RODEADA DE MAR POR TODAS PARTES
Juan Ramón de la Portilla
Nadie escucha mi voz, si rezo o grito:
soy isla asida al tallo de los vientos...
Puedo volar o hundirme... Puedo, a veces,
morder mi cola en signo de Infinito.Dulce María Loynaz
Intentemos un breve recorrido por la dilatada y rica existencia, tocada siempre por la magia de la poesía, de María Mercedes Loynaz Muñoz, o Dulce María Loynaz, la más grande escritora cubana del siglo veinte, galardonada en 1987 con el Premio Nacional de Literatura de su país y en 1992 con el premio Miguel de Cervantes.
Publicó sus primeros versos en periódicos y revistas habaneros y su libro iniciático data de la ya lejana fecha de 1938. Este es el lindero de la época en que se vincula con grandes figuras del mundo hispanoamericano como Federico García Lorca, Juan Ramón Jiménez, Rafael Marquina, Carmen Conde, entre otras. Acoge en su casa, en las llamadas "juevinas" (las más afamadas tertulias literarias cubanas desde las organizadas en el siglo diecinueve por Domingo del Monte) a Emilio Ballagas, Gonzalo Aróstegui, María Villar Buceta, Angélica Busquet y otros intelectuales de la isla. Toda esta etapa sin par, que pudiéramos llamar de formación, se extiende hasta los años cuarenta y es narrada de manera inigualable en unas sui géneris memorias tituladas Fe de vida, que la autora dedica a su segundo esposo Pablo Álvarez de Cañas, periodista canario radicado en Cuba. No sin razón, alguna crítica ha visto en Fe de vida una suerte de novela de aventuras o romance, en el sentido que otorga Frye, por lo que creo un regalo esencial la consulta de un texto como este para potenciar cualquier análisis crítico o aquilatar la simple, primaria información.
Si Dulce María Loynaz quiso siempre para sus textos poéticos una claridad meridiana como vía del entendimiento y del acceso al público, en su prosa logró algo un tanto diferente. Digo "logró", no buscó o pretendió, pues no me parece del todo justo desvincular demasiado su producción narrativa de sus ambiciones en verso. Desde la óptica de Fe de vida, no debe dejarse de reconocer el sutil nivel de "acompañamiento" que portan textos como Jardín o Un Verano en Tenerife junto a Poemas sin nombre y Últimos días de una casa. Mas tampoco hay que seguir muy al pie de la letra un razonamiento tan escasamente mensurable, si se obvia, por supuesto, la autocalificación de Jardín como novela lírica; esa obra, que alguna crítica ha estudiado como gran poema, tiene a su vez una narratividad intrínseca tan explosiva que puede pendulear del surrealismo al gótico, sin ser en definitiva patrimonio de lo uno ni de lo otro.
Habría que tener en cuenta la crónica y aún el ensayo publicado por Dulce María Loynaz, para no pecar de exclusiones, pero es suficiente el hecho de que al deslindar en etapas históricas esta producción narrativa, podemos tomar como jalones o puntos de máximo fermento prosístico la novela Jardín, el libro de viajes Un verano en Tenerife y, por fin, Fe de vida, texto precursor, en muchos sentidos, de esa modalidad que es hoy tan usual en nuestros predios novelescos: la ficcionalización de la vida (o de parte de ella) de determinados escritores.
La lista podría ser extensa, baste citar las Antimemorias de Bryce Echenique, Donde van a morir los elefantes de José Donoso o El pez en el agua de Mario Vargas Llosa. Fe de vida aparece como antecedente, pero sólo en un sentido escriturario, no así en lo tocante a las fechas de publicación, pues acontece con ese volumen lo que con otros de la producción narrativa de Loynaz (Ej. Jardín), que son demorados muchos años en espera de la publicación. Es ésta una característica que aleja a ese corpus narrativo del grupo de libros de poemas. Y habría que agregar también el reducido universo psicológico en que abunda la tríada en prosa, en lo relativo a personajes que no sólo son casi siempre los mismos, sino que a ratos logran trasvasar de un libro a otro. No constituye la excepción la Bárbara (protagonista) de Jardín, si se toma en cuenta la alta autorreferencialidad de este pequeño canon, desde el que la propia Dulce María Loynaz llegó a decir que Fe de vida vendría a ser algo así como la antítesis de su novela lírica y estaba poniendo un énfasis mayor en lo estilístico, en la condición poética de Jardín, mas algo de su peculiar personalidad, de su propia psicología y experiencia vital se filtró en la Bárbara de los retratos y las cartas, en el texto como un todo. Estas reflexiones, sin embargo, debemos hacerlas siempre desde la condición arquetípica de Bárbara, desde su ancestral curiosidad, por ejemplo, rasgo que la equipara con la Eva primigenia, qué duda cabe ya.
