocidos130.

Tampoco rige en el entremés uno de los principios de la comedia española, enunciado por Alexander A. Parker131: el de la justicia poética. En el entremés, los ladrones, los adúlteros, los rufianes no reciben castigo alguno. De aquí su amoralidad. Si en la comedia esa justicia poética restituye el orden social y moral y lleva la acción del caos a la armonía, en el entremés el desorden impera hasta el final, y está subrayado por la reyerta y batahola con que suele cerrarse.

En la trayectoria de este género dentro de la literatura española, desde Lope de Rueda, su genial iniciador tan admirado por Cervantes, hasta Quiñones de Benavente, que fija de manera definitiva sus caracteres a través de un centenar y medio de piezas, la personalidad de Quevedo descuella no por la coherencia de las estructuras, no por la riqueza argumental; su valor reside, como hemos dicho, en la creación caricatural de «figuras» y en la creación caricatural del lenguaje.

El Entremés de Pandurico y El médico que muchos editores, entre ellos Astrana Marín, consideran de Quevedo,   —155→   es evidente que no le pertenecen: nada hay, ni en el tratamiento del tema y de los personajes, ni en la métrica, ni en el vocabulario, que pueda atribuirse a nuestro autor. Tampoco está fehacientemente comprobada la paternidad de Los refranes del viejo celoso; sin embargo, James O. Crosby afirma: «Los refranes, por sus valores literarios, bien pudiera ser de Quevedo». En cambio, este mismo crítico considera que «no existe ningún fundamento real para seguir manteniendo la paternidad de Quevedo, cuando menos por ahora» con respecto al entremés El hospital de los malcasados que tantas veces le fue atribuido132.

Pertenecen indiscutiblemente a Quevedo los siguientes entremeses: La venta, El marión (2 partes), El Caballero Tenaza, El niño y Peralvillo de Madrid, La ropavejera, El marido fantasma, El zurdo alanceador (llamado también Los enfadosos), Diego Moreno (2 partes), Bárbara (2 partes), La vieja Muñatones, La destreza, La polilla de Madrid.

Los cinco últimos fueron descubiertos por Eugenio Asensio no hace muchos años; estaban incluidos, junto con otros, ya éditos, en un manuscrito existente en la Biblioteca pública de Évora (Portugal). El descubrimiento de Asensio nos es hoy accesible gracias a su utilísimo libro, ya mencionado, Itinerario del entremés, donde aparecen editados por vez primera, precedidos de un estudio sustancial. Este descubrimiento de Asensio nos ha permitido el acceso a los tres únicos entremeses en prosa, Diego Moreno, Bárbara, La vieja Muñatones, que justamente por estar en prosa pertenecen, sin duda, a la primera producción entremesil de Quevedo. Los otros, en verso, son evidentemente posteriores, pues a medida que avanza el siglo XVII el entremés abandona la prosa quizás por contaminación con la comedia, que, desde Lope de Vega, se escribe exclusivamente en forma polimétrica.

Ante la necesidad de una exposición ordenada, es preciso organizar estos variadísimos materiales siguiendo un criterio. El primer investigador que se lo propone es Asensio, cuyo   —156→   criterio es de índole puramente textual, es decir, de crítica externa.

Para la finalidad de este trabajo agrupamos los entremeses de Quevedo en los siguientes ítems:

  • 1. LOS CONTENIDOS
    • 1.1. Los temas
      • 1.1.1. El dinero (La vieja Muñatones, El Caballero Tenaza, El niño y Peralvillo de Madrid).
      • 1.1.2. El matrimonio (El marido fantasma).
      • 1.1.3. El mundo al revés (El marión).
    • 1.2. Las figuras
      • 1.2.1. El cornudo (Diego Moreno)
      • 1.2.2. Otras figuras (El zurdo alanceador).
  • 2. LAS FORMAS
    • 2.1. La creación idiomática (La venta, El zurdo alanceador, El marido fantasma).
  • 3. LAS TÉCNICAS
    • 3.1. Desrealización y deshumanización (La ropavejera).

