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Dulce María Loynaz

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Desgraciado en el amor y afortunado en el juego de la vida

Ahora séame permitido pasar por alto el largo y doloroso proceso de aquellas nuestras relaciones.
Mi familia se opuso tenaz y fieramente a ellas. Reconozco, creo que lo reconocí siempre, porque desde entonces ya era justa, reconocí, sí, que mi familia tenía razón, que Pablo no podía ser para los míos más que un desconocido sin una profesión definida, sin una posición estable, con más trazas de aventurero que de otra cosa. ¿Qué móvil sino la ambición -porque se veía que era ambicioso- podía justificar en tales condiciones y en tal momento, su pretensión de unirse a una rica heredera?
He querido siempre ver este asunto objetivamente, es decir, desde fuera; fuera del huracán y no arrastrada como fui por toda su turbulencia.
Era difícil, pero creo que lo logré. Les di la razón. Aceptando que las apariencias condenaban al hombre que yo amaba, se la di a ellos, en contra mía y en contra de él, que por primera vez pareció dejarse abatir por la desgracia, y yo misma rompí los lazos con que acaso inexpertamente me había dejado atar.
Pero siendo, como fui, capaz de esto, ¿cómo explicar la rigidez de los procedimientos, la frialdad con que se asistía a mi lucha moral y explicar esto en seres que hasta entonces me habían hecho objeto de todas las ternuras y todos los cuidados? ¿Qué pecado había sido el mío, que no los conmovía mi total entrega en sus manos? Y, luego, los medios que se emplearon para hacer imposible toda reconciliación, todo encuentro, toda mirada; medios tanto más duros cuanto más ridículos, y tanto más ridículos cuanto más innecesarios.
¿No había ya, desde el primer momento, aceptado la ruptura, no me había sometido, no me había sacrificado a él? Y aún más que eso, había hecho, había comprendido que, desde su punto de vista, mi familia tenía razón para pensar así; que todo estaba en contra de Pablo, y por tanto era él quien tenía que ser apartado de mi camino. Y lo aparté.
Creí hacerlo, pero él no se apartó. Fui yo la que se fue apartando de todo, retrocediendo hasta el fondo de sombras que poco a poco me tragaban. Fui yo la que, sin dejar de quererlo, no paré hasta quedar fuera de su alcance.
Pasaron los años. El país se recuperó pronto del golpe asestado en el año veinte. Una vez más hacía bueno el sobrenombre de Isla de Corcho; isla capaz de salir a flote cada vez que la sumergían.
Superados los días de confusión y pánico, olvidadas las víctimas, porque éstas se olvidan sin mucho esfuerzo, las Vacas Flacas del sueño faraónico no lo fueron tanto que murieran de hambre, a pesar de que faltó un José bíblico que aconsejara juiciosas medidas para conjurar el mal. Y sin volver a la áurea danza, el crédito y la estabilidad se consolidaban, daban lugar a una bastante más moderada, pero apacible bonanza.
Pablo había aprovechado bien el viraje del viento. Aguijoneado más que nunca por la humillación sufrida, dio nuevos ímpetus a las viejas ambiciones que tenía un tanto olvidadas y empezó a subir de nuevo, no ya de peldaño en peldaño, sino de dos en dos, de dos en tres y hasta de tres en cinco. Ahora la suerte parecía acompañarlo y le hacía rápida la ascensión, como si quisiera indemnizarle el tiempo perdido, la ilusión perdida.
Avanzar, subir siempre, se convirtió en una idea fija, en una obsesión para él. Sin una clara meta todavía, pero con la certeza de que ya nadie volvería a humillarlo, a echarle en cara su oscura medianía.
Ingenuamente había creído que bastaba ser sincero para ser escuchado, y ahora sabía que no era así, y que incluso la sinceridad podía tomarse como otra máscara en el perenne y trágico carnaval de la vida.
Pues bien, se serviría de una máscara para moverse en este mundo que le era hostil. Se serviría de lo que fuese menester para despegarse de una vez del montón anónimo, para zafarse de la masa informe a la que él pertenecía, un conglomerado humano sin nombre, sin fisonomía y sin destino.
