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Dulce María Loynaz

La dama del agua

Antonio Piedra

A menudo, como consecuencia de la autocensura que ejerce implacable el autor, existen libros prohibidos que jamás vuelven a reeditarse -caso de Juan Ramón Jiménez-, y libros que quedan silenciados porque una ceguera de los dioses ha impedido que los pasos del lector se orientaran hacia aquella avenida con estantes que ya en Las mil y una noche se definía como «el más dulce y el más encantador de los paseos». Algo de esto último ha sucedido en la bibliografía de Dulce María Loynaz con un libro tan singular como Juegos de agua. A mí, por ejemplo, me extrañó siempre que en la antología de los hermanos Loynaz, Alas en la sombra, se suprimiera la referencia expresa a este libro, quedando sugerido tan sólo por el primer poema «Los juegos de agua brillan...». Imagino que la propia Dulce María tendría sus razones para obviarlo, aunque este poemario en la citada antología ocupe, precisamente, la parte central y con un perfil definidor muy sustancioso. ¡Misterios en los que se sumergen los libros antiguos!

Llamo conscientemente a Juegos de agua libro antiguo porque posee ese hálito ancestral de lo fabuloso que, una vez leído, se convierte de verdad en medicina animi. Explícitamente lo reconoce Dulce María de una forma muy peculiar en carta a Martínez Malo fechada a finales de 1984: «Algo de magia, como Vd. dice, debe haber en Juegos de agua: ¿puede creer que un crítico ruso lo ha hecho fotocopiar hoja por hoja para que se lo envíen a su país? Como Ud. sabe, es un libro agotado y hubo que recurrir a ese extremo para complacerle y, desde luego, no lo hice yo sino Cintio Vitier que me traspasó su deseo. Por cierto que la dirección del ruso se ha extraviado y todavía las fotocopias no han podido ser enviadas, cosas que ocurren sin que se sepa por qué»(1).

No sabemos si las dichosas fotocopias llegaron algún día a su destino. Yo imagino que no, que fueron olvidadas en cualquier estantería porque a este libro -dedicado «A Pablo Álvarez de Cañas, en vez del hijo que él quería»- le ocurre como a la mujer enamorada pendiente de un mar imposible:

Va por los caminos y no llegará:
Va por entre rosas... ¡No las olerá!
La besas y el beso se te vuelve sal...
Concha de inquietudes, espuma fugaz,
la mujer que tiene su amor en el mar...

Efectivamente, Juegos de agua, resulta ser un libro extraviado en la bibliografía loynaziana. Se edita primorosamente en España -Editora Nacional, con ilustraciones de José R. Escassi en 1947 y, a partir de aquí -exceptuando la edición cubana, 1993 y la realizada por el Ayuntamiento del Puerto de la Cruz de Canarias en 1998-, hemos conocido noticias en fotocopia, hemos leído fragmentos, y nos ha dejado instalados siempre en una insatisfacción progresiva porque se intuía que había algo más: que el rumor del agua prometida franqueaba otros conocimientos, otras impresiones vitales, incluso otras formalidades míticas. A esta marginación contribuyó en gran medida la propia Dulce María Loynaz. Ella sostenía -con aquel vigor tan suyo que era en realidad un ideal de limpieza y de lucidez a un tiempo- que su gran libro se hallaba en las páginas de Poemas sin nombre. No deja de resultar curioso que, en la misma carta antes aludida, y a continuación de haber hablado sobre Juegos de agua, sea tajante en la autocrítica: «Poemas sin nombre es mi mejor libro, quiero decir el mejor en conjunto, pero considerado aisladamente, creo que La novia de Lázaro es lo mejor que he escrito»(2). No es de extrañar, por tanto, que Juegos de agua haya tenido una suerte crítica tan comedida como recatada.

Para mí también la tuvo hasta hace bien poco: hasta hace exactamente un año cuando dos amigos pinareños -Yenia y Ortiz- me hicieron uno de los regalos más significativos que puede hacerse a un poeta-profesor: un ejemplar inencontrable de la edición de 1947. El libro apareció por birlibirloque -les costó sus pesos, imagino- y me lo entregaron con una dedicatoria tan sugestiva como la teoría de los vasos comunicantes: «Por obra y gracia del Espíritu Santo ha caído en nuestras manos este ejemplar de Juegos de Agua. Nada más tenerlo, Ernesto y yo nos cruzamos miradas cómplices; él me dijo: «¿qué tú crees?». Y respondí: «¡Claro!». Y ya está resuelto... Pase de nuestras manos a las tuyas». Una edición bellísima que tiene mucho de superviviente de diluvio y que , a su vez, añade una dedicatoria autógrafa de Dulce María dedicada a cierta dama de Matanzas -P.C.R.- en marzo de 1952 y que, por alguna razón inconfesable, tuvo que desprenderse del ejemplar.