Por supuesto que en todos los entremeses encontramos, en mayor o menor medida, los caracteres que señalaremos sólo en unos pocos. Pero hemos elegido para ilustrar cada ítem los entremeses más significativos en cada caso.


1. LOS CONTENIDOS


1.1. Los temas


1.1.1. El dinero

Tres entremeses recogen especialmente   —157→   este tema, tan del gusto de Quevedo y cultivado a lo largo de toda su vida: La vieja Muñatones, El Caballero Tenaza y El niño y Peralvillo de Madrid133. El tema del dinero aparece muy tempranamente en nuestro autor: la famosa letrilla «Poderoso caballero es don Dinero» es anterior a sus 23 años, pues figura en las Flores de poetas ilustres, primera antología de la poesía española publicada por el poeta Pedro Espinosa en 1605, pero cuya aprobación es de 1603. En ella se incluyen 18 composiciones de Quevedo, algunas de las cuales ponen de manifiesto que su temática satírica y aun las formas expresivas que la sirven estaban ya en sazón en su temprana juventud.

El tema del dinero se encarna en las pedigüeñas, pedidoras o pidonas, salteadoras, tomajonas, tomonas o tomascas. Todas las mujeres son diestras en la sonsaca, en la arrebatiña; saben rapar, pelar, desollar, trasquilar, hacer cuartos. El vocabulario es inmenso. Son insaciables para pedir dinero, joyas, entradas a las comedias, vestidos. Jóvenes o viejas, guapas o feas, todas son maestras en el arte de desplumar al hombre. Frente a ellas, el Caballero Tenaza, siempre en guardia, aunque a veces pueda llegar a ser su víctima. La pareja Doña Anzuelo-Don Tenaza crea con frecuencia en la obra de Quevedo una tensión entre ambos sexos que queda sin solucionarse. En su poesía satírica, ni entre los dioses desaparece esta situación: en el soneto «A Apolo siguiendo a Dafne» el poeta aconseja al dios: «si la quieres gozar paga y no alumbres». Y sigue:


   «Si quieres ahorrar de pesadumbres,
ojo del cielo, trata de compralla;
en confites gastó Marte la malla,
y la espada en pasteles y en azumbres».


Ni Júpiter se salva; ¿cómo consiguió el amor de Dánae?:   —158→   convirtiéndose en lluvia de oro134.

En las Epístolas del Caballero de la Tenaza, obra juvenil escrita entre 1600 y 1606, se dan consejos para «guardar la mosca y gastar la prosa», como se dice en el largo título. Esta temática no es, por supuesto, creación de Quevedo; se encuentra contemporáneamente en otros autores, tanto españoles como italianos. Las Epístolas del Caballero de la Tenaza que circularon manuscritas durante muchos años, se popularizaron, y el personaje pasó a ser un bien mostrenco. Quevedo se plagia a sí mismo, casi 20 años después, en el entremés titulado El caballero Tenaza, donde aprovecha no sólo el tipo sino muchas expresiones y situaciones de su obra de juventud. En el entremés aparece la pareja Doña Anzuelo-Don Tenaza; Anzuelo, tapada, quiere sacarle dinero o alhajas a Tenaza; éste le pide que descubra el rostro: «córrele al frontispicio el cortinaje». La repetición y el paralelismo de situaciones, que caracterizan esta pieza, conllevan la comicidad; es un elemento de la comedia del arte incorporado por los entremesistas como recurso para provocar la risa. La tensión no se resuelve de ninguna manera: por un lado Anzuelo y sus Niñas pidiendo; por otra Tenaza y sus Niños negando. Y así hasta el final.

