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ArribaAbajo Lengua nacional y lengua oficial

La propia nomenclatura legal resulta ambigua -o tal vez aclaradora. Muchas veces se utilizan ambos términos sin tener en cuenta su propio significado. Recurrir a los significados de ambas voces tal vez no sea inoportuno. Para el Diccionario académico (1970) nacional es, de manera clara, lo 'perteneciente o relativo a una nación', mientras que oficial 'que es de oficio, o sea que tiene autenticidad y emana de la autoridad derivada del Estado, y no particular o privado'. Creo que habría que perfeccionar la definición teniendo en cuenta los usos referidos a una lengua; en tal caso, la definición del DRAE sigue siendo válida en cuanto se refiere a su «autenticidad y emana de la autoridad del Estado», pero en tal caso están también las lenguas llamadas cooficiales. Por tanto, lengua oficial sería la que un Estado tiene como propia para la publicación de todos sus instrumentos legales y, en determinados países, la que, de entre todas las lenguas nacionales, sirve como instrumento de comunicación para los ciudadanos que hablan diversidad de lenguas regionales. Según esto, nacionales son todas las lenguas que se hablan en los territorios de un país, pero oficial sólo es una, la que sirve como vehículo comunicativo a todos los connacionales, con independencia de cuál sea la lengua vernácula que hablen.

Ya he tenido ocasión de referirme a ciertos matices nacionalistas para salvar en algunos la nomenclatura de su lengua. Países los de América donde sus lenguas -inglés, francés, portugués, español- han sido importadas y se teme no ser suficientemente libres, si, además de la independencia política, no muestran una pretendida independencia lingüística. El planteamiento del problema sobre estas bases no es correcto, según demostró Amado Alonso, y por ello no quiero insistir. Sí me parece útil señalar qué se entiende en América por lengua nacional y qué por lengua oficial.

El sintagma «el idioma oficial de la República» figura en las Constituciones de Cuba185, Guatemala186, Honduras187, Nicaragua188, Panamá189, Salvador190 y Venezuela191; en Estados Unidos -ya sabemos- no hay ninguna formulación expresa, aunque reiteradamente sólo se acepte el inglés; en Brasil -también lo hemos visto- se pasa por la cuestión como sobre ascuas y en Haití se habla de lengua oficial desde 1935192 y, lógicamente, el título corresponde -sólo- al francés. Evidentemente, la oficialidad lleva emparejada una protección oficial donde se especifica que «el Gobierno está obligado a velar por su conservación y enseñanza» [del castellano, considerado como lengua oficial]193 o en Haití donde la formulación no admite asomo de duda: «Le français est la langue officielle. Son emploi est obligatoire dans les services publics»194.

Vemos pues, que las cosas están claras lingüística y jurídicamente en muchos sitios, pero, en otros, la conciencia de la inexactitud de llamar sólo nacional a la lengua oficial, ha motivado precisiones. Así en Ecuador la Constitución de 1929, reconocía el español «como idioma nacional»195, pero en 1945 se establecía:

El castellano es el idioma oficial de la República. Se reconocen el quechua y demás lenguas aborígenes como elementos de la cultura nacional196.



Las cosas están claras: lo que se consideró idioma nacional, queda amparado en el nuevo concepto de oficial, por cuanto las lenguas indígenas son elementos de cultura nacional. Cuando en 1946, se vuelva a la oficialidad, se reconocerá la del castellano, porque, aun silenciando a las demás lenguas, ya no se podrán considerar ajenas a la idea de nacional197.

Mayor complejidad tienen las cosas en Paraguay. En 1967, se elaboraron diversos proyectos de Constitución, uno por cada partido político: el llamado Colorado habla de idiomas nacionales con referencia al español y al guaraní198; el Revolucionario Febrerista no reconoce más oficialidad que la del castellano199, lo mismo que el Partido Liberal Radical200, pero, cuando sobre estos proyectos se elabora la Constitución del mismo año, se habla de dos idiomas nacionales (español y guaraní), pero uno solo oficial (español).

Los hechos han aclarado los postulados que formulábamos al iniciar este capítulo: hay que distinguir nacional de oficial; el primer concepto afecta a todos los idiomas de una nación, mientras que el segundo es un concepto mucho más restrictivo, por cuanto sólo privilegia a una de todas las lenguas nacionales.




ArribaAbajo Denominación de la lengua oficial

Más de una vez me he referido al apasionante libro de Amado Alonso, Castellano, español, idioma nacional. Pero quisiera enfocar el problema desde una situación totalmente distinta: cómo designan las Constituciones de América a la lengua oficial de cada país. Hay aquí una postura que no es sólo afectiva, nacionalista, arcaizante o como queramos llamarla; se trata, ni más ni menos, de qué denominación ha cobrado arraigo en las naciones de Hispanoamérica y, como elementos de contraste, cómo reaccionan ante un problema afín, los pueblos que no hablan español. Porque ese frío concepto jurídico de «oficialidad» lleva implícitos otros de objetividad, de superación de posturas polémicas, de visiones más comprensivas y, por qué no, de arraigo total de asuntos que han quedado superados bajo una determinada fórmula, sea la tradicional, sea la innovadora. Es decir, lo que un día fue -fundamentalmente- un principio movido por disposiciones sentimentales, es hoy un motivo de lingüística social, de sociolingüística o -más ampliamente- de relación entre sociedad y cultura, más allá de un simple elemento psicológico. Merece la pena ver qué nombre da la Constitución de cada Estado a la lengua oficial.

En 1929, el estado ecuatoriano hablaba del español como idioma nacional201, pero en 1945 se concedía oficialidad al castellano202 y castellano seguía siendo en 1946. No sé qué motivos obligaron a cambiar la nomenclatura; me aventuro a pensar si no sería la Constitución de la segunda República española203 que, con su inexacta terminología, llevaría a adaptar a la realidad española unos planteamientos que habían sido justamente formulados en Ecuador. Volveré despacio sobre la cuestión cuando hablemos de Cuba.

Castellano es la denominación de la lengua no sólo en Ecuador, sino en otros países. En Panamá, la llamada «constitución espuria» inspirada por Arnulfo Arias, consideraba el castellano como idioma oficial, y el Estado se comprometía a «velar por su pureza, conservación y enseñanza en todo el país»204, artículo éste que Alfaro y Moscote -que rectifican casi todos- lo consideraban «plausible» (p. 611)205. En Paraguay, los Partidos Revolucionario Febrerista y Liberal Radical hablaron de castellano206, mientras que el Partido de la Asociación Nacional Republicana o Partido Colorado postulaba por español. Por lo demás, castellano es terminología usada en las Constituciones de El Salvador207 y Venezuela208.