El libro posee una estructura geométrica muy definida: tres partes -«agua de mar», «agua de río», «agua perdida»- con 19 poemas cada una de ellas y que, a su vez, quedan agrupados de cinco en cinco con tres poemas cada subparte y separados entre sí por prosas. Si añadimos el poema que sirve de introducción, tendríamos, en consecuencia, un total de 58 unidades poemáticas. Pero no quiero adentrarme aquí en los aspectos formales del libro recurriendo a conceptos y a explicaciones de teoría literaria que otros harán mucho mejor que yo y que nos llevaría por caminos que no pretendo ahora. Lo importante para mí consiste en desvelar esa magia a la que aludía Dulce María, y las implicaciones subsiguientes de la razón poética.

Estamos, en principio, ante un libro singular en la poesía española contemporánea. Fue publicado en un momento de reorganización poética, al final de la década de posguerra, en donde a la vez todo era posible: la voz existencialista de Hijos de la ira de Dámaso Alonso, el neorromanticismo fundante de Sombra del paraíso de Vicente Aleixandre, los neogarcilasistas que pedían un retorno a los adentros, los revolucionarios de «Espadaña» y de «Proel», los que clamaban por una poesía social como terapia de choque con Blas de Otero a la cabeza, y también los nostálgicos de la vanguardia que, en torno al postismo, intentaban una recuperación interesante pero poco menos que imposible. En 1947 se publican en España una serie de libros importantes. De entre ellos yo señalaría, porque en cierta manera apuntalan y despejan los horizontes de una década convulsa, cinco: Como quien espera el alba de Luis Cernuda, Movimientos elementales de Gabriel Celaya, la Antología rota de León Felipe, Mujer sin edén de Carmen Conde, y Juegos de agua de Dulce María Loynaz.

Sin entrar en ningún tipo de valoración particular, el poemario de Dulce María se diferencia de los otros cinco en dos aspectos capitales: por su ajuste riguroso a una temática elemental -es decir, la idea aquí se convierte en naturaleza comprobable-, y porque el pretendido rumbo neorromántico de la poetisa cubana ya está resuelto aquí como experiencia vital, como pensamiento, y como factura poética. El punto de equidistancia entre Juan Ramón Jiménez y el 27, que constituía la gran tentación y la potente disyuntiva de aquellos años, tiene en Juegos de agua su expresión y su propio pulso. El neorromanticismo loynaziano arrebata los argumentos a la teoría precedente para quedarse con los valores contantes y sonantes, casi exclusivos, que supone la aplicación de una cosmogonía en un libro tan estricto como el suyo.

Hablemos, pues, de esa elementalidad loynaziana, concretada en el agua, porque es ahí donde este libro lo abarca todo y lo diferencia todo. Pero veamos, por simple coherencia crítica, una cuestión previa: el agua ha sido para los poetas de todos los tiempos una referencia de la transitoriedad del tiempo y del halago a la nostalgia de permanencia que anida en todo mortal. Ahí está en sus versos apareciendo y desapareciendo como expresión y laberinto. Todos recordamos, con evidente complacencia, a santa Teresa, a san Juan de la Cruz, a Quevedo, a toda esa amplísima tradición renacentista del hortus conclusus y de la fons signata como símbolo del jardín de las delicias y del paso melancólico de la vida. Modernamente, lo raro es encontrar un poeta que no haya bebido, de algún modo, el agua en Delfos.(3)

Me detendré, brevemente, en dos poetas cercanísimos a Dulce María en lo personal y en lo literario como influencia: Juan Ramón Jiménez y Federico García Lorca. En Juan Ramón el agua es una recurrencia temática que está presente en numerosos poemas dispersos, a lo largo de la obra, como símbolo o como principio vital. También como temática exclusiva que llegó a formalizar en un libro tan notable como amplio: Diario de poeta y mar, escrito en 1916. En este poemario el mar irrumpe como "un parto permanente", y también como la fórmula resuelta de una infinitud que llega a identificarse con la esencia misma de la amada: tu elemento natural, dice. La cosmogonía loynaziana tendrá puntos de contacto con la poética de Juan Ramón, qué duda cabe, pero queda fuera de esa elementalidad panteísta y descriptiva que Juan Ramón dirige por «infalibles arquitecturas de agua, tierra, fuego y aire»(4).