El niño y Peralvillo de Madrid presenta mayor interés. Ante todo, el personaje, ese Tenaza niño, tan sabio a su muy corta edad. Decidido a marchar a Madrid, su madre le aconseja sobre cómo debe cuidarse de los sablazos. A esta introducción sigue el cuerpo del entremés que (aunque no hay indicaciones escénicas) suponemos que ocurre en el camino a la Corte. Esto da lugar al encuentro del niño con una serie de tipos, comenzando por el amolador Juan Francés. Juan Francés toma ahora el papel de la madre; avariento como buen gabacho, le explica que Madrid es un Peralvillo135, donde las mujeres asaetean a los hombres y los deshacen en cuartos:

  —159→  

   «Y de ese Peralvillo que ahora lloras,
los cuadrilleros son estas señoras,
que con dacas buídas
y tomas penetrantes,
si no los asaetean
los ajoyan, y piden, y tiendean»136.


Y comienzan a pasar las víctimas: Alonso-Alvillo, asaeteado con varas de medir, medidas de sastre y tijeras; Diego-Alvillo, rodeado de ollas y pucheros y asadores; Cosine-Alvillo, lleno de procesos, escribanías y plumas en el cabello y las manos; y finalmente Antonio-Alvillo, lleno de carteles de comedias y papelones de confituras. Son los ajusticiados, asaeteados por las pedigüeñas, que los han empobrecido a fuerza de exigir regalos: vestidos, comilonas, pedidos de dinero, entradas a los patios de comedias. Estamos aquí en un terreno simbólico, en que los atributos de los personajes representan, por sí solos, la causa de su despojo por parte de las mujeres. ¡Qué lejos el sabroso realismo de los entremeses cervantinos, de perfección dramática insuperable! Pero en Quevedo, ¡qué desbordante fantasía, qué poder de dramatizar visiones, qué capacidad para corporizar conceptos ingeniosos! Las acotaciones escénicas, contradiciendo la práctica general, son en este entremés sumamente significativas; Quevedo recurre a una técnica del retrato que usará en los Sueños y en su poesía satírica especialmente, y que recuerda la usada por Arcimboldo: la técnica del retrato compuesto137. Y para coronar todo este simbolismo, en el final aparece el símbolo que los comprende a todos: una bolsa vacía (la «bolsicalavera») sobre dos huesos de muerto. El epílogo, pese a la ausencia de indicaciones escénicas, pareciera suceder ya en Madrid:   —160→   tres mujeres quieren la bolsa del niño, que se resiste, declarándose el Santo Niño de la Guarda (no de la Guardia). Un canto final, entonado por las mujeres, resume la situación:


«Pues que da en no darnos
este muchacho,
bien será que le demos
todas al diablo.
Niño de mis ojos,
haz cuando lloras,
para ti pucheros,
para mí ollas».


(p. 569ab)                





1.1.2. El matrimonio

Tema viejo como la misma institución del matrimonio, ha sido pasto de los satíricos de todos los tiempos. Quevedo, que lo cultiva desde su juventud, comienza inspirándose en la Sátira VI de Juvenal para evolucionar luego especialmente hacia los logros verbales, en los cuales se manifiesta su eficacia inigualable. Por supuesto que no se trata de uniones pacíficas y felices, sino de los, al parecer, ineludibles desastres que el matrimonio acarrea especialmente al hombre. Frente a la mujer lúbrica, despótica, gastadora, intemperante, charlatana, amiga de vecinas, una notable galería de maridos sufrientes desfila por sus páginas satíricas: el cornudo (los hay de varias clases, desde el que ignora su triste situación hasta el orgulloso de su «cornudería»), el martirizado por la suegra, el viejo casado con niña, el tardíamente arrepentido, el hastiado. Otros tipos marginales son objeto de su atención: el casamentero, la alcahueta, la dueña.

El entremés ofrecía un campo interesante para desarrollar esta temática. Entre las piezas que nos han llegado, sólo dos están directamente relacionadas con el tema: El marido fantasma y Diego Moreno que no trataremos en este apartado pues lo reservamos para el de «figuras».