Resulta sorprendente la virtualidad actual que tiene una palabra que gozó de enorme prestigio y que, indudablemente, continúa teniéndolo209. El hecho cierto es que, en Colombia, español, a pesar del castellano de sus gramáticos del siglo pasado, es término que va ganando en difusión210 y que aparecía una y otra vez en los antiguos textos legales. Así en la viejísima Constitución de la república de Tunja (9.XII.1811) se hablaba de que «en la capital habrá una Universidad, en que se enseñe la Gramática española»211, y en la Constitución de la República de Colombia (4.VIII.1886) se hace una precisa referencia a los «países de lengua española»212; los países de Centro América (Guatemala, Honduras, Nicaragua) y Panamá también prefieren español. Porque, en efecto, desde 1945, en la Constitución guatemalteca se puede leer: «el idioma oficial de la República es el español»213 y una redacción idéntica o muy semejante en las Constituciones de Honduras214, Nicaragua215 y Panamá216. En Paraguay, y a pesar de las denominaciones que se usaron en los Anteproyectos constitucionales de 1967, al Proyecto de la Convención nacional constituyente (1967) sólo llegó español:

Los idiomas nacionales de la República son el español y el guaraní. Será de uso oficial el español217.



Consideración aparte, bien que por motivos diferentes, merecen Puerto Rico y Cuba. Vinculada la primera de estas islas a la constitución de Estados Unidos, poco cabría decir si no fuera por la firme voluntad de los puertorriqueños, tenaces en mantener su propia lengua. A vueltas de mil avatares, alguno de ellos ya enunciado, Pedro A. Cebollero, en La política lingüística escolar en Puerto Rico escribe:

El español debe reconocerse como el vernáculo, el idioma del hogar, de la religión de las «cosas íntimas y queridas», el idioma de la comunicación social y de la producción literaria y el vehículo de instrucción en la escuela elemental y en la mayor parte de las asignaturas de la escuela secundaria. Conjuntamente con el inglés, y durante muchos años en mayor grado que el inglés, el español será el idioma del comercio y de la Administración pública218.



Cierto que, a pesar de ello, las autoridades norteamericanas han querido hacer de Puerto Rico un país bilingüe e implícitamente -sin respeto a la verdad- lo consideran como tal: bastaría con leer la Resolución de la Convención Constituyente del 4 de febrero de 1952219.

Notable, y motivo de admiración, es el caso de Cuba. El Proyecto de reforma de la ley constitucional, dice: «El idioma oficial de la República es el castellano»220, pero la Constitución de 1940 modifica el enunciado: «el idioma oficial de la República es el español»221. Sabemos qué motivaciones existieron, y en parte ya han sido historiadas: el artículo 6º de la Constitución de 1940 se discutió en la Asamblea «con vivos debates sobre si debía consignarse español o castellano»222. Para Jorge Mañach, castellano, en España, era denominación regionalista y centralista; señaló, además, que en las «instituciones docentes y académicas la palabra castellanas tiende a ser sustituida por el adjetivo español [...] Castilla ha dejado de ser un factor cultural predominante para ser simplemente un factor histórico, y la palabra castellano es un vestigio arqueológico dentro de la lengua». El convencional Aurelio Álvarez, promotor del debate, defendió castellano frente a español, aunque sus razones carecían de fuerza y, desde la perspectiva cubana, de sentido. Cuando se quiso aducir un argumento supremo recurrió al artículo cuarto de la Constitución republicana («El castellano es el idioma oficial») con el que perdió sus fuerzas persuasivas; el delegado Dr. Pelayo Cuervo Navarro dijo textualmente «Este problema fue hondamente discutido [en las Cortes republicanas] y por el concepto español se decidieron Ortega y Gasset, Miguel de Unamuno y la propia Academia Española, entendiendo que el vocablo castellano era algo separatista y que el idioma era el español». Por si fuera poco, el Dr. Juan Marinello adujo otras razones -no todas válidas- en apoyo de español, con lo que vino a resultar que los argumentos de las Cortes republicanas para emplear castellano fueron las que valieron para que en Cuba triunfara español.

Nos hemos apartado mucho de lo que habitualmente sabíamos, y decíamos, acerca de las preferencias americanas en las designaciones de nuestra lengua. En las Constituciones estudiadas, español viene a ser el término dominante, cuando se trata de dar nomenclaturas. Las razones que enumeró Amado Alonso parece que han dejado de ser operativas, o, a lo menos, exclusivamente funcionales. Hay alternancias en uno u otro sentido, pero español sigue siendo término dominante en el conjunto. Y hay algún caso -bien notable, por cierto- en que la incoherencia española dio pie a que en Cuba modificaran lo que consideraron inexacto.




ArribaAbajo La cuestión de las lenguas indígenas

Los planteamientos de la oficialidad suscitan, de inmediato, la situación de las otras lenguas de cada nación. Lógicamente nada afecta a otras lenguas importadas, nunca tenidas en cuenta, ni siquiera en países que fomentaron la inmigración223. Así, pues, todo queda reducido al enfrentamiento de español y lenguas indígenas, pero -lógicamente- hasta la formulación puramente lingüística han sido necesarios una serie de pasos que significaron el reconocimiento de una dualidad social; sin embargo, la exposición de los problemas se manifiesta muy entreverada. Por eso expondré, en primer lugar, los temas lingüísticos, pues los puramente sociales tienen que relacionarse con ellos (procesos de integración a través de la lengua) y podré enlazar el status indígena con la situación de los negros. Voy a proceder, pues, con este orden.

Las Constituciones del Ecuador presentan los siguientes motivos que ahora interesan:

El castellano es el idioma oficial de la República. Se reconocen el quechua y demás lenguas aborígenes como elementos de la cultura nacional224.

En las escuelas establecidas en las zonas de predominante población india, se usará, además del castellano, el quechua, la lengua aborigen respectiva225.


En Guatemala disponemos de textos distintos, pero ahora me voy a fijar sólo en el Plan de Tegucigalpa (24.XII.1953), del que son estas líneas:

El español es el idioma oficial de la República, pero de hecho, apenas si un 60 por 100 de los guatemaltecos lo habla y lo entiende; y en cuanto a escribirlo... los indígenas, con raras excepciones, para comunicarse entre sí prefieren el uso del dialecto aborigen, aun cuando no les sea desconocido el español. Pero los más de ellos lo desconocen en absoluto, circunstancia que dificulta alfabetizarlos amén por la natural desconfianza hacia el ladino


(p. 710)226.                


En Perú, donde tantos y tantos problemas se han intentado resolver, la Constitución del 12 de julio de 1979 llega a una serie de soluciones que se formulan en los siguientes artículos:

35. El Estado promueve el estudio y conocimiento de las lenguas aborígenes. Garantiza el derecho de las comunidades quechua, aymara y demás comunidades nativas a recibir educación primaria también en su propio idioma o lengua.

83. El castellano es el idioma oficial de la República. También son de uso oficial el quechua y el aymara en las zonas y la forma que la ley establece. Las demás lenguas aborígenes integran así mismo el patrimonio cultural de la Nación.


Los enunciados quedan claros, y responden a lo que exige la política -y la ciencia- de hoy: respeto a los grupos raciales, educación en lengua nativa en un nivel primario, oficialidad -en toda la superficie del Estado- de la única lengua vehicular, cooficialidad regional de otras dos, procurando no llegar a la guetización lingüística del país, que impediría al Perú seguir siendo Perú; además «erradicación del analfabetismo» como tarea principal del Estado, motivo que tendrá que ver, y no poco, con el de la incorporación de las masas indígenas. Y, como trasfondo, un principio integrador y no destructor: Perú es, hoy, una realidad que no puede prescindir de otras realidades que lo han formado; por eso, en el Preámbulo de la Constitución, los legisladores evocan el pasado autóctono, «la fusión cultural y humana cumplida durante el virreinato», la gesta de los libertadores de América y «el largo combate del pueblo para alcanzar un régimen de libertad y justicia».

