Dulce María Loynaz en Sevilla y Granada
Aldo Martínez Malo
Cuando Federico García Lorca visitó La Habana en 1930, permaneciendo el mayor tiempo en casa de la familia Loynaz-Muñoz, y después en 1936 el arribo de Juan Ramón Jiménez, despertaron en Dulce María el anhelo de conocer estas tierras. Había viajado por Turquía, Libia, Damasco, Palestina, Egipto, Francia, Italia, Alemania, casi toda la América del Norte, pero faltaba España.
No es hasta 1947, casada con el periodista canario Pablo Álvarez de Cañas, que hace realidad sus sueños. Llegó a Madrid y el ambiente de admiración, respeto y afecto con que la acogieron obró el milagro de romper el silencio en el que la poetisa llevaba ocho años encasillada. Aislándose en su cuarto del Hotel Ritz comenzó a escribir febrilmente, teniendo días de negarse a dejar su trabajo ni para almorzar ni para comer.
Con los poemas inéditos que llevaba y los que escribió tuvo el material idóneo para un libro.
La noticia de una obra desconocida corrió de una a otra punta el Madrid intelectual, y pronto recibió la cubana la visita del director de la Editorial Nacional quien le pedía tener el honor de imprimir el poemario Juegos de Agua, dedicado por Dulce María a su esposo.
En un tiempo récord ella pudo contemplar en las vitrinas de los principales establecimientos su libro, ostentando la siguiente inscripción: «La eximia poetisa cubana Dulce María Loynaz, que en estos días recibe el homenaje emocionado de España».
El acontecimiento es tal, que el 18 de noviembre, en una recepción en la Embajada de Cuba es condecorada con la Cruz de Alfonso X, el Sabio, en cuya ocasión Don Pedro de Rocamora, director general de la Propaganda dijo:
España hoy quiere coronaros con el Laurel de este modesto galardón, como dando entender al mundo que, en estos momentos en que la pasión o el egoísmo ensombrecen las relaciones entre los pueblos, Cuba y España se intercambian olivos y laureles, como una lección que quisieran dar, generosamente, al mundo, de esperanza y amor.
Es invitada a visitar Sevilla, pero antes de abandonar Madrid tuvo que pasar una noche en vela, escribiendo dedicatorias en 120 ejemplares de Juegos de Agua, siendo tal su resistencia -más que física acaso nerviosa- y la lucidez de su mente, que cada dedicatoria era una pequeña obra maestra, caso igual, solo comparable a José Martí.
Llegó a Sevilla el 20 de noviembre, sintiéndose rendida de cuerpo, saltándole la emoción del encuentro con un lugar predilecto en su corazón. El mismo día de arribo, una comisión del Ateneo visitó a Dulce María y a Pablo para darles la bienvenida a su legendaria ciudad, rogándole a la primera les concediera el honor de dar un recital de su poesía en esta sociedad, cuya tribuna había sido tantas veces prestigiada por la elocuencia de Villaespesa, los Machado, García Lorca, y la interminable teoría de poetas levantinos, así como el cubano Gustavo Sánchez Galarraga.
Olvidando la fatiga, Dulce María preparó en horas un recital que reunió en el Ateneo una importante concurrencia, integrada en su mayoría por intelectuales y figuras de la sociedad sevillana. El público que la conocía a través de la prensa, la aplaudió cálidamente, con insistentes ovaciones, sobre todo cuando dijo su poema «Al Almendares», que tuvo que repetir.
El día del recital en el Ateneo, los famosos Jardines Sevillanos se vieron despojados de sus flores, que fueron entregadas a la poetisa, quien al terminar el acto, en gesto enaltecedor, quiso compartir el triunfo con la que en otros días fuera también agasajada. Se dirigió al cementerio de San Fernando, llevando las flores que le habían sido enviadas para colocarlas sobre la tumba de su hermana mayor, la genial camagüeyana Gertrudis Gómez de Avellaneda.
Al día siguiente o sea el 21, recibió la poetisa un cesto de rosas rojas, enviadas por las autoridades de Sevilla, y llevó el cesto a la Macarena, la virgen tan amada, venerada por los sevillanos. Poco después, de Cádiz zarpaba en el buque Marqués de Comillas rumbo a Cuba.
En 1953 retorna a España para la publicación de sus libros Poemas sin nombre y Carta de Amor al rey de Tut-Ank-Amen. Invitada por la Universidad de Salamanca asiste a la celebración del V Centenario del nacimiento de los Reyes Católicos. Como especial deferencia le ofrecen la cátedra de Fray Luis de León que hasta entonces nadie había ocupado, donde diserta sobre el tema Influencia de los poetas cubanos en el modernismo, conferencia magistral de referencia obligada para todo investigador sobre tema tan controvertido, que mantiene toda su vigencia.