Pero detengámonos en Jardín, cabeza visible de su producción narrativa, libro que en la actualidad, tras medio siglo de su publicación por Aguilar en España, sigue constituyendo un misterio y un reto para críticos y lectores. Novela circular, serpiente que se muerde la cola, al terminarla hemos forzosamente de volver al comienzo y hallamos entonces una línea inaugural que quizás antes repasamos con descuido y comprendemos que toda la travesía no ha sido más que una mirada entre dos instantes de luz, como si hubiésemos degustado un inmenso poema: Bárbara pegó su cara pálida a los barrotes de hierro y miró a través de ellos...
Creo, sin embargo, importante referirme al trasunto de la ubicación epocal de la obra y, aunque no en aras de emplazamientos teleológicos, a los que por lo demás el texto se resiste, trataré de desvincular los dos "momentos de gloria" de este jardín exuberante, el año 1935 en que fue sembrado, con una etapa de gestación que hacia atrás llega a 1928, y el año 1951 en que la importante casa editora Aguilar lo lanza en España. Habría que considerar un tercer momento o florecimiento, en 1993, cuando, luego de la concesión del Premio Cervantes a Dulce María, se publica la obra por primera vez en Cuba y es conocida por generaciones de lectores y escritores hasta entonces refractarios a ella. Y es aquí (aunque tal vez un poco antes, después del otorgamiento en 1987 del Premio Nacional de Literatura en Cuba a la poetisa), que la crítica, en su mayoría, comienza a interrogar Jardín, con el consiguiente afán, que parece ser consustancial a la cátedra, de colocar la obra en su lugar en la Historiografía de las letras.
Jardín, desde su triunfal, pero efímera irrupción, no apuntaba a otro lugar que a ese movimiento formidable por lo renovador en cuanto al trabajo lingüístico que dinamitó estructuras espacio-temporales, concepciones clásicas para entender las formas del relato e instaló definitivamente nuestra narrativa en el mundo.
Nunca sabremos a ciencia cierta por qué Dulce María Loynaz demoró tanto su publicación, pero al final creo que no es asunto ni siquiera de segunda importancia cuando la tenemos anclada reciamente en ese inicio de los cincuenta, como pórtico de la nueva novelística. Es comprensible (es demostrable aún, con un poco de fatiga) esa canonización mutable que ha sufrido y sufre Jardín, debido a su naturaleza polivalente. Barroca, existencialista, surrealista, realista... Más lejos, pero también rozándola y no sólo porque la autora tenga el Premio Cervantes, está el Quijote, que es una novela de caballería, pero al mismo tiempo no lo es, por sus visos paródicos referidos a este género. Es por ello que prefiero, en el caso de un texto como el que nos ocupa, pasar por alto los deseos de encasillamiento y remitirme básicamente a las palabras, al lenguaje. Porque Jardín es una novela del lenguaje y, por extensión, una novela del boom.
Establecido ya este presupuesto anoto el hecho, que no deja de ser curioso, de la ausencia de Jardín para la crítica sesentista que se ocupó del boom, enfrentando al principio opiniones muy autorizadas que trataron de neutralizar e incluso descalificar estas novelas renovadoras, tildándolas de pastiches, calcos, joycismos o pantagruelismos metafóricos. Pues estos críticos, de indudable valía, sin los cuales sería impensable entender desde su misma esencia esta estética emergente, ya que en muchos casos compartieron proyectos editoriales con los escritores o fueron, sencillamente, sus amigos, jamás incluyeron la novela de la Loynaz en alguna de las varias nóminas que propuso o autogeneró el boom. Y digo "autogeneró" por el hecho de que este fenómeno literario tuvo como protagonistas, en su mayoría, a escritores-intelectuales que, a su manera, y desde su dualidad de narradores-ensayistas, pugnaron por hacer inteligible el asunto en que estaban inmersos.