En Paraguay se tentaron diversos proyectos de Constitución (1967), que cristalizaron en un texto definitivo del mismo año. El Partido Colorado, al hablar de la cultura, hacia velar al Estado «por la protección y conservación de la lengua guaraní»227; el Partido Revolucionario Febrerista se pronunciaba por el reconocimiento de la lengua guaraní «como idioma nativo y como expresión del acervo cultural paraguayo»228; el Partido Liberal Radical «reconoce el uso del guaraní como elemento en la cultura nacional en cuanto convenga a la convivencia y a la integración nacional»229. Por lo que respecta al Proyecto de la Comisión redactora de la convención nacional Constituyente (1967), determina que el Estado «protegerá la lengua guaraní y procurará su evolución y perfeccionamiento»230 y así pasaron las cosas a la Constitución del 25 de agosto de 1967.

Poco es, pues, lo que las Constituciones hablan sobre las lenguas indígenas y ese poco más bien parece trivial o utópico, pero, a pesar de los pesares, matizado de conceptos de menos valor. Porque es trivial decir que las lenguas indígenas son elementos de cultura nacional, como se dice en Ecuador o Paraguay, y aun eso «en cuanto convenga a la convivencia y a la integración nacional»; es decir, el Partido Revolucionario Febrerista de Paraguay lo que pretendía era mantener una situación que, en definitiva, debería desindianizar al indio; sigue siendo trivial reducir el guaraní (Paraguay) al carácter de «idioma nativo». Porque es utópico pretender la protección y conservación de una lengua, si no se arbitran los medios para hacerlo; irreal es decir que el Estado procurará la «evolución y perfeccionamiento» de una lengua, ¿cómo? y es concepto de menos valor llamar dialectos a las lenguas aborígenes, tal y como ocurre en muchos sitios de América231. Queda, pues, ese aislado testimonio del Ecuador donde se dice claramente que -en las zonas de predominante población indígena- además del castellano se usará la lengua aborigen.

Se ve de manera nítida que cuanto concierne a las lenguas indígenas viene a quedar bastante lejos de la realidad. Es un problema que se siente, pero que resulta enojoso y, además, no se ve con claridad. Porque raro es el país donde al hablar de alfabetización no quieren decir castellanización, con lo que todo queda aun más entenebrecido232. Es un asunto sobre el que se ha escrito no poco, pero, que interesa en este momento por cuanto las Constituciones son cuerpos legales de obligado cumplimiento. Pero si no se han visto bien los problemas, ¿qué es lo que se va a cumplir? Rara es la nación de Hispanoamérica que no tiene conciencia de los hechos, pero -rara también- la que acierta a solucionarlos.

Ambiguo resulta decir que «el Estado fomentará la educación del campesino, mediante núcleos escolares indígenas que tengan carácter integral abarcando los aspectos económico, social y pedagógico»233. ¿Esos «núcleos escolares indígenas» enseñarán en lengua aborigen? ¿Economía, sociología, pedagogía? No de otro modo se pronuncia la Constitución de Centro-América (1921) cuando aspira a que «los Estados deben proveer de enseñanza a los indios, para que adquieran una amplia instrucción primaria, industrial y agrícola»234, pues lo que parece desprenderse de todo ello es que los indios deben instruirse hacia el español235. Tampoco parece distinta la pretensión de los Estados mejicanos de Chiapas236 y Guerrero237 por cuanto sus postulados afectan a núcleos habitados exclusivamente por indios238, ni es más claro el proyecto del Partido Colorado del Paraguay que, tras decir que los idiomas nacionales de la República son el español y el guaraní apostilla: «La enseñanza primaria es obligatoria [...] El estado sostendrá las necessarias escuelas públicas gratuitas para impartirla» (¿en qué lengua?)239, cosa que queda mucho más clara en el Proyecto del Partido Liberal («el Estado adoptará las medidas necesarias para la efectiva integración del indígena en la vida nacional»)240, por más que se deba prestar «preferente y constante atención a la lucha contra el analfabetismo»241. Creo que el Plan de Tegucigalpa, de Carlos Castillo Armas, vio las cosas con total claridad:

b) Analfabetismo: «La oscuridad en que mantiénese aproximadamente el 90 por 100 de su población. Múltiples causas concurren de analfabetismo. Primeramente el número abrumador de indígenas»242.


Y tal era, también, la situación denunciada en el Anteproyecto de Constitución de la Comisión Villarán (7.VIII.1931):

La llamada instrucción primaria elemental apenas llena el objeto de combatir el analfabetismo y de enseñar mal el castellano a las poblaciones indígenas243.


Las Constituciones no arrojan demasiada luz para resolver los problemas de enfrentamiento lingüístico y todos los resultados que de esa situación se desprenden: del mismo modo que los idiomas nativos se quedaban, como mucho, en un simple y vago reconocimiento, cuando se trata de incorporar en una estructura nacional los diversos integrantes del caleidoscopio, resulta que se confunde alfabetización con castellanización, porque -en definitiva- el lastre que vienen arrastrando todos estos países es una falta de integración de los grupos indígenas, precisamente porque no saben español. Y con independencia de su importancia numérica244 o de la utopía irrealizable: los principios de libertad e igualdad que adornan casi todas las Constituciones de América «bien pronto se revelaron como absolutamente ineficaces, para contrarrestar la corriente negativa que significaba el desposeimiento y una pauperación evidente del indígena»245.




ArribaAbajo Problemas en torno a los indios

Suele citarse un aforismo del gran antropólogo Antonio Caso: la raza en Hispanoamérica no es un factor, sino el factotum de la evolución social. Ahora bien, tratemos de caracterizar qué es lo que entendemos por indio. Rosenblat, en un libro al que ya me he referido, establece una conclusión muy veraz: «En ninguna parte tiene la designación un valor étnico riguroso: más que un tipo racial, indio designa por lo común una forma de vida o de cultura»246, frente a este concepto en Estados Unidos, «es el miembro de la tribu, el que vive en las reservas [...] aunque no tenga a veces ni 1/64 de sangre indígena»247. De estos conceptos se derivan planteamientos totalmente distintos ante los mismos hechos: en Norteamérica los indios no fueron considerados como elementos integrantes de la Sociedad nacional: así la Constitución de 1787, excluía de la población «a los indios no contribuyentes»248 que, además, eran tenidos al margen de los ciudadanos, según se puede leer en algún otro texto del mismo cuerpo legal: «El Congreso tendrá poder para reglar el comercio de las naciones extranjeras y entre los diversos Estados, y con las tribus indias»249; más aún, el Poder legislativo250 reguló el comercio con las tribus indias para aclarar lo que iba quedando obsoleto de la legislación y entonces se determina que

La cláusula no establece una base para la elección de un sistema de derecho criminal para los indios que viven en sus reservas, sin referencia a su relación con ninguna clase de comercio. Su relación con los Estados Unidos es semejante a la del menor con respecto a su guardián


(trad. esp., p. 239. El subrayado es mío).                