Algo semejante ocurre con García Lorca, pero en este caso, y a pesar de las salpicaduras de agua que refrescan constantemente la poesía del granadino, se trata de un proyecto truncado: «He visto un libro admirable que está por hacer que quisiera hacerlo yo. Son 'Las meditaciones y alegorías del agua' ¡Qué maravillas hondas y vivas se pueden decir del agua! El poema del agua que mi libro tiene se ha abierto dentro de mi alma. Veo un gran poema entre oriental y cristiano, europeo, del agua; un poema donde se cante en amplios versos o en prosa la vida apasionada y los martirios del agua... Creo que si yo atacase de firme esto podría hacer algo, y si yo fuese un gran poeta, lo que se llama un gran poeta, quizá me hallase ante mi gran poema»(5). El plan, desgraciadamente, nace y muere en 1921 quedándose en un prólogo ambicioso y en un poema solitario transido de melancolía:

Por el río se van mis ojos,
por el río...

El agua fluye por la poesía de García Lorca como la magia por sus venas: en esa maravillada agonía de quien está «herido por el agua». ¿Platicó García Lorca de este hiriente filo hidráulico con los hermanos Loynaz en su estancia habanera en 1930? Seguro que sí porque se trataba de un proyecto obsesionante del que hablaba con todo el mundo, incluso con Juan Ramón como se desprende de una carta escrita en 1924: «Iremos al Generalife a las cinco de la tarde, que es la hora en que empieza el sufrimiento de los jardines»(6). Curiosamente, cuando el poeta llega a La Habana con la intención de visitar Santiago lo hace «en un coche de agua negra», y cuando se despide de Cuba el agua formaliza también el adiós familiar:

¡Cuba sobre los mares!
Tu alma vieja y mística
de estrella a estrella,
de brisa a brisa.

Ocurriera o no así -el agua negra fluye por igual, años más tarde, en García Lorca y en Dulce María Loynaz-, lo cierto es que Loynaz asume el reto metafísico que Juan Ramón planteara en 1916 y que García Lorca viviera con sensibilidad granadina -la Alhambra es a la vez espectáculo y síntesis del paraíso acuático-, construyendo un poemario con la ambición de todo gran poeta tal y como sucede en Juegos de agua.

El reto no era fácil y Dulce María construye un libro sabiendo que en él se juega algo más que un prestigio literario colgado de una metáfora siempre relativa. Se decide la coherencia entre forma y pensamiento. Desde el principio, en consecuencia, acude a los recursos de toda gran poesía: discernir, mediante el símbolo, el espíritu y el arte que hacen de la vida una interiorioridad potentísima. Cuando en el poema introductorio se habla de juegos de agua, que sirve de título al libro, sabemos que ahí se destierra toda ambigüedad para precisar una historia con doble sentido. Uno real: el de esas fuentes monumentales con surtidor a cuyas combinaciones de distintos chorros -maravillosa proyección geométrica- se las llama en jardinería juegos de agua. Y otro ontológico: el rumbo inesperado de una sustancia, aparentemente endeble y figurativa, que enfila motivos existenciales y refuerza lo que realmente somos: una mutación de tiempo y eternidad, un estupor de vida y muerte, una sucesión de formas como expresión del mundo. Este fragmento, por definidor, vale más que mil explicaciones:

... Esta es agua sonámbula
que baila y que camina por el filo de un sueño,
transida de horizontes en fuga, de paisajes
que no existen... Soplada por un grifo pequeño.

E aquí, que las tres partes del libro -agua de mar, agua de río, y agua perdida- equivalgan a tres entendimientos del símbolo como armonía y destino del hombre, contenidos en un espacio concreto: el que va desde los inicios de la Creación, que abre el libro, y el que concluye en la supervivencia de la palabra con el poema Noé que lo cierra.