Así topamos con la Historia personal del boom (1971) de José Donoso o los redescubrimientos que, poniendo en juego el prestigio e influencia alcanzados, practicaron Vargas Llosa con respecto a Martín Adán, Borges con su coterráneo Macedonio Fernández o Cortázar con el uruguayo Felisberto Hernández. Nadie reparó en Dulce María Loynaz, quizás debido a que los autores antes citados, con la excepción de Roberto Arlt, que en los años treinta sí logró una relativa publicidad, habían sido relegados a sus fronteras nacionales o al culto de una élite. Es de extrañar, sin embargo, este olvido, por dos razones de peso; primero, el texto en sí, Jardín como propuesta lingüística única en toda la década que divide el siglo; y segundo, lo visible de la personalidad de la autora, que para la fecha ya era considerada una de las cinco musas de América, junto a Gabriela Mistral, Delmira Agustini, Alfonsina Storni y Juana de Ibarbouru. Dulce María, además, llevó una intensa vida social en Cuba, Estados Unidos y España en esa década en que también publicó su libro de viajes Un verano en Tenerife y su anecdótico poema Últimos días de una casa (ambos en 1958), fue propuesta por la Mistral para que se le concediera el Premio Nobel, dictó conferencias en importantes universidades y asistió a eventos culturales de primera magnitud donde figuró muchas veces como invitada de honor o fungió como presidenta; por si fuera poco, Jardín fue publicada por Aguilar, una de las editoriales más importantes del momento y la prensa especializada no dudó en calificar a la novela como uno de los acontecimientos más relevantes de las letras en idioma castellano en la primera mitad del siglo. En España, los críticos del periódico ABC la reseñaron oportunamente y halló además justa resonancia en la sensibilidad de los jóvenes intelectuales. En Cuba, personalidades de la talla de Emilio Ballagas y José María Chacón y Calvo no la pasaron por alto y en sus elogiosos comentarios y artículos la equipararon al Enrique de Ofterdingen de Novalis o a El castillo de Otranto de Walpole. ¿Cómo concebir, entonces, ese posterior olvido? ¿Por qué ni tan siquiera críticos de la sagacidad de Emir Rodríguez Monegal o Ángel Rama contaron con esta obra, con esta aventura del lenguaje? Pudieran aducirse, ya que no la personalidad retraída de la autora en los cincuenta, los hechos de que el boom no incluyó a mujeres, más dadas a la poesía, o el haber publicado una novela aislada en medio de su, ya para entonces, extensa producción versicular.
Pero no sería justo dedicar varias páginas a Jardín sin referirnos, siquiera someramente, a uno de los textos más acabados y depurados estilísticamente que conoce, en todos los tiempos, el llamado género de viajes o, simplemente, literatura de viaje. Estoy hablando, por supuesto, de Un verano en Tenerife, publicado en Madrid 1958, también por Aguilar. Es curioso el hecho de que varias autorizadas opiniones de intelectuales españoles en la década de publicación de este libro remitiesen con insistencia a la cualidad de libro de viajes de esta obra y, sólo tangencialmente, se refiriesen a la funcionalidad de la prosa o al montaje de la historia, lo que ayuntado a una comprensión cabal del canario o el isleño, analizada con profundidad su psicología, hacen que el texto resista con sobriedad, pero firme, el paso de medio siglo y pueda leerse hoy con una total actualidad técnica. Articulistas como Eusebio García-Luengo no dudan en calificar al libro, aunque quizás de manera epidérmica, con una connotación turística evidente:
Bella guía la que nos depara Dulce María Loynaz, sin que estas densas páginas tengan tal propósito estricto, pues las mejores guías son aquellas que proceden de la obra literaria escrita para satisfacer profundas apetencias del sentimiento y para recrearse simplemente en las bellezas que llaman a nuestro corazón. Lo demás, se da por añadidura. ("Un verano en Tenerife de Dulce María Loynaz", en: Índice de Artes y Letras, Madrid, a. XII, n. 120, ed. Española, diciembre de 1958, p. 27. Recogido como "Paisaje y aire de los tiempos" en Valoración Múltiple, Casa de las Américas y Letras Cubanas, La Habana, 1991, ed. Pedro Simón, p. 596)