El mismo Poder establecería (art. VI, § 2) el carácter diferencial que tendrían las agrupaciones indígenas, dando a la palabra nación un valor semejante al que tuvo en la antigua legislación española:

Un tratado es un acuerdo solemne entre naciones. Las palabras tratado y nación, sin embargo son palabras de nuestro propio idioma y han sido aplicadas a las tribus indias como comunidades políticas diferenciadas


(I, p. 64).                


Todo ello llevó a la sutileza de la Enmienda 15 (1884) según la cual, «un indio tribal, no siendo ciudadano de los Estados Unidos [...], no fue privado de ninguno de los derechos garantizados [...] por negársele una oportunidad de registrarse como votante calificado»

(II, p. 482)251.                


Salvo en Venezuela, donde parecen verse algunos ecos del norte («no se computarán en la base de la población los indígenas no reducidos»252), la situación en Hispanoamérica fue siempre distinta. En las Cortes de Cádiz (12.VII.1812), don José Joaquín Olmedo, diputado por Guayaquil, abogó en favor de la ciudadanía de los indígenas, derecho que les confirió un decreto peruano de 1821, y la legislación guatemalteca de 1823253. Por eso no extraña que, en el lejano 14 de diciembre de 1839, el Decreto 76 del país centroamericano se hiciera cargo de una realidad de la que aún no ha renunciado:

Hallándose la generalidad de los indígenas [incapaces de defender sus derechos], las leyes deben protegerlos a fin de que se mejore su educación; de evitar que sean defraudados [...]; y que no sean molestados en aquellos usos y habilidades aprendidos de sus mayores, y que no sean contrarios a las buenas costumbres


(sección 2ª, art. 3º).                


Toda la legislación moderna tiende en Hispanoamérica a proteger al indio, con independencia de su condición como tal. Creo que mucho de lo que he comentado sobre la alfabetización como necesidad nacional, no es otra cosa que la angustia de terminar con una marginación, incorporando los indígenas a la vida nacional, y, creo también, que la desaparición de todas esas cláusulas restrictivas de la ciudadanía a las gentes que saben leer y escribir está basada en los mismos principios de incorporación e igualación, más allá de los matices de la piel.

Precisamente el reconocimiento de la existencia del indio es considerarlo dueño de sus tierras e integrarlo en una sociedad fuertemente diferenciada. Largo rosario de protestas y preceptos constituyen los tales reconocimientos. Así, en la Constitución de Guatemala de 1945:

Se declara de utilidad e interés nacionales el desarrollo de una política integral para el mejoramiento económico, social y cultural de los grupos indígenas. A este efecto pueden dictarse leyes, reglamentos y disposiciones especiales para los grupos indígenas, contemplando sus necesidades, condiciones, prácticas, usos y costumbres254.


Y, poco después (en 1954), entre las funciones del Presidente de la República están las de «crear y mantener las instituciones y dependencias necesarias para organizar y desarrollar la campaña encaminada a resolver de manera efectiva y práctica los problemas indígenas»255. Sin embargo, fue Perú quien se anticipó a los demás países en tener conciencia de estas necesidades: ya en 1920 reconoció a las comunidades indígenas y decidió declarar por ley los derechos que las amparaban: protección y leyes especiales que deberían atender al desarrollo y cultura de las razas indígenas; de tal modo que el Anteproyecto de Villarán (1931), al dedicar todo un capítulo a Las municipalidades, está pensando en estas comunidades, con una precisión no exenta de rigor lingüístico256:

La Constitución reconoce la autoridad de los envarados257 y demás funcionarios indígenas elegidos en la forma que acostumbran las poblaciones campesinas. Ejercerán funciones municipales en los ayllus258 y serán amigables componedores en la forma consuetudinaria259.


Una y otra vez se ha dicho que la legislación de la Colonia, favorable al indio, dejó muchas veces de cumplirse260 y, otras tantas, los científicos y políticos de América han dicho que la condición de los indios empeoró con la Independencia en la segunda mitad del siglo XIX, los yucatecos eran vendidos como esclavos; en el largo mandato de Porfirio Díaz (1876-1911), «los indios yaquis de Sonora fueron reducidos a la esclavitud y vendidos al precio de 65 dólares por cabeza», los charrúas uruguayos fueron exterminados en 1832, de los otomacos venezolanos «hoy no queda [...] ni el recuerdo», etc.261 Pero en el siglo XX mucho cambiaron las cosas: de los principios más o menos teóricos sobre la igualdad personal, se pasó al reconocimiento de la posesión de la tierra262, que en Iberoamérica se convierte en una de las misiones fundamentales de cualquier gobierno; basten unos cuantos testimonios: en Venezuela (1874) la Constitución podía decir que «los territorios despoblados que se destinen a colonias y los ocupados por tribus indígenas, podrán ser separados de las provincias a que pertenecen [...] y regidos por leyes especiales»263 pero, ya en 1938, Bolivia reconocía y garantizaba la «existencia legal de las comunidades indígenas» a las que daría una legislación apropiada264. En Brasil (1946), «será respeitada aos silvícolas a posse das terras onde se achem permanentemente localizados, com a condição de não a transferirem»265 y se atenuó mucho el precepto: «É assegurado aos silvícolas a posse permanente das terras que habitan e reconhecido o seu direito ao usufruto exclusivo dos naturais e de tôdas as utilidades nelas existentes»266.

El camino ha sido largo: el legislador atiende a un ideal que la realidad se empeña en negar. Condición humana difícil de cargar en una u otra cuenta y -desgraciadamente-, cumplida por todos. Demasiadas veces se trata de utopías irrealizables y, por irrealizables, más reiteradamente seguidas; por eso suenan con ponderación las palabras de Antonio Larrazábal que en 1812 quería dar a Centro-América unos frutos duraderos y no agostadizos:

La heterogeneidad de la raza de que se compone la población del Estado, es un punto que merece llamar también vuestra alta mirada, porque la absoluta igualdad que entre una y otra se ha querido establecer refluye en perjuicio de la bienandanza social. La raza indígena, más atrasada en todo que la otra, posee exclusivamente hábitos, preocupaciones y usos tan envejecidos, que sólo el tiempo y la civilización pueden ir modificando: desterrarlos de golpe pudiera ser origen de disturbios, choques y contiendas, y por lo mismo la prudencia aconseja que para el régimen de los indígenas haya instituciones excepcionales adecuadas a sus costumbres y carácter. Se necesitan también instituciones especiales para las poblaciones que se forman en las fronteras y en los puertos, pues compuestas en su mayor parte de extranjeros de distintas naciones, no es posible gobernarlas con las mismas reglas que se gobiernan los nicaragüenses


(Nicaragua, p. 100).                