Ignoraba al principio qué podía hacer para lograrlo, ignoraba posiblemente qué podía hacer de él mismo, y es asombroso que en un momento así haya acertado con la única ruta que podía llevarlo al fin propuesto, con la única carta que podía jugar con éxito en la vida.
Como acertó, como llegó, no lo sé bien. Quizás una pequeña coincidencia, un botón a oprimir, que entre muchos resultó ser el decisivo, como a veces media vuelta de llave, una ligera chispa o una gota de reactivo bastan para desencadenar una serie de fuerzas eslabonadas, lo mismo en un motor que en un tubo de ensayo.
Comprendo que muchos piensen que mi historia se quiebra en este punto, pues aún recurriendo a imágenes extrañas, no me es dado explicar suficientemente algo para entenderla, como tuvo que ser el mecanismo que tras tantos fracasos, puso en marcha su sorpresiva carrera.
Yo misma me he preguntado muchas veces cómo pudo llegar a donde llegó, alguien tan desposeído de medios para conseguirlo, tan desconocedor del terreno donde debería batirse y, en fin, tan carente de armas para tal combate.
Mucho tiempo después, en el muy breve que pasamos juntos, él trató de explicármelo; pero la comprensión me resultaba difícil, probablemente por lo extraño que era todo a mi carácter y a mi órbita y, sobre todo, por lo nimio que juzgaba yo el punto de partida de su argumento.
Dejando aparte aquella especie de magnetismo que, sin duda, de él dimanaba, Pablo solía decirme que su triunfo en la llamada alta sociedad (lo era, aunque ya ahora no sea nada), dependió en buena parte, de la habilidad que tuvo para reservar sus mejores homenajes, no a las mujeres más jóvenes y bellas, sino a las que ya habían dejado de serlo.
Pudo acercarse al mundo en que habitan, gracias a las famosas cartas que trajo consigo, y que dado lo azaroso de los últimos tiempos, aún no había tenido ocasión de exhibir. Pero apenas logró deslizar un pie en aquel terreno, ya supo lo que tenía que hacer. Estas viejas damas, que se sentían un poco arrinconadas, desplazadas por la juventud siempre petulante y arrolladora, no podían menos que conmoverse ante aquel joven elegante, no mal parecido, pronto a alcanzarles una butaca, un plato ya servido del buffet, o a sentarse a conversar con ellas simplemente, interesado en las cosas de su tiempo o en sus obras de caridad, mientras la muchachada se entregaba, como decían las antiguas reseñas de salones, a las delicias del baile.
Jamás olvidaba el día de santo de sus ancianas amigas, ni de enviarles ese día un ramo de flores con su tarjeta, o de celebrar especialmente sus galas cuando se iniciaba ya en la crónica social.
Porque hay que saber que no era la crónica, como corrientemente se creía, la que daba al cronista carta de naturaleza en el fenecido gran mundo habanero. Muchos escribieron crónicas y no lo consiguieron jamás. Era cierta sutileza, cierto savoir faire (aquí cabe bien el galicismo), cierto don de gentes que, al parecer, en Pablo era don intuitivo.
-Como mi pensamiento solo estaba en ti -me explicaba-, no me parecía gran sacrificio prescindir de la compañía de mujeres jóvenes, que nada decían a mi razón ni a mis sentimientos, y cambiarlas por la de otras que si bien no decían nada a mis sentimientos, decían mucho a mi razón.
Ellas, desde la altura de sus años y de la posición que habían alcanzado entre los suyos, dominaban muchas esferas, tenían a su favor la experiencia, y se sentían muy inclinadas a tomar bajo su protección al joven que las tenía en cuenta, que les mostraba una respetuosa admiración, una atención afectuosa, que con el trato llegó a ser desinteresada y sincera.
Estas deliciosas confidencias que puedo repetir porque ahora ya él está muerto, quizás parezcan a algunos un tanto cínicas y descarnadas, pero no lo eran en absoluto; al menos él las decía con tanta gracia, y para decirlo así, con tanta inocencia, que daba la impresión de ser un niño desarmando un juguete que podía volver a armar, solo para explicar como lo había puesto en movimiento.

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