El marido fantasma es interesantísimo por la mezcla de sátira y visión. Muñoz, el galán, que teme casarse por miedo   —161→   a los parientes de su mujer, habla con su amigo Mendoza sobre el asunto: «Vusté perdió linda ocasión en Eva», comenta el amigo en el diálogo inicial. Muñoz se duerme y, en sueños, su amigo Lobón, recién casado, le revela las amarguras matrimoniales. «Suegras tienes las voces», le dice Muñoz en el diálogo onírico; y más adelante: «Encalabrinas con hedor de yerno». La escena visionaria se completa, pues Lobón se ve rodeado de mujer, suegra, suegro, casamentero, dueña y criadas; todos exigen, todos ordenan, todos piden. Lobón ruega a Muñoz, como un poseído: «Sácame de la suegra que padezco». Al despertar, Muñoz se decide por la soltería, pero Lobón reaparece, ahora en la vigilia, ya viudo, con su traje de luto:


«Unas pocas de tercianas
con ayuda de un doctor,
me quitaron a navaja
la esposa persecución».



Y aconseja a su amigo el matrimonio, pues sólo a este precio se puede gozar del deleite de enviudar. Porque matrimonio comienza con matri "madre", y acaba en monio "demonio". Mediante un ingenioso juego de palabras, la disociación, descompone el vocablo en dos elementos, de donde casarse es aguantar a una «madre demonio», es decir, a la suegra. La tensión cómica, servida por una creación idiomática extremada, ha ido en aumento hasta culminar en el cinismo final, Este tipo de viudo feliz ya ha sido cultivado por Quevedo: en El mundo por de dentro (1612) se presenta un cortejo que acompaña el entierro de una mujer; el viudo, cargado de lutos, con el sombrero calado hasta las narices, arrastrando «diez arrobas de cola» va pensando, entre fingidos dolores, en cómo sustituir a la difunta138.




1.1.3. El mundo al revés

Este tema, caro al Barroco, llega a alcanzar caracteres angustiosos en la literatura   —162→   seria, inclusive en la de Quevedo139. Todo está subvertido: el orden, la moral, la tabla de valores, la naturaleza misma. Este asunto constituye el motivo central de La hora de todos, desde el pórtico olímpico con que se abre la obra. Pero en el entremés esta temática se aligera de toda trascendencia y muestra el plano ridículo de dicha subversión. Ilustran este tema los entremeses El marión y El zurdo alanceador, cuyo análisis reservamos, como se ha dicho, para otro ítem.

El marión, entremés doble, en prosa, es una hilarante presentación del tipo del marión, es decir, el marica, el afeminado140. Don Costanzo, el marión, asume dos papeles: el doncello y el malmaridado. El entremés, dividido en dos breves partes, dedica cada una a un aspecto. La primera parte, una escena de calle y ventana, presenta, en la noche, a don Costanzo en la reja, rechazando sucesivamente los requiebros y regalos de sus tres pretendientas: Doña María, Doña Bernarda y Doña Teresa; ésta, inclusive, ha llevado músicos para darle una serenata. Don Costanzo teme que aparezca su padre. Cuando las mujeres han sacado las espadas para batirse a duelo por el «doncello», la escena es interrumpida por la presencia del progenitor, que pregunta por «la honra» y amenaza con mandar a un convento a su hijo si el honor familiar se hubiera visto mancillado. Ante las protestas de don Costanzo y las afirmaciones de las tres mujeres, todo se calma. Baile final.

La segunda parte es una escena de interior. Don Costanzo se ha casado con Doña María y sufre las exigencias y golpes   —163→   que ella le propina, más las amenazas de devolverlo a la casa paterna. Él prefiere acogerse a un convento, pero exige la dote, que ella ha gastado en el juego. Ante el ruido de la reyerta acuden los vecinos. Doña María se dispone a partir, no sin antes requerir a la criada la espada y el manto, el broquel, el sombrero y la linterna, pues volverá muy tarde. Mientras tanto, él quedará hilando en la rueca. Salen los músicos. Doña María ordena a don Costanzo, que cree estar preñado, que baile. Y él contesta, como una sumisa malcasada: «Es muy justo / obedecerla en todo y darle gusto».