Sin embargo, y a pesar de tantas y tantas protestas, los resultados habían sido escasos: todavía en 1954 se declaraba «de interés público el fomento de una cultura integral para promover el desarrollo de la cultura y el mejoramiento económico y social de los grupos indígenas» 267 señal de que la marginación seguía y golpeaba con su injusticia. Pensar que en las guerras de Independencia los indios sólo reconocían al rey de España268 o que defendían la nueva situación, que habían sido espectadores de unos hechos que no les afectaban o que los propiciaron269, no es decir gran cosa, acaso quede alguna frase con mayor o menor fortuna («en América los españoles lo hicieron todo, inclusive la independencia») o, tal vez, el firme propósito de rectificar las injusticias. Lo cierto es que América necesita incorporar a los indígenas a la vida nacional; una situación de miseria, de incultura, de aislamiento, es un lujo que hoy no se pueden permitir las naciones modernas; se ha hablado de la colaboración del indio, y esa colaboración es lo que se ha buscado en muchas de las legislaciones hasta aquí consideradas270. No será demasiado especular si pensamos que tras la Revolución Francesa las cosas habían cambiado mucho; cuando se lee el Diario de Sesiones de las Cortes de Cádiz y las fervientes oraciones de don Antonio Larrazábal, comisionado de Guatemala271, en defensa de los indios y de su autonomía, se estaban asentando los cimientos de un nuevo orden: devolución de los ejidos a los indígenas para su disfrute en propiedad y solución de los problemas de la tierra272; es decir, algo que constantemente -hemos visto- sigue afectando a las comunidades nacionales y que, desde Cádiz, pasaron a los Libertadores273: San Martín (1821) prohibió llamar a los aborígenes, «indios o naturales», pues «son hijos y ciudadanos del Perú, y con el nombre de peruanos deben ser conocidos»; Bolívar (1825), en el Cuzco, quiso hacer cumplir la devolución de tierras a los indígenas274, etc. Pero el caminar de la historia es muy lento: hemos seguido unos procesos que aún no han terminado de cumplirse275. Van asociados a luchas de justicia social y de equidad civil; nos importan como hombres y nos interesan como lingüistas: tras la evolución social la lengua se modifica: indio resultó ser peyorativo y hubo que romper esa barrera que por la semántica, había servido para discriminar276, hubo que meditar sobre el pesado lastre del analfabetismo y las soluciones fueron lingüísticas; hubo que intentar el acercamiento entre los grupos sociales y la lingüística volvió a asomar. Sírvannos estas pocas palabras como justificación de haber incluido las motivaciones sociales en unos contextos que se pensaron lingüísticos277.




ArribaAbajo Los negros y el problema de la esclavitud

El equilibrio racial de América no sólo se perturbó con la presencia de gentes europeas, sino por la de africanos que trajeron los blancos para la explotaciones mineras y agrícolas, toda vez que la población indígena había disminuido de manera alarmante278. Así como los indios eran -teóricamente, al menos- hombres libres, los negros en un principio fueron esclavos, aunque pudieron manumitirse y liberarse279, y a ellos hay que referir la libertad que en las Constituciones hispanoamericanas se les reconoce. Pero, antes de llegar a ello, es necesario situar la cuestión en un plan más general.

En Estados Unidos, la esclavitud no fue abolida hasta 1865-1870 (enmiendas XIII-XV) tras la guerra de Secesión280. Antes se habían discutido muchas consideraciones legales y la exigencia de devolver los indios fugitivos a sus amos demuestra que los negros «y sus descendientes no estaban comprendidos dentro del término ciudadano usado por la constitución» (1857) y, en ello abunda, el mismo dictamen del poder legislativo cuando distingue entre inmigración e introducción, términos que afectan a la raza africana para designar, respectivamente, a la libertad (si un negro libre llegaba, era emigrante) o esclavitud (si llegaba como esclavo, era introducido y debía pagarse por él el derecho de importación)281. Todavía en 1873 y en 1906, se podía discutir sobre el significado de servidumbre y el de esclavitud; aquella, con un sentido más amplio trataba de «prohibir todo resabio y condiciones de la esclavitud africana», pero la Enmienda número XIII (1865) declaraba nula cualquier tipo de esclavitud «desarrollada mediante el peonaje mejicano o el sistema chino del trabajo de coolíes»282. Cuando en 1881 se dictamina la Enmienda XIV completada en 1888), su finalidad era conceder los derechos de ciudadanía a las gentes de color283.

Si esto, como el trato a los indios, implicaba unos principios de discriminación racial, abolida en 1865-1870, y establecida la igualdad, legalmente, en 1881, también es cierto que en otros sitios existió racismo contra los blancos. Así en Haití284, donde, una y otra vez, nos enfrentaremos con textos como los que ya figuran en la Constitución de 1805:

Art. 12. Ningún blanco, cualquiera que sea su nacionalidad, podrá poner los pies en este territorio, a título de amo o de propietario y no podrá, en el futuro, adquirir en el mismo propiedad alguna285.

Art. 14. Todas las distinciones de color deben necesariamente cesar entre los miembros de una familia cuyo padre es el jefe del Estado, los haitianos sólo serán conocidos en adelante bajo la denominación genérica de negros.



Era explicable la reacción «frente a la naturaleza entera, dé la que por tanto tiempo y tan injustamente hemos sido considerados como hijos ignorados»286; de ahí que fueran considerados haitianos «todo africano, indoamericano y sus descendientes nacidos en Colonias o Países extranjeros»287 o se viera como haitiano de origen a «todo individuo de raza negra cuyo padre sea también haitiano por nacimiento [...]» o «todo individuo de raza negra no reconocido por su padre, pero cuya madre sea haitiana de nacimiento»288.

Entre estas situaciones extremas -Estados Unidos, Haití- Iberoamérica, ofrece, desde su propia Independencia, una situación mucho más humana y racional. Como principio, es abolida la esclavitud289; los esclavos que pisan territorio de las Repúblicas quedan -por ello mismo- liberados y no pueden obtener el título de ciudadanos, o lo pierden si lo poseen, los hombres que practiquen el odioso comercio290. Claro que el proceso redentor tuvo diversos grados y escalas291, cuyo condicionamiento está referido al acto mismo de la Independencia. Tal es el caso de Cuba. Si bien, en el Proyecto de Constitución de 1811 por Joaquín Infante, se establecían diferencias muy precisas, desaparecieron totalmente en la Constitución de 1900. Resulta de interés ver cómo en la Isla se daban circunstancias bien parecidas a las de Caracas292, y que -como arqueología- se pueda traer a cuenta en este momento que blancos y gentes de color tenían iglesias distintas en Puerto Príncipe, Bayamo y Santiago de Cuba (art. 37), siempre y cuando se entendiera por blancos a indios, mestizos y a todos «aquellos que descendiendo siempre de blanco por línea paterna, ni interrumpiéndose por la materna el orden progresivo de color, ni interviniendo esclavitud, se hallen ya en la cuarta generación»293. Los resultados de las mezclas tuvieron una nomenclatura variadísima y deslizante en toda América, pero a esta cuestión dedico un libro (Las castas coloniales), del que anticipé unas páginas en la lección inaugural del Congreso de lingüística de América Latina (Puerto Rico, 1983). Casi un siglo después, Cuba tuvo su primera Constitución (1900); en ella concedió la nacionalidad a «los africanos que hayan sido esclavos en Cuba y [a] los emancipados comprendidos en el artículo 13 del Tratado de 28 de junio de 1835, celebrado entre España e Inglaterra»294.