También a finales de esta década que media el siglo veinte, otro destacado escritor resalta en la prensa madrileña la salida del libro. Melchor Fernández Almagro, ensayista, historiador y crítico literario incorpora a su reseña elementos que validan otra vez lo descriptivo, insiste en el certero trazo de los retratos de personajes típicos y míticos de las islas, como el pirata Ángel García, y habla de ilustraciones, miniaturas y daguerrotipos, remedos de lienzos de Gauguin, con mucho color tropical. Nada que no se vuelque en lo importante de la toponimia a la hora de realzar la belleza de Canarias, hecho que ha de ir ligado, a estas alturas evidentemente, con exaltaciones más o menos atemperadas del carácter y el "alma" de los habitantes del archipiélago, fuente significativa de ascendencia de parte de los cubanos. Aunque hallamos en el artículo ciertos esbozos que apuntan a un desarrollo del tema del libro de viajes, lo que sin dudas hubiese redundado si no en exégesis al menos en aporte de elementos novedosos sobre el texto, debemos deplorar que esta veta se agote casi en sus comienzos y en cambio haya que aceptar una vez más el tópico del lirismo primario como punto de partida de todo análisis, incluso, recordando una vez más que "este, señores, no olvidarlo, es un libro escrito por una poetisa".
Veamos: Un verano en Tenerife es un libro poético, una interpretación lírica de las Islas Canarias, pero no un suspiro nostálgico, aunque, metafóricamente, pudiéramos definir así la obra de Dulce María Loynaz poemática, en primer término y en alto grado, pero utilísima en cuanto es capaz de llevarnos allí y de conducirnos a lo largo de las costas y tierra adentro, del valle a las cumbres, con el increíble saber de un "cicerone" inverosímil. Nos dice lo que son las cosas: cada una bajo su nombre: árbol, flor, piedra labrada, emoción sobrevenida. En todo caso, la palabra exacta a punto: a más de la exactitud, la belleza. De ahí que la autora se de cuenta de un fenómeno estético más que lingüístico. "Hay palabras mágicas que no dicen sino cantan su sentido, lo pintan, de un solo trazo en el aire, y allí lo dejan por unos segundos, después de ya sonada la última sílaba." En el uso de esas palabras mágicas Dulce María Loynaz es diestrísima. Poetisa o poeta, en definitiva.
Palabras mágicas, cualidad demiúrgica o totalizadora, palabras que no dicen sino cantan su sentido, palabras mágicas, la esencia de lo connotativo que no se deja explotar en un sentido, digamos, plural. Nuevamente el afán de potenciar la descripción, lo exteriorista por encima de las cargas polivalentes del signo. A la vuelta de medio siglo entiendo de una manera inversa el enunciado de que tenemos entre manos un fenómeno más estético que lingüístico. No puedo comulgar con tal aserto. De ser cierta la primera aseveración bastaría una lectura somera para comprender el texto dolorosamente erosionado por el tiempo, anquilosado en una época bucólica en la que, entonces sí, degustaríamos, por ejemplo, el dato pintoresquista, anecdótico, de la llegada por mar a Canarias. Es un ejemplo, repito, pero igual una impresión, un juicio de valor, no un arriesgado acercamiento por la vía del tropo, como ocurre casi siempre en este libro, aun cuando muchos convengan en aceptar aquel juicio de valor, colocado a partir de un mayestático: "dicen" (vox populi, conseja, halago, en todo caso encuesta de opinión), pero palabra augusta al fin:
Sigamos desandando entonces esta madeja pletórica de símbolos y signos, sin flaquear hacia la concesión del texto como pintura o aguafuerte, pues este es otro de los guiños y ardides con que siempre enmascaró la autora una prosa que jamás dejó a su libre albedrío, que jamás descuidó, si no cómo entender su demora en dar a imprenta Jardín, ¿puliendo en silencio?, o su negativa a publicar o concluir otras proyectos narrativos como Mar muerto y Los caminos humildes. Creo que quien tuvo siempre como divisa para su producción literaria el no publicar todo lo que se escribiese, debió contar con razones mucho más fuertes que las del simple deslumbramiento o el éxtasis naturalista a la hora de catalogar Un verano en Tenerife como su prosa más acabada. Recordemos que 1958 es un año que demarca no sólo una etapa fecunda, activa y abarcadora en la obra de Loynaz sino también en su vida, como en la vida de sus contemporáneos cubanos. Veo este libro de viajes un recuento de su viaje mayor, visto metafóricamente, a perspectiva, siguiendo el desarrollo de su estilo y sus ambiciones estéticas, a partir de aquellas primeras publicaciones en verso en la década del treinta. Este año es, por tanto, un año de gracia, en el que los dos géneros por los que mostró preferencia nuestra autora le recompensan con sendas obras de singularidad y altísima calidad, viendo la luz casi al unísono en Aguilar, como hemos apuntado, el ya citado Un verano... y el extenso poema versicular, o breve cuaderno, Ultimos días de una casa.