La primera parte del entremés parodia, en sus expresiones y circunstancias, la comedia de capa y espada, con la doncella requerida, el padre cuidadoso de la honra familiar, el amago de duelo, en fin, la capa y la espada. Dentro del espíritu jocoso, la caracterización es sustancialmente moral, pues no se alude a aspectos físicos.

Si creemos a la literatura de la época, el afeminamiento del varón preocupaba a moralistas y satíricos. La pérdida de las antiguas virtudes viriles está presente en Quevedo, y a veces muy en serio, como en su Epístola satírica y censoria al Conde de Olivares (1624), cuando pide al valido de Felipe IV que reprima el vicio, la molicie, el gusto por sedas y perfumes en los caballeros cortesanos, tan distintos de aquellos rudos soldados que forjaron la grandeza española.






1.2. Las figuras

La técnica del retrato adquiere en Quevedo caracteres de singular maestría. Con pocos rasgos fantasiosos e hiperbólicos crea figuras inconfundibles, verdaderas caricaturas, en las que entran en consideración tanto los aspectos físicos como los morales, los gestos y actitudes.

Desde los escritos satíricos menores de su época juvenil, especialmente su Vida de corte y oficios entretenidos en ella, Quevedo ha cultivado el retrato satírico y grotesco; y pasando por la inolvidable estampa del Dómine Cabra, del Buscón (Quevedo tiene 23 años), llega hasta las figuras surrealistas   —164→   de los Sueños, del Poema de Orlando, de La hora de todos y de la poesía satírica y burlesca. Quevedo ha pintado, así, una estupenda galería de tipos. En los entremeses ha dado mucha mayor importancia a los aspectos morales que a los físicos. Y es obvio que así sucediera, pues éstos estaban a la vista de los espectadores. Las indicaciones escénicas y las acotaciones sobre presentación de los personajes son inexistentes o sumamente escuetas, excepto en El niño y Peralvillo de Madrid; por tratarse de «tipos» se dejaba a la imaginación del actor, y sobre todo del espectador, lo referente a los rasgos exteriores.

Elegimos dos entremeses para ilustrar la presentación de figuras: Diego Moreno y El zurdo alanceador.


1.2.1. El cornudo

En Diego Moreno141, «su más perfecto entremés en prosa» según Asensio, se delinea de manera admirable el tipo del marido consentidor, manso y aprovechado, que retribuye las ventajas económicas que le proporciona el buen talle de su mujer, con una actitud «comprensiva»: aquel toser fuertemente al entrar en casa, aquel salir a tomar fresco cuando llega el candidato, y aquella expresión, para alertar a su mujer, que en voz bien alta y a manera de estribillo repite al poner la llave en la cerradura de la puerta: «Yo soy c'abro», no son más que algunas de las formas en que este tipo de «cornudo» (Quevedo, como hemos dicho, los hace desfilar en su obra satírica, clasificándolos en especies) contribuye al bienestar económico de su casa. Si la figura de Diego Moreno era tradicional, como el mismo Asensio ha demostrado142, no hay duda de que es Quevedo quien fija definitivamente el tipo, que a partir de él entra en la literatura culta de la época, y en la suya propia, como se puede apreciar en el Sueño de la Muerte (1622) donde el personaje aparece al final de un desfile de personillas pertenecientes al mundo de la literatura oral y la paremiología   —165→   (la «Visita de los chistes», como llamará a este sueño en la versión reformada de 1631).




1.2.2. Otras figuras

Como desfile de tipos, no ya estudio de uno solo, merece citarse El zurdo alanceador143. Este entremés es precioso más por la creación idiomática (es el más importante en este sentido) que por sus valores dramáticos, ya que su estructura es deshilvanada, mera superposición de cuadros en los cuales, a partir de la palabra, se proyecta la figura.

Desfilan en El zurdo alanceador los distintos tipos de calvos, las viejas afeitadas con «caras nietas» sobre «la caraza agüela», la pedigüeña manoteadora, perfilada ya en el Buscón, el zurdo don Bonzales, también zambo, el hacia-caballero que explica sus paseos por el Prado y la Carrera, sus maneras de montar a la jineta y a la brida, sus incursiones por la plaza de toros como alanceador cobarde. Y finalmente la prostituta Doña Lorenza, que «ha sido cien doncellas en diez años»144.

