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Dulce María Loynaz

La gran toilette de la Infanta

A principios del año 1893 se anunció en La Habana la llegada de la Infanta Eulalia, tía del Rey niño en cuyas manos la Isla se agitaba como un hermoso pájaro ya próximo a emprender el vuelo.

La Infanta era joven y rubia; era también -nota curiosa- inteligente y llena por sí misma de una muy viva personalidad.

Sin duda la adornaba ese gran don de simpatía que ha caracterizado a algunos de los Borbones españoles según vox populi que yo sólo repito, porque únicamente en los libros de Historia los he tratado... Pero eso sí, bastante en esos libros.

Enviaba España a su Infanta en momentos difíciles; en ruta erizada de escollos que sólo una mujer encantadora, con gracia y sumo tacto podía sortear. Diremos en su honor que si bien ella no evitó ni podía evitar el curso histórico de los acontecimientos, no debe negarse que se captó durante el breve tiempo que estuvo entre nosotros, las simpatías populares, aun a sabiendas de que prodigadas a su real persona, las tomaría para sí, la casa reinante de donde procedía.

No sé qué hubiera sucedido si en vez de enviar la Infanta con pretexto de una exposición norteamericana, esto es, en trance de visitante de paso -en viaje de buena voluntad como diríamos ahora-, la hubiesen remitido con toda la documentación requerida para el cargo de Capitán General.

Pero no estaban los tiempos tan adelantados, ya que no puede acusarse a España de ser país remiso a reconocer talentos femeninos: su máxima reverencia se la tiene en los negocios del alma a Santa Teresa de Jesús y en los de la tierra a Isabel de Castilla, dos mujeres pertenecientes a una época en que sus hermanas de todos los países del mundo -salvo excepciones como la homónima de la Católica- estaban encadenadas a una rueca.

No se me tome en serio la anterior especulación en torno al viaje de la regia dama; vuelvo a decir para tranquilidad de todos, que en nuestro suelo, sueltos estaban ya todos los ríos y todos llegarían a la mar.

Esas son cosas de los pueblos y no cabe pensar que la visita de una gentil princesa iba a estorbarlas; pero si no cambió designios, tal vez endulzó ánimos. De todos modos ése fue su deseo y probablemente su única aspiración.

Y aunque nos alegremos como es justo de que tales propósitos no se cumplieran en plenitud, a más de medio siglo de distancia, hay que reconocer que se vivieron unos días bonitos, los últimos quizás que vivirían muchos de aquella generación destinada al sacrificio, y los últimos también que vivió acaso la Infanta misma, cuya larga existencia ha sido una incesante contradicción y áspera lucha con las cargas inherentes a su infantazgo.

Esas son cosas de los pueblos... Las de esta página son otras más sencillas e intrascendentes: recoger al azar una sonrisa, dibujar un perfil entrado en sombra, rescatarlo un instante, aunque la sombra lo recobre luego.

De acuerdo, pues, con la misión de un buen cronista voy a ofrecerles datos muy interesantes en relación con el acontecimiento que esperaban nuestros abuelos entre curiosos y reacios, con ese abierto corazón cubano más fácil de ganar que de perder.

Y, como las toilettes de las señoras han ocupado siempre sitio de preferencia en la crónica social, nada mejor que empezar por las de la propia Alteza Real, por el regio equipo que en grandes cofres signados con la flor de lis, venía ya navegando a nuestras playas.

Aquí reproducimos para solaz de nuestras lectoras -no me atrevo a esperar tanto solaz en los lectores- la interesante reseña que nos da La Habana Elegante de esos vestidos primorosos y de la guarnición -joyas, sombrillas, abanicos-que habría de acompañar a cada uno, y cada uno con su descripción y procedencia.

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