También las cosas fueron distintas en Panamá: el destino de la República de América Central estuvo signado por aquellos miles y miles de hombres que vinieron a construir el Canal, o, lo que es lo mismo, que determinaron la propia existencia de Panamá como Estado295. De ahí que los principios de nacionalidad tuvieran que ser distintos que en otras partes: el país se había desgajado de Colombia en 1903296, emigrantes de 91 naciones habían llegado a la llamada de la obra gigantesca, hizo falta absorber a todas estas gentes cuya misión se había cumplido en 1913, pero que no podían o no querían regresar a su patria de origen... Los legisladores panameños tuvieron que hacer frente a situaciones anómalas y conflictivas y se decidió arbitrar diversos procedimientos: vino a resultar entonces que sólo la lengua fue el factor aglutinante. Los panameños por nacimiento fueron «los nacidos bajo la jurisdicción de la República, cualquiera que sea la nacionalidad de sus padres, siempre que ninguno de estos sea de inmigración prohibida»297. Y he aquí que la ordenación social viene a vincularse a la lengua, por cuanto la legislación estima que son de inmigración prohibida los individuos de «raza negra cuyo idioma originario no sea el castellano» (art. 23) y, lógicamente, cualesquiera otras razas (amarilla, hindúes, de Asia Menor, africanas del norte) que no hablan español. Lo cierto es que lo de las razas no está determinado con exactitud, por cuando se intenta reducir los grupos étnicos a las principales naciones de origen; sólo una cosa se impone con evidencia: la Torre de Babel que iba a resultar de aquel amasijo de gentes tuvo que organizarse para que el caos no fuera la única fuerza vital. Y la lengua fue el principio que se buscó para establecer el orden: por eso se aceptaron las ampliaciones que no estuvieran subordinadas al principio de la unidad lingüística298. Panamá, apenas al día siguiente de su nacimiento, tenía que manifestar su propio sentimiento nacional; más aún hacerlo sentir a gentes que moraban en su tierra pero que no se identificaban con ella por nada de lo que los sociólogos llaman hábitos o mores (religión, costumbres, psicología, etc.) y, a pesar de que podía adquirirse o no ser diferenciador (raza, religión, tradiciones, etc.), era imprescindible un instrumento que abriera la comunicación y salvara a esos miles de hombres de la marginación, y el Estado, cuya obligación suprema es la de integrar dentro de la idea de Nación, no pudo renunciar al instrumento que une a los hombres más que nada, y se asió a la lengua como principio ineludible para lograr la integración nacional. Por eso la Constitución de 1946, eliminará ya los artículos correspondientes a los negros y formulará otros más amplios: se siente la necesidad de integrar a grupos e individuos «que, nacidos en territorio de la República, no se encuentran, sin embargo, vinculados a la misma»299. Pero esa vinculación no significa que más de treinta años después ¿las gentes establecidas y nacidas en Panamá poseían ya la lengua nacional? Creo que esto se desprende con claridad de unos comentarios de Víctor F. Goytia:

América y España forman ahora comunidades políticas independientes, a pesar de poseer idénticas características de nación, porque el Estado, a través del dinamismo de sus órganos de poder, rompió la unidad política sin menoscabo de la tipicidad nacional hispánica que perdura en las costumbres, en el idioma, en la religión y en los vínculos de sangre300.






ArribaAbajo Los mestizos

Corolario ineludible de los capítulos anteriores es el cruce de razas301. No voy a ocuparme de los problemas sociológicos, que están fuera de mis pretensiones actuales; sí de su aparición en la legislación americana, como complemento de cuanto acabo de comentar.

Ya en las Cortes de Cádiz se oyó la voz del centroamericano Antonio Larrazábal para que se suprimieran de la legislación castas o ladinos302, que no eran otra cosa que producto del mestizaje. Sus palabras -humanísimas y lógicas- fueron aprobadas por unanimidad303; más aún, en las Cortes de Madrid de 1821, se extiende el derecho de ciudadanía a los mulatos, entendiendo por tales a mulatos y mestizos, por más que el legislador no anduviera muy riguroso -o no le conviniera andar- en sutilezas lingüísticas304:

Sabiéndose de notoriedad que en los tres siglos corridos desde el descubrimiento de las Américas no se ha hecho el comercio de negros del África en Nueva España, y especialmente en Guatemala, en donde se conocen muy pocos esclavos, y que la distancia que se hace de la casta de mulatos [...] reputándose de hecho como originarios de África, no siendo más que una mezcla de blancos europeos españoles con indios, que las leyes conocen por mestizos y que en lo general de los más pueblos llaman mulatos por no vestir ni calzar como los demás blancos, ni haber obtenido empleos y destinos públicos por la decadencia de las familias de los mismos blancos y de indios que salen de la clase de tales, pido a las Cortes que para evitar arbitrariedades, y que en lo sucesivo no se prive del derecho de ciudadanos españoles a la clase de los llamados mulatos305.



Porque, en efecto, las razas se cruzaron dando una increíble terminología para designar a cada uno de los resultados306, pero se procuró mantener fuera del concepto de ciudadanos a los negros, por lo que se llevaba a la confusión de mestizo y mulato para que no pudieran gozar de tales prerrogativas los descendientes de africanos y, por ende, en el tumulto de aguas revueltas, los mestizos307. De cara a la lingüística hay algo que nos interesa: en Guatemala hoy, llaman ladinos a los mestizos (blanco e india o viceversa) que no hablan sino español, y estos ladinos poseen un notable desarrollo artesanal y una técnica superior en los cultivos308; en El Salvador, la lengua fue un motivo fundamental de unificación nacional: en 1807 en el país había montañeses, vizcaínos, gallegos y catalanes, pero «el idioma castellano era el únicamente usado en toda la provincia en esa época, aun en los pueblos de indios [cuanto más en los de mestizos], a excepción de algunos de estos que en sus reuniones particulares se sirven del lenguaje mejicano o del tlaxcalteca»309.