Pero es la palabra la que crea, en realidad, el espacio escénico y sus personajes; es la palabra la que puebla el escenario. Así, la fuerza cómica del entremés es inseparable de su contexto lingüístico, del cual veremos en seguida algunas muestras.








2. LAS FORMAS


2.1. La creación idiomática

Es el elemento más destacado de la creación burlesca y satírica de este escritor. A varios siglos de su producción, la distancia nos permite valorar esa obra desde puntos de vista puramente estéticos, desligada ya de las circunstancias históricas, personales o   —166→   sociales que la vieron nacer. Por esto cobra incesantemente interés, pues esta obra representa conjuntamente no sólo una visión particular del mundo, sino también el hallazgo de una lengua capaz de representar esa visión.

La necesidad de Quevedo de crear palabras y expresiones deriva de su potente conceptismo, de su poder admirable de sintetizar, a veces en una palabra sola, un pensamiento complejo y hasta una concepción moral. Además, su visión grotesca, deformada, degradada del mundo y del hombre, conforma una nueva realidad, que sustituye a la realidad sensible que todos conocemos. Esta nueva realidad requiere una lengua nueva.

En los entremeses, no en todos, pero sí en muchos, se manifiesta esta necesidad, que resuelve mediante la formación de un lenguaje de efectos cómicos, logrado en el léxico, mediante la creación de nuevos vocablos y nuevas expresiones que amplían y enriquecen los campos semánticos. Hemos hecho un recuento de las nuevas voces y frases adverbiales, de las formaciones mediante apareamiento de núcleos y modificadores que en la realidad resultan imposibles. Tres entremeses se destacan por esta creación: La venta, El marido fantasma y especialmente El zurdo alanceador. En este entremés, al referirse a los calvos, se despliega en abanico una familia de palabras que constituyen, por sí mismas, un campo de significación: calvinos, calvanos, calvísimos calvudos, antojicalvos, chúrrete-calvete; la calva es una «coronilla en cueros», y los calvos son «perros chinos». Hay distintos tipos de calvas: calva Anás, calva Herodes, calva Judas; hay calvas lucias «teñidas con ribete». Entre los distintos tipos de calvos está el que nunca se saca el sombrero: por eso es «gorra eternal», «gorra fija», «gorra perdurable», «regatón de gorra», «bonete sempiterno»; lleva la «calva a escuras»; nunca saluda para no descubrirla, y por esto lo califica de «estreñido de sombrero», etc.

Por su parte, las viejas son, en este mismo entremés, «niñas pintadas y añadidas», «carreteras del tiempo»; disimulan su calvicie con «guedejas en pena», es decir, con pelucas hechas con cabello de difuntas; a estos rizos hay que decirles   —167→   misas. De noche, la «vieja orejón encamisada» se pone «sobre caraza agüela cara nieta», es decir, la mascarilla de afeites. En La ropavejera la vieja «habla con muletas» y «calza las encías / ... / con dientes de alquiler, como las mulas» ("usa dientes postizos"). En La venta hay colchón


«... que en dos instantes
pasa a chinche a una escuadra de estudiantes»;



y la Grajal es moza


«que, con dos miraduras delincuentes,
pasa a pestaña infinidad de gentes»,



calcadas ambas expresiones sobre el modelo pasar a cuchillo.

Podríamos seguir enumerando diversas manifestaciones lingüísticas de originalidad innegable, que revelan la agudeza, el extremado ingenio de su autor. Y que hacen, a veces, tan difícil la comprensión de estos textos, algunos de los cuales figuran entre los más complejos de la literatura española.