Asiste como delegada al II Congreso de poesía, presidido por Azorín y donde se encuentra con figuras de la talla del italiano Ungaretti, y los españoles Gerardo Diego y Vicente Aleixandre. En el encuentro participaron ochocientos poetas de Europa y América. Se le pide una lectura de su poesía, siendo presentada por la gran escritora cartaginés Carmen Conde, que con los años se convertirá en una de sus más íntimas amigas.
El 24 de noviembre llegó a Granada, siendo recibida por las personalidades más importantes de la época. Sin descansar un solo momento se dirigió a la Alhambra, en una serena tarde «casi como hecha de encargo» -dijo.
Se emocionó al reencontrarse con el Generalife, el maravilloso palacio y Jardines de los Reyes Moros, bella muestra de la arquitectura árabe en Granada. Ella que amó el agua y admiró la gallardía del ciprés, se sintió rodeada de esos entrañables amigos. La mirada curiosa de Dulce María se prendó y prendió de cada surtidor, fuente o canalillo de agua como una enamorada, porque ella fue llamada «la poetisa del agua».
Pasó unos días ensimismados: días vagos, aislados de su vida. Caminaba como sombra por el albayzin (recordando tal vez el llanto de Boabdil la gracia contagiosa de Lorca). Subía por las tardes a la Alhambra que está enclavada en la cima de un alto monte a cuyos pies corre un río, el Dauro. El pueblo lo llama Darro pero en su interior ella prefería darle su verdadero nombre, árabe, melancólico como él mismo.
En su habitación del hotel, mientras el esposo duerme, ella escribe hasta altas horas de la noche, y le alcanza la madrugada:
La Alhambra tiene salas de oro y grana, paredes recaladas como encajes y fuentes de mármoles raros donde suena el agua verde, La Fuente de los Leones en la más linda de todas. También tiene un patio sembrado de arrayanes y un gran estanque donde nadan pececitos de color morado; solo aquí he visto peces de ese color. En el jardín de Lindaraja, la favorita de pies blancos, crecen rosales con rosas blancas y amarillas; y naranjos con doradas naranjas olorosas. En el tazón de alabastro sigue goteando el agua sabe que los cristianos están cerca... al caer la noche los aromáticos arrayanes llenan el aire de pesados olores y los peces brillan en el estanque a modo de un collar de amatista en un estuche de terciopelo negro...
A pesar del poco tiempo dedicado al descanso, Dulce María muy temprano sale a recorrer las calles donde la gente se amontona para buscar el calor del sol. Se acerca a los burritos mansos, hermanos de Platero, que rebuznan en la soledad del mediodía. ¡Cómo le gusta tocar sus pelambres grises y sus hocicos húmedos y temblorosos! Son burritos de pueblo, burritos dominicales con cintas y flores de papel en la paz de las calles.
Es nochebuena en Granada: los gitanos de la montuna han bajado por la tarde y en el albayzin se alegra la zambra. Encienden una hoguera y bailan al son de la fanfona que no tiene más que dos notas ásperas, dolorosas casi.
Es un frenesí de música, movimientos, colorido donde las mujeres sudan y la respiración silbante me mezcla al ruido de las ajorcas; el viento arremolina las nubes, y las mujeres, gitanas oliváceas como el poema sonámbulo «Verde que te quiero verde» siguen jadeantes, desmadejadas como un sino trágico.
La poetisa retorna al calor de su cuarto, tiene la piel húmeda y tirita de frío. De pronto se escucha el toque de una guitarra en el silencio de la noche, una voz grave, remota empieza a cantar:
«La ninfa esta calladita
recontando las estrellas...»
Dulce María abre la ventana; la lluvia le moja la cara y no logra ver al cantador. Se pregunta: ¿Dónde canta este hombre que no teme al aguacero ni a la ventisca?
Nochebuena en Granada: llueve y la lluvia cae con su ruido monótono sobre los tejados; en el reloj de la Catedral han sonado lentamente doce campanadas. Y el corazón le da un vuelco inesperado. ¿Cómo estarán mis padres y hermanos en La Habana? El rostro se le convierte en un signo de interrogación.
Cierra la ventana, ve que Pablo ha empezado a remover el fuego de la chimenea. Se abrazan...
A través de los cristales la persigue el eco de la voz, cada vez más lejana y desfallecida:
«La niña está calladita
recontando las estrellas,
que el amor que quiere irse
no hay nada que la detenga.
La niña está calladita...»