Arriba Conclusiones

He tratado de exponer una serie de realidades socio-lingüísticas que se condicionan mutuamente. Nada sale de la nada, y todos estos informes tienen que ver -social y lingüísticamente- con la Historia. La andadura libre de los pueblos de América no lo es tanto que no descubramos conexiones y dependencias310, pero si es cierto que la Historia se hereda siempre, no lo es menos que los hombres pueden condicionarla en la medida de sus limitadas posibilidades. Y he aquí un primer problema con el que nos hemos enfrentado: resulta sorprendente que algo con apariencia de tan poco relieve como las fórmulas de tratamiento y, en particular, la supresión del uso de don llegue nada menos que a formularse con carácter preceptivo en alguna Constitución. Pero no hay problemas pequeños: tras esas tres letras había todo un mundo que vibraba, llamémoslo de igualdad, deseos de superación nacionalista. Lo que ocurre es que las cosas no se reducen al designio de un legislador, sino que caen en un estanque inmenso llamado sociedad. Allí es imposible prever si la piedra va a descender pausadamente hasta el fondo o va a encrespar la superficie de las aguas y esto ha venido a ocurrir ahora: ni quienes perdieron la preeminencia, ni quienes pretendieron alcanzarla quedaron impasibles. La fórmula de tratamiento se convirtió de bienes nullius, se desdeñó por aplebeyada, se sustituyó por una cohorte de nuevos títulos, se mantuvo encastillada en sus viejos prestigios. Cada naciente sociedad heredó lo que la Colonia fue en aquellas parcelas restringidas y, lo que no se tuvo como previsible, tras un tumultuoso desasosiego las aguas empezaron a tranquilizarse y el pobre don volvió a «enderezar al fin su paso» hacia los manaderos de donde había salido. Y es que, tras la ruptura, también los espíritus se serenaron, aunque en un problema minúsculo había otro social muy grande y, sin querer, al pretender la libertad se había venido a cumplir otra discriminación. Porque don no era sólo un privilegio, era -y es- más aún reconocimiento social no de sangre, no económico, sino de cultura, de dignidad por el servicio a la colectividad. Y lo que en España siguió siendo, en América se tuvo que inventar, y el doctor o el licenciado acabaron por no ser otra cosa que fórmulas que indicaron el servilismo de quienes adulan a los que no llegaron ni a doctores ni a licenciados.

Porque la Independencia no fue una varita mágica que dio con su solo amago igualdad y libertad. La utopía estuvo en creer que, diciéndolo, todos los hombres eran iguales, sí, ante una ley cargada de idealismos; desiguales ante una sociedad que deshaciendo unos privilegios mantenía otros tipos de desigualdad. El gran soñador Simón Bolívar cayó en la añagaza y redactó la Constitución Vitalicia o, en su honor, llamada Boliviariana, que, en su versión primitiva decía que para ser elector, cualquier hombre «debe saber escribir sus votaciones, firmar su nombre y leer las leyes [...] Ha de profesar una ciencia o un arte que le asegure un alimento honesto»311. Esto era tan hermoso que -virtualmente- todas las Constituciones lo aceptaron. Pero ¿y los fueros de la realidad? Escribir y leer, ¿qué lengua? ¿Cómo ganar -así, sin más- un alimento honesto con una ciencia y un arte? Resulta que se habían marginado a millones de americanos con esas sencillas y hermosas palabras. Se empezaron a matizar: se posponían las fechas en que la instrucción debía poseerse, se retrasaban -las fechas- uno y otro día y, al final, hubo que olvidarlas312. Otra vez el problema lingüístico había incidido en el social: el hombre estaba ahí, vivo, actuante, pero no todos podían comunicarse porque no poseían el instrumento que es la lengua, y sin él no se adquiere la ciencia y no demasiadas artes. Lo que empezó con una fórmula de tratamiento quería conducir a la igualdad legal, pero las propias leyes olvidaron que había millones de seres que no habían podido ser iguales, que no lo eran, que tardarían decenios y decenios en llegar a serlo. Y esto no por culpa de nadie, sino que la sociedad que había nacido seguía siendo una sociedad occidental y había que empezar por dar el primer paso, precisamente, el de la igualdad. Pero igualdad quiere decir que cualquier hombre que sirve a los intereses colectivos debe ser ciudadano porque trabaja para que la sociedad se logre. Eliminarlo por no saber leer y escribir es otra forma de explotación, aunque se pensara -otra vez la utopía- que la libertad sólo se logra en la cultura elemental. Entonces se ve como exigencia mínima para ser ciudadano la alfabetización313. La Historia ha hecho volver los ojos hacia la tierra donde posamos nuestras plantas: para ser iguales, todos tenemos que disponer -cuando menos- de las bases de esa igualdad. Surge una nueva cuestión: la necesidad de crear la educación para todos.

Los problemas se van ensartando: la sociolingüística no es un par de montones de cerezas (las de la sociedad y las de la lengua) mutuamente insolidarios. Sino que es el conjunto único donde arrastrar de un fruto significa tirar, también, de muchas unidades de las que están juntas en la cesta. Al tocar un problema de lengua, toda la sociedad se ha resentido y, recíprocamente, al modificarse la sociedad, la lengua ha tenido que ir adaptándose a la nueva realidad. Para lograr los fines igualitarios hay que disponer -dirían los cuerdos de hoy- de «igualdad de oportunidades», y esas oportunidades sólo las da la cultura que, fatalmente, se tiene que adquirir a través de una lengua314. Entonces se obliga a una instrucción cuando menos elemental: vienen en ese momento las declaraciones solemnes, que son política, no lingüística, creo que tampoco sociedad. Los prohombres suben al pódium de los gorgoritos y empiezan sus declamaciones. No demasiadas veces descienden a la realidad precisa: la educación no se improvisa, hacen falta maestros, es necesario una inversión que no es rentable hoy, pero que lo será mañana. Y pocos países convierten los buenos propósitos en dignidad para el profesor y en dotaciones para los centros315. Y un buen día se descubren cifras aterradoras : en Perú (1940) el 60 % o el 75 % (1942) o el 35 % (1952) de la población total del país es analfabeta316, en Puerto Rico el 28 %, en El Salvador el 65 o un 51,6 % de entre los niños de 10 a 14 años (1950)317, etc.

Surge, sí, la necesidad de escolarización, la libertad de enseñanza318, el reconocimiento de ciudadanía a quienes aportan sus talentos científicos o literarios, incluso la contratación temporal de profesores universitarios319, etc. Pero junto a las preocupaciones de los Estados, está la labor de la Iglesia, protegida unas veces, tolerada las más, perseguida algunas, cuestión que se incardina con las de la libertad religiosa, la enseñanza laica, el legítimo derecho de enseñar. Motivos de muy largas discusiones, pero que me afectan sólo en cuanto puedan inferir sobre la lingüística: no se olvide que todo ello tiene que ver con la evangelización en lenguas nativas o en español, de donde la redacción de catecismos, gramáticas y diccionarios que son un timbre de gloria de muchísimos institutos religiosos320 y, en otras ocasiones, a través de la lengua nacional, los clérigos ayudaron a crear sentimientos nacionales entre gentes marginadas y que, por tanto, no poseían ni la idea de nación ni, mucho menos, la de Estado.