El agua de mar tiene en Dulce María un sentido de cosmogonía trascendente y pre-existencial. Por tanto, el símbolo funciona aquí como explicación de la evidencia, como valor mítico que confiere a la realidad mundana un asidero, una explicación plausible y portentosa. El relato del Génesis confiere a la razón poética loynaziana un argumento de infinitud y también una expectativa antropológica generadora:

Y primero era el agua:
Un agua ronca,
sin respirar de peces, sin orillas
que la apretaran...
Era el agua primero,
sobre un mundo naciendo de la mano
de Dios...
...En el vientre
del agua joven se gestaban continentes...

Capital perspectiva esta que hace de las aguas, como ocurriera en las míticas teogonías, el origen de la vida, y que Tales de Mileto propuso, según Aristóteles(7), como elemento y principio de todas las cosas. Pero estamos hablando de poesía y en Dulce María las razones filosóficas, también las religiosas como acabamos de ver, pasan íntegras, cierto, a las sensaciones como imágenes virtuales, como si asistiera a un amanecer del mundo que soporta la existencia posible. Es así cómo el mar adquiere en esta poesía una forma de representación emergente y de acuciante ambición: ser del agua como signo de infinito. Fuera del texto poético, se expresaba de esta forma en una curiosa carta escrita en 1939: «Ayer fui a la playa que llaman de María Aguilar y me bañé por primera vez en mi vida en el mar. Fue una sensación maravillosa; no la olvidaré nunca. El mar era como un abrazo tibio y larguísimo que no se acababa, que seguía siempre ceñido, plegado a mi cuerpo. La playa estaba desierta y eran las doce del día, arriba de mi cabeza, el cielo azul y el sol, detrás la arena encendida, enfrente el mar. Nada más. Y yo tan pequeña en un mar tan grande...Sólo encontré desagradable y desentonada la trusa; me apretaba mucho, no me dejaba ser del agua. Debí habérmela arrancado y bañarme desnuda, no como Afrodita pero tal vez como la Dama del Mar... me parece que tengo una cita de amor con el mar y que él me espera»(8).

En el texto poético el agua de mar configura su propia definición como criatura de isla. Y esto, que en todas las cosmogonías literarias aparece como el resultado milagroso de una creación divina, en Dulce representa lo más inmediato de una individualidad precisa:

Rodeada de mar por todas partes,
soy isla asida al tallo de los vientos...

Y es a partir de esta isla, realidad emergente de todas las formas, cuando el agua de mar se puebla de límites, de criaturas, de vegetal paisaje -fenomenología triunfante-, de presencia humana, y por ello de mortales naufragios ya que el agua es también un disolvente de formas:

¡Ay, qué nadar de alma en este mar!
¡Qué bracear de náufrago y qué hundirse
y hacerse a flote y otra vez hundirse!

El agua de mar, por tanto, se configura así como principio y síntesis de la realidad existencial y también, aspecto capital aquí, de la formalización poética:

Eché mi canción al mar:
y aún fue en el mar, mi canción
cristal...

El agua de río -segunda parte del libro- nos proporciona una versión muy exacta de lo que entiende Dulce María Loynaz por una hidrogonía cercana al hombre como forma visible y como interpretación de la vida. Si el agua de mar representaba la aproximación de una cosmología trascendente y germen de lo inicial y lo posible, el agua de río formaliza la generación y atropologiza, a la vez, el proceso de las formas. La isla -el segundo poema después de la Creación-, configuró el proceso biológico como una emergencia, es decir, como la potencialidad del ser. Pero es el agua de río la que va a sustentar las particularidades de ese ser. ¿Y por qué? Porque sólo a través del agua de río el agua misma adquiere estructura real, proximidad nueva, fertilidad en curso, división palpable: tierra. Concreción terrestre que arranca en Dulce María con un nombre específico y entrañable: el río Almendares:

Yo no diré qué mano me lo arranca,
ni de qué piedra de mi pecho nace:
Yo no diré que él sea el más hermoso...
¡Pero es mi río, mi país, mi sangre!

Agua precisa que revela todas las virtualidades del hombre y reconduce su acción como infancia, como deseo firme, como infortunio, como meta, o como posesión transgresora de vida y muerte:

Esta mañana el río ha sido
mío: lo levanté del viejo
cauce... ¡Y me lo eché al pecho!
Pesaba el río... Palpitaba
el río adolorido del
desgarramiento... -Fiebre fría
del agua-: me dejó en la boca
un sabor amargo de amor y de muerte...