3. LAS TÉCNICAS


3.1. Desrealización y deshumanización

Uno de los caracteres atribuidos al subgénero del entremés es el del realismo; mejor dicho, el del costumbrismo. Personajes generalmente urbanos, tipificados por cierto, pero inmersos en lo cotidiano. Nada de esto en Quevedo, cuyas piezas se caracterizan por una marcada desrealización. Ya hemos dicho cómo El marido fantasma pertenece en parte a la literatura visionaria, que Quevedo lleva a su culminación en los Sueños, el Discurso de todos los diablos y La hora de todos. Este carácter de deshumanización y desrealización opone los entremeses de Quevedo a todos los del Siglo de oro; es característica casi constante en todos ellos, pero sobresale en El marión, El niño y Peralvillo de Madrid y La ropavejera. Este entremés es, a nuestro entender, la pieza más significativa   —168→   en este sentido. Propone una visión alucinante: la vieja no vende ropa, es «ropavejera de la vida». Vende pedazos de cuerpos humanos, a los cuales también remienda:


   «Yo vendo retacillos de personas,
yo vendo tarazones de mujeres,
yo trastejo cabezas y copetes,
yo guiso con almíbar los bigotes.
Desde aquí veo una mujer y un hombre
-nadie tema que nombre-
que no ha catorce días que estuvieron
en mi percha colgados,
y están por doce partes remendados».



Después de un diálogo introductorio entre Rastrojo y la vieja, en el que ella da cuenta de su condición («soy calcetera yo del mundo todo...»), sigue el cuerpo del entremés y el epílogo que lo cierra. El cuerpo del entremés consiste en el desfile de los que van a comprar: a) Doña Sancha alquila una dentadura «que no ha servido sino en una boda»; b) Don Crisóstomo busca dos piernas y tintura para pelo y barbas; c) la Dueña Godínez quiere casarse y pide que se la rejuvenezca, cosa que se logrará hirviéndole la cara en dos lejías; d) Ortega, el capón, pide dos dedos de bozo y elementos para aparentar virilidad, por lo cual la vieja lo manda al vestuario de los gallos; e) Doña Ana, que dice no tener todavía 22 años, atribuye a melancolía el haber perdido los dientes, el tener mordiscadas las facciones, etc., y la vieja promete remudarle la cara.

En el epílogo los músicos piden a la vieja que remiende los bailes viejos, como el rastro, zarabanda, rastrojo, etc. Salen los bailarines y la vieja les va limpiando las caras con un paño.

Esta obrita risueña tiene un trasfondo inquietante y complementa una de las técnicas del retrato muy cultivadas por Quevedo: el retrato humano formado por elementos no extrahumanos, sino humanos, pero cambiados de lugar y sin conexión los unos con los otros. El intercambio de partes   —169→   del cuerpo produce, como en el caso de los elementos extrahumanos, un efecto monstruoso. Si somos capaces de visualizar este tipo de retrato, asistiremos a una metamorfosis aterradora. Aquí, además, subyace el tan mentado tema de la hipocresía, la simulación de lo que no se es ni se tiene: el capón que quiere parecer viril, la vieja que quiere rejuvenecerse, la desdentada que alquila los dientes; hasta las piernas de don Crisóstomo no le pertenecen. ¿En qué consiste la realidad de la figura humana? Recurso surrealista el de Quevedo, que en otras obras llega a resultados admirables, como en el Sueño del Juicio Final, cuando los muertos que resucitan para presentarse ante el tribunal del Juicio buscan sus miembros y facciones para constituirse nuevamente.

¿A qué apunta Quevedo con sus entremeses? Al mismo blanco al que apunta el resto de su obra satírica y burlesca: la representación de su peculiar visión del mundo y de los hombres. El mundo es un teatro y nosotros somos las figuras. Hipocresía, ilusión, mentira. La vieja imagen a la que Calderón dio forma definitiva y magistral en su auto famoso, está también en Quevedo. En su Epicteto traducido (1634), dice en el capítulo XIX:


   «No olvides que es comedia nuestra vida
y teatro de farsa el mundo todo,
que muda el aparato por instantes,
y que todos en él somos farsantes.
Acuérdate que Dios, de esta comedia
de argumento tan grande y tan difuso,
es autor que la hizo y la compuso»145.