Pero no es este el momento de detenernos más en ello. Quiero retomar el cabo suelto que quedó al abrir el paréntesis anterior: el número de analfabetos está siempre en relación con la proporción de indígenas en cada país; por tanto, es necesario la integración de esos grupos para que sus componentes puedan ser ciudadanos de pleno derecho321. Esto suscita unas inmediatas consideraciones: el analfabetismo depende en gran manera de la pertenencia cultural del hombre. Los blancos o mestizos dominan el español, en tanto hay grandes masas de indios que no lo poseen. Verdad esta de una sencillez meridiana, y que, sin embargo, no fue sentida hasta muy tarde. Bolívar, que tan presentes tenía todos los problemas de América, que pensó en la cultura para todos, que quiso liberar al indio, no se dio cuenta que todo aquello era -en esencia- un problema lingüístico. Tan no lo vio que, al establecer el Poder Moral de la República, determina entre las obligaciones de la Cámara «publicar en nuestro idioma las obras extranjeras más propias para ilustrar la nación»322. Los problemas subyacentes tendrían que aflorar pronto. Pero surgieron al querer perfeccionar el propio articulado de las Constituciones; brotaron entonces como la lengua del Estado y, en función de ella, qué es lengua nacional y qué es lengua oficial. Ambos conceptos quedan muy bien especificados, porque oficial es sólo aquella lengua que reconoce el Estado como propia de sus instrumentos legales (y todo el mundo conexo), mientras que nacional lo es cualquiera de las lenguas que se hablan en la superficie de un Estado nacional. Por eso se dice en algunas constituciones la obligatoriedad de usar la lengua oficial, aunque se admita el uso de otras con idénticas atribuciones, pero dentro de jurisdicciones geográficas limitadas y, por supuesto, únicamente en algunos instrumentos legales. También en lo que sigue insiste más de una Constitución: las lenguas no oficiales son elementos de la cultura nacional, como lo son otras muchas clases de bienes. De ahí que el quechua tenga cooficialidad en determinadas áreas del Perú, pero no es la lengua de todo el territorio nacional o el guaraní sea considerado nacional, junto al español, pero sólo a este se le reconozca la oficialidad. De otra parte, el reconocimiento que las lenguas indígenas exigen supone la cuestión de una alfabetización que elimine el desprecio hacia cualquier modalidad, de su valor dentro del acervo cultural de la nación y de su protección mediante programas de conservación y defensa, pero nos movemos muchas veces dentro de la pura utopía: alfabetización no es sino castellanización, campesino es sinónimo de indio, incultura se equipara a indigenismo. De cualquier manera, el descenso a la realidad conduce a la hispanización de los nativos como instrumento para lograr su incorporación a la organización estatal y como posibilidad de disfrutar de las ventajas y protección que facilita el Estado. No obstante, los países de Hispanoamérica tuvieron desde fechas muy lejanas la preocupación de no marginar a nadie y de no considerar a los indios como menores colocados bajo la tutela de blancos y mestizos: las Cortes de Cádiz fueron testimonio de lo avanzado de estas doctrinas y los cuerpos legales posteriores han tratado de incorporar a estas gentes en un plano de igualdad con los demás ciudadanos323. Evidente, hay desajustes, pero evidente la voluntad que rige esta política en todas partes: reconocer la propiedad de la tierra a las comunidades que las poseyeron es todo un símbolo324.

Lógicamente el problema no se hubiera visto en toda su complejidad si los negros no existieran en nuestras propias preocupaciones. Y también ahora la legislación de Hispanoamérica se adelantó a la de los demás pueblos: los matices en Estados Unidos fueron complicados y, muchas veces, casuísticos hasta que se adoptó una política noblemente integradora, pero desde sus mismos orígenes -y casi sin excepción- los pueblos hispanohablantes abolieron la esclavitud y no cayeron, como Haití, en un racismo de signo contrario. Incluso el singular planteamiento que tuvieron las cosas en Panamá, como resultado de causas histórico-sociales bien conocidas, no tuvo otro fin que el de la integración, e integración a través del español como lengua del Estado. En el lejano 1821, don José Mariano Méndez decía que en Centro-América se «hablan diversos idiomas de mexicano, quiché, sutugil, mam, pocomam, poconchí, chorti, sinca y otros; pero la lengua general de casi todos ellos es el castellano»325.

Problemas de otro tipo plantea la denominación de la lengua. Verdad es que la nomenclatura referida a los indígenas indica términos marcados, y, habitualmente, con cierta degradación son idiomas o dialectos; lengua es, únicamente, la oficial, pero su propia designación vacila entre castellano y español, por cuanto (lengua de) Castilla -sintagma aún vivo-, no accede a ninguna Constitución. Resulta entonces que español va ganando terreno en las designaciones oficiales, a costa de castellano, y aún puede darse la paradoja: el erróneo planteamiento de la República Española hizo que Cuba viniera a remediar las cosas sustituyendo el castellano de 1935 por el español de 1940.

Hemos llegado a nuestro final. Movimientos de todo tipo nos han permitido asomarnos a ese complejísimo mundo que liga la lengua a la sociedad y hace que esta -ineluctablemente- se apoye en aquella. La lengua ha sido testimonio de opresión y de imperialismo: lo que a finales del siglo XV era una realidad histórica, por más que la humanidad se lastime, en el siglo XX sigue siendo instrumento de intervención y de retorsión de las conciencias. Más aún, no sólo las ideas nacionalistas perturban la situación sino la fragmentación partidista. Un técnico de la teoría constitucional ha escrito con referencia a su propio país, Bolivia:

En el último lustro [imprime en 1958], con ingredientes nacionalistas, indigenistas y totalitarios, se ha hecho de la propaganda política un instrumento estatal que ha convertido al Gobierno en una gigantesca agencia de aquella, anulando toda crítica y creando un estado de sonambulismo público en el que se destruye lo esencialmente humano, que es la libertad, y su corolario necesario, la democracia326.



Pero no hemos de creer que la transculturación sólo ha dado factores negativos; América Central, por ejemplo, cuando llegaron los españoles «era un hacinamiento de caciques, tribus y algunos señoríos divididos por odios raciales»327, y algo parecido tendría que decirse de Méjico; las ciudades bolivianas de hoy «proceden de la época española»328; la propia conciencia nacional se apoya en títulos coloniales en fechas tan recientes como el año de 1957329, etc. Esto ha hecho que -entre discordias y divisiones- hubiera un sentido de integración fuertemente marcado, incluso en áreas geográficas que se muestran divididas en un auténtico rompecabezas330 o que alguna Constitución ecuatoriana sancione los deseos de colaboración «especialmente con los Estados Iberoamericanos, a los que está unido por vínculos de solidaridad e interdependencia, nacidos de la identidad de origen y de cultura»331. Que la lengua jugó siempre un papel primordial, es archisabido. El emperador Agustín de Iturbide, al redactar el Plan de Iguala, que conduciría a la anexión de Guatemala332, escribió melifluamente la cobertura de sus sentimientos:

Ved la cadena dulcísima que nos une; añadid los otros lazos de la amistad, la dependencia de interés, la educación e idioma y la conformidad de sentimientos333.



O que un historiador moderno, en una de las regiones lingüísticamente más complejas, diga: «Se admite siempre que Centroamérica es una [...] por su idioma»334. Lógicamente la verdad se ampara -sólo- en la unidad que da el español, no en el mosaico mil veces roto de las lenguas indígenas335.

He aquí cómo la lengua une elementos sociales y la sociedad busca su más firme sostén en la lengua. El primitivo planteamiento de unos principios muy sencillos se ha enrevesado con mil problemas heterogéneos, y heterogéneos porque lengua y sociedad son dos mundos distintos, aunque mutuamente se condicionen. Y, como tantas veces, lengua y sociedad sólo han cobrado sentido en esa otra realidad harto diferente que es la Historia.



 
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