Hay libros en los que el impulso narrativo se agota en una trama primaria y evidente; de esos libros, que se cualifican como textos "sin dobleces" o "directos", por justificar una facilidad de lectura que en muchos casos (con notables excepciones, por supuesto) sólo es un mero pacto con la estulticia o la ramplonería, Un verano en Tenerife sería el extremo más alejado, la antípoda, y me parece que por ahí anda su mayor acierto... y también su mayor irrisión. Digo "irrisión" buscando morigerar lo burlesco, claro está, y pienso que como en otros casos al referirme a ciertas imposturas de la sutil obra narrativa de Dulce María Loynaz, habrá que matizar quedándonos entonces con el término más impreciso, pero a la vez más refinado, de "guiño". Y eso ha venido sucediendo desde que se concluyó el libro, según colofón a las doce y catorce minutos del jueves 10 de abril de 1958 en la finca Nuestra Señora de las Mercedes, cerca de La Habana, a los cinco años y ocho meses de haberse comenzado. A los cinco años y ocho meses, reparemos en esta declaración final, que quizás con una sutileza máxima se halle en contrapunto o discordia con la viveza que propone la exactitud no ya en las fechas sino en la hora y minutos en que se pone el punto final. Casi seis años que dan la medida del tiempo invertido en la redacción del texto, correcciones, dudas, vueltas al pasado e inspiración incluidos, lapso dilatado contra la brevedad de lo vivido en la visita a las islas afortunadas. ¡Y la crítica sólo repara en la condición directa o primaria, que no admitiría dobleces, digamos, del texto que lanza Aguilar a finales de esa década tremenda¡ Por eso hablo de otro guiño, otra irrisión, sólo que a manera generalizadora, el libro todo como una gran impostura, compuesto de una impresionante serie de capas de lectura o modos de aprehenderlo, y aquí ya estoy hablando en primer término del libro, no de las islas, esas islas que geográficamente mantienen en este presente igual latitud, pero que definitivamente no son las mismas. Mas el libro existe en su tiempo y ese tiempo se multiplica y adquiere, al igual que el lenguaje, un dinamismo propio, ajeno a la llana locación. El adjetivo es llana, en efecto, aunque podamos pensar de inmediato en la palabra Teide. Recuerdo una frase de Dulce María Loynaz en carta enviada a su amiga Julia Rodríguez Tomeu en 1939 y publicada en Cartas que no se extraviaron (Ed. Hermanos Loynaz, Fundación Jorge Guillén): "La Geografía es una de tantas mentiras deliciosas que se dicen a los niños... Cuando dejé de creer en ella, comencé a envejecer".
Ya vemos como esta autora fue convirtiéndose con sutileza, pero con pasión, en la gran escritora que hoy sabemos definitiva e imprescindible, por lo que he abundado algo más en su cualidad como narradora, acaso una faceta menos conocida de su producción, aunque lo que siempre la signó fue su enorme vocación lírica, desde que diese a conocer sus primeros poemas en 1920 en el periódico La Nación (luego mantendría crónicas semanales en los rotativos El País y Excélsior) y continuase luego colaborando en otras publicaciones seriadas de los años cuarenta y cincuenta en la isla como Social, Grafos, Diario de la Marina, El Mundo, Revista Bimestre y en la célebre Orígenes de Rodríguez Feo y Lezama Lima.