Es así como el agua de río se torna meditación trascendente, alejándose del modo heraclitiano que se explica por el incesante devenir y la movilidad de la sustancia. Para Dulce María la consistencia del ser tira de una eternidad en curso, y es el agua de río «sin fin y sin principio», «fugitiva y eterna», la que explica esa confusión y esa realidad ascendente. Pero hay un matiz importante en el pensamiento de la poetisa cubana: que esa realidad es posesiva y por ello se explica plenamente desde una inmanencia integradora:

¡Cómo miraré yo el río,
que me parece que fluye
de mí...!

El libro se cierra con la parte secreta de las aguas: aquellas que el hombre, de alguna manera, puede soñar o dominar, alejado ya de las fuerzas cósmicas del mar y de la naturaleza indomable que posee el río. Agua perdida es, por tanto, agua ficcional, un artilugio doméstico a veces y otras misterioso y transparente, que explica lo perecedero del fenómeno mediante juegos de agua convencionales o con agua de lluvia natural, pero siempre a la medida del arte y del espíritu. Por eso es agua perdida: porque, a pesar de todo no puede retenerse, y porque su perfección y simbolismo equivale a un sentimiento espúmeo o a una palabra sostenida o a un duelo vital melancólico:

No te ha anunciado el Ángel
pero puedes limpiarnos el Pecado,
y apagar nuestra sed.

En contra de lo que pudiera sugerir lo disperso del subtítulo, la parte tiene un equilibrio perfecto. Se abre con la alusión al arco iris y se cierra con otra referencia bíblica: el arca de Noé como alcancía de la palabra. La sugerencia expresa nos devuelve otra vez a la simbología sacra que las aguas tienen para Dulce María en todo el libro. Pero en este apartado las aguas, al modo de Tales, vivifican la naturaleza y sobre ellas la tierra y los sentimientos del poeta descansan. El recorrido que traza Dulce María no es exhaustivo, ciertamente, pero en él se representan las aguas más condensadas y generadoras: la de manantial, la de lluvia, la de los jardines, la de los espejos, las recónditas, las míticas, y las del alma. Donde quiera que haya una gota de agua, Dulce María la transforma en frescura intocada, y en la referencia de un tiempo concreto a considerar. Cuando al final del recorrido el cansancio es evidente, el agua, que llega aquí mimetizada con un yo en continuo devenir, acusa también la fatiga y solidifica su naturaleza y su tiempo en un punto que exige una pausa y que lo llama nieve:

La nieve es el agua cansada
de correr...
La nieve es el agua
detenida un instante -agua en un punto-
El agua ya sin tiempo y sin distancia.

Con este recurso a la blancura Dulce María da por terminado el proceso del agua sustantiva. Anegado el ser -y de aquí su investidura como dama del agua, la palabra poética, como la paloma del arca de Noé, emprende el vuelo para no volver. Las criaturas en estado líquido como Dulce María nunca planean sobre la misma catarata ni repiten el mismo vuelo. Crean una metáfora y una sintaxis del agua y desaparecen en su obstinación de criaturas desbordadas.

1. DULCE MARÍA LOYNAZ, Cartas que no se extraviaron, Fundación Jorge Guillén-Fundación Hermanos Loynaz, Valladolid, España, 1997, p. 169.

2. Ibíd.

3. Cabría recordar, de entre otros, libros como Las aguas reiteradas -1952-, de Carlos Barral; la "Antología" sobre el agua de Emilio Orozco -1960-; Aminadab -1965-, de Alfonso Canales; o más recientemente el poemario Paisaje, evocación y tránsito para un juego de agua -1986- de Antonio Carvajal.

4. JUAN RAMÓN JIMÉNEZ, Leyenda (Edición de Sánchez Romeralo), "Diario de poeta y mar", 38, Cupsa Editorial, Madrid, 1978, p. 417.

5. FEDERICO GARCÍA LORCA, Obras completas, III. Carta a Melchor Fernández Almagro, Aguilar, Madrid, 1986, p. 713-14.

6. Ibid. p. 730.

7. ARISTÓTELES, Met. I 3, 983 b.

8. DULCE MARÍA LOYNAZ, op. cit. p. 70.

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