Considerada como la máxima exponente del intimismo posmodernista, su expresión lírica ha plasmado con sencillez y eficacia los temas esenciales del hombre y en sus versos logra conjugar con mano maestra lo universal y lo autóctono. Ejemplifiquemos con fragmentos de un texto pletórico de ínsita cubanía.
Este río de nombre musical
llega a mi corazón por un camino
de arterias tibias y temblor de diástoles (...)
El no tiene horizontes de Amazonas
ni misterios del Nilo, pero acaso
ninguno le mejore el cielo limpio
ni la finura de su pie y su talle (...)
Yo no diré que él sea el más hermoso (...)
¡Pero es mi río, mi país, mi sangre!
"Al Almendares", poema de intensa belleza sentimental, fusión emocionada de patria y naturaleza con la simplicidad de una corriente apacible. Fiel exponente de la poesía pura, considerada figura de primera fila dentro del conjunto de escritores iberoamericanos, es Dulce María Loynaz una de las voces líricas más puras del arte poético cubano en este siglo y mito de las letras en esta parte del mundo. Su poesía posee una amplia gama de registros y llega a diversas sensibilidades. Nótese la sutileza de esta dupla versicular, en la que reside, sin embargo, todo un orbe de implicaciones:
¿Y esa luz?
Es tu sombra...
O reparemos en esta explosiva declaración de amor (o al amor) que es el poema LXI de los Poemas sin nombres:
En el valle profundo de mis tristezas, tú te alzas
inconmovible y silencioso como una columna de oro.
Eres de la raza del sol: moreno, ardiente y oloroso
a resinas silvestres.
Eres de la raza del sol, y a sol me huele tu carne quemada,
tu cabello tibio, tu boca oscura y caliente aún como brasa recién apagada por el viento.
Hombre del sol, sujétame con tus brazos fuertes,
muérdeme con tus dientes de fiera joven, arranca mis tristezas y mis orgullos, arrástralos entre el polvo de tus pies despóticos.
¡Y enséñame de una vez -ya que no lo sé todavía-
a vivir o a morir entre tus garras!
Serenidad luminosa, poesía musical, hallazgos de expresión inusitados, brillo de la palabra, poesía interior, como callada y meditativa, todo eso puede definir a nuestra autora, todo eso se nos revela en la lectura de sus textos, viaje a través de mares y de ríos, versos en los que percibimos el fulgor de nuestra isla... y el avatar de sus criaturas, al ser, ella misma, especial criatura de isla.
Rodeada de mar por todas partes,
soy isla asida al tallo de los vientos...
Nadie escucha mi voz, si rezo o grito:
Puedo volar o hundirme... Puedo, a veces,
morder mi cola en signo de Infinito.
Soy tierra desgajándome... Hay momentos
en que el agua me ciega y me acobarda,
en que el agua es la muerte donde floto...
Pero abierta a mareas y a ciclones,
hinco en el mar raíz roto.
Crezco del mar y muero de él... Me alzo
¡para volverme en nudos desatados...!
¡Me come un mar batido por las alas
de arcángeles sin cielo, naufragados!
Igualmente, logra concitar una maravillosa riqueza de matices, situaciones y acordes espirituales. Quiero ejemplificar la nostalgia o la melancolía o el desamor, con estos versos desolados del poema "Viajero":
Yo soy como el viajero
que llega a un puerto y no lo espera nadie:
soy el viajero tímido que pasa
entre abrazos ajenos y sonrisas
que no son para él...
Como el viajero solo
que se alza el cuello del abrigo
en el gran muelle frío...
Fueron innumerables las condecoraciones, reconocimientos y homenajes que mereció esta autora. Pero no quiero dejar de mencionar el hecho de que en 1992 en Curazao, durante el III Congreso de Mujeres del Caribe, fue seleccionada como la poetisa más distinguida de la región en el siglo veinte. Finalizo rememorando su más alto logro literario, el Cervantes, premio que la instaló nuevamente, ya en el ocaso de su vida, en los planos más estelares del mundo literario iberoamericano. Casi hasta el final de sus días mantuvo una fructífera actividad intelectual.
Al amanecer del día 27 de abril de 1997, a los 94 años, falleció en su antigua mansión de la barriada de El Vedado, rodeada de obras de arte, recuerdos de viaje y una decena de perros, gozando del reconocimiento generalizado y universal dentro de las letras en lengua española.